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II

Una certera patada en la boca del estómago me hace recuperar el conocimiento. Me retuerzo en el piso tosiendo por aire mientras escucho claramente las carcajadas de quienes me lastiman. Entreabro un ojo para encararlos: son dos hombres. Ambos portan una vara de madera en la mano y visten protecciones de cuero ligero con el emblema circular del águila de alas abiertas, el mismo que utilizaba en su báculo dorado la última Atenea que aterrizó en este mundo, Saori Kido; las vestimentas típicas de los guardias del Ekecheiria.

—¡¿Qué tanto miras, eh?! —espeta uno de ellos cuando nota que lo estoy observando. Su voz suena ronca y envalentonada por la embriaguez cuando me planta un segundo puntapié, esta vez en el rostro. El golpe es tan fuerte que me hace girar sobre mí misma y quedo tumbada mirando hacia una pared de piedra de tonos oxidados al tiempo que un reguero de sangre se me escapa por la boca. No deja de parecerme extraño: un simple soldado como ese no debería ser capaz de causarme tanto daño, pero el golpe hace que la cabeza me dé vueltas y no puedo sino retorcerme en mi penosa posición.

Escucho a su compañero reír con la misma embriaguez en la voz. Es increíble lo bajo que pueden caer algunos hombres cuando se les otorga una pizca de poder. Es increíble lo bajo que ha caído el Ekecheiria y sus sirvientes.

—¡¿Y esta puta era un Santo de Oro?! —pregunta antes de soltar otra carcajada.

Giro la cabeza para verlo por sobre el hombro justo cuando hace a un lado a su compañero de un empujón y me golpea con la vara de madera en el brazo. No deseo mostrarme vulnerable, pues en mi vida he recibido golpes mucho peores, pero el impacto es tan doloroso que se me escapa un alarido. Y aun así sus carcajadas resuenan por sobre mi grito. Les gusta mi debilidad y no van a dudar en disfrutarla.

—¿Un Santo de Oro? —se saborea uno de ellos—. Esta traidora nunca fue un Santo de Oro, ¿no lo sabías? —se me acerca con paso tambaleante en su victoria y hace el ademán de querer tomarme por un brazo para levantarme, pero se lo piensa mejor y me toma del hombro para obligarme a quedar recostada de espaldas. Entonces lleva la mano al cuello de la túnica de tela que estoy vistiendo, lo único que cubre mi desnudez, y jala con fuerza hacia abajo para romperla—. ¡No es más que una impostora que se robó una Armadura Dorada! —puedo sentir el hedor a alcohol en su aliento cuando ríe como un borracho y se relame los labios cuando contempla uno de mis pechos que ha quedado al descubierto.

—¡Oh! —se ríe el otro hombre con la misma voracidad patética en la voz mientras se me acerca con una sonrisa de oreja a oreja que le da un aspecto ridículo—. ¡Entonces deberíamos ser nosotros, los del Ekecheiria, los que la castiguemos antes que los guardias de este lugar! Robarse una Armadura es un gran pecado contra el verdadero Patriarca… —casi se le sale la baba por la boca.

—¡Sí! —su compañero se muestra de acuerdo cuando se pone encima de mí. Se esfuerza por soltarse las amarras que le sujetas las protecciones del pecho y los hombros, pero sus dedos son torpes y regordetes. Sin embargo, comete el grave error de quitarse el casco; recordaré sus facciones cuando le arranque la cabeza—. Quizás nosotros no seamos Santos, pero ¡también debemos proteger el honor del Patriarca!

—¡Así es! —suelta el otro y ambos ríen a carcajadas.

Sin que se percate, lo que no es nada difícil ya que tiene los ojos clavados en mi pecho expuesto, estiro los dedos de la mano derecha y me preparo para perforarle la yugular, pero justo en ese momento su compañero emite un chillido muy agudo, el que viene acompañado por un por un golpe seco que reconozco al instante. Es parecido al sonido que se produce cuando partes una nuez con la fuerza de la mano; el sonido de los huesos del cráneo al partirse contra un pared es muy similar.

—¡¿Quién mier-?!

El tipo encima de mí se sobresalta y lleva los ojos negros hacia donde estaba su compañero. Siento asco cuando percibo un calor sobre mi estómago y comprendo que se está meando encima de mí del puro miedo. Me retuerzo como un animal para quitármelo, pero vuelvo a sentir esa horrible sensación de frágil debilidad que me ha perturbado desde que recobré el conocimiento y no consigo moverlo ni un milímetro. Para mi fortuna, algo jala del tipo hacia arriba y lo lanza hacia atrás para que se estrelle con fuerza contra la pared más lejana a mí, donde se golpea en la cabeza y cae lentamente dibujando un camino rojo en la piedra mientras desfallece. Esto me da algo de tiempo para comprender mi situación: por algún motivo sigo viva, aunque he perdido la libertad y me encuentro encerrada en lo que podría describirse como una celda. ¿Estos dos tipos eran mis carceleros? ¿Todavía estaré en el Ekecheiria?

