Dos.
Habían pasado ya un par de meses desde que Gino y Nico llegaron a vivir a Francia. A pesar de que lo odiaba con toda su alma, Gino se había adaptado a que la gente se dirigiera a él como Darío Belli, por lo que agradecía muchísimo que los Shanks le llamaran por su verdadero nombre cuando estaban a solas. Gracias al fútbol y a la estrategia de Erika, Gino había conseguido hacer nuevos amigos, que pudieron constatar que Darío Belli no era un engreído, como creyeron en un inicio, sino simplemente un chico muy retraído. Marc-Paul, que fue uno de los amigos del italiano que lo llegaron a apreciar más, decía constantemente que sabía que Belli estaba pasando por una etapa difícil, pero que respetaba que él no quisiera contarle qué le sucedía. A Gino le hubiera gustado revelarle a Marc-Paul la verdad, pero no se atrevía a hacerlo por temor a no saber cómo iba a reaccionar.
Mientras tanto, en Italia se había apaciguado el interés por los supervivientes del accidente ferroviario. Tras meses de peritaje, se determinó que la culpa fue un fallo técnico y que los conductores no habrían podido hacer algo para evitar el descarrilamiento. El fabricante del aparato tuvo que pagar indemnización a los familiares de las víctimas, con lo que se cerraba uno de los capítulos más trágicos de la historia italiana moderna. Nico fue el único familiar que no aceptó cobrar la indemnización, pues realmente no le hacía falta, y en su lugar mandó a un abogado a pedir que su parte fuese distribuida entre los demás. Esto les ocasionó una decepción a los periodistas que esperaban su regreso, pues si bien se llegó a hacer del conocimiento público que Nico Di Angelis y Gino Hernández habían salido del país, se les había perdido la pista y el posible retorno del primero para cobrar la compensación les había dado la esperanza a algunos medios de poder atraparlo para entrevistarlo. Además, se había corrido el rumor de que Nico se había llevado a su nieto a Estados Unidos y el viaje hasta otro continente no valía la pena, así que acabó por perderse el interés en ellos. Gino no entendía el por qué la prensa italiana daba por hecho que ellos estaban en América, hasta que su abuelo le contó que él mismo había difundido esa falsa información.
– Fue algo que se me ocurrió de último minuto –señaló Nico–. Honestamente, no pensé que funcionaría.
El que se diera carpetazo final al accidente favoreció que Gino avanzara en su recuperación. Las sesiones con el doctor Durand estaban dando sus frutos, aunque éste le comunicó a Nico que Gino se resistía a hablar de lo sucedido en ese día fatídico y que era el único punto que le faltaba superar para poder asegurar su curación. Nico sabía que su nieto había tenido que dar su versión de los hechos a la policía y también a la primera psicóloga que lo atendió en Italia, pero por más que varias personas de confianza intentaron preguntarle sobre ello, Gino eligió no hablar con nadie más al respecto.
– Le he insistido en que, para superarlo, necesita hablar de ese suceso, sacarlo de su sistema –comentó el doctor Durand–. Pero dice que no está preparado todavía y yo no quiero presionarlo. Sin embargo, mientras más tiempo tarde en hablar, más le costará trabajo digerirlo, sólo ha hablado de ello dos veces y no es suficiente.
– Sí, lo sé, doctor –suspiró Nico–. Lo mismo me dijo la doctora Romano, su psicóloga en Italia. He tratado de preguntarle a mi nieto qué sucedió ese día, pero creo que ni yo mismo quiero saberlo así que no he insistido mucho al respecto.
– Seguiré intentándolo –aseguró el psicólogo–. Confío en poder obtener una respuesta positiva pronto. Por cierto, ¿ha considerado usted tomar terapia?
– ¿Yo? –Nico lo miró con extrañeza.
– Sí, usted –asintió el doctor Durand–. Gino no es el único por el que ha pasado por un terrible trauma, ni tampoco el que perdió a alguien importante en ese accidente.
– Supongo que no –suspiró De Angelis, mientras se frotaba ambas sienes–. Han sido meses terribles, no lo voy a negar.
"Y ahí perdí a mi única hija…".
– Lo sé –dijo el hombre–. Y no tiene por qué pasar por eso solo. Tenga en cuenta que, para poder ayudar a su nieto, usted también debe de estar en las mejores condiciones de salud mental.
– Estoy consciente de eso –aceptó Nico, resignado–. Bien, anóteme una cita con usted en cuanto pueda.
De esta manera, Nico comenzó a tomar terapia también. Gino se asombró cuando se enteró y se lo comunicó a Elliot, básicamente porque él se había convertido en la persona a la que se dirigía cuando tenía alguna duda sobre cómo lidiar con el trauma. La respuesta que le dio Elliot lo pasmó aún más, pues éste le dijo que Rémy también tuvo que asistir al psicólogo en los meses posteriores al terremoto.
– No sé si tu abuelo tenga remordimientos y, en caso de que los tenga, a qué se deberán –contó Elliot–, pero en el caso de Rémy, él se sentía culpable por no habernos podido proteger a mi madre y a mí. Siempre tuvo la idea de decirle a su hermana y a su cuñado que nos fuéramos a vivir con él a las afueras de la ciudad, en donde el terremoto no tuvo efectos letales, pero por una razón o por otra nunca lo hizo, así que mi padre adoptivo tuvo que ir con psicólogo para aprender que él no tuvo la culpa de que mis padres murieran.
– Entiendo. La verdad, nunca me había puesto a pensar en si mi abuelo se siente culpable –admitió Gino–. ¿Pero de qué podría culparse él, de no habernos pedido que viajáramos otro día o que usáramos otro medio de transporte? Él no tenía manera de saber que el tren se descarrilaría.
– Así como mi padre no tenía manera de saber que habría un terremoto –añadió Elliot–. Los seres humanos nos torturamos con lo que no hicimos y que pudo haber cambiado la historia, pero como bien me dijo Lily hace tiempo: "Si los seres humanos pudiéramos predecir el futuro, nadie cometería nunca un error, pero precisamente lo que nos hace humanos es que no sabemos qué sucederá mañana". ¿Y sabes algo? Tiene razón, aunque a eso yo le añadiría que por lo mismo es inútil culparse por algo que ya pasó, pues no había manera de saber de antemano qué sucedería y por tanto no podríamos haberlo evitado. Espero no estarte confundiendo.
– No, no me confundes –negó Gino–. O bueno, sí, estoy confundido en una cosa: ¿Quién es Lily?
– ¿Eh? –sorpresivamente, Elliot se ruborizó–. ¿Mencioné su nombre? Oh, lo siento, es una amiga muy querida que vive en México, ella también me apoyó con todo mi evento traumático. No importa quién es ella, lo que cuenta es lo que me dijo y que ahora yo te estoy comentando a ti: no vale la pena perderse en la culpa.
– Sí, supongo que tienes razón –cedió Gino, aunque no entendía por qué su amigo se había puesto tan nervioso–. Ojalá me hubiera dado cuenta de que mi abuelo también necesitaba ayuda psicológica.
– Amigo, no puedes con todo tú solo. –Elliot le puso las manos en ambos hombros–. Lo que importa es que tu abuelo ha empezado a dar sus propios pasos hacia la recuperación.
Todavía les quedaba un largo camino por recorrer, pero si miraba hacia atrás, Gino podía ver que llevaban mucho tramo avanzado también.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
Si seis meses antes le hubieran dicho a Gino que volvería a tener deseos de festejar su cumpleaños, él se hubiese reído. Antes de ir a Francia, el italiano estaba convencido de que nunca más querría volver a tener una celebración, incluso Navidad y Año Nuevo pasaron para él sin mucha pena ni gloria a pesar de que para esas épocas ya se sentía ligeramente mejor. Sin embargo, llegó febrero y con él su cumpleaños, y para su sorpresa a Gino le entraron las ganas de festejarlo. Si bien no estuvo de acuerdo en tener un evento grande, sí le agradó la sugerencia de Nico de hacer una fiesta pequeña con los Shanks, a la cual tal vez también podría invitar a Marc-Paul y a sus otros amigos del equipo de fútbol. Aunque una parte suya le hacía sentirse culpable por querer festejar dado lo sucedido con sus padres, el doctor Durand le había hecho ver que la vida continúa y que no hay algo de malo en querer celebrar a la vida. Así pues, Gino autorizó a que Elieth Shanks, quien ya estaba dando muestras de ser la más sociable y fiestera de su familia, le organizara un festejo sencillo. Obviamente, ella tendría ayuda del personal del hotel, pues se trataba del cumpleaños del nieto del dueño.
– Lo único malo es que el pastel tendrá que llevar el nombre de Darío y no el de Gino –señaló Elieth, al enterarse de que acudirían los miembros del club de fútbol–. A menos que diga que se equivocaron de nombre en la pastelería.
