CAPÍTULO 2
Días después, Zabuza Momochi se encontraba sumido en divagaciones de naturaleza económica y de poder territorial, aunque aquella noche había tenido una de las pocas pesadillas en su vida. En ella, algo desmesurado y pestilente se proyectaba en el horizonte de la aldea engulléndola, todo ello bajo la impenetrable mirada de la luna. Se despertó con el cuerpo bañado en sudor y con un extraño sabor metálico en la boca. El persistente zumbar de los insectos le despertó haciéndole recordar donde se encontraba, pero tardó horas en volver a conciliar el sueño. Su primer impulso fue despertar a sus subalternos para continuar la marcha hacía el País del Agua, pero estos se encontraban rendidos bajo el calor de la noche tropical. Sólo le dirigió una mirada distante al centinela cuando pasó a su lado.
-No descuides tu turno.
-¿Por qué?
-Hay algo que nos vigila.
-De acuerdo –acordó el hombre un tanto alarmado.
Nos acecha –pensó Zabuza con gran amargura-. Ya estamos doblegados como un animal caído en una trampa que se preocupa por el miembro que ha quedado atrapado, mientras espera el momento final.
Ideas contradictorias. Y ninguna parecía servir porque nadie estaba libre para ejecutarlas.
Aun así, pensó en ellas mientras bajaba por el sendero empedrado que conducía a un estero desierto.
(...)
"Como la anguila que regresa al fango que la vio nacer", pensó Zabuza.
Una bruma monótona y gélida flotaba perezosa entre los edificios de fachadas pálidas. El calendario indicaba que era verano, pero parecía que el verano jamás arribó en esa pequeña ciudad. El silencio era tan palpable que casi se le podía tocar.
Miró a su alrededor y se vio rodeado de piernas y brazos que se dirigían pesadamente hacía sus destinos. Los troncos eran sostenidos por dos agujas que dibujaban líneas rectas en el pavimento, los brazos dos minuteros desorientados y el descoyuntado pescuezo presidía jetas anegadas en espumarajos. Se apartó de los muñecos, disgustado.
Las aves surcaban el cielo plomizo. Ajenas a toda disminución humana se elevaban por encima de las montañas y se perdían en los picos nevados.
Situada en medio de una imponente depresión del terreno, Kiragakure se encontraba bajo el cobijo de dos cerros grises como epidermis de elefante. La entrada de la aldea se desparramaba a partir de dos calles principales. Una, pasaba por delante de un edificio castrense que se levantaba en medio de una vasta zona comercial y se convertía en un sector de afluente económico, un mesón de cierta popularidad con un enorme letrero (¡Gato Negro!), una taberna, y un variable número de tiendas de comestibles. La calle se prolongaba cuatro o cinco manzanas más, viejos edificios de dos pisos cuyas entradas eran resguardadas por hombres de gesto inescrutable. En la otra calle se encontraban por lo visto las casas más pobres de Kiri: casas de techumbre de balago con pequeñas ventanas cuadradas. En la intersección entre estas dos calles había un pequeño poste con un letrero que mostraba los lugares importantes dentro de la villa. Otro mapa de ubicación interna se encontraba frente a un edificio alto y sucio, de numerosas ventanas que parecía un sanatorio pero que era probablemente la prisión militar. De las dos calles se intercalaban una serie de casitas chatas entre edificios anónimos cercados por alambradas altas.
El panóptico parecía hecho de ladrillos de juguete, pensó Zabuza, añadidos a medida que necesitaba más espacio. Una vez frente a él, el penal adquirió inmediatamente su naturaleza tétrica propia de un submundo y ya no le pareció de juguete. A ambos lados, un enorme muro de color café rojizo se ensanchaba como una sombra terrible, una alambrada de púas había sido dispuesta para disuadir cualquier intento de fuga, y la entrada vigilada por dos guardias semejaba ser un túnel lóbrego como boca de lobo. Las ventanas –grieta de una vida desquebrajada- estaban provistas de barrotes y se distribuían de tal forma que parecían ser celdas de una colmena humana. El esqueleto del panóptico era un intrincado pentágono de corredores que se conectaban con una torre de vigilancia acabada en una cúpula de piedra. Aquí vivían los débiles y traidores de la aldea, henchidos de una angustia incesante. El penal estaba hecho con piedras que encerraban los recuerdos de aquellos que otrora fuesen hombres.
Por un instante, Zabuza pensó en los antiguos consejeros del Mizukage, ninjas veteranos que habían acompañado lealmente al Sandaime durante sus últimos días, en un giro inesperado, fueron acusados de traición y recluidos en la prisión sin un juicio previó, a los más ariscos se les ejecutó en su celda sólo para que a continuación sus cadáveres fueran arrastrados por las calles de Kiri hasta llegar a una pila de cuerpos donde fueron incinerados bajo la mirada de pánico de los pobladores. El chillido estridente de un cóndor planeando sobre el cielo grisáceo llegó hasta los oídos de Zabuza lleno de una soledad y un vacío inexplicables.
Pensó en regresar sobre sus pasos y descansar unos momentos en el Gato Negro pero la necesidad apremiante de terminar con la diligencia lo obligó a seguir adelante. La estructura endeble de las casas había degenerado aún más, muchas de las ventanas estaban rotas o cubiertas con tapas marrones de cartón. La pálida capa de neblina se arremolinaba en las esquinas junto a los contenedores de basura. El débil traquetear de una carreta rompía la monotonía del ambiente. Se metió las manos en los bolsillos y enfiló hacia el centro de la población.
Vista desde el centro, la pequeña ciudad era aún más deprimente que desde la colina. Los trabajadores de los muelles se apoyaban en las fachadas de los pequeños locales, demasiado aburridos ante la espera de la próxima embarcación. A pesar de que el muelle perteneciente a Kirigakure no se encontraba dentro de la misma sino en los límites del País del Agua, era una vieja costumbre que los marinos descansasen –y despilfarrarán su dinero- en las tabernas de la aldea. Las fachadas de los locales lucían algunos letreros deslucidos como si los hubiesen dejado bajo la lluvia. Exceptuando a los borrachos, las calles lucían muy poca gente. Mientras Zabuza se dirigía al corazón de la aldea, vio a un hombre de mejillas hundidas y de mirada suspicaz como de roedor, tratando de subir a la acera un carrito estropeado de comestibles. Cuando se aproximó, el viejo farfulló algo ininteligible, descubriendo unas encías negras como las de un tejón. Probablemente pensó que Zabuza pretendía robarle. "Viejo estúpido", dijo Zabuza, con el corazón palpitante. El viejo intentaba proteger el carrito con su cuerpo, a la par que le enseñaba a su enemigo aquellas encías putrefactas.
-Largo de aquí –ordenó Zabuza apenas en un susurro.
El anciano se alejó a toda prisa con lágrimas rodándole por las mejillas abultadas.
El proceso de reformación de Kirigakure se había comenzado a efectuar desde los tiempos del Sandaime Mizukage pero el cambio se había acelerado de forma vertiginosa con el arribo del Yondaime al poder. La visible decadencia del tramo de casas de uno de los dos caminos de la villa era producto de una era en que los recursos civiles, los productos agrícolas y demás riquezas naturales eran empleados exclusivamente en el fortalecimiento del poder militar. La gente había sido obligada a entregar gran parte de sus ingresos –bajo la figura del impuesto- en pos del bienestar general, a la par que eran monitoreados regularmente para evitar cualquier tentativa de burla a la autoridad. Aquella serie de manzanas vivía con resignación los avatares que el nuevo cambio político exigía, no había otra opción, la entrada y salida de Kiri era celosamente revisada por los ninjas, lo que hacía virtualmente imposible la deserción. Unos cuantos niños de ropas andrajosas y de gesto gris en el rostro jugaban cansinamente la rayuela junto a un pequeño taller de calzado. Aquí y allá el espectro de un perro vagaba lastimosamente en las esquinas.
La parte prospera de la villa era representada por los edificios e instalaciones de naturaleza militar. Mientras Zabuza caminaba frente a esas manzanas de edificios anodinos, su enorme Kubikiribocho pareció –por un momento- hacerse más pasada y sus pies más sensibles. El propio Zabuza Momochi era producto del cambio militar; por mucho tiempo planificado por el Sandaime y con la intensión de formar shinobis de elite, se instauró una regla en el examen de graduación de la academia ninja: los aspirantes a genin debían asesinar al compañero que previamente se les había asignado desde el comienzo, de esta forma únicamente se graduarían prospectos prometedores que no estarían atados a ningún tipo de debilidad humana. Los Siete Espadachines Legendarios y el propio Yondaime fueron producto de ese examen, no obstante, dicha prueba fue cancelada después de que un joven Zabuza aniquilase sin miedo y vacilación a cien estudiantes.
Se hallaba frente a un edificio dominante y de forma cilíndrica en el cual podía leerse sobre la placa metálica: MIZUKAGE. Un imperceptible gesto se formó en su boca cubierta por los vendajes. Miró hacia el interior. Dos jounin resguardaban severamente la entrada, el primero vestía el pantalón y chaleco estándar del cuerpo de jounin de la Niebla, el segundo, por el contrario, lucía una túnica azul oscuro sobre ella, tres rayas largas azules cruzaban su rostro y portaba un pequeño par de gafas con cristales rojos. Este último era un ninja sensor llamado Chukichi. Ambos hombres intercambiaron palabras ante la llegada del recién venido.
-Sentí tu presencia hace unos instantes –dijo el sensor, su cara, extrañamente aplanada era gruesa y flácida, mostraba una expresión de suficiencia-. El Maestro te espera en la cámara principal.
-Bien –contestó Zabuza. Su voz fue flemática y apagada, poco acostumbrada a hablar más de lo necesario. Ingresó al inmueble empujando las puertas de cristal que se cerraron suavemente tras sus espaldas, un silencio de cementerio y una pálida luz se filtraba por los diminutos ventanales y enriquecía las ostentosas alfombras. Zabuza avanzó por un ancho pasillo de madera amueblado solamente por un sofá y un sillón, ambos cubiertos por sábanas blancas, un tenue olor de café quemado lo acompañó hasta llegar frente a una puerta de madera deslucida. Cruzó el umbral y una presencia solemne y hambrienta lo recibió.
Yagura estaba sentado rígidamente junto a su escritorio. Detrás de él pendía un cuadro de una sirena sentada en el borde de un acantilado, con un arpa en las manos, observando hacía abajo un náufrago nadando en el agua, éste a su vez le devolvía la mirada. A la izquierda había una ventana de cristal que miraba hacía un melancólico jardín de abetos. Un considerable número de libros de distintas formas y tamaños descansaban sobre el escritorio; uno de ellos, encuadernado en pasta azul residía en la palma de su mano y pasaba las páginas mientras hablaba.
-La sirena. Escuchó prisionero del canto de la sirena –dijo con una sonrisa solemne mientras leía- su voz como el canto de la voluptuosidad y la belleza. Sus ojos se dilataron fervorosamente cuando lo llamó para que la siguiera, y comparó el destello del sol creador al oro de sus cabellos.
-Por favor, Maestro le pido una oportunidad más… -imploró el ninja lastimosamente. Éste era un jounin llamado Kotaro que yacía hincado en medió del salón como en una cruel representación de la enanización humana.
-Extendió los brazos y lo atrajo a su lado –continuó Yagura absorto en su lectura-, sus suaves manos le acariciaban el rostro. No pudo resistirse, el hechizo de la voluptuosidad lo invitaba al gozo. Ya nada podía salvarlo, ya era parte de ella.
-Maestro…
-Lo hundió con ella en las profundidades de las aguas claras. Su alma se quebraba con cada jadeo de la garganta. La pálida luz de su vida se extinguía a medida que lo arrastraba aún más y le sonrió amargamente cuando vio que ella había conseguido su objetivo.
Zabuza, en el extremo opuesto del salón, observaba impertérrito la escena.
-Levántate, hijo.
El jounin consiguió ponerse en pie, el miedo atrofiaba el movimiento de sus extremidades.
