Nada me perteneces, una disculpa por los errores que encuentren.
Capítulo 2
CUANDO salía del restaurante, Emma empujó la puerta y se encontró frente a frente con Regina Mills.
–Ah, vaya, Lady Artemisa. ¿Sigue en el pueblo?
–Señora alcaldesa –sonrió ella. Algo que no resultaba nada difícil porque esa mujer era un regalo para los ojos–. Por supuesto que sigo aquí. No pienso irme a ninguna parte. Tengo una cita con la feria en un par de días.
Ella entornó un poco los ojos.
–No debería hacerse ilusiones. No pienso cambiar de opinión.
–¿Se puede saber por qué?
–Ya se lo dije. No quiero que la gente de Storybrooke vuelva a sufrir por su culpa.
Emma sonrió, a pesar de que acababa de insultarla.
–Yo tengo mucho cuidado de no hacerle daño a nadie. Cuando se tiene un don como el mío, se aprende enseguida que con ese don está también la responsabilidad de evitarle a la gente ciertas respuestas.
–Muy honrado por su parte. Pero está perdiendo el tiempo. Yo no creo en sus dones especiales –replicó la alcaldesa, apartándose para saludar a dos mujeres–. Señora Blanchard, señora Bell, buenas tardes.
Las mujeres eran completamente opuestas la una a la otra: una alta, delgada y rubia, la otra bajita, un tanto fornida y morena. Después de saludar al alcaldesa, miraron a Emma con interés.
–Buenas tardes –sonrió Emma–. ¿A que el pastel de manzana estaba riquísimo?
La mujer más alta se llevó una mano al corazón.
–Desde luego que sí. Hoy estaba delicioso.
–Maravilloso, maravilloso –asintió la otra–. Pero quizá le habían puesto demasiada canela.
–Oh, Bell, todo tiene demasiada canela para ti.
–Es que no me gusta la canela –replicó su amiga.
Las dos mujeres se alejaron calle abajo, hablando de los méritos y deméritos de las especias.
Emma, distraída, no se percató de que la alcaldesa seguía observándola hasta que se colocó delante de ella.
–Venga, por favor. ¿Cree que eso ha sido una demostración de mis poderes? No ha sido nada… Las vi comiendo pastel de manzana y como tenía buena pinta, yo también lo pedí. Si quiere una demostración, hable con su secretaria. ¿Encontró el documento que buscaba? Tenía algo que ver con un edificio oficial, creo recordar… la biblioteca, me parece.
Oh, sí, lo había encontrado. Podía verlo en la expresión de la alcaldesa.
–Y puedo hacerlo mucho mejor –dijo Emma en voz baja.
Con cuidado para no tocarla, porque eso sería demasiado atrevido, alargó la mano para rozar la pashmina en el cuello de la mujer con la punta de los dedos. Un suave escalofrío la recorrió de arriba abajo.
Eso no le había pasado antes.
Sin dejar de mirarla, dejó que sus sentidos se abrieran un poquito… y no tardó mucho en conectar con su energía.
Una de las maneras más rápidas de convencer a los no creyentes era ayudarlos a encontrar algo. Al fin y al cabo, casi todo el mundo había perdido algo en algún momento de su vida. Y era más fácil encontrar algo que el individuo pudiera recordar de inmediato.
En la mente de Regina Mills vio un anillo. Una alianza.
La alcaldesa estaba casada. Algo dentro de ella se encogió ante esa revelación. Pero no. Había estado casada. Era viuda entonces. Porque la pena que veía en sus ojos hablaba de muerte.
Emma se vio bombardeada por una serie de emociones: tristeza, dolor, rabia, soledad. Deseo. Culpa. Y una total resolución de mantenerla alejada de la feria.
Lástima.
Emma soltó la pashmina y dio un paso atrás. Demasiado rápido, demasiado personal. Había visto más de lo que normalmente se permitía ver. Por respeto hacia ella, y para defenderse, puso mayor distancia entre las dos.
–Lamento su pérdida –dijo por fin.