– No seas babosa, basta con que no le pongas nombre –replicó Leo.
– ¡No me llames babosa! –Ella lo golpeó–. ¡Es obvio que lo voy a pedir sin nombre, sólo estaba bromeando!
A Gino le divertía ver a Leo y a Elieth pelear, ellos eran como los hermanos que siempre quiso tener y no pudo.
Por azares del destino, su cumpleaños cayó en fin de semana, lo que le permitiría tener una celebración que no fuese interrumpida por la escuela (y evitaría también que sus compañeros quisieran hacerle algo ahí). El festejo sería por la tarde, así que Gino tendría gran parte del día para dedicarlo a la nada, andaría de perezoso por ahí, leyendo algún libro o viendo la televisión en la enorme suite en la que vivía con su abuelo, hasta que llegara la hora de alistarse. Sin embargo, a media mañana Nico le avisó que tenía una visita y que debía recibirla cuanto antes.
– ¿Quién es? –quiso saber él.
– Ve a averiguarlo tú mismo –le contestó Nico, enigmático–. Está en la salita.
La suite contenía, como ya se había dicho antes, una pequeña sala de estar. Al salir de su habitación hacia dicha área, Gino vio a Erika parada en medio de la salita, vestida con un abrigo color palo de rosa que hacía resaltar sus rizos castaños y una boina que le hacía juego. Él sintió que la sangre se le agolpaba en la cara y se puso tan nervioso que tuvo que respirar profundo unas cuantas veces para poder aparentar tranquilidad.
– Bonjour! –saludó ella–. Espero no haberte interrumpido.
– No, claro que no –negó Gino–. Eh, no estaba haciendo algo importante. ¿Qué sucede, Erika?
– Oh, pues que es tu cumpleaños y quería darte tu regalo –explicó Erika, muy sonriente–. Aunque para eso necesito que nos acompañes a Marcel y a mí a un lugar que se encuentra muy cerca de aquí.
Recargado contra el quicio de una ventana estaba Marcel Dubois, a quien Gino ya conocía. Supuestamente, Dubois era el asistente personal de Rémy Shanks pero parecía más un guardaespaldas o una especie de niñera de los hijos de éste, incluso podría pasar por un tío lejano gracias a la familiaridad que había entre ellos. El italiano se preguntó qué estaría haciendo Marcel ahí y por qué tenía que acompañarlos a Erika y a él para obtener su obsequio.
– ¿Ahora? –preguntó Gino.
– Ahora –asintió Erika–. Es el momento perfecto.
– Está bien, sólo tengo que pedirle permiso a mi abuelo –señaló él.
– Por supuesto que puedes ir –intervino inmediatamente Nico–. No hagas esperar más a la señorita.
– De acuerdo. –Gino sonrió–. Iré a cambiarme de ropa.
– Ponte ropa abrigada –aconsejó Erika–. Está haciendo frío en el lugar al que iremos.
A Gino le entró la curiosidad: ¿A dónde lo llevaría Erika? Como era febrero, todavía se sentía frío al aire libre en la capital francesa, así que sin duda que lo llevaría a la calle. ¿Pero a qué sitio específicamente? Mientras el joven se cambiaba de ropa, Nico aprovechó para acercarse a Erika y darle las gracias por todo lo que ella estaba haciendo por su nieto.
– Estoy consciente de que tú has sido un gran apoyo para él desde que llegamos aquí y de verdad que quiero agradecértelo –señaló Nico–. Siempre estás ahí para consolarlo y hacerlo sonreír cuando está pasando por un mal momento.
– No tiene nada qué agradecer, señor Di Angelis –respondió Erika; sus buenos modales y su tranquilidad le agradaban mucho a su interlocutor–. Lo hago de todo corazón, pero no he sido la única que ha estado ahí para Gino, mis hermanos también han hecho mucho por él, sobre todo Elliot, incluso él lo ha apoyado más que yo.
– No niego que tus hermanos han ayudado mucho a mi nieto –aceptó Nico–, pero si bien Elliot se ha convertido en su confidente, tú eres la única que lo hace sonreír de verdad.
– No creo ser la única. –Erika se ruborizó–. Pero me hace feliz saber que he sido de utilidad. Espero que le guste el regalo que he preparado para él, siento que es muy cliché, a lo Julio Verne.
– ¿Qué tiene de malo Julio Verne? –Nico se echó a reír–. Estoy seguro de que le encantará.
Al poco tiempo salió Gino, con un abrigo azul marino y una bufanda blanca que lo hacían lucir muy guapo. Nico notó que a Erika le brillaron los ojos al ver al muchacho y sonrió por lo bajo. Ambos eran muy jóvenes todavía, pero nunca se sabe qué dirá el futuro. Rato después, Gino y Erika seguían a Marcel hasta el estacionamiento, en donde abordaron un Fiat 500 de color negro.
– ¿A dónde vamos? –era la pregunta obligada de Gino.
– Si te lo digo ya no será una sorpresa –sonrió Erika–. Déjate llevar, prometo que no te voy a secuestrar.
– De acuerdo. –La sola idea de que ella pudiera secuestrarlo hizo que él se pusiera colorado. Otra vez.
Marcel condujo el pequeño automóvil por las atestadas calles de París hasta el Parc André Citröen y lo estacionó en el área reservada para ello. Desde que Gino se bajó del Fiat 500 se dio cuenta de inmediato que delante de él había un inmenso globo aerostático a la espera, era imposible no verlo. Erika lo tomó de la mano y echó a andar hacia el aparato, con Marcel pisándoles los talones. Gino lo veía y no lo creía, el globo era el más grande que hubiese visto jamás y no podía evitar quedarse con la boca abierta.
– ¿Mi regalo está detrás de ese globo? –Él estaba seguro de haber realizado la pregunta más estúpida jamás hecha en la historia de la Humanidad.
– Está dentro de él –respondió ella, con entusiasmo–. ¡Ése es tu regalo, un paseo en globo! Joyeux anniversaire! (¡Feliz cumpleaños!)
– ¿De verdad? ¡Wow! –exclamó Gino, emocionado–. ¡Nunca en mi vida he volado en globo!
– Bueno, pues siempre hay una primera vez para todo –replicó Erika.
Era evidente que ya los estaban esperando pues, al ver a Marcel, el encargado se dirigió hacia él con mucha naturalidad. Mientras los dos adultos hablaban, Gino contempló el enorme globo, que tenía una bandera de Francia atada en uno de los cables; según lo que pudo leer en un folleto que le entregaron, el aparato era el más grande de su tipo en el mundo y constituía una atracción en la ciudad para locales y foráneos, el Ballon de Paris. El estómago comenzó a bullirle de nervios, emoción y ansiedad, preguntándose si acaso no tendría miedo a las alturas.
– Ya está todo listo para partir –les dijo Marcel a los jóvenes–. ¿Ustedes lo están?
– Yo sí –contestó Erika, tras lo cual miró a Gino–: ¿Y tú?
– Estoy nervioso, no lo niego, pero sí, estoy listo –asintió él.
El piloto del globo les dio una breve explicación de seguridad, tras lo cual los hizo subir al aparato y se dispuso a realizar los preparativos para el despegue. Gino notó que la canastilla era enorme y que cabrían varias personas ahí, pero por algún motivo sólo estaban ellos cuatro; él supuso entonces que Erika (o mejor dicho, Marcel, porque ella era menor de edad) había contratado el globo para un viaje privado.
– Éste es un viaje especial –le comentó ella, como si le hubiera leído el pensamiento–. Tendremos este globo para nosotros solos durante un buen rato, así que disfrútalo.
– Muy bien –aceptó él–. ¿Puedo preguntar por qué un viaje en globo?
– Porque la noche en la que llegaste te dije que tenías que conocer París en mejores circunstancias y sin lluvia –contestó Erika–. Recordé eso hace poco y me pregunté si ya lo habrías hecho, pero luego pensé que, en vez de preguntarte, sería mejor si te llevaba yo misma a recorrer la ciudad y qué mejor forma de hacerlo que en globo aerostático, así verás París desde las alturas en poco tiempo.
– Muy a lo Julio Verne –señaló Gino.
– ¡Es lo mismo que le dije a tu abuelo! –exclamó Erika y él se rio.
Una vez que el piloto terminó con los preparativos, el globo despegó con suma facilidad. Gino volvió a sentir una opresión extraña en el estómago, que se lo debió más al ascenso rápido y a la emoción que al miedo. Debajo de ellos la ciudad se extendía como una mancha grisácea salpicada de verde por aquí y por allá, con una cinta azulada que era el río Sena. El viento frío los golpeó levemente en el rostro, pero Gino lo sintió como algo vigorizante en vez de molesto. ¡Nunca pensó que viajar en globo podría ser tan excitante! El aparato se movía tan ligero como una pluma al viento y ninguno de sus ocupantes sentía el efecto de la gravedad.