-¿Cuál era tu misión?
-Dirigir un ataque a una mina controlada por Kumogakure… exterminar al enemigo y obtener el mineral.
El shinobi vio a Yagura asentir de modo imperceptible y volvió la mirada hacia la puerta, tratando de idear una absurda tentativa de fuga. Una sensación como de hormigueo se apoderaba de sus músculos. Por su mente cruzaba la idea de que él compartiría el destino del náufrago.
-¿Lograste llevar a cabo tu misión?
-Maestro… los ninjas de Kumo resultaron ser mayores a los estipulados por Inteligencia, no fue culpa mía… Mis hombres y yo luchamos encarecidamente pero la suerte… ¡Por favor Maestro! ¡Deme otra oportunidad para enmendar mi error!
Un dolor lacerante estalló en sus costillas. Gritó y cayó de rodillas, sólo para sentir como cuatro brazos lo sujetaban con fuerza a los lados. Chukichi y su compañero lo habían derribado.
Yagura volvió a abrir su pequeño libro que ya descansaba en el escritorio y se detuvo en cierta página reveladora. Se puso en pie, y avanzó lentamente hacía el caído. Veinte centímetros. Kotaro podía sentir la proximidad de la muerte a cada paso. Quince centímetros. El peligro le mordía como un reptil terrible. Cinco centímetros. La danza macabra estaba a punto de concluir.
-Escucha atentamente Kotaro –le ordenó Yagura mientras leía- La patria es una fiesta larga que interrumpen el azar, la diaria cacería, la ceniza…
-Maestro por favor…
-Patria, si amarga casi siempre… Patria, golpeada patria, establecida desde el océano a las costas, yo amé tu forma muerta –concluyó Yagura cerrando el libro. Sus ojos estaban nublados por el placer. Sus labios temblaban, al borde de una sonrisa.
-Levántenlo.
Chukichi y su compañero le levantaron.
Kotaro miró patéticamente a su líder y maestro. Sus ojos se humedecieron y sintió como la vida se le escapaba de sus manos sin poder hacer nada. Trató de soltarse de sus compañeros pero estos lo sujetaron férreamente.
-Conoces el precio del fracaso –le advirtió con una voz velada el Mizukage mientras le cubría el rostro con su mano. Una mirada selvática bailaba en el semblante de Yagura.
De entre los dedos helados del kage, Kotaro lanzó una mirada de animal herido a su ejecutor. Su rostro fue invadido por un material poroso y pétreo que rápidamente se propagó por el cuello y los hombros. Una sensación de frio le adormeció el cuerpo. Dejó de luchar, sus miembros yacían inertes entre los brazos de sus captores. El coral semejante a un tipo de cristal multicolor se dispersó por el torso como una plaga hasta cubrir por completo la parte inferior del cuerpo. Lo que antes fuera un ninja había sido remplazado por un cuerpo de formas incrustantes que adoptaba una estructura ramificada y que finalmente había adquirido una gama de colores entre morados, azules y violetas.
Zabuza Momochi había decidido dirigir su mirada a través de la ventana. Afuera dos árboles meditaban bajo un cielo nebuloso.
(...)
De forma mecánica, los ninjas se reunían por las tardes, cuando la lluvia se volvía un persistente flagelo, en la trastienda del mesón conocido como el "Gato Negro" a tomar una copa, a conversar del rigor del clima, de lo arduo y dificultoso de las misiones, de la mejor pólvora para los papeles bomba, de la riqueza del País del Agua, de la rivalidad entre las aldeas, de los exiguos salarios de los ninja, las futuras exportaciones cacoteras, de los planes de expansión económica y territorial impulsados por el mandato del Yondaime, de lo severo de su dirección y de la inexistente autoridad del señor feudal para controlar a los shinobis de su país. Algunos jounin se encontraban sentados en la barra principal ingiriendo algún licor para llevar un poco de calidez en sus vísceras. Otros aliviaban la tensión apostando los futuros salarios jugando con una baraja grasienta y tomando sendos tragos de aguardiente. El suave aroma del cacao usurpado florecía bajo las lenguas de un fuego enamorado. Afuera la lluvia era una andanada contra el suelo pedregoso.
-Espera un poco y mi suerte cambiara. Estoy seguro que el Mizukage tendrá una misión que implique coptar alguna riqueza enemiga y entonces podré adquirir una jugosa comisión. Sólo espera y verás.
-Ya lo creó, sólo en motines de esa naturaleza, ninjas como nosotros podemos disfrutar de una retribución digna.
-Claro que un General recibe un porcentaje mucho mayor. Ese golpe a la hacienda de Konoha debió de reportar a Zabuza un significativo incremento en sus finanzas.
-Pero cuidado con esa forma de pensar, recuerda a ese pobre infeliz de Kotaro…
-Tienes razón, ese pobre diablo no pudo doblegar a las fuerzas de Kumo y ahora se alimenta de plancton.
-El jutsu del Yondaime es terrible… Cuando alguien ve su palma sabe que su destino está sellado.
-Algunos rumores apuntan que el Mizukage ha encomendado la misión esta vez a uno de los Espadachines…
-Probablemente se trate de Fuguki Suikazan.
-No importa quien sea, los Espadachines jamás fallan.
La conversación prosiguió estimulada por los efectos de la bebida y del suave murmullo de la lluvia.
Entre los clientes frecuentes del Gato Negro se encontraban: Katemaro Kaguya, miembro y líder del violento y bárbaro clan Kaguya. El clan se contaba como uno de los primeros en participar en la fundación de Kirigakure. Su gente era célebre por su lujuria casi enfermiza por la batalla que en ocasiones rayaba en lo imprudente. Los Kaguya poseían un extraño e insólito Kekkei Genkai que consistía en el control y manipulación del sistema óseo que les facultaba poder endurecer, solidificar y crecer cualquier hueso de su cuerpo. Los rumores afirmaban que Katemaro tenía un hijo confinado al que todo el clan -incluido el mismo- le temía ya que su capacidad aún a tan corta edad había superado con creces a los miembros más experimentados. Entre risas y tragos Katemaro se jactaba de sus hazañas en el campo de batalla ante la mirada entusiasta de su gente.
Unmo Samidare era un jounin que vivía alimentando su espíritu –bolsa de veneno- con un odio irredento hacia Konohagakure. Su animadversión hacía que siempre fuese voluntario en misiones que involucraran aquella aldea. Él fue uno de los ninjas que bajo el mando de Zabuza atacaron y conquistaron la hacienda cacotera. Es gracias al sabor del cigarrillo que aspira que los recuerdos le asaltan. Hijo de un maderero que vivía en las fronteras del País del Agua, se internaba en los bosques y selvas junto a su padre por meses, únicamente equipados de un par de hachas y una ballesta para cazar animales para su subsistencia. Después de un penoso trabajo, con las manos despellejadas y debilitado por el paludismo, su padre entregaba el fruto de su trabajo a un comerciante que traficaba la industria maderera. Éste lo explotaba y su padre era consciente de ello pero no podía hacer nada. Una tarde se había quedado cuidando la insignificante cabaña mientras su padre iba a revisar las trampas para los animales. Un ligero crujir de la puerta le advirtió que alguien ingresaba a la cabaña pero cuando fue a recibir a la figura paterna se encontró con un hombre desconocido que portaba un extraño uniforme. En un instante el ninja lo amordazó y esperó como un gato el retorno del padre. Cuando éste ingreso a la cabaña fue apuñalado por el hombre de Konoha frente a su mirada nublada por las lágrimas. Perdió el conocimiento. Cuando despertó se encontró solo junto al cadáver de su padre. Pasó las horas siguientes cavando en la tierra húmeda la tumba de su progenitor. En medio de la noche emprendió el viaje en la pequeña balandra que habían traído para viajar río adentro y arribar al poblado más cercano. Fue atendido y cuidado por algunas personas condescendientes. Supo entonces de la existencia de Kirigakure y buscó frenéticamente llegar hasta allí. Impulsado por una emoción ponzoñosa que le había arrebatado su infancia, imploró que se le aceptase como prospecto para ser un shinobi. No fue difícil. Su vida interrumpida tempranamente, fue trastocada para ser un ninja de la Neblina que vivía para y por la venganza. No existía un sentimiento de patriotismo y abnegación por una tierra que no lo vio nacer, únicamente la posibilidad de buscar a aquel ninja que estaba en todos y cada uno de los shinobis de Konoha, lo impulsaba a seguir adelante en su empresa. Unmo volvió de su ensoñación y clavo la punta de su kunai en la mesa descolorida. Un mascará de alucinación envolvió su rostro.
Muy de tarde en tarde pasa por el Gato Negro, Ringo Ameyuri, uno de los Siete Espadachines Legendarios de la Niebla. Es este un hombre de complexión delgada y pequeña lo que transmite a simple vista una falsa impresión de debilidad. Llevaba el cabello largo recogido a los lados en dos grandes colas. Sobre sus espaldas descansan las famosas espadas gemelas: Kibas. Dentro de la jerarquía de poder del grupo de los Espadachines ocupaba el tercer lugar. No obstante, era el único entre ellos que dominaba y centraba su estilo en el elemento Raiton. De personalidad reservada y de un mutismo adecuado para la meditación era frecuente verle tomando una taza de té. Desde hace unos meses la imagen de los grandes cerros que protegen y ocultan la villa le obsesionaba. Su imaginación le sugiere recorrer los valles ignorados y perderse entre sus sienes blancas.
Kiri era un ninja que vivía obsesionado por la muerte. Desde temprana edad había sido seleccionado para ser un ninja médico por sus dotes en el manejo y control del chakra. Enfocó todo su tiempo y preparación en el arte de la sanación con la esperanza de que ello ayudase a superar su complejo de "Hombre vencido" arrastrado desde su más tierna edad. Pero las habilidades conseguidas durante su formación no eran idóneas para el combate lo que a ojos de sus compañeros lo hacía una parodia de ninja. Su situación –y la de su gremio en general-era resultado de un cambio de dirección total en la formación de las fuerzas militares y de una ideología que hacía hincapié de forma exacerbada en la fuerza de la nación antes que en su vulnerabilidad. Una sensación de fragilidad lo había hecho víctima de sus propios miedos. La muerte lo acosaba en sus propios pensamientos y una impresión brotada desde lo más recóndito de su espíritu le decía día a día que la muerte lo segaría en cualquier momento.
Junto al pequeño ventanal del mesón, inclinado sobre una taza de café en cavilosa actitud, un ninja entrado en años llamado Furui masajeaba discretamente la cicatriz en su mejilla izquierda. El frío le producía dolor. Entonces su memoria lo llevaba a rememorar una vez más aquella escena. Las explosiones se prolongaron hasta entrada la madrugada. Ya casi todo había llegado a su fin. Sus colegas yacían cómo marionetas descoyuntadas sobre un camino salpicado de barro y sangre. La lluvia se deslizaba imperceptible sobre los cuerpos inertes. Ahora únicamente quedaba él y otro shinobi de Iwa para poner fin a aquel enfrentamiento. Furui descansaba junto a un montículo de tierra. Se encontraba tan exhausto que no podía ejecutar siquiera un jutsu básico. En un giro inesperado, Kirigakure había entrado a formar parte de la Segunda Guerra Mundial Shinobi; él junto a su escuadrón colisionaron con una patrulla de la Roca. Y ahora yacía con el rostro cabizbajo esperando que la muerte lo engullera en cualquier instante. De pronto, la superficie lodosa de debajo de sus pies se resquebrajo de forma terrible para ver emerger la punta de un kunai dirigido directamente a su yugular. En un ágil movimiento Furui retrocedió para evitar la agresión, sin embargo, no fue lo suficientemente rápido para evitar que la punta del puñal lacerará su mejilla izquierda. Irritado contestó con su propia arma. El cuerpo del agresor cayó con un ruido seco en la tierra. Cautelosamente se aproximó al shinobi caído. El rostro del ninja estaba deformado por un grito mudo y una mirada estúpida que se perdía en el vacío. Posteriormente siguió combatiendo durante toda esa guerra y la siguiente hasta que su velocidad, fuerza física y chakra mermaron –los estragos del tiempo- obligándolo a un anhelado retiro. Lastimosamente con el arribo de Yagura al poder, todos los jounin retirados como él, fueron obligados a reincorporarse al servicio activo. Los ninjas jóvenes le apodaban "el superviviente" regodeándose en su inusitada habilidad para regresar vivo de una misión. Pero en lo más íntimo de su ser, Furui sabía que con cada nueva salida de la aldea, una sombra densa le perseguía para saldar cuentas pendientes.
