1
Kiyomi Azumabito estaba acostumbrada a tratar con occidentales. Conocía bien sus modales y sus formas de negociar. Cuando se trataba de hombres, anotaba el cumpleaños de sus esposas y les enviaba un regalo. Cuando se trataba de mujeres, elogiaba sus vestidos. Pero cuando estás en la ratonera de Kenny Ackerman, la experiencia no sirve de nada. Las conversaciones con ese hombre la exasperaban.
Kiyomi suspiró mientras Kenny colocaba un nuevo disco en la tornamesa de su escritorio. La púa arrancó las primeras notas de una zarabanda de Händel.
—Con esto no se puede bailar un charlestón —comentó Kenny mientras se encendía un puro y dejaba caer los pies sobre la mesa.
Un hombre vulgar, pensó Azumabito. Miró de reojo a su guardaespaldas, un grandillón calvo y trajeado.
—Takafumi, espéreme fuera del despacho.
Takafumi la miró con incredulidad y luego accedió. Kiyomi entrelazó los dedos sobre su regazo. Era una señora y debía mantener una serie de cualidades como la elegancia, la tranquilidad y hasta la indiferencia, aunque no tratase precisamente con un caballero.
—Creo que has heredado toda la barbarie de Occidente, Kenneth —dijo con los ojos cerrados—. Pensaba que me reuniría con el señor Smith.
—Y seguro que también esperabas una audiencia con el viejo Darius —bromeó el hombre. Tenía el pelo de una pantera y la sonrisa de una hiena. No tengo por qué soportarlo, pensó Kiyomi. Kenny carraspeó—. El Rubio no puede exponerse tanto. Así que todo lo que tengas que decirle a él, puedes decírmelo a mí y yo se lo haré llegar. Muy bien, bella dama, vayamos al grano.
—Como representante de Hizuru, me veo en la situación de explicar las intenciones de mi país al señor Smith —comenzó—. Primero, el emperador desea expresar su íntegro apoyo a la causa de los republicanos y…
—Espera, espera, espera. —Kenny la cortó—. ¿El puto Tonto-hito no acepta al tío Rod? Vino a comerle la polla cuando acabó la guerra. ¿Qué ha cambiado?
—Totohito desea colaborar con la causa republicana a cambio de unos beneficios. Erwin Smith nos habló de las piedras explosivas de hielo, mineral exclusivo de esta isla y…
—¡Por supuesto! —Kenny Ackerman rompió a reír—. Perdona, perdona. Tenía una porra con uno de mis chicos y he ganado. Menudos oportunistas sois los amarillos… Sigue.
Kiyomi tomó aire.
—Hizuru se compromete a apoyar la resistencia republicana siempre y cuando se nos garantice un sesenta por ciento de la piedra explosiva de hielo existente en la ínsula. ¿Me has entendido?
—Claro que sí, ¿te crees que soy un paleto? Os conozco bien. Mi cuñada era amarilla. Queréis una tajada del pastel. Estáis en la ruina, ¿eh? Qué mala es la crisis. La estirada Kiyomi Azumabito hablando con Kenny el Destripador… Quién lo diría. Admiro vuestra capacidad para arrastraros cuando la situación lo requiere. —El hombre echó la cabeza hacia atrás y exhaló el humo. En su cuello había tatuada una oración: Corta aquí. Kiyomi lo haría con gusto. Kenny la miró con seriedad—. Se lo diré todo al Rubio.
—Cabe añadir que Hizuru mantendrá su buena relación diplomática con el soberano Reiss mientras este se mantenga en el trono. Después, como diría usted, nos importa una mierda su suerte.
Kiyomi se levantó.
—Oye, ¿te vas ya? —preguntó Kenny—. Déjame invitarte a una copa.
—Ninguno de los dos deseamos la compañía del otro, querido, así que me marcharé.
—Muy bien, muy bien. Mejor vete o a tu fulano se le quedará la oreja pegada a la puerta. Buen día, mi señora.
—Buen día.
Kiyomi hizo una leve reverencia y su sonrisa impostada se desvaneció nada más salir. Ese hampón de Kenny tenía el hogar de un rey y los modales de un patán. Ya en su coche, camino al hotel, la oriental se sintió profundamente ofendida. Deseó no ver a Kenny en lo que le restase de vida. Las cosas habían cambiado desde la última vez, desde luego. Él era entonces un matón de tres al cuarto y ella la asistente de un cabecilla de la yakuza. Ambos, trepadores sociales por naturaleza, habían escalado posiciones mediante artimañas y terceros.
—Es un grandísimo hijo de puta —murmuró Kiyomi—, pero Erwin Smith sabe con quién relacionarse. El Destripador es… implacable. Un hijo de mala madre.
—Relájese —dijo Takafumi.
—Es este puto país. Lo odio, ¡lo odio! —La mujer se retorció las manos. Después pensó en el dinero—. Merecerá la pena si nos llenamos los bolsillos. Tenemos compradores interesados en la piedra explosiva. ¿Cuál es el próximo compromiso?
Takafumi abrió la agenda.