– ¡Qué vista tan magnífica! –Gino se quedó sin aliento–. ¡En verdad que París es una ciudad hermosa!
– Te lo dije –comentó Erika, satisfecha de que él estuviera tan feliz.
Durante mucho tiempo Gino no dijo nada, extasiado como estaba con la vista que se extendía bajo sus pies. Después de un rato, Erika empezó a señalarle en voz baja cuáles los sitios más importantes de la ciudad, como una guía de turistas que estuviese guiando a un recién llegado y Gino aprovechó para hacerle algunas preguntas. No pasaron cerca de la torre Eiffel, el reglamento de seguridad aeronáutico no lo permitía, pero sí sobrevolaron los Campos Elíseos y el Arco del Triunfo. A muchos metros por debajo de ellos, las personas parecían diminutas hormigas que realizaban sus vidas cotidianas, alejadas del pensamiento del italiano que sobrevolaba su ciudad. El clima ese día era magnífico, con un cielo despejado y azul y un brillante sol que, aunque todavía no calentaba mucho, sí aligeraba el peso del viento helado. Quizás era una mezcla de todo, pero Gino comenzó a notar que en su pecho brotaba un calorcillo conocido, una sensación de gozo que creyó que nunca más volvería a sentir en su vida.
Felicidad.
– ¿Cómo te sientes? –quiso saber Erika–. Llevas mucho rato en silencio.
– Tengo muchas emociones encontradas –confesó Gino, sin despegar la vista de la ciudad–. Tenías razón: ésta es una ciudad hermosa cuando la ves bajo la luz del sol.
– Sin duda –asintió ella–, pero no creo que sea eso lo que te preocupa.
– No, lo cierto es que no –admitió él–. La verdad es que no sabía qué iba a suceder conmigo cuando el globo se elevara. Al principio temí tener miedo a las alturas, pero después me di cuenta de que sólo me daba miedo el probar algo nuevo. Supongo que es el efecto del estrés postraumático, no lo sé, pero me ha sorprendido lo mucho que estoy gozando con esto, creí que no iba a ser capaz de disfrutar de nuevo de cosas tan increíbles como ésta. Lo siento, creo que estoy hecho un lío y no sé ni lo que digo.
– Te estoy entendiendo, no te preocupes. –Erika le puso una mano sobre el brazo –. No pienses demasiado, sólo relájate y deja que fluya el tiempo. Deja que fluya y que se lleve tus malos pensamientos.
Él notó que ella repitió la frase que le dijo la madrugada en la que se conocieron y sonrió. Era una expresión peculiar que no había escuchado antes y Hernández no estaba seguro de haberla entendido totalmente.
– ¿No querrás decir que deje que el viento se lleve mis malos pensamientos? –cuestionó Gino.
– No –negó la francesa–. A las palabras se las lleva el viento, pero a las heridas del alma se las lleva el tiempo. En otras palabras: el tiempo cura todas las heridas, así que deja que fluya el tiempo y permite que sane las tuyas.
– ¡Oh! –Gino momentáneamente no supo qué contestar y la miró a los ojos, experimentando otra vez ese sentimiento que sólo ella despertaba en él; tras unos segundos, añadió–: Gracias. Por el paseo, por tu apoyo y por tus palabras. No estaba consciente de lo mucho que necesitaba que alguien me dijera lo que me acabas de decir.
Por respuesta, Erika le sonrió con dulzura. Detrás de ellos, Marcel los observaba con interés, no sólo porque apreciaba mucho a Erika, casi como si fuera su sobrina, sino también porque era un chismoso hecho y derecho. Se había dado cuenta, desde hacía tiempo, de que entre el único nieto de Nico Di Angelis y la hija mayor de Rémy Shanks se había formado un lazo único e irrompible y se preguntó cuánto tardarían ellos en notarlo.
– ¿Quieren que demos otra vuelta más? –preguntó el piloto.
– Si se puede, sí –asintió Gino–. Esto es lo mejor que me ha pasado en muchos meses y quiero disfrutarlo al máximo.
– Muy bien –aceptó el piloto–. Nos quedaremos el tiempo que gusten.
Parecía como si debajo se hubiesen quedado todos los problemas del mundo y no existieran más que el aire y la luz. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, Gino tomó la mano de Erika y no se la soltó durante el resto del viaje. Ella se la apretó con suavidad, como si quisiera transmitirle sus emociones. No volvieron a hablar hasta que el globo tocó tierra otra vez, pero no les hizo falta: compartieron el viaje aéreo en el silencio íntimo que se da entre dos personas que tienen una fuerte conexión.
"¡Qué magnífico regalo!", pensó él. "Debería de traer después a mi abuelo, aunque sea una vez, para que pueda disfrutar de esta hermosa vista".
Al final, Gino tuvo que reconocer que pasear en globo sobre París junto a Erika le había producido una sensación extraña: le hizo experimentar alegría por estar vivo. Desde la muerte de sus padres, él no había vuelto a sentirse completamente feliz.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
El paseo en globo y la celebración de su cumpleaños abrieron una nueva etapa en la vida de Gino, una etapa en donde lo peor de su duelo parecía haber quedado atrás y se abría ante él la posibilidad de una curación real. Si bien la fiesta de cumpleaños fue todo, menos sencilla (porque Elieth y Nico no se contuvieron a la hora de los preparativos, por mucho que juraron y perjuraron que sí lo harían), Gino la disfrutó mucho, gracias en gran medida a la sensación de alegría que le otorgó el viaje en globo y también al hecho de que apreciaba a las personas que se reunieron con él.
Desde ese día, él tomó muy en serio el consejo de Erika, "deja que fluya el tiempo", y permitió que fuese el paso de los días quien determinara el ritmo de su recuperación. Sin embargo, el doctor Durand insistía en que, para que la curación fuese total y real, Gino debía hablar de lo ocurrido en el día del accidente y él continuaba negándose a hacerlo. No era para menos pues no eran recuerdos agradables, pero precisamente por esta razón era que él debía sacarlo de su mente. Ni siquiera Nico había tenido la oportunidad de escucharlo, sólo conocía lo que le habían dicho los policías y lo que había visto las noticias, pero de Gino nunca había oído ni una palabra al respecto. ¿Sería que algún día el chico se atrevería a contárselo todo?
La ocasión llegó en el momento en el que nadie se lo esperaba, ni siquiera el propio Gino. El club de fútbol de la escuela estaba en buena posibilidad de ganar el campeonato escolar gracias a Marc-Paul, Gino y otros dos integrantes más (cuyos nombres no interesan, para fines prácticos), quienes habían fortalecido el equipo hasta hacerlo casi invencible. Para mejorar el nivel general, el entrenador Laponte decidió llevar a los muchachos a un campamento especial en donde se reunirían varias escuelas del país, el cual se llevaría a cabo en la ciudad de Versalles (ubicada aproximadamente a 30 km de París) y tendría una duración de diez días. Nico autorizó a que Gino viajara hasta allá, pues consideró que estaba lo suficientemente adaptado y que su francés ya era adecuado como para emprender la aventura solo, además de que iría con su club de fútbol, en donde estaban sus amigos, y el entrenador aseguró que los jóvenes estarían bien cuidados. Además, el viaje lo harían en autobús, así que no habría problemas en ese rubro.
El problema estuvo en que Gino le había mentido a su abuelo. Cuando Nico preguntó, por obvias razones, qué medio de transporte emplearían para trasladarse hasta Versalles, Gino en automático le contestó que irían en el autobús escolar y Nico, que nunca había recibido una mentira por parte de su nieto, le creyó. Sin embargo, los tres autobuses de la escuela estaban siendo ocupados por los clubes de volibol varonil y femenil, que habían realizado un viaje hasta Alemania para un torneo continental, por lo que el entrenador de fútbol decidió que se trasladarían en tren hasta Versalles. Como él no tenía manera de saber que Darío Belli era en realidad Gino Hernández, uno de los escasos sobrevivientes del accidente ferroviario más letal en toda la historia de Italia, no vio problema alguno con su elección. Y Gino simplemente no abrió la boca porque sabía que el último paso para recuperarse era volver a subirse a un tren.
Desde el accidente, Gino sólo había viajado en automóvil, autobús, globo aerostático o avión, omitiendo deliberadamente el tren, metro o cualquier transporte similar. A pesar de que esto era algo perfectamente comprensible y que incluso el mismo Durand le había dicho que se lo tomara con calma, Gino se sentía ridículamente infantil por tenerle miedo al tren, así que creyó que ese viaje a Versalles era la oportunidad perfecta para intentar romper sus miedos, considerando que sería un viaje muy corto y por tanto no estaría expuesto durante mucho tiempo al traumático evento. Su lógica adolescente no le permitía ver que, si no estaba listo aun para contarle a alguien acerca de lo que sucedió en el accidente, mucho menos lo estaría para volver a montarse en un tren. No le dijo a nadie lo que planeaba hacer, ni siquiera a Erika porque estaba seguro de que ella no lo aprobaría, y los pocos que sí lo sabían no tenían idea de que eso podría representar un problema.