—¿Te encuentras bien? —pregunta el hombre que me ha salvado y como estoy tumbada en el piso debo levantar mucho la vista para poder mirarle el rostro, pero no puedo sino sonreírme al escuchar el tono grave de su voz.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le pregunto a modo de respuesta mientras me levanto. Cada músculo de mi cuerpo se resiente de dolor debido a la paliza. Esto no es normal.

—Me permitieron visitarte. Me preocupaba que pudiera ocurrirte algo, pero me alegra haber llegado a tiempo —me dice con total seriedad mientras se quita del camino el cuerpo inerte de uno de los hombres para acercarse y casi me da risa que un mastodonte de su tamaño logre demostrar esa clase de afecto sin modificar la expresión del rostro, pero Kenshiro de Osa Mayor siempre ha sido de carácter callado y de rostro taciturno; es parte de lo que lo convierte en quien es y lo que me ha permitido confiar tanto en él.

—G-Gracias —consigo decir con la voz cortada, pues me estoy quitando la túnica rota y orinada y los músculos de los brazos se quejan—, pero si no hubieras llegado habría acabado con ellos yo misma…

—Ibas a abrir su yugular, pero no hubiera servido de… Oh —se interrumpe tras posar por primera vez los ojos sobre mí—. Lo lamento.

Desvía rápidamente la mirada, pero noto claramente el sonrojo en sus mejillas. Está claro que se siente incómodo, aunque su rostro continúa imperturbable bajo esas enormes cejas oscuras que lo coronan.

—Descuida —le respondo mientras lanzo la túnica lejos—. No es la primera vez que me ves desnuda.

Kenshiro niega con la cabeza, sus ojos fijos en la pared, procurando no mirarme.

—No es por eso —me dice con gravedad y se señala el rostro con un dedo.

Solo entonces caigo en cuenta.

Me llevo instintivamente la mano a la cara y noto que la máscara no está. Todo este tiempo mi rostro ha estado expuesto. Siento que tiemblo y no puedo evitar sonrojarme. Me encuentro completamente desnuda en la celda de alguna prisión, pero para un Santo Femenino estar desnuda no es nada en comparación a que alguien pueda ver tu rostro. Aprieto los dientes y sin preocuparme por cubrir mi desnudez me dirijo hacia los hombres para acabar con ellos. Están a un par de centímetros de mí, tendidos en el piso. De ambos, el único que aún mantiene un aspecto reconocible es el que se me orinó encima, pues yace tirado junto a la pared donde está la única puerta de este cubículo de piedra; sus extremidades forman un arco para nada natural, pero continúa respirando; su compañero, por otra parte, ahora es una mezcla de músculo y sangre; todavía tiene la cabeza pegada a la pared donde Ken lo dejó plantado. Me agacho ante el soldado que trató de propasarse conmigo e intento apretar su cuello para asfixiarlo, pero siento que los músculos del brazo no responden y que mis fuerzas no alcanzan.

—¡¿Qué demonios está pasando?! —me siento tan molesta y humillada que me resulta difícil controlar el tono de mi voz, la que exclamo en un grito exasperado.

—No te ocurre solo a ti —me dice Ken al tiempo que echa sobre mí una sábana, posiblemente de la cama de mi celda, para cubrirme y ocultarme la cara.

—¿Tú también? —le pregunto y lo conozco tanto que sé que el asiente con la cabeza aunque está a mi espalda.

Vuelvo a temblar, comprendiendo que mi situación es mucho peor de lo que me imaginaba. Ken pasa por mi lado, acuclillándose ante el soldado al que estoy tratando de matar. Hace mi mano a un lado con una suavidad totalmente contraria a lo que sugiere corporalidad y con la pura fuerza de sus músculos presiona el cuello del hombre, quien a pesar de estar semi-inconsciente consigue sacudirse un poco antes de dejar de respirar.

—Listo —me dice cuando libera su agarre. Su mano queda marcada en el cuello del tipo como un tatuaje mortal.

Ambos miramos al otro soldado al mismo tiempo y comprendemos que ya no es necesario matarlo. Me siento tentada a reír, pero tengo los músculos del rostro entumecidos.

—¿No tendrás problemas por esto? Eran soldados bajo las órdenes del Patriarca.

—No, además fue el mismo señor Shun quien dio la orden de que ningún mortal te hiciera daño. Aunque yo no los hubiera tocado, estos tipos ya estaban muertos.