La alcaldesa frunció el ceño, sorprendida.
–¿Qué?
–Que lo siento –dijo Emma–. Pero encontrará lo que ha perdido debajo de la mesilla, al lado de su cama. La de la derecha, detrás de una de las patas.
Sabiendo que había dicho más que suficiente, se dio la vuelta y se alejó calle abajo, convencida de haber dejado a la alcaldesa de Storybrooke con dos palmos de narices.
–Quiero que esa mujer se vaya del pueblo –dijo Regina, sentándose frente al comisario, que estaba tomando un café tranquilamente.
Graham Humbert, moreno, de ojos pardos, parecía el típico vecino de al lado, con el pelo cortado al estilo militar, eso sí. Poseía dos cosas que Regina quería en el comisario de Storybrooke: calma en las situaciones de crisis y la lealtad de un lobo.
–Muy bien.
–¿Qué has encontrado sobre ella?
El hombre señaló la puerta por la que acababa de irse Emma Swan.
–¿Es ella?
–Sí –suspiró Regina, nerviosa después de su encuentro con la problemática adivinadora.
–Pues parecía muy simpática contigo.
–¿Qué has encontrado sobre la tal Lady Artemisa? –decidiendo ignorar al comisario.
–Bueno, para empezar su nombre auténtico es Emma Broke Swan, pero se hace llamar Artemisa para el negocio. Y ahora viene lo interesante. Nació hace veintiséis años aquí mismo, en Storybrooke, de ahí su nombre Brooke o eso cuentan mis fuentes. Su madre murió por complicaciones durante el parto. Además de eso, sólo he encontrado un par de tonterías durante su adolescencia, pero nada más grave que alguna multa de tráfico.
Sorprendido por la revelación de que había nacido en Storybrooke, Regina dijo:
–La vi llegar en una Harley esta mañana. Graham se encogió de hombros.
–Eso no es ningún delito.
–Lo sé, pero… ¿nació aquí? Qué coincidencia, ¿no?
–Sí, demasiada. Pero no he encontrado nada sobre ella, así que… Su última dirección es un apartado de correos de Florida. Además de la Harley, tiene una roulotte y una camioneta Ford a su nombre y al de Ruth Swan, su abuela. Ella obtuvo la custodia de Emma cuando su madre murió. Trabajan juntas en las ferias.
–¿Y dónde está su abuela ahora? –Graham dejó el café sobre la mesa.
–No sé mucho sobre ella. Sólo que suelen viajar juntas, de modo que seguramente estará en la última feria en la que hayan trabajado. He hecho mis comprobaciones y esta troupe tiene muy buena reputación, pero volveré a hablar con ellos para comprobar si de verdad tienen contratada a una echadora de cartas.
Regina asintió con la cabeza.
–Mientras tanto, vigílala, ¿de acuerdo? Si se va del pueblo, llámame.
–Tú serás la primera en saberlo.
–Comisario, alcaldesa, justo las personas a las que estaba buscando –Reul Dupres se sentó a la mesa sin esperar invitación.
Reul era una mujer de cierta edad, pálida, con un traje de chaqueta azul oscuro. Seguía de luto por su marido y, para ocupar su tiempo, se dedicaba a comprobar que todos los niños de Storybrooke estaban permanentemente vigilados. Junto con un grupo de ciudadanos exageradamente aprensivos, había formado el Comité de Comportamiento Ético de Storybrooke. Una causa importante, desde luego, pero si por ellos fuera los niños del pueblo estarían todo el día envueltos entre algodones y en sus casas, a salvo de todo mal.
–Buenas tardes, Reul –la saludó Graham–. ¿Qué ocurre ahora?
–Necesito saber si tenéis alguna noticia para mí sobre la solicitud del Comité de prohibir la feria este año.
–Sra. Dupres… –Regina suspiró, buscando paciencia–. Ya le hemos explicado que es demasiado tarde. La feria ya está contratada.
–Sí, pero yo creo que la moral de los niños de este pueblo es más importante que el dinero que costaría romper el contrato.