– Oye, Marc, ¿puedo pedirte un favor? –le dijo Gino a Marc-Paul, un día antes del inicio del campamento.
– Claro, Darío, lo que se te ofrezca –respondió el aludido–. ¿Qué necesitas?
– Sólo quería saber si puedo pasar mañana a tu casa para irnos de ahí a tomar el tren RER –explicó Gino, haciendo referencia al transporte específico que los llevaría a Versalles–. Soy malo orientándome y mi abuelo no puede llevarme hasta allá, pero a tu casa sí que sé cómo llegar.
– Seguro, no hay problema –aceptó Marc-Paul–. Llega una media hora antes y de ahí mi mamá nos llevará a la estación.
– Gracias –dijo Hernández, aliviado de que su amigo no hubiese sospechado algo, aunque no tendría por qué hacerlo.
Así pues, al día siguiente Gino estaba preparado para afrontar su destino. El entrenador Laponte había citado a sus pupilos en una parada específica de la línea C del tren RER (el sistema de trenes regionales de París), a donde Gino y Marc-Paul se dirigieron en el coche de la madre de éste. La mujer dejó a los jóvenes a pocos metros de la estación y mientras Marc-Paul se despedía de ella, Gino intentó ignorar el sentimiento de pánico que se le estaba formando en el vientre bajo.
"Contrólate, es tan sólo un viaje de 30 minutos", se dijo Gino, respirando profundamente. "Vamos, puedes hacerlo".
De manera automática respondió a la despedida de la señora Moreau y echó a andar como un autómata detrás de éste. El francés ya había notado que algo extraño estaba sucediéndole a su amigo, pero no sabía qué.
– ¿Te sientes bien, Darío? –le preguntó–. Estás pálido.
– Sí, estoy bien –asintió Gino–. Creo que comí algo que me cayó mal.
Pero no habló con seguridad y la voz le tembló. Conforme se fueron acercando a la parada, las piernas empezaron a pesarle mucho a Gino, como si tuviera un bloque de cemento envolviéndolas. Marc-Paul quiso señalarle el hecho de que el entrenador ya los estaba esperando y que tal vez él llevara consigo alguna medicina para el estómago, pero Gino no le prestó atención.
– ¿Darío? –habló Marc-Paul, preocupado–. Es evidente que no estás bien, ¿qué te pasa?
El muchacho no obtuvo respuesta. Ellos estaban lo suficientemente cerca de la parada como para que el entrenador Laponte se diera cuenta de que algo les pasaba a esos dos y se acercó a ver qué ocurría.
– Belli, Moreau, ¿están bien? –preguntó el hombre.
– ¡Algo le pasa a Darío! –contestó Marc-Paul.
– Estoy bien –consiguió decir Gino, pero los otros no le creyeron.
Las escenas del día del accidente comenzaron a pasar en su cabeza como si se estuviese reproduciendo un carrete de película macabra; su cerebro, que durante meses le dio el privilegio de no recordar esas imágenes, en ese preciso momento se las vomitaba todas en una sucesión interminable. Lentamente, la oscuridad comenzó a tragarse lentamente a Gino, iniciando por sus pies y subiendo después por sus piernas, llegando a su abdomen y comprimiéndole el pecho.
– ¡Darío! –gritó el entrenador, tratando de hacerlo reaccionar–. ¿Qué te sucede, Belli?
– Nos estás asustando, amigo –señaló Marc-Paul–. Dinos algo.
En ese momento llegó a la estación un tren, cuyo chirrido le ocasionó a Gino un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. Era lo único que le faltaba para que la negrura llegara hasta su cabeza y se lo tragara por completo.
– Lo siento, no puedo hacerlo –musitó Gino, con los ojos húmedos por las lágrimas–. Debo irme ya.
– ¡Belli, espera! –gritó el entrenador.
Pero Gino ya había echado a correr. Marc-Paul, sin pensarlo dos veces, salió tras de él.
– ¡Voy por él! –exclamó el muchacho.
– ¡Espera, Moreau, hay que…! –gritó el hombre, pero el otro ya no lo escuchó.
Gino corrió sin fijarse por dónde iba. En un par de ocasiones, los automovilistas tuvieron que esquivarlo porque no estaba prestando atención a nada. Inconscientemente, él se metió en callejuelas menos transitadas para evitar un accidente, aunque no tenía idea de en dónde estaba ni mucho menos sabía hacia dónde se dirigía. En la lejanía visualizó un edificio muy viejo y en malas condiciones; al acercarse, se dio cuenta de que era una iglesia muy pequeña, bastante alejada del esplendor de Notre Dame. Sin pensarlo dos veces, Hernández entró en ella y se sentó en el primer banco que encontró; a esas horas el lugar estaba casi vacío, por lo que las dos o tres personas que estaban ahí no se percataron de su llegada.
– Al fin te alcanzo, ¡vaya que eres rápido! –Marc-Paul se dejó caer junto a él–. ¿Qué rayos te sucede, Darío?
Gino no contestó; su mirada estaba fija en el altar polvoriento, aunque sí dio muestras de haber escuchado a su amigo. Marc-Paul quería decirle muchas cosas, pero titubeó en decir lo que estaba pensando.
– Tú no te llamas Darío Belli, ¿verdad? –preguntó el muchacho al fin, con suavidad.
– ¿Qué? –Esta sorprendente pregunta sacó a Gino de su ensimismamiento–. ¿Por qué lo dices?
– Porque no reaccionas de inicio cuando alguien te llama por ese nombre –respondió Marc-Paul, tras suspirar–. Ya lo había notado desde hace varios meses, pero se ha hecho muy evidente ahora que el entrenador intentó calmarte y tu expresión fue la de alguien a quien le estuviesen llamando con el nombre equivocado. Además, hay muchas cosas de ti que no me cuadran, pero esperaba que algún día quisieras contármelas.
– Lo lamento, Marc –se disculpó Gino, cabizbajo–. Lamento haberte mentido durante tanto tiempo pero era necesario hacerlo. Sí, tienes razón, no me llamo Darío Belli, ése es el nombre falso que me inventó mi abuelo para protegerme.
– ¿Protegerte de qué? –quiso saber Moreau.
– De la prensa. De la gente. De mí mismo. –Gino agachó la cabeza–. Da lo mismo, a estas alturas ya no importa.
Marc-Paul sabía que Gino estaba pasando por un momento terrible y quería decirle que podía contar con él para lo que necesitara. Consciente de que precisaba darle una prueba de su lealtad, Moreau decidió revelar lo que sospechaba desde hacía tiempo.
– Tú eres Gino Hernández, uno de los sobrevivientes de ese terrible accidente ferroviario en Italia, ¿verdad? –aventuró el francés.
– ¿Qué? –Esta vez Gino habló más fuerte y consiguió que las dos o tres personas que oraban se giraran a verlos–. ¿Cómo fue que…? ¿Desde cuándo lo sabes?
– Mi hermana te reconoció hace unos tres meses y a mí desde mucho antes ya se me hacía que conocía tu cara de algún lado –explicó Marc-Paul–. Me sorprendió mucho descubrirlo y quise decírtelo muchas veces, pero mi mamá me hizo ver que si no me habías contado la verdad, por algo era. Que si estabas usando un nombre falso era para protegerte y no porque quisieras mentirme deliberadamente, así que decidí esperar a ver si me lo decías por tu cuenta.
– Lo siento –volvió a decir Gino, bajando la voz–. No podía hacerlo…
– Sí, ya sé. –Ahora fue Marc-Paul quien clavó la mirada en el deteriorado retablo del altar–. Fue el tren lo que te puso así, ¿verdad? No sé por qué no se me ocurrió eso antes; de haberlo hecho, le habría dicho al entrenador.
– Fui un idiota por creer que lo había superado. –La voz de Gino tembló–. Soy un completo idiota…
– Creo que no soy la persona que requieres en estos momentos –opinó Marc-Paul–. Voy a hablarle a tu abuelo.
Gino no reaccionó y Marc-Paul lo interpretó como una aceptación silenciosa. El francés tomó su móvil para realizar una llamada, pero se dio cuenta de que no sabía cómo comunicarse con Nico Di Angelis. Sin embargo, sus neuronas le recordaron que sí conocía a alguien que podría hablarle al abuelo de Gino y no dudó en llamarle.
– ¿Erika? Hola, soy Marc-Paul, del club de fútbol –habló el muchacho–. Sé que te va a parecer un poco raro, o tal vez no, pero estoy con Gino en una iglesia olvidada y él necesita ayuda…
Moreau no tenía idea de a dónde habían ido a parar, pero por fortuna en estos tiempos modernos bastaba con mandar la ubicación desde el teléfono para que alguien pudiera ser localizado. Menos de veinte minutos después, el francés vio entrar en la pequeña y fría iglesia a Nico Di Angelis y a Erika Shanks, con la preocupación reflejada en sus rostros.