El resto de los concurrentes se uniformaba en su sólo tipo: Ao, Ganryu, Junsai, Miru, Suiren, Ruka y diez más se hermanaban en sus endebles aspiraciones sobre la vida ninja: la realización satisfactoria de la misión, donde la supervivencia en el frente de batalla era representada por un despiadado péndulo que oscilaba de un lado para al otro; shinobis de otras aldeas que como ellos debían su lealtad a su tierra e imprimían la fuerza de su vida en el choque de sus aceros, y por otra parte el kage de la Niebla cuya sentencia era el final trágico y degradante para aquellos que fracasaban. Se identificaban en sus desahogos: la bulliciosa baraja de naipes grasientos que esperaba en medio de un mutismo a los jugadores, el infalible aguardiente que con su resquemor contagiaba un poco de vida, el exiguo salario que constituía una falsa impresión de autonomía, la necesidad casi psíquica de poner en evidencia su poderío ninja sobre todo lo demás. "El poder es la única garantía de sobrevivir en Kirigakure" solía decir Ao cuando un desafortunado colega era ejecutado por su incompetencia.
Quizás tan sólo en Zabuza Momochi existía un ápice de diferencia. Su mirada honda y firme contrastaba con la quebradiza de los otros, su apego al hermetismo, a ocultar su rostro acrecentaban su presencia. Verlo como una maquina eficiente en el campo de batalla; caminar al filo de la navaja e invariablemente cruzar por ese sendero traicionero completamente impávido, en vez de colapsar ante el flagelo del acero, o ceder frente a la canción brutal de los huesos rotos, resultaba por demás incomprensible para muchos otros que habían transitado lastimosamente por ese mismo camino. "Su fuerza lo hace inmune a los estragos del régimen", era la apreciación de algunos de sus coterráneos. Sin embargo, esto no era del todo cierto. Zabuza era un shinobi resuelto y orgulloso. Su poder era motivo de gozo y aflicción como en una paradójica dualidad del espíritu humano. El olor nauseabundo, venenoso y contaminado, que se esparcía en el ambiente le era inherente a su persona. Si el régimen anterior le engendró, el actual lo había deshumanizado. Desde su infancia –candela en la oscuridad- había aprendido rápidamente que la adaptabilidad y el poder eran el armamento para la supervivencia. El subsiguiente desarrollo se operó como en un extraño eco vegetal; un árbol de tronco añoso vio crecer ramas curvadas y siniestras, las cuales fueron sacudidas en muchas ocasiones por la tempestad. Las raíces semejantes a zarpas, reptaron en la penumbra de un sistema despótico y cruel. El tronco, herido como por el flagelo de un hacha, resistía y volvía a crecer como negándose a morir. Las hojas campeantes al viento, describían una danza inquietante; su sombra proyectaba su faz en muchos, suprimiendo o estrechando su radió de propagación. Los efectos de dominación en la población de Kirikagure, así como la radicalización de los métodos en la vida shinobi habían producido una desazón palpitante como la carne infectada. Desde la zona más íntima de su alma, Zabuza Momochi sentía germinar -invulnerable a la esterilidad y la cobardía que todo lo reduce- la semilla del descontento.
(...)
El alba despuntaba en el horizonte. La luz anaranjada del sol poniente acariciaba las grandes cabelleras de los manglares. Sus raíces, semejantes a dragas, se hundían en el fondo viscoso del río, aferrándose. La hueste de árboles subacuáticos se extendía interrumpidamente hasta la ribera del río; pequeños peces revoloteaban sorprendidos en las aguas bermejas, remolinos de niebla ondulaban entre los diminutos bancos de arena. Indiferentes ante los gritos de micos enloquecidos, las canoas avanzaban perezosamente sobre las aguas nebulosas. La selva de las orillas se abría peligrosamente, con su densidad y exuberancia, como una venus atrapamoscas. Saurios de armadura oxidada yacían inmóviles en la ribera como ídolos sagrados.
-Qué región más inhóspita.
-Estamos entrando en los territorios del caimán.
Las balsas –tiburón estrecho- continuaban su avance a través del sinuoso camino, el sol ascendía lentamente. Los dominios de la frenética piraña y la estoica tortuga gigante daban paso al mundo hipertérmico del caimán. Inmóviles como un ídolo, sobre los playones desiertos, un innumerable batallón de caimanes verdes; el sol los cubría en un destello ámbar y parecían lucir en su figura una armadura negruzca y oxidada; un mico cretino, en medio de una reyerta personal se desmoronaba de las copas más altas, y se abrían sin número de fauces de abismo. Pero entonces se veía venir un sin número de cabezas triangulares, nadando contra la corriente, entonces, los shinobis ante lo inusitado del espectáculo, se explicaban que los caimanes que se aproximaban a las balsas habían probado ya carne humana y la buscaban glotonamente; y afloraban las historias de miedo, las piernas de un señor feudal que habían sido cercenadas al intentar rescatar a su hijo, la de un monje que al inclinarse para contemplar el eterno fluir del río desapareció en la orilla, la de un genin que intentó practicar el flujo de control de chakra sobre el río; lo único que quedó de él fue su banda ninja flotando sobre el agua; Furui después de expeler una bocanada de humo relataba que en otros tiempos se creía que los lagartos custodiaban un enorme depósito de oro. Zabuza contemplaba fijamente los caimanes -enorme piedra negra, con toscas superficies salpicadas de musgo verde- flotando en los límites de su hierático imperio.
Cuando la luz solar comenzó a debilitarse y los sonidos de la noche se insinuaron, uno de los ninja señaló las profundidades de la selva. Un ruinoso muelle se levantaba en medio del silencio. Los ninjas comenzaron a subir por los tablones de madera, dejando al río –y al señor de las aguas- a sus espaldas. Después de andar por lo menos un kilómetro, los hombres se detuvieron ante un terreno llano y de posición favorable. Se procedió a instalar el campamento. La temperatura descendió vertiginosamente haciendo el mundo de cosas un poco más tolerable. Las fogatas chisporroteaban como si fueran una turba vengativa. Croar de sapo enardecido y siseo de serpiente acechante; grito de búho agorero y cruel.
-Todavía no logro comprender por qué tuvimos que adentrarnos en este estero maldito –protestó un desganado Kiri, metiendo sus manos en su chaleco táctico y frunciendo el ceño sin preocuparse por disimular su repulsión.
-Estamos en una misión de emboscada –explicó Furui, su cigarro era un punto rojo en la oscuridad- El arte shinobi se basa en el sigilo y la sorpresa, es por ello que nos estamos aproximando desde la parte más inhóspita de la región para lograr un asalto efectivo.
-No me des sermones viejo, eso lo sé, mi protesta tiene que ver con la naturaleza de la misión… ¿Por qué ese interés por llevar a cabo una empresa tan temeraria como esta?
-Sunagakure arribará en el puerto Dagarashi con un importante cargamento de oro –Echó la cabeza a un lado y expulsó el humo de su cigarro- para las grandes aldeas el poder económico es tan importante como el poder militar. Un golpe como este junto al ya efectuado a Konohagakure pondrá a nuestra aldea varios puntos por encima.
La noche era un frenesí de movimientos.
-Lo entiendo pero el peligro para nosotros es enorme –dijo Kiri con una sonrisa amarga en el rostro- quizás el Mizukage se equivocó en sus estimaciones…
-No vuelvas a decir eso en voz alta –le interrumpió el ninja veterano. Se habían vuelto por la repentina aproximación de una silueta amenazante. Un hombre arrancado de las sombras se encontraba junto a ellos; la máscara de gas le daba caracteres de alucinación.
-Los pusilánimes no llegan lejos en Kirigakure –sentenció Gozu con una mirada filosa.
(...)
Al día siguiente el sol volvió a salir, un sol ardiente y abrazador que provocaba que los hombres transpiraran sudor de aceite. La patrulla de asalto prosiguió su avance como un ejército de hormigas disciplinadas. La tierra exhalaba vahos cálidos y olorosos. La espesa hilera de árboles desaparecía para dejar en su lugar un intermitente estero de aguas viscosas. Los manglares emergían como balizas flotantes. Los hombres empezaron a caminar penetrando en la marisma cuidadosamente, como salmones contra la corriente. Zabuza iba ligeramente adelantado marcando la dirección indicada y evitando el encuentro con el ágil tiburón martillo.
Los guacamayos –rojos y azules- volaban por encima de los manglares, ajenos al hostigamiento de las aguas inmundas. Sonidos repletos de peligro potencial; el quejido de un animal triturado por el abrazo funesto de una anaconda; el rugido de un jaguar invisible helaba los corazones y aceleraba los pulsos. Una nube somnolienta flotaba como un dirigible. Entonces, todo pareció aquietarte, el sol se encontraba por encima de su meridiano, los mosquitos consumaban su traidora agresión sobre la piel de los viajeros; se hundían en la carne de los desprevenidos, que hacían que Kiri se mordiera la lengua y maldijera por lo bajo; o que Meizu endureciera el ceño atribulado y murmurara algo sobre la disciplina de los shinobis auténticos. Zabuza Momochi lanzaba una mirada penetrante hacia las profundidades de la selva como tratando de anticipar cualquier emboscada o preguntándose sobre los secretos que la vorágine albergaba en sus confines; nada se movía, a excepción de la rama de un árbol que se inclinaba bajo el peso de un tucán caprichoso.
El crepúsculo va estrechando, estrechando. Un destello mortecino coronaba de oro las cabelleras de los manglares. Habían caminado ya casi unos cuatro kilómetros y medio cuando dos shinobis que portaban el uniforme estándar de los jounin de Kirigakure salieron al paso de la patrulla. Ya habían superado el lado más inhóspito y salvaje de la región. Atrás quedaba aquel mundo telúrico salido de los tiempos de los siete días de la creación. Estaban frente al campamento de Jinin Akebino. Las chozas de techado de balamo se levantaban en medio del círculo opresor de la selva, desafiándolo. Los ninja tenían su radio de acción alrededor de la casucha principal como limaduras de hierro. El calor de la fogata invitaba a un descanso reparador. El graznido de un pájaro llegó hasta los recién llegados. Era el sonido increíblemente solitario en esas tierras intermedias que se debatían entre el olor acentuado de la marisma y el aroma de la sal marina.
(...)
La luna brillaba en el firmamento como un globo níveo. A un lado de la casucha más grande había un extenso campo y al otro un barranco. En el extremo del campo se levantaban algunos tocones recién cortados. En el interior de la casa, sobre una mesa deteriorada por el ataque de generaciones de polillas, dos hombres discutían seriamente. El camastro y el baúl completaban el escaso inmueble. Sobre la esquina descansaban las famosas espadas Kubikiribocho y Kabutowari, ambas forjadas –al igual que las otras cinco- por el célebre herrero Shokunin Kokatsu. La única luz provenía de un mechero rudimentario hecho con los pedazos de una soguilla.
-Atacaremos desde el sureste –indicó Zabuza señalando un punto exacto en el mapa- es decir, desde la pampa. Nuestra gente saldrá bajo el cobijo de las sombras y tomará el control del muelle.
-Entonces, nosotros rodearemos el campamento principal, evitando de esta forma que puedan auxiliar a sus colegas –convino Jinin con una voz serena, sus ojos azules, como el mar que oculta los ecos de los días pasados, habían visto batallas al pie de innumerables muelles a lo largo de su vida.