–Es mucho dinero, Reul. Y la economía de Storybrooke no puede soportar otro golpe.
–Entonces, ¿da igual que los niños del pueblo se vean expuestos a un elemento pernicioso como la feria? Todo el mundo sabe que esos feriantes son poco menos que delincuentes. Mira lo que le pasó a la pobre Ashley Boyd.
–Pero Reul… tú no sueles juzgar a la gente de esa forma tan dura – intervino Graham, para calmar los ánimos–. Además, te aseguro que estos feriantes son los mejores del país. Viajan de pueblo en pueblo, pero son muy profesionales.
–Me temo que eso no es suficiente –insistió la mujer–. El problema es lo que son: unos desarraigados. Y te aseguro, Regina, que volverás a saber del Comité si no haces algo.
Colocándose el bolso gris al hombro, Reul inclinó la cabeza.
–Buenas tardes, con permiso.
La noche había caído cuando Regina entró en su casa con su hijo, Henry, en brazos. Dejó su bolsa cerca de la puerta, ajustó el peso del niño sobre su hombro y lo llevó al piso de arriba.
Henry no se movió, ni siquiera cuando lo dejó sobre la cama. Se quedó tumbadito, con los brazos estirados y los labios entreabiertos. Si lo dejaba así, seguiría en la misma posición cuando fuese a despertarlo por la mañana.
El niño tenía dos velocidades: a toda marcha o calma total.
Regina envidiaba la primera y vivía por la segunda. Sólo con mirarlo se le derretía el corazón, pero a veces lo quería más cuando estaba así, dormido como un angelito.
Era difícil creer que cumpliría tres años en una semana.
Regina le quitó los zapatos y los calcetines, asombrado de que se hubieran ensuciado tanto en un solo día. Luego le puso el pijama y lo tapó con la sábana.
Sonriendo, se inclinó para darle un beso en la cabeza llena de cabello alborotado y al incorporarse vio la fotografía sobre la cómoda.
Su mujer. Danielle. Era una fotografía tomada mientras cabalgaban en los establos.
Regina levantó el marco y lo colocó a la luz para verlo mejor. Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, el pelo rubio oculto bajo un gorro de lana y una sonrisa de oreja a oreja. Antes de que ella se quedase embarazada.
Vivían para el momento, una para la otra. Ésos habían sido los mejores momentos de su vida.
Danielle se llevó tal alegría al saber que estaba embarazada… Era lo que ambas querían, una familia. Una vida juntas.
En nueve meses nació Henry. Su precioso príncipe. Un milagro. Su vida era maravillosa, la mejor del mundo.
Y entonces todo terminó. Su vida quedó destruida por un accidente. La otra madre de Henry murió porque estaba en el sitio equivocado en el peor momento: un coche que se saltó la mediana cuando el conductor sufrió un infarto.
Y, de repente, Regina se quedó sola con un bebe de un mes. No había tenido tiempo de llorar por Danielle, de llorar por la muerte de su esposa. De su vida.
Pero la echaba tanto de menos… Seguía echándola de menos.
Se había enfrentado a la muerte de Danielle como se enfrentaba a cualquier crisis en su vida, yendo paso a paso, siguiendo una rutina, teniéndolo todo bajo control.
Entonces, ¿por qué empezaba a tener la sensación de que las cosas se le escapaban de las manos? Quizá porque su madre se había ido a Europa. O porque su hermana se había vuelto muy reservada últimamente. O quizá porque su príncipe estaba creciendo.
No podía estar empezando a desanimarse porque su propia necesidad de control se hubiera convertido en una obsesión, no. Mantener su vida controlada significaba que los suyos estarían a salvo.
Regina puso la fotografía sobre la cómoda, dejó la puerta medio cerrada y se dirigió a su habitación.
Había salido con algunas chicas en esos tres años, más por obligación que por auténtico deseo de hacerlo. Pero todas sabían que no tenía la menor intención de mantener una relación seria. Especialmente, con una rubia que conseguía ponerla nerviosa con sólo mirarle y que se metía donde no la llamaban.