– He hecho todo lo que estaba en mis manos –le susurró Marc-Paul a Gino–. Ellos te ayudarán mucho mejor de lo que lo podría hacer yo.
Gino no habló, pero su mirada de agradecimiento fue más que suficiente para el francés. Éste intercambió un gesto de asentimiento con Erika cuando se cruzó con ella en el pasillo antes de abandonar la iglesia. Marc-Paul hubiera querido quedarse y enterarse de qué le estaba pasando a su amigo, pero sabía que no debía entrometerse y que lo mejor que podía hacer era marcharse.
– Supongo que debo hablarle al entrenador para ponerlo al tanto –se dijo el muchacho mientras miraba a su alrededor, visiblemente confundido–. Pero primero debo averiguar en dónde carajos estoy.
Mientras tanto, adentro de la iglesia, Nico y Erika se habían sentado en el banco junto a Gino, uno a cada lado, como si fuesen sus ángeles guardianes. El italiano continuaba con la cabeza gacha, sin atreverse a mirar a cualquiera de los dos. Marc-Paul le había contado a Erika lo sucedido, básicamente que Gino había perdido el control al intentar tomar el tren para ir a Versalles y sí, ya sabía que su verdadero nombre no era Darío Belli, pero juró guardar el secreto. Así pues, aunque Erika le dijo a Nico lo que Moreau le informó, ninguno de los dos sabía exactamente qué esperar, porque no disponían de mucha información; sin embargo, la francesa dejó que fuese el señor Di Angelis el que llevara la batuta, no sólo por ser el adulto sino también por ser la única familia que le quedaba a Gino.
– Estamos aquí, hijo –dijo Nico, con tanta suavidad como pudo–. Háblanos, dinos cómo te sientes.
– No puedo dejar de pensar en eso –musitó Gino, con los ojos cerrados–. Intento sacarlo de mi mente pero simplemente no puedo hacerlo…
– Déjalo salir –sugirió Nico, mientras le ponía una mano en el hombro–. Está bien, hijo, déjalo salir.
Gino sabía a qué se refería su abuelo: estaba pidiéndole que hablara sobre ese evento. Y él se dio cuenta de que había llegado el momento. Al principio, su voz salía en un volumen tan bajo que Erika y Nico tuvieron que acercarse mucho a él para escucharlo, pero después la historia cobró su propio ritmo y Gino fue alzando la voz con cada palabra.
– Estábamos por llegar a Milán –narró–. El viaje había sido largo pero a mí no me lo pareció tanto, quizás porque estuve mirando por la ventanilla todo el tiempo, atento a las explicaciones que me daba mamá sobre cada árbol o flor que veía. ¡Le encantaba la botánica! ¿Te acuerdas, abuelo? Recuerdo haber pensado que a cualquiera podría haberle parecido aburrido lo que ella decía, pero a mí me gustaba escucharla hablar.
– Sí, hijo, recuerdo mucho que a tu madre le encantaba la botánica. –Por el rostro de Nico comenzaron a correr las lágrimas.
– Yo iba junto a la ventanilla, mamá después y al final estaba papá, leyendo el periódico –continuó Gino–. Él, aunque no participaba de la conversación, estuvo escuchando atentamente a mamá, lo sé porque la llegó a interrumpir en varias ocasiones para preguntarle cosas relacionadas a lo que venía contando. A mí me parecía fascinante lo que mamá hablaba, pero ella miró y me aseguró que pronto me convertiría en un hombre y que dejaría de parecerme interesante cualquier cosa que ella dijera. Fue la última vez en la que nos reímos los tres…
Erika tomó la mano derecha de Gino y se la tomó. Él se la apretó con fuerza, como si estuviese ahogándose y ella fuera el único punto de apoyo disponible.
– Nos faltaban cinco minutos para llegar a la estación, tal vez un poco más, tal vez menos. –Gino alzó la cabeza un poco–. Estuvo lloviendo durante buena parte del camino y nos retrasamos por eso, de ahí que el tren fuese a una velocidad superior a la habitual. No sé si eso tuvo que ver en el accidente o no, dicen que fue por una falla técnica, yo la verdad no lo sé pero, ¿realmente importa? De cualquier manera no cambiará el resultado, no volverá el tiempo atrás y evitará que tomemos ese tren. Cuando estábamos por llegar a la estación, mamá me dijo que cambiara de asiento con ella sin razón alguna, sólo me dijo que quería hacerlo. Yo pensé que simplemente deseaba ver mejor por la ventana y acepté; así fue como quedé en medio de los dos…
El muchacho sentía que la oscuridad que los envolvía se iba a tragar a Nico y a Erika en cualquier momento (pues a él se lo había comido ya), o quizás era que la iglesia era en verdad lúgubre. Una parte del cerebro de Gino le pedía a gritos que parara, que se callara, que no estaba listo para eso, pero ya era demasiado tarde para detenerse. Debía llegar hasta el final, pasara lo que pasase.
– Cuando el tren comenzó a descarrilarse, nosotros sólo sentimos una leve sacudida y ninguno se preocupó durante un par de segundos, pero casi inmediatamente después se empezó a escuchar un sonido que fue en crescendo hasta convertirse en un estruendo atronador –continuó Gino–. Para ese momento, el vagón se sacudía con violencia y la gente gritaba aterrorizada. Yo intenté ponerme en pie, no sé para qué, quizás para intentar salir de ahí y papá me detuvo al jalarme por el brazo. En ese entonces no entendí lo que me dijo, pero después me di cuenta de que quiso hacerme notar que el tren estaba en movimiento y que no tenía caso intentar escapar. Entonces mamá me abrazó y papá nos cubrió a los dos. Y posteriormente sentí como si la Tierra hubiese explotado y se hubiera partido en dos, como si se hubiese acabado el mundo.
Había tanto silencio que parecía que Gino, Erika y Nico eran los únicos seres con vida, no sólo en esa iglesia sino en todo el planeta. Los tres tenían las mejillas húmedas por las lágrimas y sólo esa sensación de opresión les hizo saber que no estaban tan muertos como lo que había a su alrededor.
– Supongo que me desmayé en el momento del impacto, porque no tengo idea de qué sucedió –murmuró Gino, después de mucho rato–. Pero cuando desperté no estuve totalmente consciente, porque no tengo imágenes visuales del suceso pero sí recuerdo que el olor a chamuscado me atacó la nariz. No tengo memorias de los fierros retorcidos ni de los cadáveres que muestran en las noticias, sólo rememoro ese olor a quemado. No sé si de verdad estaba obnubilado o si mi mente bloqueó esas escenas, pero sea cual sea la razón, agradezco no rememorar el haber visto a mis padres muertos. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero lo primero que sí registré con mis ojos fue una luz intensa que me daba directo en ellos y el rostro de alguien que me preguntaba mi nombre. Sentía que me amarraban a una tabla y que me alzaban para después meterme a una ambulancia. Y fue ahí cuando estuve consciente de que algo terrible había sucedido. Nunca olvidaré la mirada de tristeza del paramédico al que le pregunté si mis padres estaban vivos. Supongo que él ya debía de saber que la respuesta era que no…
El muchacho acabó la frase con un sollozo y su espalda comenzó a sacudirse convulsamente; Nico lo abrazó y le acarició la cabeza, al tiempo en el que le susurraba:
– Todo está bien, hijo, ya pasó. Todo está bien, ahora estás a salvo.
Erika estuvo a punto de hacerse a un lado para que ellos se quedaran a solas, pero Gino la jaló abrupta e inesperadamente y terminó envuelta en un abrazo grupal. Así, protegido entre dos personas a las que quería, Gino soltó el dolor que llevaba contenido desde hacía mucho tiempo en forma de lágrimas que habrían de lavar el pasado. Sin embargo, dentro del sufrimiento, de la confusión y de la ansiedad, Gino pudo darse cuenta de que el doctor Durand había tenido razón: ahora que había revelado lo que ocurrió ese día, sintió que se había quitado del alma un peso terrible y por primera vez creyó de verdad que sí sería capaz de superar el accidente.
– Deja que fluya el tiempo y que se lleve tus peores recuerdos –susurró Erika, a su oído–. Lo peor ya pasó.
Gino los abrazó con más fuerza y, desde el fondo de su atormentada alma, dio gracias a sus padres por haberle dado una segunda oportunidad y deseó que, donde quiera que estuvieran, se encontraran bien.
"Gracias por haberme dado la vida dos veces", pensó el joven. "Aquí les hago una promesa, a ustedes y también a mí mismo, de que nunca me voy a dar por vencido".