-Ciertamente es muy afortunado que el objetivo de la operación se efectúe en la costa. En otro escenario, por ejemplo, tierra adentro y carente de alguna fuente de agua, privaría a nuestros shinobis de gran parte de su ninjutsu. Suna ha arriesgado mucho al salir del País del Viento con ese importante cargamento.
-Esta es una región neutral libre de todo control ninja –respondió el portador de Kabutowari.
-Los tiempos cambian. Yagura está moviendo las piezas de forma precisa y letal, siempre ávido de poder. Utiliza a Kirigakure para expandir su influencia como tentáculos que se agitan y lo rodean todo. Dentro de poco el balance del poder cambiara… ya está sucediendo.
Afuera se escuchaba el zumbido de extraños insectos. La charla de los soldados rasos –incipiente y gris- llegaba como un murmullo traído por el viento.
-Probablemente Suna habrá enviado a un shinobi de habilidades superiores para resguardar la integridad del cargamento.
Zabuza miró a su colega y luego comenzó a estirar una leve sonrisa casi imperceptible por los vendajes de la máscara.
-El enfrentamiento es inevitable. Es de suponer que la ubicación de ese ninja coincidirá con el lugar de resguardo del cargamento.
Jinin Akebino escuchaba silencioso con los brazos cruzados cavilando la pregunta que había rondado por su mente una y otra vez como un caballo de madera clavado a un carrusel. Afuera las nubes eran impulsadas por el pastoreo del viento; el suave crepitar de una hoguera resistía el asedio de la noche. Dentro, la luz insuficiente del mechero jugaba con las sombras.
-¿Somos acaso simples peones en una partida de ajedrez? –preguntó Jinin.
Una corriente helada espanto la onda de calor que dominaba desde la tarde. En medio de un silencio expectante, Zabuza miraba gravemente a su compañero.
(...)
Altas rocas pulidas por los elementos sobresalían sobre la arena grisácea; lenguas de espuma lamían con ímpetu su áspero perfil. A corta distancia, pasando la playa, en el lado posterior de la pampa, se levantaba una estructura pesada y tosca que parecía un cohete varado en la arena. El faro en su pétreo poderío y deambular sonámbulo lanzaba un destello ígneo. Al pie del muelle dos balandras se mecían al arrullo de las olas. Lejos muy lejos, una mancha horizontal navegaba sobre el mar tenebroso. Baki apartó la mirada cuando uno de sus centinelas iniciaba su ronda nocturna en la playa desierta.
Sunagakure había mantenido una mirada atenta a los vaivenes económicos y militares en el mundo shinobi. El despojo de la hacienda cacotera a Konohagakure no había pasado desapercibido a los ojos de Suna. Siendo el País del Viento en su mayor parte desértico limitaba la expansión económica de forma alarmante. Por ello el comercio de oro se había reducido a las fronteras nacionales. Al menos, hasta ahora. La exportación de tal valioso metal prometía un cuantioso incremento en la economía de la Arena, no obstante, una operación de tan delicada naturaleza acarreaba peligros considerables. Es por ello que el Kazekage le había encomendado directamente la seguridad y éxito de la misión. No había lugar para el fracaso.
Sobre el cielo tiznado, estrellas desconocidas formaban dibujos familiares para todos los navegantes del mundo. Una neblina imperceptible era arrastrada por los vientos del sureste. El agua, a unos diez metros embestía la orilla. Baki aún podía ver la solitaria balandra meciéndose a lo lejos en las aguas profundas. El humo de su cigarro se perdía en el misterio de la noche.
Muy poco tiempo después, de las profundidades del mar tenebroso, una ola surgió embravecida tragándose al centinela de la playa. Sorprendido, arrojó la colilla de cigarro a la arena y se lanzó en pos de los invasores.
(...)
Numerosos shinobis de la Niebla corrían ágilmente sobre la playa cubierta de conchas marinas, su avance era facilitado por la noche -amiga del engaño y la traición-, y el enérgico chocar del rompeolas. En pocos segundos, los hombres se echaron de bruces sobre la arena y se dieron impulso hacia adelante con los pies. Culebrearon hasta llegar al primer montículo de piedras y permanecieron de bruces con el rostro congestionado por la adrenalina. El ojo ciclópeo del faro pasó a pocos centímetros por encima de la cabeza de los ninja, acechando.
-Joder que esto es una locura.
-Cierra la boca, cojudo.
El ojo ígneo se alejó perezosamente hasta perderse en el mar enfebrecido.
Uno de los hombres se asomó al borde de la roca. Sobre el entablado del muelle una serie de ninjas se paseaban lentamente en actitud marcial hasta ingresar a la puerta principal del embarcadero. El faro se erguía melancólico en toda su mole. Uno de los ninja vaciló ante la entrada y giró su rostro hacia la playa, se alisó los cabellos y meneó la cabeza, dio vuelta con agilidad he ingresó al embarcadero.
Era el momento. El hombre se desprendió de la roca y agachado corrió por la playa; inmediatamente fue seguido por los demás. Sus pies levantaban franjas de arena. Los tres montículos de piedra se percibían a una distancia inmensa. Sus piernas se estiraban elásticas como en un sueño pero las rocas se obstinaban en su lejanía… era como si retrocedieran a cada kilómetro que recorría. El ninja esperaba ser descubierto en cualquier momento. ¿Sentiría acaso la luz acusadora del faro sobre su piel? Finalmente las rocas aumentaron su tamaño hasta que arribó a ellas dejándose caer rendido sobre el pecho en la arena.
De pronto abrió los ojos alarmado.
Sobre el entablado de madera al pie del embarcadero, un ninja hacía sonar frenético un silbato apuntado al montículo de piedras, a él. Su rostro cubierto por una especie de turbante de color blanquecino era completado por una mirada hosca y feroz.
-¡Ahí está el maldito! ¡Le he encontrado! –vocifero el ninja de Suna- ¡Mátenlo! ¡A él y a sus cómplices!
El shinobi de la Neblina retrocedió al amparo de la roca. Un instante después una andanada de kunais pasó surcando el espacio que había ocupado hasta hace un momento.
-Escapé del haz de luz –pensó Furui frenéticamente, mientras extraía de la fornitura de su pierna izquierda un kunai- pero esto es igual de desastroso.
El hombre lanzó una mirada exaltada a sus compañeros cuando una segunda andanada se incrustó contra la arena, junto a su pequeña trinchera. Tomó del hombro a su compañero más cercano y vio con satisfacción que tenían la suficiente presencia de ánimo para efectuar una réplica contundente. Oyó un estridente silbato y se incorporó. Todos estaban corriendo a campo abierto listos para sobrevivir al fuego a quemarropa.
(...)
En cuanto los invasores llegaron a la mitad de la playa, los ninjas de Suna intensificaron el ritmo de su ofensiva, con kunais y shurikens. Los proyectiles surcaron el aire con el ruido de un colibrí; después se oyó el estampido. Sobre los tablones de madera cuatro shinobis se preparaban para caer encima de los intrusos como grumos de granizo. Esta vez no habría un ataque sorpresa ni una alucinante irrupción a través de una neblina llena de peligro y muerte, no obstante, aunque todos los habitantes del muelle ya sabían que llegaban, los invasores siguieron adelante. Tuvieron la desconcertante sensación de que su vida había dejado de pertenecerles para pasar a formar parte de algo más crucial y determinante. Nadie en ese recóndito muelle tenía el poder de dañarlos, por lo menos no hasta cumplir la voluntad de aquella presencia omnipotente que imperaba sobre sus destinos. A los lados, los hombres farfullaban y maldecían a la vez. El bloqueo de los aceros sonaba como los frenos de un tren. De pronto, en un rápido movimiento, un grupo de ninjas ejecutó una serie de complicados sellos manuales. En pocos segundos, de la orilla surgieron múltiples torbellinos de agua con un ruido estridente y desgarrador que recordaba al sonido de un triturador. Entonces, se produjo un brusco movimiento en el embarcadero; tres hombres ataviados con turbantes blancos, después de realizadas las señas de mano, expelían de sus bocas poderosas ráfagas de viento. Junto a ellos, otros dos agitaban con frenesí grandes abanicos. Un sonido de desgarramiento, como el producido al trozar una sabana por la mitad, se propagó con rapidez por todo el lugar. La colisión de ambos elementos –agua y viento- se dio con tanta fuerza que derivó en chorros de agua, y estos a su vez se desintegraron en millones de gotas –líquidos diamantes que relucían a la luz de la luna- que salpicaron a muchos combatientes obligándolos a secarse los ojos. La brisa marina estimulada por las corrientes de viento hizo retroceder a otros mientras atinaban a cubrirse el rostro; sobre la cúpula del faro se hizo visible de pronto una veleta oscura e incolora que tenía la forma de una sirena y giraba de un lado para el otro, obedeciendo la voluntad de los vientos invocados.
Terminada la tempestad, los shinobis de Suna se arrojaron contra los intrusos como cóndores sobre carne fresca. Chispas rojas centellaban al aire por el chocar de los aceros. Los recién llegados comenzaron a andar reculando y se dirigieron a unas rocas que lucían como colmillos desgastados. De pronto un movimiento convulsivo hacia el fondo llamó la atención; el fuerte agitar de un abanico provocó una fuerte ventisca que fue repelida en el acto por un sólido surtidor de agua. En alguna parte, el sonido del silbato continuaba sonando infatigable.
Más debajo de la refriega principal y cerca de los pilares del embarcadero, Furui se levantaba con dificultad, respirando entrecortadamente. El hombre que tenía en frente se encontraba en la plenitud de sus habilidades ninja. Mientras que en su caso, el paso del tiempo no había llegado a ese instante irreversible, pero Furui deseó que lo hubiera hecho. Era un jounin disminuido; la muerte honorable era mejor que la lastimosa condescendencia. Un kunai cubierto en un papel bomba cayó en el agua provocando una leve erupción de gotas a unos tres metros a su izquierda. Escuchó otro caer con violencia en el rompeolas; los fragmentos de la roca volaron como perdigones. Uno de los defensores, su cuerpo era mecido por las aguas convertidas en espuma, se retorcía lenta y patéticamente mientras su vida se escapaba de su vientre sanguinolento. Por el rabillo del ojo, vio como dos hombres señalaron hacia donde él estaba. Sus labios se movieron. Cautelosamente, sin quitar los ojos de encima de su adversario, Furui extrajo de la fornitura en su pierna derecha dos canicas azules. Entonces el otro ninja atravesó la distancia que mediaba entre ellos con gran estruendo. Furui se protegió con su kunai de los proyectiles y se produjo una breve pausa, suficiente para que las canicas azules se estamparan contra el suelo. Una nube de humo se alzó sobre la arena pálida y gris engullendo a los hombres.
Kiri se abalanzó a toda velocidad sobre el shinobi calvo que le cerraba el paso; sus brazos envueltos en chakra eran capaces de desgarrar músculos y filamentos. El tajo derecho fue evadido en el último momento por el otro hombre. Un segundo después un kunai laceró su estómago y gran parte de la sangre cayó sobre las rocas bañadas en espuma. Kiri se quedó quieto, tambaleándose un poco, como a punto de caerse si un viento soplara inesperadamente.
-¡Huye! Gritó en su mente una voz imperativa.
Pero no tenía deseos de huir. Probablemente moriría, pero no quería huir… Esa voz tan sólo era la manifestación de su miedo más elemental. Huir era precisamente lo que hacían los cobardes y los traidores.
El ninja calvo avanzó con aplomo y seguridad sosteniendo en su diestra un kunai como la capa de un torero.
Kiri miró fijamente al hombre que avanzaba hacia él y colocó ambos brazos a la altura de su pecho en posición ofensiva. Arqueó su pierna izquierda, impulsando su cuerpo hacia adelante para efectuar con los brazos un corte en cruz. Su bisturí de chakra tan sólo rasgo el aire del mar salado. Un instante después sintió aguijonazos en los brazos y piernas; una patada en su espalda lo lanzó de bruces sobre las rocas. Fluyó la sangre caliente y el rostro severo y rígido del ninja se contrajo en una ávida y cruel sonrisa. Las piedras crujieron cuando el hombre se lanzó nuevamente hacia él.