—Cena con Elliot Stratmann mañana.
—Cancelado. Que le manden un telegrama para expresar mi pena al no poder asistir a tan maravillosa velada… No, maravillosa no: encantadora velada. Mi pena al no poder asistir a tan encantadora velada debido a una severa indisposición. ¿Has tomado nota, Takafumi?
—Sí, señora.
—Bien. —Kiyomi resopló—. Que acabe ya este maldito día.
2
Cuando Jean salió de la comisaría había anochecido y chispeaba. Se echó la chaqueta al hombro y caminó sin rumbo durante un buen rato, debatiéndose entre volver a casa o tomar unas birras con los fantasmas de Folch e Iván. Se rio de su propia gracia, pero la sonrisa se desvaneció y quedó la cara de un hombre solo e insatisfecho. Decidió caminar, siempre con la placa en el cinturón para que la gente lo distinguiese. Era un policía y le gustaban las reacciones que eso despertaba en la gente. Miedo y admiración. Los niños aspiraban a ser como él; las niñas fantasearían con aquellos que lo lograsen. Jean había sido también un niño con sueños; además, había tenido un ejemplo a seguir en su propia casa.
Jean Kirchstein Padre había sido policía y estaba claro que su único hijo seguiría sus pasos, y no solo eso: lo superaría. El cabo deseaba la capitanía y una residencia en la capital. Shigansina era un escalón más, pero no dejaba de ser un agujero infestado de republicanos. Las cosas iban bien porque su nombre aparecía en las sobremesas, en los almuerzos y, sobre todo, en las bocas de los enemigos del Estado. El Alto Mando Militar lo tendría en cuenta cuando llegara el momento y rezaba para que no tardase demasiado. La estadía en Shigansina era deprimente: tabernas pútridas, prostitutas sifilíticas y camaradas amargados. Esa noche no sería diferente.
La lluvia arreció y no le importó mojarse. Se detuvo en mitad de la calle y recordó lo solo que estaba, indeciblemente solo. Ahora que Folch e Iván estaban muertos, contaba únicamente con la presencia de Dios, una presencia inconstante. Era un hombre ambicioso, no supersticioso. Sin embargo, había rezado por la mañana. Le pedía a los Cielos que lo protegieran. No quería que le rajasen el cuello, no Señor, no quería acabar de una manera tan atroz. No había hecho nada para merecerlo: era un excelente servidor del rey… y también un hombre vil, o eso decían. Se preguntó a sí mismo si lo era, pero no encontraba vileza en sus actos. ¿Le reprochaban que hubiese pegado a un médico? No era un médico cualquiera, sino un republicano. Si su padre lo era, él también. Es algo genético, algo que fluye por las venas.
—¿Piedad? No voy a suplicar —había dicho el desgraciado—. Puedes golpearme una y otra vez; mátame si quieres, pero no voy a suplicar.
«Sé honesto: ¿le habrías perdonado la vida si se hubiese postrado? Le habrías dado una paliza igualmente. Puede que lo hubieses matado. No ibas a mostrarte blando delante de Folch e Iván».
Fue al local donde trabajaba Mina Carolina, pero esa noche no la encontró allí. Le dijeron que estaba enferma. No le sorprendió, e incluso le arrancó una carcajada. Ella había delatado al doctor Jaeger y la apabullante justicia poética había hecho acto de presencia.
Un hombre se acercó a él y le invitó a una cerveza. Era algo más joven que él, pecoso y de ojos amables. Tenía el pelo negro, elegantemente cortado, y llevaba un traje gris con un corbatín verde. Menudo petimetre, pensó Jean. Se llamaba Marco Bodt.
—Usted es el cabo Jean Kirchstein. —El banquero le estrechó la mano con fuerza—. Quiero que sepa que le admiro profundamente. Este país necesita gente como usted.
—Gracias —respondió el cabo, halagado—. ¿Qué hace usted aquí?
—Resguardarme de la lluvia, ¿qué si no? Jamás me han gustado estos lugares. —Marco terminó su bebida y pidió otra. Fuera, en la calle, el agua no dejaba de caer por las canaletas. El hombre se encendió una delgada pipa—. Mañana salgo para Trost. ¿Ha estado alguna vez allí?
—Nací en Trost. —Era algo que poca gente sabía. Sus orígenes humildes no habían pasado inadvertidos en la Academia, donde los hijos menores de los aristócratas, privados de herencia, se encargaban de recordarle a uno la falta de sangre azul en su linaje. Su padre era descendiente de una caterva de carpinteros y amas de casa—. Voy todos los meses a ver a mis padres. ¿Tiene negocios allí?
—Los mejores de todos. —Marco llevaba una abultada billetera. Pagó las cervezas—. Verá, soy judío, y los judíos nos preciamos de tener un ojo excelente para los negocios. Cuando tenía nueve años compré una bolsa de canicas por cinco reiss y la revendí por quince. A los diecinueve compraba objetos decomisados y obtenía tres o cuatro veces su precio. Estoy harto de ganar dinero, Jean. ¿Puedo llamarle Jean…? Estaba tumbado en mi ático y pensé: «tengo demasiado dinero». Así que subí a un tren con dirección a Shigansina y me planté en el hospicio: doné. Fui a la parroquia: doné. ¿El orfanato? Financié su restauración. Proverbios 11:25: «El generoso prospera».