Por primera vez en muchos meses, Gino Hernández fue capaz de experimentar un poco de paz.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
Los tres salieron de la iglesia cuando Gino se sintió lo suficientemente bien, no sin que antes Nico dejara unos buenos euros de limosna. Una vez que hubo pasado el momento crítico, Gino comenzó a experimentar vergüenza por el espectáculo que organizó.
– Lamento mucho el haberte mentido, abuelo –le dijo a Nico–. Debí haberte dicho que íbamos a viajar en tren a Versalles, pero quería saber si era capaz de soportar un viaje corto.
– Me parece bien que quieras superar el trauma, pero no debiste intentarlo solo –respondió Nico, comprensivo–. Recuerda que no estás solo y que hay mucha gente que se preocupa por ti, no sólo yo.
– Lo sé –asintió Gino, al tiempo en que miraba a Erika, quien caminaba junto a él.
Pero Nico no se estaba refiriendo únicamente a ella y Gino pronto se dio cuenta de esto, pues al caminar por la pequeña plazoleta en la que estaba ubicada la iglesia vio que Elliot, Elieth y Leo estaban ahí, acompañados por Marcel. Los tres primeros se acercaron a Gino cuando lo vieron salir, con expresiones de preocupación en sus rostros.
– ¿Qué están haciendo aquí? –preguntó el italiano, pasmado–. Mejor dicho: ¿Cómo supieron que estaba aquí?
– Estábamos tomando clases de alemán cuando Erika recibió una llamada –explicó Elliot–, tras lo cual se puso a gritar que estabas en problemas y que tenía que buscar a tu abuelo. Y pues esa loca, que al parecer se manda sola, se fue a todo correr y nos dejó a nosotros tres sin saber qué hacer. Por fortuna, alcancé a escuchar que le gritaba a tu abuelo una dirección así que le pedimos a Marcel que nos trajera, ya que ella se fue con el señor Di Angelis.
– Ni estoy loca ni me mando sola. –Erika frunció el ceño–. Era una situación de emergencia.
– Sí, lo que digas –replicó Leo–. De todos modos pudiste habernos dicho qué estaba sucediendo antes de irte, no ibas a tardar más que un par de minutos en hacerlo.
– ¿Estás bien, Gino? –preguntó Elieth, preocupada–. Erika no suele comportarse de manera tan rara, así que supusimos que algo grave debió de sucederte para que actuara como una loca desquiciada.
– ¡Que no estoy loca! –protestó Erika y jaló un mechón del cabello rubio de su hermana.
– Estoy bien –aseguró Gino–. Lamento haberlos preocupado.
– No te disculpes –pidió Elliot–. Somos tus amigos y es obvio que nos vamos a preocupar por ti.
– Y nunca será una molestia ayudarte –añadió Elieth, acariciándose el mechón que agarró Erika–. Nos gustaría que confiaras más en nosotros cuando algo te inquieta. Y cuando hablo de "nosotros" me refiero a Leo y a mí, porque a Elliot y a Erika sí les cuentas las cosas. Todos somos tus amigos, todos queremos hacer algo por ti.
– Confirmo –asintió Leo–. Aunque sea podemos escucharte, hablar ayuda a aliviar el estrés.
– Gracias. –Hernández. se sintió repentinamente abrumado por tantas muestras de apoyo–. Estoy feliz de poder tener amigos como ustedes.
"Y también con amigos como Marc", pensó. Estaba consciente de que, si no hubiese sido por él, su abuelo y los Shanks no hubieran podido encontrarlo. Marc había actuado como un amigo de verdad, pues no sólo se calló el secreto de su verdadero nombre sino que además fue consciente de que no podía ayudarlo y prefirió buscar a quien sí pudiera hacerlo en vez de perder el tiempo.
– Y nosotros estamos felices de tenerte como amigo. –Elliot le palmeó el hombro–. Nunca lo olvides.
Hernández también le estaba muy agradecido a Elliot por su apoyo incondicional y por su amistad sincera, él también era responsable en gran medida de que Gino fuese capaz de superar su trauma. Por eso habría de dolerle tanto al italiano la muerte de Elliot, que habría de ocurrir unos años después.
Nico decidió hablarle al doctor Durand para informarle de lo sucedido, no sólo porque era prioritario hacerlo sino también porque Gino deseaba saber si podía acudir al campamento. El doctor Durand los convocó a su consultorio de manera inmediata y, tras atender a Gino y hacerle repetir los detalles del día del accidente, decidió que no era viable permitir que el joven viajara a Versalles. El campamento de fútbol debería esperar por el momento pues, aunque Gino aseguraba sentirse liberado, el doctor Durand determinó que todavía se encontraba inestable y no quería exponerlo a emociones fuertes.
– Habrá otros campamentos después, hijo –intentó consolarlo Nico–. Con el Inter de Milán tendrás muchos.
– Eso espero. –Gino sonrió ante la confianza que mostraba su abuelo.
Los Shanks formaron un grupo silencioso de apoyo en torno a Gino en cuanto regresó al hotel. Erika era quien pasaba la mayor parte del tiempo con él, leyéndole libros de historia que tanto les gustaban a los dos, hablándole de las cosas que compartieron en el viaje en globo, llevándole de comer cuando lo necesitaba. Si Erika estaba ocupada, Elliot, Elieth o Leo entraban al relevo si Nico no podía estar con él. Gino creía que estaban tomándose demasiadas molestias por él, aunque en su interior agradecía el tener el apoyo de la gente que lo quería. Como bien le había dicho Elliot, ese soporte sería fundamental para sobrellevar el dolor.
Cuatro días después del evento en la iglesia, el alma futbolera de Gino Hernández comenzó a molestar y a decirle que era un idiota por haberse perdido el campamento, todo por no haber sido sincero desde un comienzo. Había tenido una crisis en el peor momento debido a una estupidez y ahora se lamentaba por no poder estar presente en un evento para el que se estuvo preparando por semanas. Además, el entrenador contaba con él para los partidos amistosos y ahora no estaría presente para apoyar al equipo; Gino quería hablar con él para disculparse y quizás contarle la verdad, aunque no estaba muy seguro de cuál sería la reacción del técnico. Marc-Paul le había enviado un mensaje para decirle que ya le había contado a Laponte que Gino tuvo un problema serio y que después él le daría más detalles al respecto, pero aunque el entrenador pareció mostrarse comprensivo, Gino sentía que le había fallado. Nico lo vio tan preocupado que tomó la decisión de hablar con Laponte para ponerlo al tanto de la situación, sin explicarle la razón específica por la cual Gino tuvo un colapso nervioso.
– Espero que entienda que intento proteger a mi nieto, no mentirle a usted –le dijo Di Angelis al técnico–. Darío está lidiando con un problema de estrés postraumático y yo trato de ayudarlo en la medida de mis posibilidades.
Laponte se tomó bastante bien la explicación de Nico y le aseguró que no habría problemas con Darío por lo sucedido, pues comprendía que el muchacho estaba pasando por una crisis; por supuesto, el hombre lamentaba el no poder contar con un portero tan excepcional, pero no era un ogro que no entendiese que, al final de cuentas, sus pupilos eran adolescentes con problemas reales. Laponte prefirió no decirle a Nico que, aun cuando éste no se hubiera tomado la molestia de explicarle la situación, todavía así habría disculpado a Gino, pues la expresión de pánico que Laponte le vio cuando estaban por tomar el tren le hizo saber que el muchacho debía de estar pasando por algo serio.
Gino se sintió parcialmente aliviado cuando Nico le aseguró que el entrenador no estaba molesto con él. Parcialmente, porque seguía ardiendo en deseos de acudir al campamento, aunque fuese por pocos días. Nico, que conocía bien a su nieto, ya se había adelantado a esto y le habló también al doctor Durand para pedirle que autorizara a que Gino acudiera al campamento por el resto de los días que estaba programado. Di Angelis le aseguró que Gino ya estaba en mejores condiciones y creía firmemente en que el fútbol y el ejercicio al aire libre podrían ayudarlo mejor que cualquier terapia. Tras pensarlo detenidamente por unos minutos, Durand al fin cedió y concedió el permiso, siempre y cuando el entrenador estuviese de acuerdo y se comprometiera a llamar ante cualquier eventualidad. Y como éste al final de cuentas no iba a negarse a la posibilidad de contar con uno de sus mejores elementos, aceptó recibir al italiano.
Cuando Nico le dio la noticia a Gino, éste casi gritó de la felicidad. Si no lo hizo fue porque su personalidad tranquila no se lo permitió, pero de inmediato buscó su maleta para irse al campamento, no sin antes avisarle a Erika que se marcharía a Versalles. Ella se puso muy feliz por él y le aconsejó que disfrutara al máximo de los días que le quedaban para practicar, pero sobre todo le pidió que, si llegaba a sentirse agobiado, no dudara en hablarle o en enviarle un mensaje.