Kiri profirió un alarido de dolor; en sus piernas y brazos se alojaban inmisericordes certeros kunais y comprendió finalmente que ese miedo a la muerte tan tempranamente evocado estaba más próximo que nunca a realizarse.
Ese vacío de abismo se cernía sobre él a cada segundo…
Por fin… esto siempre lo supe desde la infancia.
Kiri atisbó un vago y difuso destello plateado en la oscuridad… algo parecido a proyectiles. Sorprendido en plena carrera, Satetsu frunciendo su exiguo bigotillo, atinó a repeler los kunais con el suyo propio. Uno de ellos, cubierto en un papel bomba, se había incrustado en la roca. La explosión levantó una nube de polvo mientras los pedazos de roca volaban como perdigones desorientados. Cuando Kiri recuperó la visión intuyó la figura de otro ninja frente suyo.
-Déjame aquí… No hay remedio para mí.
-¡Arriba carajo! –le ordenó Furui mientras le pasaba los brazos por el dorso.
Algunos metros a la izquierda de los dos hombres, Satetsu ya repuesto de la sorpresa se encontraba realizando un jutsu para liquidar a los ninjas en un único movimiento. Había empleado su velocidad para derrapar sobre el terreno y escapar ileso de la explosión. En el firmamento la luna brillaba en silencio.
Furui sosteniendo en sus brazos a su malherido compañero se dio cuenta de la proximidad del inminente ataque enemigo. Apretando los dientes concluyó los sellos correspondientes para un jutsu defensivo; el agua a unos seis metros de distancia comenzó a agitarse para después rodear a ambos hombres en forma de un círculo acuoso. Segundos después una ráfaga de viento se estrelló con ímpetu contra el muro. A medida que el muro se desintegraba en millares de gotas de agua, Furui respiraba agitado, sus reservas de chakra estaban casi al límite.
-Agárrate fuerte –murmuró a Kiri, que no se movía; su cabeza parecía un junco caído-. Es hora de escapar.
Tensó los músculos de sus piernas y se echó al hombro derecho a su compañero. Consciente que sólo disponía de pocos segundos salió corriendo en el instante en que el círculo acuoso colapsaba y cruzó el camino de la playa.
Furui profirió un leve quejido; dos kunais sobresalían burlonamente clavados en su hombro y brazo izquierdos.
-¿Viejo estas bien? –preguntó Kiri, su voz era muy débil como si viniera de un lugar muy lejano.
Furui le guiñó un ojo. Velozmente se alejaban del campo de batalla como escapando de un mal sueño.
(...)
Un fulminante tajo en el torso y el shinobi colapsó emitiendo un leve quejido. Zabuza continuó su avance a toda velocidad por la línea oscura -marca de la pleamar-, visible por la pálida luz de la luna. Como uno de los dos Generales de la presente misión, gran parte del éxito de la empresa radicaba en que efectuara con pulcritud y celeridad su tarea asignada. Tenía que llegar al faro y tomar posesión del cargamento. Sencillamente se trataba de una lucha de voluntades, dos fuegos que buscaban consumir al otro, y su voluntad ya había sido puesta aprueba en muchas ocasiones al filo de la navaja. Corría a toda velocidad, rumbo a la confrontación principal, sin vacilaciones de ningún tipo, sino decidido, seguro de lo que tenía que hacer, aunque tuviera que enfrentar a medio mundo.
No pasó mucho tiempo antes de que Zabuza notara como dos siluetas se aproximaban resueltamente desde el norte a su encuentro. Oyó claramente como las shurikens pasaron hendiendo el aire cerca de su cabeza. En seguida, una ráfaga de viento avanzó hacia su ubicación. Se agachó inclinando diestramente su cuerpo en la pierna derecha; el futon pasó centímetros por encima de su hombro izquierdo. Ya visibles en las sombras, dos hombres se precipitaron con rapidez. El restallar de los kunais contra la Kubikiribocho saturó la noche. Los ninjas de Suna parecieron titubear, como intuyendo su temeridad. La velocidad con la que manipulaba esa enorme y pesada espada con un brazo… los hizo abrir los ojos como intuyendo un peligro mucho mayor que el calculado al principio. En la costa el mar se agitaba colérico. En alguna parte un pájaro lanzaba un graznido alucinante.
De repente Zabuza embistió con su espada; la hoja fue detenida a duras penas por ambos ninjas. Ejerciendo un poco más de fuerza logró romper la defensa de los hombres quienes retrocedieron alarmados. Una franja de arena se levantó ostensiblemente cuando empleando su velocidad cubrió los pocos centímetros que los separaban. Un sólido golpe en la boca del estómago seguido de una fulminante patada en el rostro lanzó varios metros a uno de los jounin. El restante eludió trabajosamente los mandobles, otros en cambio los bloqueó con su kunai; sus brazos parecían dos hilachas apunto de desprenderse. Un tajo en su espalda lo hizo caer de bruces sobre la arena. Mientras luchaba por reincorporarse, un potente mandoble cayó sobre su espinazo levantando una extensa polvareda.
El otro ninja se levantó con dificultad, trastabillando en el proceso y mirando con ojos muy abiertos tratando de localizar rápidamente a su agresor. Los golpes de aquel shinobi de la Niebla le habían afectado en demasía, su cabeza aún giraba como carrusel de feria. La alarma se pintó en sus ojos; los desorbitó y se le escurrieron como aceite en el rostro, cuando Zabuza lanzó un mortífero mandoble directo a su cuello. Sin embargo, este jamás llegó a su objetivo. Vio un destello metálico de algo en las sombras de aquella playa. En medio de ambos combatientes se erguía una figura con un manto negro y harapiento. Las facciones semejaban ser la cabeza de un pájaro tallada en madera. Los rasgos –mejillas, pómulos, comisuras de la boca y potente pico- estaban laqueados a mano con extractos de minerales naturales. El tronco y gran parte de las extremidades inferiores se encontraban ocultas por una túnica oscura. Terminaban los brazos unas enormes garras de acero, estas eran de color amarillo en consonancia con el pico, ambas representaban el color de la cera de las aves auténticas. Unos finos hilos de chakra sobresalían por todas las articulaciones de la figura. Zabuza, con la Kubikiribocho en posición para realizar un nuevo intento y mirándolo, era incapaz de desviar la vista; tenía una expresión templada y los ojos parecían esperar la más mínima señal. Esta no demoró en aparecer; velozmente marcó distancia entre ambos. El títere comenzó a traquetear como un autómata hecho de hojalatas. Zabuza tuvo tiempo de ver cómo los ojos giraban desorbitados y se lanzaba en pos de él.
Perforando las sombras el obsceno pájaro viajaba al fin de la noche.
Zabuza empezó a moverse hacia la izquierda sin perder de vista al títere. Los ojos de éste parecían dos espirales infatigables –circunferencia nebulosa- que producían vértigo. Entonces, el pico se entreabrió con un chasquido como el de una maquina herrumbrosa puesta en marcha, expulsando una andanada de kunais a velocidad vertiginosa. Zabuza giró rápidamente sobre sus talones para enfilar rumbo a la orilla; una balandra yacía solitaria bocabajo sobre la arena como en espera del crepúsculo de los pescadores. Instantes después el bote quedó atrás. Los kunais se incrustaron en el casco con un ruido seco. Las garras se alzaron y asestaron un golpe al lado derecho de la balandra y otro zarpazo al izquierdo, reduciendo a la viajera del alba a un montón de astillas. El pájaro continuó avanzando hacia él como una sombra siniestra, hendía el aire nocturno bombardeando cada vez más intensamente. De las palmas de sus manos brotaba una descarga de proyectiles senbon. Zabuza la repelió diestramente con la Kubikiribocho y las agujas cayeron abatidas como una lluvia de amarillentos trozos de marfil. Utilizando el sello del tigre creó media docena de clones de agua que se situaron a su lado. De nuevo la marioneta oscilaba entre las sombras con un silbido amenazador, esta vez describiendo una trayectoria en diagonal y Zabuza desvió los ojos del rostro de aquella extraña ave para repeler los proyectiles… y sintió como algunos clones cerca de su lado explotaban como globos de agua.
La marioneta silbó una vez más en el aire… ¡juiiiiiiish! Sus brazos se replegaron hacia arriba dejando al descubierto dos muñones cuya función era la de servir como conducto de artillería. La granada se estrelló con estrepito sobre el espacio ocupado por Zabuza… una cortina de humo venenoso se propagó vorazmente sobre un perímetro considerable de la orilla desierta.
Cuando el viento procedente del mar barrió la estela de gases venenosos se reveló una playa estéril y deshabitada.
Los mandobles pasaron a centímetros del torso de la marioneta y siguieron su curso llevándose un trozo del manto andrajoso, como si fuese el ala de un cuervo. Los clones de agua hicieron oscilar nuevamente sus espadas, Zabuza apoyando su peso en la pierna izquierda se preparaba para abatir al títere con un tajo fulminante cuando volvió la cabeza y vio una silueta a escasos metros realizando un jutsu. Casi oculto entre las sombras, el jounin que había sido salvado por la intervención de la marioneta, inhalaba el aire helado de la brisa marina para después exhalar por la boca un futon que describió un camino recto. Presuroso, el ninja de la neblina ejecutó su propio jutsu; de la costa emergió poderosa una masa de agua que giraba incontrolable y recordaba a las mandíbulas de un tiburón. Indomable la bomba tiburón de agua colisionó con el futon subyugándolo hasta su mínima expresión. El jounin de Suna sólo pudo gemir lastimosamente antes de que el suiton le conectara de lleno. La explosión proyectó miles de gotas de agua a lo largo de playa como un géiser surgido de la nada.
Las garras pasaron a dos centímetros de su cuello antes de que hendieran el aire de forma amenazante. Zabuza lo esquivó con facilidad apartándose con un ágil movimiento. El esperpento se aproximaba nuevamente con la implacabilidad de las pesadillas oníricas de Vergvoktre. Retrocedió algunos metros, blandiendo resueltamente su arma y de pronto lanzó un mandoble con fuerza increíble. La temible arma levantó una polvareda que imposibilitó la visión.
Todavía visible entre la espesa nube de polvo, un hombre –o algo similar a un hombre- pareció moverse con cautela y correr hasta el cobijo de las rocas del borde de la costa. La marioneta se lanzó extendiendo sus garras para coger a la silueta. Las garras se alzaron y asieron de los lados al hombre. Entonces las garras se clavaron en sus hombros y brazos. Fluyó un líquido espeso y el rostro desmejorado y pálido se contrajo en una sonrisa mordaz e irónica. La figura explotó como un globo de agua.
Detrás de la marioneta, Zabuza descargó un tajo que centelleó en la oscuridad. Hubo una lluvia de metal mohoso sobre la arena y los restos del muñeco cayeron como hechos un montón de chatarra. Inusitadamente, la cabeza de pájaro se mantuvo estática en la oscuridad, traqueteando obscenamente, su pico se abrió con un chasquido metálico revelando un cuchillo siniestro. Manipulada por finos hilos de chakra, la cabeza dio un rápido rodeo entre las sombras hasta empotrarse en el pecho del espadachín… y esté se desintegró en agua.
La cabeza de pájaro quedó tendida en la arena observando la luna… sus ojos tenían una mirada alucinada.
A muchos metros de distancia detrás de una serie de rocas como dentadura empobrecida, el shinobi marionetista, víctima del pánico, se alistaba para huir. Contaba con que su ubicación verdadera aún se mantenía en secreto y la noche le garantizaba la oportunidad de encubrir su huida. Por un momento creyó realmente que escaparía de aquel ninja de la neblina y saldría a las sombras para perderse en ellas. Entonces un sonido detrás de sus espaldas llamó su atención y un arma hendió el aire en la oscuridad. El marionetista profirió un alarido de animal acosado y cayó decapitado.