—¿Quiere usted darme algo, además de parloteo?
Los hoyuelos de la sonrisa aparecieron en el rostro de Marco. Contó un par de billetes y se los tendió a Jean.
—Es justamente lo que había pensado. Usted se lo merece más que nadie, por su ardua labor. —Le tocó el hombro—. Suba al piso de arriba. Segunda habitación a la derecha. Encontrará a la bella Venus desnuda. —Marco le guiñó un ojo—. Dígale que va de parte mía y le aseguro que le dará la mejor noche de su vida.
—Vaya, pues… gracias. —Jean estaba abrumado, pero había algo en todo aquel asunto que le olía mal.
Un tipo bajó las escaleras abrochándose el cinturón y le dio las gracias a Marco con una amplia sonrisa. Tras eso, Jean miró al hombre de negocios. Este estaba apodado en la barra mientras disfrutaba de su pipa. El cabo le dio una palmadita en la espalda, sonrió y subió al piso de arriba. Venus, ¿eh? Debía ser nueva. Las nuevas sienten el deber de complacer grandemente a sus clientes.
—¡Disfrute, Jean, disfrute! —escuchó decir a Marco.
Venus resultó ser una voluptuosa negra. Estaba desnuda, y se acarició un pecho cuando vio a Jean. Era una pantera sobre sábanas de marfil. ¿Cuántos hombres habría atendido ya? ¿Quince, veinte? En sus ojos marrones brillaba una lujuria profesional, que se extinguiría súbitamente cuando se acabara su turno y la sucediera Mina Carolina o cualquier otra puta.
—Marco Bodt dice que me darás la mejor noche de mi vida —dijo el cabo mientras se desvestía con parsimonia. Echaría un polvo y, si resultaba ser tan bueno como le habían prometido, tal vez olvidara todo durante un instante.
—De esta vida y de la siguiente. —La voz de Venus era segura y seductora—. ¿Qué quieres que te haga?
—Quiero metértela por el culo hasta cansarme y que me mires a los ojos cuando lo haga, quiero que veas la cara del hombre que te da por culo y que grites mi nombre. Soy Jean.
—Jean —murmuró ella, y entonces se tumbó, se abrió de piernas y levantó la cintura. El cabo, inexpresivo, echó un buen vistazo a su entrepierna, se acercó e introdujo un par de dedos—. Jean, Jean…
Todavía no, pensó el cabo, pero no se lo dijo. La ramera se pellizcaba los pezones y sacaba la lengua. Su teatrillo de puta no sorprendía a Jean. Al cabo no le importaba si fingía o no —probablemente lo hacía—, solo ver cómo su polla se introducía centímetro a centímetro en el culo de aquella Venus de obsidiana. La penetró con rudeza, maquinalmente. La primera vez que folló fue similar; ocurrió cuando era un cadete y una fulana mellada se relamió los labios al verlo. A la mañana siguiente tenía la zona irritada y no sentía nada. Con esta Venus, como con todas las demás, era la misma faena. Pronto se correría y se largaría.
—Jean, Jean, Jean —suspiraba la puta—. Fóllame más fuerte, más rápido, más…
El cabo le tapó la boca y apretó los dientes. Gruñó, se corrió y bamboleó los pechos de Venus. Dejó el dinero sobre la mesita, se sentó al borde de la cama y se puso los pantalones. La puta lo abrazó desde atrás.
—¿Qué tal?
—Me han invitado, así que no voy a quejarme. —Jean se abotonaba la camisa mientras pensaba en el papeleo que le esperaba mañana. Ya apenas era consciente de Venus. La había olvidado, aunque esta frotara su delantera contra su espalda. La había sacado de su mente como a todas las demás—. ¿Qué…?
Sintió un pequeño pinchazo en el cuello. Se levantó, tambaleándose, y miro con sorpresa a Venus. La prostituta soltó la jeringuilla, se envolvió en una manta y se fue. Jean cayó de costado, la vista borrosa y el cuerpo deshecho. Se la habían jugado, claro estaba. En la puerta distinguió una silueta y reconoció la voz de Marco. Jean intentó hablar, intentó moverse, pero no lo consiguió. El hombre de negocios le dio unos golpecitos en la mejilla.
—Nuestro polizonte está fuera de servicio —constató.
—Ya sabes lo que me debes —dijo Venus.
—No soy ningún moroso. Toma. Y en cuanto a ti, amigo Jean… —Marco agarró por los pies al cabo y lo arrastró fuera de la habitación—. Serás todo un triunfador en la Arena.