– Aunque estarás tan ocupado que ni te vas a acordar de que existo –se mofó ella.
– ¿Bromeas? Jamás podría olvidarme de ti, aunque me lo pidieras –respondió Gino, de forma automática.
– ¡Ah! –exclamó Erika, poniéndose muy roja.
– Sí, bueno…. –Gino se ruborizó también–. Es que has sido muy buena conmigo y has estado a mi lado en los momentos más difíciles, te has convertido en alguien importante e indispensable para mí, ¿cómo se te ocurre decirme esas cosas?
– Es que cuando se trata de fútbol, pareces olvidarte de todo lo demás. –Erika soltó una risita nerviosa.
– Pero no de las personas que me importan –replicó Gino, serio–. Y tú eres importante para mí.
Los ojos verdes de Erika brillaron a causa de la emoción. Gino se acercó y le dio un beso tímido en la mejilla, mientras ella se estremecía ligeramente a causa del contacto físico.
– Gracias por ser mi ángel –susurró–. Gracias por estar aquí para mí. Disculpa si no te lo dije antes, pero a partir de ahora me aseguraré de expresarle a la gente que quiero lo muy agradecido que me siento por tenerlos a mi lado.
– D-de n-nada –musitó ella, muy nerviosa–. Sabes que yo te he ayudado de todo corazón…
Erika no pudo decir más porque en ese momento apareció Nico para decirle a Gino que el automóvil estaba listo para llevarlo a Versalles (estaba de más decir que el viaje en tren quedaba descartado). Al ver a los muchachos, el señor Di Angelis puso cara de disculpa.
– Los interrumpí, ¿verdad? –preguntó–. Lo siento, no fue mi intención.
– No se preocupe, señor Di Angelis, yo ya me iba –aseguró Erika–. Sólo estaba deseándole a Gino que tenga un buen viaje.
– Te escribiré todos los días –prometió Gino, con una amplia sonrisa–. También deséame suerte.
– No la necesitas. –Ella sonrió con dulzura–. Porque eres un muchacho muy fuerte.
"Si no te casas con ella cuando seas adulto, te desheredaré, Gino", pensó Nico, quien tuvo un momento de fangirl con ese par. Erika le agradaba mucho, muchísimo, y aunque tanto ella como Gino eran todavía muy jóvenes, demasiado como para pensar en eso siquiera, Nico ya abrigaba la esperanza de que la mayor de las Shanks se convirtiera en su nuera en un futuro. Menos de veinte minutos después, Nico y Gino viajaban en automóvil con rumbo a las instalaciones del club Versailles 78, el equipo de fútbol de la ciudad de Versalles, en donde estaba teniendo lugar el campamento. En algún punto del camino, Gino alcanzó a ver un tren que corría a toda velocidad por las vías y esbozó una mueca torcida.
"Algún día volveré a viajar en tren, ésa será mi próxima meta", decidió.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
Era el 14 de julio y en toda Francia se sentía el ambiente festivo de esta fecha tan importante, la fecha en la que se conmemora la toma de la Bastilla. Rémy Shanks, por ser un diplomático importante, acudiría al desfile militar, que era el mayor y el más antiguo realizado en Europa, tras lo cual sería invitado junto con su esposa a la recepción que ofrecería el presidente francés. Aunque sus hijos no estarían presentes en esta última fiesta, ellos no quedarían fuera de los festejos, se sabía que en todas las estaciones de bomberos de París se organizaban celebraciones y los niños Shanks estaban invitados a una de ellas, tras lo cual se reunirían con sus padres en el segundo piso de la Torre Eiffel al atardecer para ver los fuegos artificiales. Nico y Gino, con todo y que eran italianos, estaban invitados también.
– Va a ser maravilloso –aseguraba Elieth, a quien estas fiestas la emocionaban mucho–. Las vistas desde la torre Eiffel son magníficas, verás que vas a pasar un buen momento aunque no seas francés, Gino.
– No me queda la menor duda –asintió Gino, al ver que hasta el hotel Di Angelis estaba decorado para la ocasión.
Habían pasado ya algunos meses desde su colapso nervioso y desde entonces Gino mejoró a pasos agigantados. Esto, aunado al hecho de que la prensa italiana había perdido interés en su caso, le permitía a Nico contemplar la posibilidad de volver a Milán una vez que se inaugurara el nuevo hotel en París. Era cierto que Gino había hecho buenos amigos en Francia y que se había adaptado bien a su nueva vida, pero debía estar consciente de que el cambio era temporal y que sus metas a largo plazo, las de ambos, estaban en Italia. Sin embargo, Nico temía que Gino no quisiera regresar y prefiriera quedarse en París, lo cual representaría un problema para los intereses de los dos. Para tantear el terreno, Di Angelis trató el tema con su nieto con mucha cautela, sólo para descubrir que sus temores estaban infundados: Gino deseaba volver a Milán para reconstruir su vida. Le gustaba la vida en Francia y se había encariñado mucho con varias personas, pero su sueño de entrar al Inter de Milán estaba intacto y quería enfocarse en ello.
– Mamá y papá ya no están, pero mi vida sigue estando allá, al igual que mis metas –aseguró Gino–. Y tú también necesitas volver, abuelo.
– Lo sé –asintió Nico, sintiendo alivio y orgullo a partes iguales–. Seguiremos entonces con ese plan.
Así pues, con esto quedaba el asunto decidido: Gino y Nico regresarían a Italia en cuanto se abriera el nuevo hotel en Francia. Si bien todavía faltaban algunos meses para eso, los italianos decidieron comunicárselo a sus amigos franceses, con miras a preparar una despedida que iba a resultar difícil para ambas partes.
"Pero mientras haya vida nos volveremos a encontrar", pensaba Gino, con esperanza.
Así pues, cada celebración se tomaba a lo grande y no podía ser menos con la conmemoración de la toma de la Bastilla, la fiesta nacional de los franceses. Gino estaba entusiasmado por la fecha en sí, pero también porque había tomado una decisión crucial para ese día: iba a declararle sus sentimientos a Erika Shanks.
Sin duda alguna, la única persona que podría haber conseguido que Gino quisiera entrar al París Saint Germain en vez de al Inter de Milán era Erika, pero ella jamás le permitiría tomar una decisión como ésa. La chica conocía los sueños de grandeza de Gino, su plan de formar parte del Inter y de convertirse en el mejor portero de Italia, así que aceptó su elección. Secretamente esto le rompería el corazón, pero al mismo tiempo Erika estaba feliz por el hecho de que su querido portero estuviese recobrando las energías para remontar el vuelo. En cualquier caso, aun cuando sus planes de irse no se viesen alterados por nada ni por nadie, Gino había decidido que le confesaría sus sentimientos a Erika. Tras tantos meses de estar a su lado, se había dado cuenta de que la quería como algo más que una amiga y que no se perdonaría jamás si no se lo decía. Era la primera vez que experimentaba algo así por alguien y no quería perder ese sentimiento. Si algo le había enseñado el accidente de tren, era que la vida es muy corta.
De esta manera, Gino planeó declararse durante las festividades de la Bastilla, aunque no estaba muy seguro de en qué momento lo haría. Asistió a cada evento armado de paciencia, disfrutando de cada momento pero al mismo tiempo estaba al pendiente de cualquier oportunidad en la que pudiera estar a solas con Erika. Ese día, Gino se había vestido de camisa azul y pantalón blanco con una pañoleta roja al cuello, como señal de respeto hacia el país que tan bien lo había acogido. La camisa azul oscuro contrastaba con su cabello rubio y realzaba sus ojos azules, con lo cual más de una francesita suspiró al verlo pasar, pero él sólo tenía ojos para la muchacha de cabello castaño rizado y ojos verdes que lo tomaba de la mano para guiarlo entre la gente.
El desfile militar resultó impresionante y Gino tuvo que reconocer que se merecía el título del más grande de Europa, con los jets de la fuerza aérea francesa haciendo espectáculos en el aire y el ejército francés luciendo imponente. A donde quiera que volteara, él podía ver a personas de todas las edades con banderitas tricolores y no faltó quien llevara puesta la camiseta de la Selección Francesa de Fútbol, lo cual le arrancó a Gino una sonrisa. Después, Nico, Gino, Marcel y los Shanks acudieron a una comida celebrada por un amigo íntimo de los Shanks, Jaques O'Hara, quien tenía una hija de la edad de Gino, Rika. Ella se mostró encantada de tener anfitriones italianos y le explicó a Gino en qué consistía el baile de bomberos al que estaban invitados por la noche.
– La tradición existe desde el 14 de julio de 1937, cuando los bomberos de Montmartre abrieron las puertas del cuartel a la gente e hicieron demostraciones de gimnasia y bengalas –explicó Rika–. Desde ahí los bailes se convirtieron en algo indispensable de las celebraciones del 14 de julio y, aunque muchos tienen lugar la noche del 13, la mayoría empiezan después de que acaban los fuegos artificiales del día 14.