Para demostrar que Lady Artemisa se había equivocado, Regina se acercó a la mesilla y miró debajo, convencida de que no iba a encontrar nada.
Casi esperando no encontrar nada.
Pero no tuvo suerte. Porque enseguida vio una alianza de oro sobre la moqueta azul.
Atónita, metió la mano bajo la mesilla y sacó la alianza, que había tirado, furiosa, la primera noche que salió con otra mujer e… hizo algo más que cenar con ella. Había dejado de sentirse culpable tras la muerte de Danielle, pero perder el símbolo de ese amor fue algo terrible.
Encontrar la alianza le consolaba un poco.
Pero sentirse atraída por la echadora de cartas que la había ayudado a encontrar la alianza era algo muy diferente.
Y preocupante.
Dos días más tarde, después de hablar con August Booth para comprobar que iría a Storybrooke con el resto de los feriantes, Emma entró en el salón de belleza del pueblo.
No había sitio mejor para enterarse de todo que en un salón de belleza.
La campanita de la puerta tintineó, anunciando su entrada. Los tonos naranjas, amarillo y un rojo tan fuerte como para ponerse gafas de sol la recibieron, junto con el saludo de una mujer acuerpada que tenía el pelo con rayos del mismo rojo que los sillones.
–Bienvenida a el Aullido, yo soy Ruby Lucas –un golpe de laca acompañó a sus palabras.
–¿Puede atenderme sin que haya pedido cita? –preguntó Emma. Como esperaba, el salón estaba lleno de mujeres.
–Claro que sí. Espere un momento, por favor.
Emma miró alrededor. Además de Ruby Lucas, había dos peluqueras y una esteticista que hacía las uñas. En la pared había un cartel anunciando de todo, desde peluquería a servicios de depilación o tatuaje.
¿Tatuaje? Vaya, vaya, qué moderno se había vuelto Storybrooke.
Ruby Lucas le quitó la cápita a su clienta, una mujer mayor con el pelo de color rosa formando una especie de casco.
–Ya está, señorita Astrid. Esta noche en el bingo, seguro que Leroy le echa un ojo.
La mujer, que debía de tener unos ochenta años, se puso colorada como una adolescente.
–¿Tienes ese pintalabios rosa que tanto me gusta? El color rosa es el favorito de Leroy.
–Claro que sí –Ruby Lucas llamó a la chica que hacía las uñas y le dio una palmadita en la espalda a la señorita Astrid–. Practique el sexo seguro, ¿me oye?
Muy moderno, desde luego.
Emma disimuló una sonrisa mientras pedía un servicio de pedicura. Ruby Lucas le advirtió que tendría que esperar un poco y luego le indicó que se sentara en la camilla de masaje.
No le importaba esperar. Así tendría oportunidad de observar a la gente de Storybrooke. Sonriendo, se presentó como Lady Artemisa a la mujer que estaba a su lado. Estuvieron charlando un rato y Emma le dijo cómo le entristecía no poder actuar en la feria.
Luego abrió una revista de moda, echando un vistazo por encima de vez en cuando. Veía miradas suspicaces, como había esperado, pero también curiosidad e interés.
Veinte minutos después, los susurros sobre la recién llegada habían terminado. La puerta se abrió, la campanita tintineó de nuevo y una rubia embarazada entró en el salón con un niño muy enfadado de la mano.
Todas las mujeres se acercaron a ella enseguida, con rulos y sin ellos.
La futura mamá, Aurora, recibió todo tipo de atenciones. Una señora le quitó al niño de la mano, otras la ayudaron a sentarse y a levantar los pies…
El niño se calmó de momento, pero cuando empezaron a pasarlo de mano en mano de nuevo volvió a llorar.