—Tú también me viste el rostro. ¿A ti también tendré que amarte o matarte? —tercio a modo de broma, más para calmarme yo que por otra cosa—. Ya conoces la Ley.

—Prefiero que no hagas ni lo uno ni lo otro —suspira él y en su voz noto tanto dulzura hacia mí como preocupación por mi destino—. No deseo morir a tus manos y desperdiciarías tu amor en alguien que jamás podría corresponderte. Sabes cómo soy.

—Es verdad… —digo con voz dubitativa, de pronto el temblor de mi cuerpo se ha vuelto insoportable. Hace mucho que no sentía tanto miedo.

—Minerva… —lo escucho murmurar justo cuando me abraza para darme consuelo. Siempre le he dicho que es demasiado amable como para tener como constelación guardiana a un oso. Lo corpulento sí lo tiene, eso es innegable.

—¿Y Jamir? —pregunto cuando recuesto la cabeza sobre su pecho. Él me responde con silencio; sabía que haría eso, pero igual me sorprende que duela tanto—. Ken —le digo y noto que me cuesta respirar—, tienes que sacarme de aquí.

—No puedo —me responde. Maldita sea, también sabía que respondería eso—. Si lo intento ambos moriremos.

Señalo a los tipos a los que mató para ayudarme.

—¡Pero si no son más que soldados y tú eres un Santo de Plata! ¡Yo hasta porté una Armadura de Oro! ¡No deberíamos tener problemas!

Él niega con la cabeza. Ambos sabemos que solo digo esa tontería para darme un poco de esperanza.

—No son soldados del Ekecheiria los que te están custodiando, Nerva —me dice con tristeza—. Para proteger a la Tierra, el señor Shun te dejó bajo la custodia de los Guardas del Olimpo. Ni siquiera nosotros, los Caballeros del Ekecheiria, podemos enfrentarnos a ellos sin aumentar más la deuda de la humanidad hacia los dioses. Dudo que hasta los Caballeros de Oro fueran capaces de hacer algo en este lugar. Además…

Extiende un brazo con la palma expuesta y cierra los ojos para concentrarse. Pero sé que lo hace solo para convencerme, pues ambos estamos muy conscientes de lo que está ocurriendo. Con un suspiro gélido, levanto la vista y no me extraño al ver un abertura cuadricular en el techo de mi celda. Las estrellas se reflejan con un matiz de tristeza desde el otro lado. Luego, solo para confirmar mis sospechas, dirijo los ojos hacia las paredes sin ventanas y reconozco el material de la piedra de la que están hechas: oricalco. Pasan unos momentos y Ken cierra la mano. No ha ocurrido nada.

—No podemos… —comienza a decir.

—… arder nuestro Cosmos —concluyo yo la frase, y un último temblor se apodera de mí.

—Dame un momento —me dice mi amigo, quizás el único amigo que me queda en el mundo—. Iré a buscarte un cambio de ropa.

Pero cuando se levanta para marcharse le cojo la mano rápidamente para detenerlo.

—Mi máscara —le digo con el rostro mirando hacia el piso para no exponerlo—. ¡Olvídate de la ropa y tráeme mi máscara!

Kenshiro guarda silencio, pero acaba por asentir. Sé que quizás le parezca que exagero, pero un Santo Masculino difícilmente podría comprender la necesidad que siento de aguardar mi castigo eterno con toda la dignidad que pueda reunir. Porque me encuentro en la Prisión Celestial, una prisión construida por orden de los dioses tras el Pronunciamiento Olímpico para que la humanidad aprendiera a someterse, donde todo atisbo de Cosmos es inhibido y donde aquellos que se han atrevido a encenderlo son castigados con la vida eterna en soledad, para que sirvan de ejemplo al resto del mundo y en especial a los Santos. Sujeto con más fuerza la mano de Kenshiro, comprendiendo que su presencia ahí conmigo no se debe a ningún favor piadoso por parte de Sus Divinidades, sino que es parte de mi tormento, pues cuando su visita acabe sé que jamás se le permitirá regresar y que tendré toda la eternidad para añorar su rostro o el de cualquier otra persona por la que pude haber sentido afecto. Tal es el esfuerzo que los dioses han dispensado hacia mí; tal es el nivel de mi pecado hacia ellos.

Como si comprendiera lo que estoy pensando, y sé bien que lo comprende, Ken también coloca una mano sobre la mía y la aprieta con fuerza para brindarme su calor, pero no me mira. Y entiendo que si no lo hace no es para evitarme la humillación de ver mi rostro desnudo, sino que es para impedir que mi último recuerdo de él sean sus ojos llenos de lágrimas.


SAINT SEIYA © Masami Kurumada, Toei Animation, Shueisha