¿La Arena? No podía ser. Jean se desvaneció completamente. En mitad de la oscuridad escuchó bocinas, voces, relinchos; luego, un traqueteo agradable. Recuperó la consciencia paulatinamente, pero no la fuerza. Marco Bodt lo llevaba de un lado para otro como a un muñeco de trapo. Jean balbuceó que lo mataría, y estiró la mano hacia aquel supuesto hombre de negocio, que tomó su puño con suavidad, lo deshizo y le recomendó no hacer movimientos bruscos. La Arena, pensó Jean. Había oído hablar de ella. Le esperaba un destino terrible; la muerte, incluso. Pronto sintió una superficie blanda hundirse bajo su espalda. Durmió durante casi doce horas —según le dirían— y despertó maniatado a una camilla. Dio una gran bocanada de aire y empezó a gritar y a moverse, sin resultado. Tenía las manos vendadas, el torso desnudo y las piernas envueltas en unos pantalones raídos. Estaba en una salita sin ventanas, una especie de celda iluminada por la luz trémula de un candelabro.
La puerta de hierro se abrió y apareció Marco Bodt acompañado de un gigantón.
—Qué me has hecho —farfulló Jean—. Voy a matarte con mis propias manos, hijo de mil padres. ¡Enfréntate a mí como un hombre!
El judío le hizo un gesto a su acompañante.
—Desátalo y procura que se porte bien. —Miró a Jean—. Tendrás que volcar tu rabia en otro tipo. No te voy a mentir: puede que te mate, pero, en el remoto caso de que sobrevivas, te convertirás en el campeón de la Arena y eso da muchas garantías.
—Soy un policía, picha circuncidada. Notarán mi ausencia pronto y te colgarán. Me aseguraré de que te cuelguen a ti, a esa puta y a este cabronazo. —Jean escupió al gorila y este le atizó una bofetada que lo atontó. Una vez desatado, lo sacaron de la habitación y lo empujaron por un pasillo oscuro. El cabo escuchó una algarabía lejana. Llegaron a una gran reja; más allá de esta, se extendía un gran círculo de arena rodeado de antorchas y de gradas. Era la Arena y el público exigía sangre y espectáculo. El cabo intentó zafarse del grandullón—. ¡Hijo de puta!
—Guarda las fuerzas —comentó Marco mientras la reja se abría—. Vas a necesitarlas. Y no sólo las fuerzas: creo que eres un hombre ingenioso, Jean; ingenioso y tenaz, un líder. La gente adora a los tipos con tus cualidades. Además, creo que ya están aburridos del actual campeón. Quieren que la sangre nueva acabe con la vieja.
La gradería estalló cuando vio a Jean. Abrumado, el cabo miró de un lado a otro. No había ni rastro de la luz del sol; la Arena había sido construida bajo tierra. A la izquierda se alzaba un gran palco y un hombre espigado se asomaba por él. Jean había visto esa cara antes. Era Kenny el Destripador, su reputación le precedía. Un nimbo legendario pesaba sobre su cabeza. Cuando el Gobierno prohibió el whiskey de importación, Kenny hizo muy buenos negocios traficando con él. Ese fue su declaración de intenciones, pues luego se inmiscuyó en negocios más lucrativos y se convirtió en uno de los jefes de los bajos fondo de Trost.
—¡Ante ustedes, el cabo Jean Kirchstein! —anunció el Destripador—. Matón de nuestro adorado rey y putero insaciable: lo reclutamos con los pantalones bajados. Hoy se enfrentará a Matteus, ¡nuestro gran Matteus! ¡Ladrón de caballos, violador y asesino de mujeres! ¡Hagan sus apuestas sobre este par de miserables! ¡Adelante, caballeros, a vida o muerte!
Matteus era un poco más alto que él, de gesto serio y largo cabello castaño. En su torso se alternaban los tatuajes con las cicatrices, y en sus ojos no había piedad. Dio un par de pasos al frente y Jean salió de su asombro. La mención de la muerte lo había despertado. Hasta entonces, creía estar soñando, dormido en la cama de Venus. Cuando su oponente trató de embestirlo, Jean lo esquivó. Evitó un nuevo golpe y lanzó un derechazo contra la cara del ladrón, violador y asesino de niños, quien lo agarró por la cabeza y le asestó uno, dos, tres rodillazos en el estómago. Matteus, exaltado por su superioridad y los vítores de las gradas, lo agarró de cuello y lo levantó varios centímetros del suelo; Jean apretó los dientes y le arrojó un puñado de arena a los ojos. Matteus se tambaleó hacia atrás y un codazo en la cabeza lo derribó.
Con Matteus noqueado, Jean alzó los brazos y gritó. Estaba bañado en sudor y en sangre. Su adversario se removía en el suelo. Jean descerrajó todos los golpes que pudo contra su cara; quería convertirla en un amasijo sanguinolento.
—¡Muerte, muerte, muerte! —coreaba el público.
—Que así sea. —Kenny arrojó un cuchillo desde lo alto.
El cabo lo asió y lo colocó contra el cuello de Matteus, que entreabrió los ojos. Jean se preguntó a cuántas mujeres habría violado y a cuántos niños asesinado. Los de su calaña no merecían la muerte.