Zabuza Momochi ajustó la Kubikiribocho contra su espalda y corrió hacía el melancólico resplandor del faro.
(...)
El melifluo sonido del oleaje chocando contra las rocas desentonaba con la ola grande y tenaz que se desplazaba en alta mar para después desaparecer con un silencio inquietante. El viento empujaba de lugares lejanos una neblina que llevaba consigo el hedor de las esperanzas burladas y de las ambiciones desmedidas. Lejos, la pequeña balandra resistía valerosamente los embates del mar tenebroso. Entonces el haz de luz del faro apareció en el amplió horizonte y Baki atisbó momentáneamente algo parecido a un pequeño cobertizo destartalado justo ante la curva del camino principal.
Baki descendió por la pendiente sigilosamente. La arena en esta zona presentaba un aspecto mugriento como cubierta parcialmente de tizne. Entre el terreno se veían algunas armatostes, un pico y una pala abandonados cuya madera parecía estar podrida, una abollada lámpara de aceite y una desvencijada carreta que desperdigaba su exiguo cargamento de carbón en la arena. Un poco más abajo donde el oleaje y la tierra confluían, la neblina se levantaba lentamente dejando ver el reflejo del globo níveo sobre el agua. A corta distancia, remecidos por las olas, dos bultos se acercaban perezosamente. El hombre se aproximó como hipnotizado. Sobre las aguas, dos ninjas de Sunakagure cubiertos de juncos verdes flotaban inertes como un nenúfar.
La muda cólera ante el hallazgo fue interrumpida por el movimiento de un peñasco y entonces Baki se dio cuenta que se encontraba cercado por dos jounin enemigos. Un surtidor de agua cruzó el aire de forma violenta. Inmutable, Baki inhaló fuertemente y después exhaló con la potencia de un cañón una vigorosa ventisca que desintegró de forma instantánea el suiton arrastrando consigo la humanidad del shinobi enemigo. Ya estaba en movimiento el otro ninja lanzando kunais y shurikens cuando el jounin de Suna eludió los proyectiles y se arrojó contra su agresor.
Que rápido pensó en su mente el shinobi de Kirikagure.
Un certero gancho al hígado lo hizo regurgitar saliva y caer de rodillas. Aun mareado fue capaz de percibir un dolor punzante en la garganta para después descender a una perpetua somnolencia.
-No permitiré que nadie interfiera con la voluntad del Kazekage –sentenció Baki mirando su kunai y luego lo sacudió firmemente. Las gotas de sangre cayeron sobre la arena como rosas marchitas.
(...)
-Aquí podremos reposar algún tiempo –dijo el hombre con un ligero acento de alivio-. Estamos retirados del lugar de la refriega principal y lo suficientemente próximos al faro para permitirnos un respiro.
-Es preferible que alguien sea capaz de ver surgir el sol el día de mañana –replicó otro hombre con voz acida, estaba apoyado sobre un enorme abanico como una especie de respaldo, a pesar de su cansancio y desconsuelo no pudo por menos de esbozar una sonrisa con la expresión de furia que se dibujó en el rostro de su compañero.
-¡Jodido cobarde! –gritó el primero. Se había puesto de pie mientras esgrimía un kunai en la mano.
-Cuidado con lo que dices traidor, -reprendió un tercero- los shinobis de Sunagakure llegamos hasta el final de la misión. Postrado en el polvoriento suelo de madera, colocaba intranquilamente un vendaje sobre su pierna derecha. Al ajustar la atadura, una mancha de color encarnado se pintó sobre ella. Una máscara de aflicción sombreo su rostro.
-Tenemos que arribar al faro –dijo gravemente el primero antes de dirigirse al otro hombre.
-¿Cómo te encuentras?
El interrogado consiguió ponerse de pie, apoyándose en la esquina de una desvencijada mesa podrida.
-¿Cómo están tus reservas de chakra?
-Las suficientes para dos o tres jutsus.
Afuera el viento rasgaba los tablones de la cabañuela con el ímpetu de un tigre acosado.
-¿No podríamos quedarnos aquí y aguardar por refuerzos? –volvió a hablar el hombre del abanico-. ¿O esperar que Baki controle la situación?
Los ninjas no contestaron. No recordaron al otro hombre que debían proteger el preciado cargamento o que sus camaradas shinobis morían en el campo de batalla. No lo llamaron cobarde aunque este jamás se había sentido tan cobarde en toda su vida. Sus compañeros únicamente se limitaron a desviar la vista hacia otro lado.
Ahora la resignación se unió al pánico, devorándolo por entero. Sus iguales preferían inmolarse por una aldea que los había mandado directamente al matadero.
-De acuerdo –convenio venenosamente- de acuerdo, salgamos de aquí y luchemos por una causa perdida aunque ello implique morir.
El sonido de la puerta carcomida al abrirse y cerrarse se oyó terriblemente solitario. Luna menguante y arena interminable. La despoblada playa de una costa perdida, con su herrumbroso muelle y su lánguido faro a la distancia. Se les ocurrió pensar por un momento que el Kazekage los había enviado a un lugar semejante al fin del mundo.
Enrumbaron hacia la luminosidad como polillas al fuego. Su avance fue lento y meticuloso mientras el viento soplaba con el ahínco de un coloso dormido. A lo lejos se veía una pequeña casucha que se levantaba en medio de un silencio gris; de su tosca chimenea ascendía lascivamente una bocanada de humo que se perdía en el cielo estrellado. Más abajo, las olas relamían la arena con la devoción de un amante. Un grupo de cangrejos ermitaños vagabundeaban en la orilla.
Mientras ascendían por una pequeña elevación del terreno, sólo podían ver como en una fotografía cortada a la mitad, con un aspecto increíblemente grande y monumental, la torre y la refulgente vidriera del faro irguiéndose por encima del mar y del muelle desolado. Parecía flotar, cortado por la curva de la colina.
-Estamos cerca –comunicó uno de los ninja.
El faro costero dominaba el paisaje sobre el aire que lo rodeaba y la tierra en la que se asentaba. Los hombres vieron como la linterna giraba obedeciendo el mecanismo de rotación eléctrico con la intensidad de un blasón de fuego. El faro daba la impresión de haber sido construido con piedra, una piedra de mil años de antigüedad, negra como el alquitrán. De una de las ventanas superiores centelleó una luz; para los viajeros fue como si el faro les guiñara secretamente complacido por su llegada. Unos segundos después el haz de luz fue obstaculizado momentáneamente por una nube pasajera.
Unos instantes más tarde comenzaron a bajar cautelosamente con dirección hacia el faro. Cuando estuvieron al pie de la colina, se detuvieron para mirar a corta distancia, cerciorándose de conservar aún el factor sorpresa. Sus sombras se alargaban cada vez más a sus espaldas. Enfrente de ellos, el estruendo regular y duro del rompeolas, el rugido noctambulo de la sirena del faro. El muelle era una mancha que se desdibujaba en trazos azules y grisáceos en el horizonte nocturno.
Una cisterna surgía semienterrada entre la superficie empedrada y la arena refulgente por el brillo del agua. De pronto la boca de uno de los hombres se había quedado seca como la sal. Fue hasta la cubierta metálica de la cisterna, se arrodilló y bajó la mano para tomar agua, pero se detuvo de improviso. El agua estancada parecía un pozo de brea… el líquido espeso y viscoso había adquirido el color de la negrura del espacio. Y a continuación recobró la transparencia. Un instante después algo se removió en su interior y el hombre vio… Se le escapó un pequeño gemido cuando vio como una cadena emergía del depósito de agua para prenderse de su brazo derecho.
El hombre permaneció de pie forcejeando junto a la cisterna, con los ojos desorbitados y la boca desarticulada en sorpresa y angustia. Había atisbado una cosa en su visión; espantoso por sus implicaciones, en el fondo como un reptil antes de agredir, un hombre con un respirador yacía sosegado. Estático, con la garra atroz en la diestra, sus ojos refulgían con el hambre de los depredadores.
Casi de rodillas, dudando de poder liberarse aunque empleara todas sus fuerzas, el hombre trató de alejarse de la cisterna y regresar torpemente al camino. En el preciso momento que esto sucedía una mano le agarró de las solapas del chaleco. Profirió un gritó agudo y patético como el de un animal atrapado en una trampa y fue arrastrado hacia el interior del depósito. Con un golpe seco, se hundió bajo el agua. Sonido de lucha, chasquido de huesos rotos seguido de un gorgoteo inhumano. Por unos segundos una mano se agitó extenuada sobre la superficie para después desaparecer entre burbujas que emergieron como verrugas transparentes.
Arriba los dos jounin restantes repelían la agresión con dificultad. Uno de ellos lanzó una patada en dirección al rostro de Katemaro Kaguya pero éste la esquivó con facilidad y volvió a saltar hacia atrás al tiempo que una andanada de kunais se incrustaban en la arena bajo sus pies. Extendió su mano derecha apuntando contra el ninja; una metralla de falanges cruzó el aire con velocidad increíble, el movimiento de rotación potenciaba el poder de las balas de esqueleto. Sorprendido el shinobi de Suna intentó repeler los proyectiles con su kunai, tres de ellos sin embargo se filtraron en su defensa perforando sus piernas y su costilla flotante derecha. Cayó de rodillas jadeando. Katemaro extrajo lentamente del hombro izquierdo su húmero que había sido solidificado con chakra para igualar la densidad del hierro. Con los ojos afiebrados se arrojó hueso en mano contra su adversario.
Metros más abajo, el restante ninja de Suna se levantaba escasamente a tiempo para evadir la potente garra del hombre con máscara de gas. Se alejó algunos metros sosteniendo su abanico firmemente… y de repente sintió un escozor en la garganta y un hilillo de sangre descendió de su cuello hasta llegar a su pectoral izquierdo. Se quedó mirándolo, aturdido.
El sonido de una risa desfigurada como aislada entre cuatro paredes.
La garra que aún llevaba adheridas escasas gotas de sangre se alzó amenazante. Aún vacilante, el jounin de Suna aferró su abanico en un gesto que parecía intentar levantar una muralla entre él y su adversario… y entonces el abanico se agitó poderosamente. El futon fue obstaculizado por un surtidor de agua que se levantó casi al instante. Cuando la llovizna cubrió el campo de batalla sufrió una sacudida. Todos los músculos del cuerpo gritaron antes de colapsar víctima del vértigo. Cerró los ojos, se concentró… al abrirlos nuevamente el breve momento de aturdimiento había pasado. Atisbó dos vagas y difusas figuras al otro extremo. El hombre del respirador se había desdoblado. Parecían dos personajes salidos de una novela de Roberto Artl. Avanzaron como autómatas asesinos levantando las garras al unisonó. Parecían agrandarse a cada paso y cuando cruzaron los escasos metros sus miradas contenían un frio glacial como si todos los inviernos que en el mundo habían sido estuvieran contenidos en uno solo… aquel rio gélido se le venía encima como una avalancha.
Entonces aquellas garras metálicas se extendieron para atraparlo.
(...)
Habían llegado al faro.
A una hora avanzada de la noche los shinobis extrajeron nerviosos las armas de sus fornituras en el extremo del entablado de madera que lucía desgastado, gris y muerto. Algunos metros a la izquierda, dos balandras se mecían lentamente por el vaivén marino, parecían dos tiburones encallados en la arena. A la izquierda de Baki, directamente delante de un cobertizo, estaba la casa ruinosa que anteriormente había sido habitada por un viejo farero. La majestuosidad arquitectónica del faro, la válvula solar y su veleta antropomórfica, la vidriera y la torre oscura, que debieron haberlo convertido en un elemento imprescindible de la actividad marítima, le prestaban, por el contrario, la apariencia de una visión de un marino delirante. Daba la impresión de pertenecer a alguna ficción escrita por la inquietante pluma de Edgar Allan Poe.
Comenzaron a cruzar sigilosamente el entablado de madera, en dirección a la base del faro. Cuando los hombres se encontraban por salir del entarimado, Baki realizó un ademán con su diestra para coordinar la operación. Los dos ninjas se movieron con rapidez en la dirección indicada por su superior.