Entre la gente de la feria, Emma era conocida por tener muy buena mano con los niños y la verdad era que solía intuir si estaban tristes, enfermos… Le encantaría ser comadrona algún día, pero no había hablado de ese sueño en algún tiempo. A su abuela no le gustaba que dejase de estudiar por su culpa pero, en realidad, su abuela sólo era parte del problema. Era más bien una cuestión de cobardía.
Emma prefería no pensar en ello, de todas formas.
Le gustaría tomar al bebé en brazos para calmarlo, pero le pareció que eso sería forzar la suerte. Sin embargo, él parecía tener otras ideas.
El niño la miraba con sus ojitos marrones llenos de lágrimas y, cuando Emma le sonrió, se bajó del regazo en el que estaba sentado para acercarse.
–Hola –lo saludó ella. Era una monada, no podía tener más de dieciocho meses–. Me llamo Emma.
–Guapa –dijo el niño, tocando uno de sus rizos.
–Gracias –sonrió ella, apartando el rizo de las regordetas manitas. Por si acaso.
–Sube –dijo el pequeño de nombre Phillip entonces, levantando los brazos. A Emma se le encogió el corazón.
–¿Puedo? –preguntó, mirando a su madre–. Se me dan bien los niños y me gustaría echar una mano.
Aurora la estudió un momento y luego asintió con la cabeza.
Sonriendo, Emma sentó al niño sobre sus rodillas y él, inmediatamente, se puso a explorar. Tiró de sus pendientes, jugó con su reloj y con sus pulseras…
Por fin, apoyó la cabeza en su hombro y se quedó dormido.
–Pobrecito, está agotado –suspiró Ruby Lucas, echando agua en la palangana–. ¿Quiere que le dé un masaje? Yo le recomiendo el nivel tres. Lo llamamos «la zona erógena».
Eso sonaba tentador. Sus zonas erógenas necesitaban un poco de atención, desde luego.
¿Por qué eso la había hecho pensar en el pelo oscuro y los ojos chocolates de Regina Mills?, se preguntó entonces.
–No, mejor no. No quiero despertar a Phillip.
–No, no, por favor, dese el masaje –dijo Aurora, levantándose.
Cuando estaba cerca, Emma sintió su tensión, su dolor, su agotamiento. Incluso notó que su hijo estaba a punto de nacer. Al día siguiente por la mañana, Aurora tendría a su niña en brazos.
–Me alegro de que haya podido dormir un ratito –siguió la madre de Phillip.
Emma hizo un gesto con la mano.
–Estoy bien, de verdad. Deje que siga durmiendo. Pasará algún tiempo hasta que tenga usted otra oportunidad de descansar.
Aurora y Ruby Lucas miraron a Emma con una expresión de curiosidad. Ella sonrió, serenamente.
–Cuando se trata de predecir nacimientos, nunca fallo.
Siempre sabía cuándo una mujer embarazada iba a tener a su hijo. Y aunque apreciaba el don, reconocía la broma cósmica del asunto. Ella había perdido a su madre porque se puso de parto en medio de ninguna parte. Emma no había llegado al mundo con facilidad, no. Cuando llegaron a Storybrooke, era demasiado tarde para salvar a su madre.
Pero su hija tenía el don de intuir los partos, de modo que eso no iba a pasarle a nadie que ella conociera.
–Será mejor que haga la maleta cuando llegue a casa, porque tendrá que ingresar en el hospital esta misma noche.
El anuncio hizo que todas las mujeres empezasen a hablar a la vez.
–Emma, tienes que poner dinero para la rifa del bebé –dijo una de ellas, tuteándola.
–¿Una rifa? –cuestiono confundida.
–Sí, ponemos dinero y la que gana se lo lleva todo.
–¿Pero cuál es la apuesta?
–Doscientos veintidós dólares. Dos dólares por cabeza. Aurora sabe que es otro niño, así que sólo hay que acertar el día, la hora, el peso y la estatura.
Ella no solía usar su don para el juego, pero si ganaba, el asunto iría de boca en boca y eso la ayudaría mucho…
Un momento. ¿Había dicho «otro niño»? Pero no… eso no podía ser. Media hora después, Emma Swan se convirtió en una participante más de la rifa. El hijo de Aurora nacería al día siguiente, a las 6:58 de la madrugada. Tendría un bebé de tres kilos cien gramos que mediría cuarenta y dos centímetros. Y sería una niña.