—No voy a matarte —susurró—. Mereces algo mucho peor, una tortura que algún día llegará y entonces desearás que te hubiese rebanado el pescuezo. —Tiró el cuchillo y se enjugó la nariz. Tras eso, se retiró de nuevo al interior del pasadizo por dónde había salido.
El gorila lo estaba esperando.
—¿Dónde está tu amo? —inquirió Jean.
—No te incumbe. Camina. —Lo guio hacia una estancia mucho más agradable que la celda donde había despertado. La cama era ancha y había una bañera—. A partir de ahora, y hasta que te maten, vivirás aquí, así que no le cojas demasiado cariño. Después de lo de hoy, nadie va a perdonarte la vida.
—¿Por qué me hacéis esto? Yo no he hecho nada malo. Habéis secuestrado a un inocente —dijo Jean.
El Gorila hizo una mueca parecida a una sonrisa.
—Aquí nadie es inocente.
3
Eren no se sorprendió cuando encontró aquel mensaje grabado en su escritorio. Se lo esperaba, y podía imaginarse con toda claridad la amplia sonrisa del cabo Kirchstein mientras deslizaba la navaja por la madera. Una madera que había conocido a varias generaciones de su familia; su padre la había heredado a su vuelta de la universidad, y se la encargó a Eren antes de marcharse. El joven médico se permitió pensar que Grisha Jaeger se sentaría de nuevo en su consulta. Antes le habría parecido un pensamiento desesperado y pueril, pero tras lo que había sucedido nada parecía imposible.
Por primera vez, no era un enfermo terminal con esperanzas.
Leyó por última vez la carta antes de ocultarla entre las páginas de un libro, y entonces bajó al sótano. Cuando abrió la cajonera, el fondo falso ya había sido registrado. No puede ser, pensó. Nadie más sabía nada sobre aquello. Se giró y dio entonces con un diario en el suelo. Lo recogió, sopló el polvo de la portada y se lo colocó bajo el brazo. Su madre apareció en la puerta.
—¿Qué haces ahí abajo? Deberías estar en la cama —le reprochó.
—Comprobar que no nos han dejado otro cadáver en el sótano.
—Muy gracioso.
Ya en la cama, se puso las gafas y examinó el contenido del diario. Las primeras notas se correspondían con la elaboración de ciertos fármacos y su aplicación. Direcciones de herbolarios, de pacientes. Garabatos que habría realizado durante largas esperas en la estación. A medida que avanzaba, los detalles de las ilustraciones se volvían extraños.
«Sujetos de altas capacidades físicas y mentales».
A media tarde acabó de leerlo todo y, como hombre de ciencia, sus dudas se vieron acrecentadas. Homo sapiens superior. Ningún paleontólogo había encontrado jamás un fósil humano con las características descritas por su padre o, al menos, ninguno había dado parte sobre ello. Estaba abrumado y no sabía qué esperar. Su padre podría haber realizado el mayor descubrimiento de la humanidad, uno que podría inaugurar una nueva rama de la biología y revolucionar esta misma, o podría haber perdido el juicio por completo. Tenía muchas preguntas y las respuestas, con seguridad, darían lugar a más dudas.
«No he compartido mis investigaciones con ningún colega, por lo que no conozco más hipótesis que la mía propia. Creo firmemente que no hemos alcanzado el culmen de nuestra evolución, y considero al Homo sapiens superior el siguiente peldaño. La naturaleza no cesa de tallar con perfección a sus criaturas. Así como nosotros superamos las limitaciones de nuestros antecesores, el hombre superior lo hará con las nuestras».
Recordó a la pálida Mikasa. Esta se había mantenido silenciosa mientras él recibía el impacto de la misiva. Tras esto, Eren le preguntó por su padre, por el significado de todo aquello. Quién era ella, por qué Grisha le había encomendado aquella empresa. La mujer solo le dirigió una mirada llena de extenuación. Alzó el puño, no con violencia, sino con un fin que no llegó a conocer, pues Carla interrumpió la escena. Su madre se sorprendió más que él, si cabe; se presentó rápidamente y aquella enviada respondió con amabilidad.
—Su hijo me ha atendido en varias ocasiones —había dicho—. He venido nada más conocer la noticia para ver cómo estaba, y me alegro inmensamente de que se encuentre bien. Un placer conocerla, señora Jaeger. Si me disculpa, tengo que marcharme. Están a punto de servir la comida en la Muralla y no puedo perdérmela. Mejórese, doctor Jaeger.
Carla le llevó el plato de sopa en una bandeja, como si se tratara de un enfermo. Sus colegas le habían recomendado reposo absoluto; por supuesto, él también sabía cómo proceder, sabía que los huesos solo sueldan bien en la comodidad de la cama, aunque necesitara moverse con insistencia.
—Mamá, necesito que me hagas un favor —dijo—. Ve a la Muralla y pregunta por Virginia Southeil.
—¿Virginia? ¿Es esa mujer?
—Así es. —Eren cató la sopa—. Esto es mejor que cualquier medicina. Debería trabajar en un jarabe con este sabor.
—Adulador —respondió ella con una sonrisita—. ¿Qué quieres que le diga a la señorita? Nunca antes la he visto en la consulta.