La brisa marina le azotó el rostro levantando ligeramente la tela que cubría su ojo izquierdo. Baki palpó distraídamente su chaleco táctico y sonrió satisfecho por la adaptabilidad del uniforme militar de Sunagakure a todo tipo de entorno. Pasó entre el cobertizo destinado a resguardar el carbón para el cuarto de máquinas y la casa herrumbrosa, en dirección al faro. Por las ventanas de la vivienda se escapaba la visión de lo abandonado hace muchos ayeres.
Baki volteó al otro lado cuando unos metros lo separaban de la base del faro. La neblina que antes era arrastrada perezosamente por los vientos de mar adentro, se expandía vertiginosamente produciendo el efecto de dos cortinas blancas que ocultaban el horizonte. La playa desierta y el muelle desaparecieron engullidos tras la bruma. Detrás de él la sirena del faro comenzó a gemir como una ballena herida. Una fantasmal soledad se apropió de la bahía.
Expectante, se mantuvo inmóvil durante un tiempo indeterminando, observando el vacío. A veces veía como esa cortina blanca era rasgada por la tenue luz del faro; otras, tanto el haz de luz como el gemir de la sirena daban la impresión de desaparecer, como si ese recóndito muelle escapara de la realidad y quedase suspendido en la nada para después reaparecer una vez más.
Un gritó tembló en la noche… porque la noche aún permanecía ahí, encapsulada por ese vacío blanco.
Baki lanzó una rápida mirada hacia la dirección proveniente del sonido, pero el vacío seguía siendo inescrutable. Regresó sobre sus pasos a toda velocidad. Había algo familiar en aquel alarido. El silencio sólo era interrumpido por el bramar de la sirena que era denso y fantasmal.
Se elevó otro aullido entre la neblina del otro extremo del muelle… un aullido tembloroso y penetrante, increíblemente familiar. Baki endureció sus facciones al reconocer la voz de sus hombres en aquellos desoladores gritos. Un destello de cólera cruzó por su mirada.
Con increíble celeridad inhaló el aire gélido a la vez que realizaba sellos manuales; una onda de viento extremadamente fuerte y violento fue expulsada de su boca, éste giró alrededor de Baki adoptando la forma de espiral y amplió su rango rápidamente, mientras la afilada corriente dispersaba la capa de neblina como llevándose la atmósfera de un mal sueño, múltiples siluetas que se confundían entre la bruma estallaron en cientos de gotas de agua.
Todavía en retirada la niebla se dispersaba herida. De improviso una enorme hoja osciló centellando en las franjas de oscuridad, Baki se volvió en redondo, y frenó la agresión en el último momento con su kunai. Del otro lado se encontraba un shinobi que portaba el uniforme reglamentario de Kirigakure y ocultaba parte de su rostro con vendajes, sus ojos eran dos pozos negros. Los músculos se estiraron poderosos, las armas friccionaron en un intento de doblegar al contrario, el forcejeo se transformó en una lucha de pulso. Con un gruñido, el hombre de la espada empleó sus potentes brazos para ejercer más presión. Baki también uso ambos brazos. Pronto se hizo notorio que la feroz contienda había alcanzado un punto de equilibrio como las enérgicas olas al chocar contra la estoica arena.
-La neblina no funciona conmigo –le advirtió Baki con voz firme y desafiante.
Con un ruido súbito, seco y sonoro rompieron el agarre para alejarse varios metros en direcciones opuestas. Baki se volvió para hacerle frente, con sus manos buscando en su suministro de armas, listo para la refriega. Entonces, lanzó una descarga de kunais y corrió hacia él. Sus ojos se encendieron, avanzaba con su kunai por delante. En su rostro resplandecía la determinación de un shinobi abnegado hacia su nación.
La Kubikiribocho osciló con un silbido rechazando la andanada de cuchillos. Baki lanzó dos cortes arriba y abajo buscando encontrar algún resquicio en la defensa enemiga. Pero la pericia con la descomunal arma le permitió al ninja de Kiri bloquear los tajos… y entonces la espada retrocedió y se alzó en otro de aquellos prodigiosos mandobles. Velozmente Baki realizó una pirueta apoyando su peso en sus brazos para saltar hacia atrás… y de repente una lluvia de astillas voló por los aires. La espada se retiró del entarimado de madera, dejando un agujero astillado como una grotesca ventana hacia las aguas oscuras.
Un nuevo tajo pasó a centímetros del rostro de Baki y éste sintió el aire cortante en sus facciones. Retrocedió con su kunai a la altura de sus brazos preparando una defensa sólida. Otro tajo refulgió bajo el cielo nocturno. Baki lo contuvo con su arma. Luego otro, y uno más. Sus vigorosos brazos le permitían contener los embates de la espada de forma eficiente. De pronto se percató que había retrocedido hasta las barras de seguridad del entarimado. El terrible mandoble pasó a menos de dos centímetros de su pecho antes de seguir su curso y llevarse por delante gran parte de la maciza balaustrada de roble, como si fuese una hilera de palillos. Baki aterrizó sobre las aguas sombrías mientras los restos de la barra de contención caían con el ruido de un ancla que desciende al fondo del mar. Segundos después, Zabuza se posaba encima de la superficie marina. Ambos jounin mantenían un flujo constante de chakra en la planta de los pies.
Esa espada me mantiene fuera de su alcance reflexionó el ninja de Suna.
Se levantaba un poco de viento. Baki lo oía susurrar en el suave movimiento de las olas al arribar a la playa; lo oía en las balandras, que se mecían ligeramente estirando las sogas como intentando liberarse del muelle para emprender un nuevo viaje.
Con un gruñido se lanzó contra el espadachín. Entonces la Kubikiribocho vibró en el aire con estruendo, pero Baki la esquivó con precisión y volvió a saltar hacia un lado para evadir el siguiente tajo. A escasos centímetros de distancia arrojó un kunai hacia el rostro de Zabuza y empleando toda su velocidad corrió en dirección contraria puñal en mano. Con un movimiento de cintura el ninja de Kiri hizo rotar de forma casi instantánea su arma como si fuese una pared de hierro atajando el kunai; girando sobre sus talones mientras levantaba su hombro izquierdo evadió la puñalada de Baki y le lanzó un fulminante cross, que fue a dar en la mandíbula y sacudió su cabeza como un alebrije de madera.
El gancho curvo fue un golpe sólido y efectivo. En otras circunstancias la pelea habría terminado probablemente aquí, pero Baki era un shinobi resistente como una roca y fuerte como un roble, asimiló correctamente el golpe y reaccionó con un contragolpe directo al rostro. Con la misma velocidad el brazo de Zabuza se extendió hacia arriba bloqueando el recto. Visiblemente contrariado el shinobi de Suna retrocedió algunos metros.
El bramido de la sirena penetraba la noche. El reflejo de la luna se extendía por las aguas proyectando un camino de plata. Sobre las olas el cuerpo de un hombre viajaba ausente de todo conflicto. Incluso él, abatido y con las manos inertes a los costados, parecía hermoso navegando hacia el sueño eterno. El inmenso faro resplandecía. Las sombras se proyectaban a su lado, alargándose de forma casi imperceptible. Ambos jounin forcejearon impulsando sus armas contra el otro. Mirábanse en absoluta mudez y con agresividad cortante, iluminados por el haz de luz, como dos animales noctámbulos deslumbrados por el resplandor de un automóvil.
La dorada luz del sol de medianoche desapareció en pocos segundos.
Entre parpadeos Baki advirtió que se encontraba solo. Escudriñó el entero perfil del muelle sin encontrar otra cosa que la ruinosa estructura de madera. Dio una media vuelta completa; la adrenalina y la tensión estaban a flor de piel. Un movimiento insignificante debajo de sus pies le hizo cortar el aliento. Un movimiento enorme y culebreante… Una destellante hoja emergió de la superficie con increíble potencia. Baki movió rápidamente las piernas para evadir el ataque y levantó los brazos listos para realizar su jutsu. El formidable cañón de viento arremetió contra Zabuza y éste contestó con su bomba tiburón de agua. Los dos jutsus se encontraron con violencia en medio de ambos combatientes. La impetuosa corriente de viento ocasionó una marejada que sacudió los alrededores del muelle, las partículas de agua volaron con frenesí como líquidos diamantes que ascendían al orbe blanco, el oleaje golpeó en la base del faro mientras lanzaba su chillido estridente. Sin embargo, la bomba tiburón terminó por imponer su poder, dispersando el futon y acometiendo con la fuerza de un depredador hambriento.
Anonadado, Baki logró evitar el suiton derrapando sobre las aguas justo a tiempo para agacharse… y sintió como la hoja de la espada le rozaba la cabeza un segundo antes de que ondeara en el aire. Una patada de Zabuza salió disparada. Sorprendido con la guardia baja, no la vio venir. Salió de repente lanzado contra las aguas embravecidas.
En pleno vuelo consiguió estabilizar su cuerpo y dar una voltereta patinando hasta reducir la velocidad de fricción. Con una expresión airada y una decisión interior tan firme como Wotan en la roca de las Valquirias, Baki con las piernas aún flexionadas, tensó sus músculos, y se lanzó hacia el encuentro de su adversario.
(...)
Las palmeras que danzan alentadas por un viento bullicioso e inquieto; los insectos que trasnochan entre la maleza, acopiando alimento para el apático invierno; la balandra que, encallada junto al muelle, sueña con navegar sobre la enorme extensión de masa acuosa; las casuchas que vencidas por el peso de la nostalgia se levantan entre estacas y polvo; y los hombres, extenuados por el rigor de la faena matinal, que revisan las nasas buscando cefalópodos y corren con el cargamento marino a cuestas en procura de una mercadería ausente de su golpeada patria; todos ellos, y cientos más, son sorprendidos por una marea humana colmada de ambiciones desmedidas.
La marejada golpeó con el furor de un tiburón arponeado. En la oscuridad iluminada por la luna los invasores llegaron al campamento, dejando atrás el paisaje rudo y su inmensidad telúrica, sólo deteniéndose para derribar las balandras cargadas de crustáceos y para evadir con agilidad la pila de manglar cortado sobre la arena. Un brillo argentado, con la velocidad de un relámpago, fulgió entre los brazos de la noche. El mar reía agitando su piel transparente en crestas de espuma blanca.
El viento aullaba resentido y desafiante y un hombre de mirada oblicua aguardaba silencioso, su poncho ondeaba furioso como las olas.
Jinin Akebino avanzó, rápido e incansable, silencioso como el humo. El olor a pólvora. El estruendo de una explosión. El rostro fantasmal de la luna. Festín de sangre y de estertores en noche de celada. Agitación funesta que recala desde las aguas… Velocidad indescifrable que engendra el dolor. Adrenalina quemante de batalla en el confín del mundo.
Debajo del poncho las armas vibraban secretamente divertidas…
Un shinobi de Suna dispuesto a defender los bienes de su patria con arrojo y bravura, se abrió paso rápidamente hasta el hombre del poncho y soltó un corte con la diestra. Saltó el hacha del manto y detuvo el acero enemigo; con un ligero viraje de cintura Jinin consiguió conectar un golpe letal con el martillo en la cabeza del ninja. El hombre fue a dar contra los crustáceos desperdigados sobre la arena, le crujieron los huesos y quedó en el suelo como una piltrafa humana.
El aroma de la sal marina penetró en sus pulmones rebosante de nostalgia. La cola de caballo bailoteaba frenética como fuego enardecido. Sus pensamientos viajaban juntamente a la velocidad de sus piernas. Tenía que contener y dominar rápidamente, antes de que el pelotón fuese en ayuda del destacamento principal.