La noticia se extendió por la localidad como la pólvora. La echadora de cartas había instigado una revuelta en el salón de belleza. Por lo visto, había predicho que Aurora Rose iba a tener una niña, cuando el médico había dejado claro que sería otro niño.
Emma le había dicho que llevaría su caso ante el pueblo y Regina entendía ahora lo que había querido decir con eso. Desde luego, tenía talento para llamar la atención. Y para hacerle la vida imposible a ella.
Tenía que pararla como fuera.
La encontró en el restaurante de la abuela con hamburguesa sentada leyendo una novela… de amor a juzgar por la portada. Llevaba vaqueros y una blusa blanca de estilo campesino que resbalaba por sus hombros. Sus rizos estaban sujetos en una coleta.
¿Aquella mujer no entendía que estaba arriesgándose a que la gente acabara poniéndose en su contra? Ella había tenido que vérselas con multitudes enfurecidas más de una vez y la idea de que Emma Swan tuviera que enfrentarse con algo así hacía que se le helara la sangre en las venas.
Actuaba como si fuera una persona fuerte, pero su largo cuello, al descubierto por el escote de la blusa, parecía muy delicado.
Regina se sentó frente a ella, estirando las piernas, y Emma le sonrió.
Y menuda sonrisa. Regina recibió el impacto en las entrañas. Qué preciosa era.
En el segundo siguiente, Emma Swan marcó la página que estaba leyendo, dejó la novela sobre la mesa y colocó las piernas sobre la silla, al estilo hindú. Cuando volvió a mirarla, la intensidad de su sonrisa había disminuido.
–Buenas tardes, alcaldesa –dijo, empujando el plato de patatas fritas hacia ella–. Tiene cara de querer comerse a alguien. Pruebe con esto.
–No he venido a comérmela a usted –suspiró ella, tomando una patata. Aunque tampoco sería mala idea–. Abuela, quiero una ensalada.
La abuela, la propietaria, le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza mientras Regina sacaba un billete de cinco dólares de su bolso.
–Bueno, veo que ha estado moviéndose por ahí.
Emma se encogió de hombros y la manga de la blusa se deslizó un poco más. Regina intentó no mirar, no desearla.
Tenía a su hijo, a su madre y a su hermana por compañía y al pueblo de Storybrooke para mantenerse ocupada. Eso era todo lo que necesitaba y todo lo que podía manejar.
Su aburrida vida le parecía muy bien. De hecho, había trabajado mucho para conseguir eso. Perder a su esposa había sido un golpe brutal. Levantarse sola cada mañana era difícil, criar a su hijo solo era duro. De modo que sí, a ella le gustaba vivir en paz.
Dejarse llevar por la atracción que sentía por aquella chica amenazaba el equilibrio que tanto había luchado por conseguir.
–Está usted causando problemas en mi pueblo, señorita Artemisa.
–Ya que estamos solas –sonrió ella, tomando una patata–, llámame Artemisa.
–Artemisa. Es un nombre bonito.
–Desde luego.
–Especialmente porque tu verdadero nombre es Emma Brooke Swan. – Ella se aclaró la garganta. –Especialmente Brooke me parece interesante suena como el nombre del pueblo.
–Mi madre me puso parte del nombre del pueblo porque nací aquí… y para que pudiera encontrar el camino de vuelta hacia ella. Murió mientras daba a luz. Puedes llamarme Emma si te es más cómodo.
–Muy bien, Emma –suspiró Regina. El placer que le daba pronunciar ese nombre seguramente no era buena señal–. Pero estás causando problemas en mi pueblo.
–Y tú puedes cambiar eso.
–Estás jugando con fuego. Esta gente fue estafada una vez y no sé cómo reaccionarían si volviera a pasar…
–Alcaldesa…
–Regina –la interrumpió ella–. Llámame Regina.