—Oh, bueno, la atendí en la pensión. Fue hace mucho tiempo. Un par de años, tal vez. Tenía unos dolores de cabeza muy fuertes, terribles. Dile que venga a verme. No me gustaría que recayese.
4
—¿No te parece que Smith es un gran hombre? —preguntó Hanji mientras limpiaba el tambor de un revólver. No es que lo disparara muy a menudo, pero tampoco lo descuidaba.
Levi, que hacía un momento miraba por la ventana de la portezuela, echó la cortina. El coche avanzaba por las peores calles de Trost, donde la basura se acumulaba. Odiaba la basura porque la conocía muy bien, había nacido en ella. Trost era un vertedero y la mugre había aprendido a andar, a mezclarse entre la gente.
—Los grandes hombres no existen.
—Vaya. —Hanji suspiró—. Veo que hoy te has levantado de mal humor. Creo que naciste con el pie izquierdo, enano. ¿No te fías de Erwin?
Levi gruñó. No era un hombre muy alto, apenas un metro sesenta, cabello oscuro y ojos despiadados. Llevaba un chaleco de lana gris sobre una camisa añil remangada. Destacaba su sempiterno cravat blanco, que recolocaba con insistencia. Resultaba un hombrecillo patético en apariencia, no era hablador y parecía vivir en un constante cabreo. O estreñimiento, como decía Hanji. Fuera lo que fuere, Levi era bueno en lo suyo y no solía preguntarse por qué lo hacía. Ese era el secreto para durar muchos años en un trabajo como aquel. Lo mismo ocurría con el asunto de Smith; no merecía la pena preguntar u opinar. Eso era cosa de Kenny y de los orientales que llegaban a la isla a hurtadillas.
El coche se detuvo en la puerta roja de un burdel. Otra vez, pensó Levi. Era el quinto burdel que visitaba en menos de una semana. A Kenny le gustaba hablar de aquel diezmo. Cada lupanar del sur apoquinaba un porcentaje de sus ganancias a cambio de protección hacia sus trabajadoras. A Wayne Eisner no le gustaba que sus chicas aparecieran ahogadas en el río o troceadas en un cubo de basura. No había incumplido ningún pagaré, ni regateado, ni siquiera ponía mala cara. Solo una cosa podía enfurecerlo, solo una cosa lo hacía chillar así. Sus gritos se escuchaban en toda la calle.
Hanji fue la primera en apearse. Dubitativa, miró a Levi. Ambos se entendían tan bien que no necesitaban palabras. Llevaban demasiados años trabajando juntos, y estas pequeñas eternidades crean lazos singulares. Al entrar, una muchacha salió al paso. Estaba nerviosa.
—Váyanse, váyanse. No conseguimos calmarlo. No para de beber. Lleva así desde esta mañana… Petra huyó anoche.
—¿Quién demonios es Petra? —preguntó Levi.
—La muchachita pelirroja.
—Nosotros nos encargamos —terció Hanji.
Unos pies apresurados bajaron los peldaños restallantes. Wayne Eisner apareció, botella de whiskey en mano. Tenía el pelo grasiento y la barba descuidada. Gruñó y les arrojó un manojo de billetes. Ninguno de los dos se agachó para recogerlos. El proxeneta terminó la botella de un trago y la lanzó contra una pared. Si Kenny estuviese ahí, se desternillaría de la risa. Era uno de esos numeritos que tanto le gustaban.
—Maldito haragán. —Levi se acercó a él y lo cogió de la pechera—. ¿Crees que puedes tirarnos el dinero como a una de tus putas? Cabrón insolente. Cuéntanos qué cojones ha pasado.
—Petra se ha escapado con uno de esos gilipollas. —Wayne jadeó—. La muy golfa me ha dejado tirado. ¡La he tratado mejor que nadie! He cuidado de ella durante todos estos años, le he dado de comer, le he pagado ropa y medicinas cuando las ha necesitado. ¡Joder! La mataré, juro que la mataré. Tenéis que traerla de vuelta. Encontradla. Os pago todos los meses a cambio de protección. ¿Esto no forma parte de ello, Levi? Ayúdame a proteger mi negocio, ayúdame y podréis seguir cobrando.
—Hablemos con calma —concilió Hanji—. Wayne, necesitas tomar aire fresco. Demos una vuelta en coche mientras nos cuentas lo sucedido, ¿de acuerdo? —Rodeó los hombros del susodicho y lo guio hacia el exterior—. No puedes perder los estribos de esta manera. Las chicas están asustadas. ¿Quieres que te vean como un borracho miserable y violento, Wayne? Suficiente tienen al lidiar con esos clientes.
—Me he precipitado, sí, pero estoy muy cabreado. Jamás he permitido que le tocasen un pelo. Ese Auruo, maldita sea su estampa… Debí haberlo imaginado. Lo vi en sus ojos, ¿sabéis? Ese idiota me las pagará. Solo un idiota se aferraría a los sentimientos de una puta. ¡Es un maldito idiota y merece unas buenas purgaciones! Pero Petra siempre ha tenido un coño sano, sano y jugoso. ¡Joder!