– ¿Y podremos acudir aunque seamos menores de edad? –preguntó Gino, con curiosidad.
– ¡Claro! Hay cuarteles que ofrecen un ambiente familiar –contestó Rika, risueña–. Eso sí, asegúrate de llevar una buena pareja, aunque me parece que tú ya tienes una, ¿no?
Rika señaló sutilmente a Erika, lo que hizo que Gino se ruborizara. ¿Acaso estaba siendo demasiado obvio? No tenía ni una hora de haber conocido a Rika O'Hara y ésta ya se había dado cuenta de que el italiano sentía algo por su amiga.
Originalmente, Gino tenía planeado declarársele a Erika en cuanto hubiera una oportunidad, pero conforme fue pasando el tiempo tuvo que reconocer que en cualquier lugar habría demasiada gente y que eso no le convenía. Otra de sus opciones era hacerlo durante el baile de bomberos, pero con lo que le había contado Rika al respecto supo que tampoco era viable, de tal manera que la única alternativa que le quedaba era confesarse durante los fuegos artificiales. O esperar al día siguiente.
"No, debe ser esta noche", pensó Gino. "De lo contrario, no sé si me atreveré a hacerlo después…".
Antes de que se pusiera el sol, los Shanks, los O'Hara, Marcel, Nico y Gino se trasladaron a la torre Eiffel para ocupar los puestos que tenían reservados para ver el espectáculo de fuegos artificiales; ahí se les unieron Rémy y Susan. Resultaba increíble en cierto modo que, a pesar de llevar tanto tiempo en París, ésa fuera la primera vez que Gino visitaba la torre Eiffel, así que se entretuvo un poco viendo la estructura y escuchando su historia, tras lo cual admiró la puesta de sol desde el segundo piso. Algún día, le dijo Erika, tendría que subir a contemplarla desde la punta de la torre.
– Vendremos el próximo fin de semana, cuando las cosas se calmen –anunció ella, con tanta seguridad que Gino sintió que ya eran una pareja.
"Bien, esto me facilita las cosas, aunque sólo un poco", se dijo él, para darse ánimos. "Vamos, Hernández, ¡no te acobardes!".
El sol se ocultó y el espectáculo dio comienzo al poco tiempo; el cielo francés se llenó de color y luz, mientras las personas que observaban daban exclamaciones de alegría o de asombro. Gino notó que Erika estaba apartada del resto, contemplando absorta el cielo. Y él supo entonces que ése era el momento perfecto que había estado buscando; gracias al barullo general, nadie les pondría atención.
"Es ahora o nunca", decidió Gino, dando pasos hacia la chica.
Ella lo escuchó llegar y se giró para dedicarle una sonrisa. Gino sintió que las piernas se le hacían de gelatina y trató de aparentar una tranquilidad que no sentía. "Me gusta", pensó él, sintiendo que su corazón latía con mucha fuerza. "De verdad que me gusta mucho…".
– ¿Te la estás pasando bien? –preguntó Erika.
– Por supuesto que sí, ha sido un día maravilloso –respondió Gino–. Gracias por invitarme.
– No es nada, todos queríamos que conocieras cómo festejamos aquí una fecha tan importante –señaló Erika.
Ellos se quedaron en silencio durante unos instantes, mientras los fuegos artificiales seguían danzando en el cielo. Gino se dijo que no podía perder más tiempo, si se tardaba más en hablar corría el riesgo de que alguien apareciera para interrumpirlos.
– Erika, tengo que decirte algo –comenzó a decir él, con la boca seca–. Algo muy importante.
– ¿Qué es? –preguntó ella; en sus ojos se dibujó una sombra de preocupación–. ¿Te sientes mal?
– Nada de eso –negó Gino, aunque sí que se sentía inquieto–. Sólo quiero decirte que… eh… que estoy muy agradecido por poder estar aquí contigo…
– A mí también me gusta estar contigo. –La preocupación dio paso a la alegría en el rostro de Erika–. Me hace muy feliz que disfrutes de nuestra compañía.
– No la de todos, sólo la tuya –replicó Gino, aunque después se corrigió–: No, borra eso, claro que disfruto de la compañía de todos, pero lo que quise decir es que la compañía que más disfruto es la tuya, Erika. Siempre estuviste ahí para apoyarme en cada crisis existencial que he tenido en Francia y nunca dudaste en ser mi guía cuando el camino se volvió muy oscuro. Tal y como los fuegos artificiales iluminan el cielo nocturno, tú iluminaste mis días oscuros.
– ¡Ah! –Erika no supo qué decir ante eso–. Yo no hice gran cosa, Gino, digo, Darío.
– Sí que lo hiciste y lo sabes. –Él la tomó de las manos–. Y no me digas Darío, dime Gino, ¡me gusta tanto cuando pronuncias mi nombre real! Me gusta mucho cómo hablas, cómo me sonríes, cómo me miras, como si todo en ti fuese delicado y fuerte a la vez. Dios, que me estoy escuchando terriblemente cursi, quizás debería callarme.
– No, no te calles –suplicó ella, apretándole las manos–. No te contengas, no me parece que seas cursi.
– De acuerdo. –Gino cerró los ojos un momento antes de dar el salto al vacío–: Me gustas, Erika, me gustas mucho. Siempre me has gustado, desde el primer día en el que te vi aunque estaba demasiado agobiado como para notarlo, pero ahora que estoy mejor, mucho mejor, puedo darme cuenta de que te quiero como algo más que una amiga. Sé que voy a volver a Italia en unos meses y que nuestros caminos se separarán, pero me arrepentiré toda mi vida si no te digo lo que siento. Yo tal vez estoy haciendo mal, pero…
– Tú también me gustas, Gino –lo interrumpió Erika, emocionada–. No hiciste mal en decírmelo, todo lo contrario, ¡yo también tenía tantas ganas de confesarlo! Pero tenía mucho miedo de que me contestaras que no sientes lo mismo o, peor aún, agobiarte con un sentimiento no deseado. Me gustas mucho, Gino Hernández, y no sabes lo feliz que me hace que tú sientas lo mismo por mí.
Gino empezó a reír de la felicidad y Erika rio con él, todavía tomados de la mano. Ambos eran unos jovencitos inexpertos en el amor, pero cuando el sentimiento es auténtico y correspondido, nada de eso importa. Lo que siguió a continuación era lo más lógico y esperado por ambos: Gino se acercó hacia ella y la besó en la boca. Era su primer beso, el de ambos de hecho, así que él no supo muy bien qué hacer, pero sintió muy agradable el contacto de los labios femeninos sobre los suyos y la conmoción de Erika palpitándole en el pecho.
– No importa lo que suceda después, atesoraré este día para siempre –musitó ella, aún con los ojos cerrados–. Lo recordaré cuando estemos separados, para darme valor hasta que te vuelva a ver.
– ¿No te importa que me vaya a Italia? –preguntó él–. No quiero presionarte, pero…
– No me presionas a nada. –Erika le puso un dedo en los labios–. Disfrutemos cada día que nos quede juntos como si fuera el último y dejemos que fluya el tiempo.
Hernández asintió y sonrió. Sabía bien qué había querido decir Erika: eran jóvenes y tenían toda una vida por delante, sería el tiempo quien decidiría si estaban destinados a estar juntos. Y ambos querían creer que así sería, que pasara lo pasara, ellos afrontarían juntos cualquier cosa que les deparara el destino.
– Vive la France! –gritaban a coro la mayoría de los ahí presentes. Algunos, incluso, comenzaron a entonar La Marsellesa, el himno oficial de los franceses.
En el cielo seguían danzando los fuegos artificiales; Gino se quedó con una de las manos de Erika entre su diestra y ella se la sostuvo con fuerza. Y así unidos, ambos contemplaron el cielo iluminado y la ciudad sumida en el festejo. Gino aceptó entonces que Erika había tenido razón la noche en la que lo conoció: él sí pudo volver a sonreír, pudo encontrar la felicidad otra vez.
Sólo necesitaba dejar que fluyera el tiempo.
Fin.
Notas:
– Marcel Dubois y Rika O'Hara son personajes creados por Lily de Wakabayashi.
– He escrito este larguísimo fanfic como regalo de cumpleaños para mi adorada Elieth Schneider, quien cumplió años el 27 de marzo. Esta vez quise hacerle algo especial y me embarqué en un proyecto más grande, el cual me ha encantado escribir y espero de corazón que a ella le guste tanto como a mí.
– ¡Feliz cumpleaños, mi hermosa Gatita! Gracias por estar a mi lado y por ser mi mejor amiga, mi hermana, mi comadre y mi socia en el crimen. Deseo que tengas un día hermoso lleno de bendiciones y felicidad y que podamos festejar juntas muchísimos años más. I love you!