–Regina, ¿se puede saber qué pasa? ¿Tienes miedo de que demuestre que digo la verdad?
–Lo que me da miedo es que te hagan daño.
Y era la verdad. ¿Cuándo se había puesto de su lado? No, eso no era cierto. Ella no estaba poniéndose del lado de nadie. Estaba intentando conservar la paz en Storybrooke, nada más.
–¿Qué pasará cuando nazca el niño? Vas a quedar como una tonta. O peor, los vecinos de Storybrooke se acordarán del tipo que los engañó y se pondrán furiosos contigo.
–Eso no es un problema. Porque voy a ganar, va a ser una niña.
Regina pensó en su alianza, que había encontrado debajo de la mesilla, como ella le había dicho. Quizá podría ganar la rifa.
–Ganar podría ser para ti peor que perder.
–¿Y eso?
–Porque entonces serás otra estafadora que se lleva su dinero. Te lo digo en serio, no puedes ganar.
Un adolescente con un infortunado caso de acné llevó la ensalada de Regina.
–Quédate con el cambio, Peter.
–Gracias, alcaldesa.
Emma esperó hasta que se quedaron solas para contestar:
–Sé lo que estoy haciendo.
–¿Estás segura? ¿Te has visto alguna vez enfrentada a una multitud enfurecida? Te aseguro que no tiene ninguna gracia.
–Eso no va a pasar. – dijo metiéndose algunas papas a la boca la rubia.
–No lo sabes –replicó Regina, tomando bocado de la ensalada.
Ella simplemente la miró, con esos fabulosos ojos suyos. Y Regina tuvo que apretar los dientes, frustrada. No había que ser adivino para darse cuenta de que no iba a convencerla.
–¿Dónde está tu abuela? Tengo entendido que siempre viaja contigo. Emma la miró, sorprendida.
–Sí, normalmente así es.
–¿Se reunirá pronto contigo?
–No.
No dijo nada más.
–¿Sabes una cosa? Para ser una mujer que se gana la vida hablando con la gente, no eres muy comunicativa.
Ella se echó hacia delante, inclinando sin darse cuenta el plato de patatas con los antebrazos.
–¿Quieres que te lea la mano?
¿Quería intimidarla? Regina se inclinó a su vez hacia delante para demostrarle que no le tenía miedo.
–¿Es así como te acercas a la gente? ¿Leyéndoles la mano?
–No me acerco demasiado para hacerlo.
–¿Y a quién te acercas entonces?
¿Por qué le había preguntado eso? ¿No acababa de darse una charla a sí misma sobre el peligro de sentirse atraído por aquella mujer?
Sin embargo, ella no contestó.
–No tienes una respuesta para eso.– Emma se encogió de hombros.
–Mis amigos son los feriantes. Supongo que ellos son los que están más cerca de mí.
No podía estar más claro dónde estaban sus lealtades.
–Entonces, ¿lo de hacerte amiga de la gente del pueblo no es más que una farsa? ¿Un medio para llegar a un fin? Lo importante es el dinero, ¿no? ¿Y luego te sorprende que no te quiera en la feria?
–A mí no me sorprende nada –contestó Emma, tomando la novela y el bolso–. Está claro que tú ya te has hecho una idea sobre mí y no vas a cambiar de opinión. Pues yo no pienso disculparme por mi profesión, alcaldesa. Sí, acepto dinero por mis servicios, como hace todo el mundo. Y la gente recibe algo a cambio.
–Ya.
–No voy a marcharme de Storybrooke, Regina. Y si te niegas a darme una caseta en la feria, será mejor que te prepares para las consecuencias.
Emma se levantó de la silla, pero la rubia la sujetó por la manga de la blusa.
–¿Qué significa eso?
–Significa que hay un local en alquiler en la calle Mayor –contestó ella, soltándose.
Aquello sí que era un problema. No porque le hubiese amenazado con abrir un local, sino porque ella admiraba a las personas con coraje.