—Eres detestable —murmuró Levi—. El único motivo por el que estoy escuchándote es porque esta cuatro ojos lo desea, pero tengo ganas de pegarte un buen puñetazo. Cuidado. Si vomitas en las tapicerías, te mataré y tiraré tu fiambre al río.
—¿Te parece que un hombre en busca de su propiedad es detestable?
—Olvídate de esa mujer. Quizá ya estén muy lejos de aquí, en algún barco rumbo a Marley. Busca una sustituta.
—Estamos todos un poco nerviosos. —Hanji carraspeó—. Wayne, amigo mío, ¿sabes dónde vive Auruo?
—En la calle. Va de un sitio a otro. Antes era cómico, o eso dice. Dios mío, ese hijo de puta no podría encadenar dos chistes seguidos sin morderse la lengua. Sé que tiene un camarote en uno de los barcos del muelle.
—Excelente. Será como buscar una aguja en un pajar —gruñó Levi.
—Es el Tetis. ¿Mejor así?
—Bastante mejor —asintió Hanji—. Esperemos que no haya zarpado. Nos encargaremos del asunto, Wayne. Necesitaremos un par de días. Se nos da bien buscar. ¿Verdad, Levi?
El susodicho esgrimió una sonrisita y se aflojó el cravat.
—¿De veras? Todavía no he encontrado el sentido de esto.
5
—Te buscan.
La voz del dueño la sacó de su lectura. Llevaba toda la mañana sentada en el pequeño balcón, releyendo uno de los libros que siempre la acompañaban en sus empresas. Podría recitarlo de memoria. Le dejó sobre la mesita de vidrio y abrió la puerta.
—Hay una señora esperándote en la recepción. La madre del doctor Jaeger —continuó el hombre, receloso—. Ese hombre recibió una paliza hace poco, señorita. Vaya con pies de plomo y recuerde que no queremos problemas aquí.
—Cálmese. —Mikasa lo tranquilizó como pudo; lo último que deseaba era provocar un altercado—. No sucederá nada.
Se calzó las botas y fue al encuentro. Grisha le había hablado de Carla Jaeger en alguna ocasión, anhelante, con una nota soñadora que resultaba llamativa en alguien como él. Era tal y como la describía: menuda, pero con gran presencia. Sin embargo, un sufrimiento sutil, bien arraigado, salpicaba su semblante. Era la firma de aquellos tiempos; a nadie le sorprendía, pero Mikasa sintió un pinchazo en el estómago. Era una viuda, a ojos de todo el mundo, y su hijo podría haber salido mal parado. No era justo, de ninguna de las maneras. Aunque Kenny asegurase que solo los ilusos se preocupan por lo que es justo o no, aquello no lo era en absoluto.
La señora Jaeger sonrió y se dirigió a ella en tono amigable, como si la conociese largo tiempo.
—Mi hijo me ha hablado de tu migraña. Insiste en verte, Virginia. Pareces una muchacha fuerte, pero quiere saber si se han repetido.
—Es tan buen médico —respondió Mikasa—. Que se preocupe por sus pacientes pese a su situación es admirable. Mis dolores vienen y van. Creo que la medicación ya no funciona.
—Ven a casa —determinó Carla—. Eren lo solucionará.
—No creo que sea buen momento, señora Jaeger. Su hijo debería descansar.
—Tutéame, por favor. No hay mayor descanso para mi hijo que ayudar a la gente, por eso se hizo médico. Además, yo misma he aprendido algo y sé que algunos dolores no se pueden dejar para más tarde.
Mikasa no protestó, no; tenía la sensación de que aquella mujer no se daría por vencida. Intuía que Eren no se lo había contado. Debía hablar con él, lo sabía. Contaba con todo el trayecto para pensar en ello, en cómo empezar con una historia iniciada mucho antes de que ellos llegasen al mundo. ¿Se asustaría? ¿Vería en ella un monstruo, un animal encerrado en un cuerpo humano? Se fascinaría, con toda seguridad. El miedo y la fascinación eran constantes en su vida. Solo unos pocos hombres de ciencia habían visto aquello y casi todos incurrieron en la segunda, una euforia que los hizo pensar en la vivisección en voz alta. El mismo Kenny echó a uno de ellos a los perros cuando Mikasa era una niña. Su tío decidió que no necesitaban explicaciones ni médicos, pues ella no estaba enferma. «No te preocupes, brivonzuela. ¿A quién le importa? Eres como nosotros… y como los gatos. Si alguien te pone un dedo encima, no lo dudes: sácale un ojo». Pero no le gustaba mostrarlo, no le gustaba el semblante de aquellos que lo veían. El hijo de Grisha Jaeger no era más que un doctor acostumbrado a catarros y huesos rotos; entendería su reacción, fuera cual fuese.
Carla se detuvo frente a la parroquia de Santa María y se persignó. Su rostro se cubrió de algo parecido a la tranquilidad, y reanudó la marcha.
—Las migrañas —comentó—. Mi madre también las padecía. Ni siquiera soportaba la luz del sol. ¿Llevas así desde niña?
Mikasa asintió.
—Me he habituado a ello. Forma parte de mí, de alguna manera. Si desapareciera para siempre, creo que sentiría como si algo me faltase.
—Es una forma curiosa de verlo. —Carla mostró una pequeña sonrisa—. De aceptarlo, más bien, pero mi hijo no descansará hasta encontrar una solución. Siempre dice que las personas solo pueden ser libres si gozan de buena salud, que solo así podrán vivir plenamente.
Había algo de razón en sus palabras, sin lugar a dudas, también algo noble y genuino. Era la misma sensación que le provocó la estampa del joven médico tumbado en la cama.
Cuando llegaron a la casa, la misma donde había matado a dos hombres pocos días atrás, Carla la guio hasta la sala que fungía como consulta y biblioteca a la vez. Eren anotaba algo en una libretita; tenía el pelo despeinado y una brizna de tomillo entre los labios. Su ojo morado se abrió un poco más de la cuenta cuando la vio ahí; se levantó con cuidado, convaleciente como estaba, y la saludó sin una sola nota de dolor o cansancio. Carla dijo que prepararía té y los dejó a solas. Eren le pidió que se sentase; parecía expectante, indeciso. Extrajo la carta de su padre de un libro y la examinó durante unos minutos. Mikasa supuso que la habría leído decenas de veces. El médico la volvió a leer: la emoción de sus ojos lo delataba.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó—. Si esto es verdad, debe de estar en algún sitio. Por favor, Mikasa, dímelo.
—Tu padre está bien.
—Bien —repitió Eren; agachó la mirada—. Es todo tan extraño… Eres una conocida de Grice, ¿verdad? Algo está sucediendo en la sombra.
—No conozco al tal Grice, no tengo nada que ver con la política. Soy Mikasa Ackerman y mi cometido es este. No pretendo ponerte en peligro, ni a ti ni a tu madre. Tu padre está en Trost, bajo la protección de mi familia.
Se mantenía ajena a las disputas entre unos y otros. Había practicado el espionaje para ambos bandos durante los primeros compases de la guerra civil; después, cuando el cerco empezó a estrecharse en torno a ella, se retiró a un orfanato para servir a aquellos en los que verdaderamente creía: los inocentes. Erwin Smith pululaba por la residencia de Trost hablando de estrategia, de lo que haría cuando la República Erdiana se alzara sobre la tiranía de Rod Reiss. ¿Solucionaría algo? Un trono de más o un trono de menos… La miseria persistiría.
Eren suspiró, aliviado.
—Mi padre era… es un hombre muy inteligente. Nunca nos pondría en peligro. Si estás aquí, es porque confía en ti. He leído su diario, tal y como pone en su carta. Creo en él, sé que no es un lunático, y me gustaría entender mejor qué está pasando. ¿Qué es lo que tienes que mostrarme, Mikasa?
Deseó no tener que hacerlo, deseó con todas sus fuerzas que sus entrañas no respondiesen a aquella habilidad singular, pero debía hacerlo. Los estudios de Grisha Jaeger eran algo parecido a un milagro: había que ver para creer. Alzó una mano, su mano pálida e inofensiva, y le pidió a Eren que no apartase la vista. Este asintió, confundido, y su boca no tardó en formar una «o» perfecta cuando la piel entre los nudillos se desgarró y las dos garras aparecieron de la nada, como un truco de prestidigitación. Mikasa también se sorprendió al verlas por vez primera, a sus diez años. Ni siquiera recordaba qué tecla había pulsado para ello; estaba llorando, sí, y retorciéndose en el suelo mientras los cuerpos de sus padres yacían en el suelo. A partir de entonces, fue algo tan sencillo como mover una pierna.
Eren se apresuró a examinar su mano. Sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió los hilos de sangre.
—¿Te duele? Espera, buscaré vendas.
Las garras desaparecieron y las heridas no cesaron en sangrar. Mikasa apretó los dientes ante la lentitud de su regeneración. Algo había cambiado desde que…
—Homo Sapiens Superior o no —comentó Eren, que parecía extrañamente familiarizado con el término—, no me puedo quedar de brazos cruzados cuando veo el dolor en la cara de las personas. Estás pálida.
—No siempre ha sido así. Antes me curaba muy rápido, pero el maldito adamantio lo ralentiza, me corroe las heridas.
—¿Adamantio?
—Es el metal que las recubre. Son huesos, en realidad, como una tibia o un peroné. El adamantio es algo posterior. Sabía que era tóxico, pero no imaginaba cuánto.
—Ya veo. —Eren se acarició la barbilla, pensativo—. Todo esto es sorprendente. Mi padre, él… ¿Qué debemos hacer, Mikasa? ¿Qué puedo hacer? Todo lo que sé, lo que he visto… ¿Estamos en peligro?
Mikasa notó el miedo en sus ojos; no por lo que acababa de ver, sino por su madre, por su vida, por todo lo demás.
—Id a Trost —resolvió—. Kenny el Destripador os estará esperando.