Soldados de ambos bandos guerreaban con la tenacidad de una mantis religiosa. Los kunais florecían en relámpagos y el mar se encabritaba empujando sus olas contra las rocas somnolientas. De repente, al pasar junto a una miserable casucha, brotó una ráfaga de viento. Había sido como pasar cerca de una tumba. El olor húmedo y pesado en la garganta… y el repentino aire viciado accionado como algún tipo de trampa. Levantó el martel de fer, el martillo de guerra, de hierro forjado, de catorce kilos, silencioso como la muerte… y entonces el martillo salió disparado a velocidad de vértigo dividiendo el futon por la mitad, el destello azulado del chakra impregnaba el arma. El shinobi recibió el golpe en el pecho quebrándole su caja torácica. Cayó de espaldas con los ojos completamente en blanco.
Surgió otro enemigo. Y saltaron los aceros. Brotaron en relámpagos. Chocaron. Gritaron. Rugieron. El hacha refulgió en chakra momentos antes de que el kunai se fragmentara y el pecho del ninja se abriera por el centro. Al momento se produjo un brusco movimiento y los puñales hirieron la arena a sus pies. La detonación cubrió el terreno y los refuerzos enemigos aterrizaron a escasos centímetros. Entre la espesa cortina de polvo salió disparada una vigorosa bola de agua que impactó en uno de ellos y se desbordó en un torrente de olas furiosas. El oleaje cubrió rápidamente la arena arrastrando las atarrayas y los maderos como un pequeño velero preparado para zarpar a nuevo puerto.
Otra unidad de apoyo apareció a la distancia y se abrió pasó entre el conglomerado de casas ruinosas. Jinin veía sus rostros torturados perfilándose bajo el resplandor del satélite, las bocas espantosamente contraídas, los ojos fijos, la nariz arrugada, y los extensos y doloridos surcos de las mejillas. Le maldecían, le aborrecían, le aullaban… sus gritos se perdían entre el viento como humo. Jinin apretó los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Como todos los shinobis, estos preferían caer antes de aceptar la pesada loza del fracaso.
Mientras los jounin de Suna estaban a medio camino, Jinin vio como sus colegas surgían de la maleza obstaculizando su paso. Los aceros bailaron de nuevo cerca de las caras, de los pechos, del estómago de su contendor. Tan sólo dos de ellos lograron romper el cerco aproximándose y rodeándolo. Akebino extendió su brazo derecho como reclamando su arma. A varios metros de distancia el martillo yacía sobre la arena gris… entonces el martel de fer desapareció en un centelleo. Un segundo después el arma irrumpió entre los ninja golpeando el hombro de uno de ellos. Con el martillo en la diestra, concentró su chakra y golpeó el suelo como si fuera el Mjölnir de Thor. La tierra debajo de sus pies convulsionó grotescamente haciendo que los hombres trastabillaran hacia atrás y perdieran el equilibrio. Una andana de kunais se incrustó en sus puntos vitales terminando con ellos.
Desde la periferia de la batalla, uno de los hombres oriundos de Suna estaba mirando el momento exacto en que Jinin Akebino situaba la palma de su mano sobre el agua de la orilla. Oyó un fragor sordo, como si hubiera explotado una carga de dinamita en la playa. En el mismo momento las olas se alebrestaron y se precipitaron en forma vertical como una fuente emanada desde lo más recóndito de la tierra. El suiton se estrelló contra un grupo de shinobis que aún resistían con fuerza los embates de los invasores. Cuando la explosión se disipó, los cuerpos de algunos shinobis yacían sobre la arena desvalidos. Se oyeron quejidos y lamentos… pero no muchos. El shinobi del martillo se lanzó listo para rematarlos.
El hombre de Suna cogió un pergamino de su chaleco táctico y lo desplegó liberando una bola de humo. Al disiparse la humareda, una figura acorazada descansaba inerte sobre la arena. Dos cuernos sobresalían poderosos; uno torácico de forma curvada larga como hoja de cimitarra; el otro cefálico de largo alcance como una garra terrible; seis delgadas extremidades emergían a los costados. Sobre los élitros de color amarillento con manchas negras se destacaban los delgados hilos de chakra. El marionetista lanzó el escarabajo hacia los brazos de la noche.
La marioneta aterrizó junto a los shinobis caídos y con un chasquido levantó hacia ambos lados los sólidos élitros como una flor de gualda lista para recibir la luz solar. Jinin corría por la orilla de la playa, sus pies ligeros parecían hondear el aire. Entonces tomando impulso arremetió contra el extravagante insecto. Lanzó un tajo y el hacha se descargó sobre el centro del caparazón provocando una pronunciada muesca que se propagó alarmantemente. Sin demora, golpeó con el martillo –cometa de fuego azul- en el lado romo del hacha, como si fuera un clavo, y el hacha gracias a la fuerza del golpe, resquebrajó el resistente escudo exterminando al falso coleóptero. La marioneta estalló en un inmenso fragor, trozos de metal silbaban y volaban por el aire, cayendo como en una lluvia metálica sobre la playa.
El viento aullaba resentido y desafiante y un hombre de mirada oblicua aguardaba silencioso, su poncho ondeaba furioso como las olas.
(...)
Yashamaru atisbó cautelosamente oculto detrás de los manglares verdinegros el progreso de la infortunada contienda. Unos cincuenta metros más abajo un grupo de shinobis de la Arena se apiñaban como lagartos al borde del camino marcado por la pleamar. Delante de ellos la hilera de casas era consumida por una lengua rojiza que se erguía desafiante sobre la soledad del mar. Ante las casuchas esperaban desperdigados, con puñales en la carne, una docena de ninjas con los pechos abiertos y las cabezas sanguinolentas, algunos negros como un pedazo de carbón y otros irreconocibles como vistos a través de un espejo cóncavo. Muchos de ellos sentían como el latido del corazón detenía sus funciones como un minutero que se queda sin energía. Hombres vestidos de gris con una banda ninja que simulaba representar cuatro volutas de niebla avanzaban con la implacabilidad de una cadena de ensamblaje. Cuando Yashamaru vio destellos rojizos justo debajo de los pies de sus colegas, se ocultó detrás del frondoso tronco de los manglares, aún antes de ser consciente de la inminente explosión de los papeles bomba.
Yashamaru portaba el uniforme reglamentario del cuerpo de jounin de Sunagakure. Se había puesto junto al característico turbante de tela blanca, una mascada del mismo color que cubría la parte inferior de su rostro y ocultaba sus largos cabellos rubios; en sus ojos azules residía la serenidad de la cascada que brota del corazón de la montaña. En el chaleco táctico guardaba dos pergaminos listos para ser utilizados en el momento oportuno. Yashamaru había conseguido construir después de un largo período de aprendizaje y experimentación sus propios modelos de marionetas. Se trataba de una tentativa para desarrollar un camino diferente al Secreto Rojo creado por Sasori de la Arena Roja.
Cuando se enderezó nuevamente, se asomó detrás de los árboles y miró hacia el camino iluminado por el flagelo de las llamas. El mermado pelotón de Sunagakure retrocedía en evidente retirada como siervos que huyen despavoridos del asedio de los leopardos.
Entonces el corazón de Yashamaru casi se detuvo, muchos de sus compañeros retrocedían lastimosamente mientras eran lacerados por el cruel rigor de los puñales enemigos. El viento proveniente del mar les azotaba el rostro con burlona satisfacción. Un shinobi avanzaba con otro a cuestas sobre su hombro como un fardo de telas. Por un segundo Yashamaru estuvo seguro de ver su rostro reflejado en el hombre convaleciente. Olvidó respirar por cinco segundos, mientras se aferraba débilmente al frondoso tronco del manglar, mirando (mirándose) con fijeza al shinobi herido que agitaba los brazos a cada paso que daba su compañero, parecía un espantapájaros que había recibido la arremetida de una parvada de cuervos.
Se acordó de respirar.
Un segundo después había desenrollado los pergaminos. De las yemas de sus dedos salían disparados sendos hilos de chakra; sus manos se movían con destreza y agilidad desplegando imperceptibles hilos en medio de la noche como una atarraya en las aguas nebulosas.
Las casuchas lucían un vestido rojo que se agitaba frenético por el zarpazo del viento. Los manglares reían sarcásticos sin hacer ruido. Los asaltantes presionaban tenazmente… Dos sombras se movían con rapidez y en silencio sobre la arena y empezaron a aproximarse al lugar de la refriega. Unos harapos ondeaban tras ellas. Un sonido de engranajes mohosos puestos en marcha chirriaron en la oscuridad y una de las siluetas levantó algo entre las manos, algo parecido a una cuchilla curvada unida a un largo mango, y los desconcertados invasores intentaban adivinar su aspecto cuando oyeron –más que vieron- una forma curvada hender el aire a escasos centímetros de sus cabezas.
-¡Joder! –exclamó uno de los shinobis de la Niebla-. ¡Es una marioneta!
El hombre retrocedió con su arma en actitud defensiva mientras se alineaba a altura de sus compañeros.
-¡No, son dos de ellas! –rectificó alarmado. A su lado sus colegas apretaron fuertemente los dientes y mascullaron un sonido que no era una palabra.
La harapienta figura giró en redondo y lanzó otro tajo cegador. Si los ninjas no hubiesen reaccionado en el momento preciso, las cabezas habrían saltado en el aire como corchos de champán, pero la cuchilla pasó rozando el aire a escasos centímetros del objetivo. Los jounin trataron de repeler la agresión con una andanada de kunais.
La cara del títere se dibujó entre las sombras; era un rostro tan instintivamente críptico como los secretos de la noche plutónica, y una sonrisa como hueso curvado le confería un aura lasciva y hambrienta. Con excepción de la extraña mueca; el ser erguido ante los ninjas parecía ser la encarnación de la luna en su fase menguante hecha hombre. En una mano cubierta de púas sostenía una guadaña. Los shinobis dispararon sus aceros, impulsados por la sorpresa.
Entonces la marioneta traqueteó fragorosamente y se ocultó en las sombras y los hombres tardaron una fracción de segundo en ver como de la sonrisa torcida salía disparado un torrente de agujas senbon. Los proyectiles describieron un amplio arco, y colisionaron contra la arena como si fuera un repentino aguacero. Uno de los invasores, sorprendido mientras perforaba el estómago de un jounin de Suna, tuvo escasos segundos para adelantar su kunai y desviar las agujas, su frente estaba perlada por el sudor.
En el extremo opuesto, la otra marioneta intentaba contener el avance de los invasores; la descarga de kunais era insuficiente para frenar la masa humana que era como una plaga de langostas hambrientas, y a la luz de las llamas sus rostros tenían un aspecto anodino y fantasmal. Totalmente visible en el resplandor encarnado, la cabeza solar del títere refulgió como un sol en miniatura y se precipitó con el chasquido de una caja de clavos. Su manto era una mancha purpura en el vacío de la noche.
Un fatigado shinobi del País del Viento disparó un futon hacia el centro de la playa deteniendo la embestida del ninjutsu enemigo. Cayó de rodillas respirando entrecortadamente a punto de desfallecer. Cuando la llovizna se disipó, tres ninjas se movieron con rapidez y le cayeron encima como aves de rapiña. El shinobi profirió un chillido cuando fue apuñalado salvajemente. Un silbido a la izquierda despertó la atención… una cuchilla bañada en veneno surgió de las sombras, dejando a la vista la forma esperpéntica del títere. Y mientras la cuchilla de acero centellaba frenética, uno de los hombres retrocedió bloqueando con la hoja de su kunai, empuñándola con intranquilidad, derrapando sobre la arena, en tanto que decía palabras de cólera, odio y tribulación.
Un momento después, otro shinobi apareció en el costado izquierdo y acometió con su arma, y atisbó como el brazo libre de la marioneta salía disparado con la potencia de un pistón hidráulico. Ante la inminente colisión, el ninja saltó hacia un lado evadiendo por escasos centímetros el extraño artilugio. La extremidad metálica terminaba en una mandíbula repleta de largos y poderosos caninos. Antes de que concluyera de realizar los sellos, el último de los shinobis vio que la figura purpura giraba °180 grados sobre su eje volviendo hacia él su torso escondido. El títere se agitó como una lata de hojalata. El hombre tuvo tiempo de ver como el vientre se hinchaba y saltó hacia un lado para escapar del peligro.
Una nueva mandíbula salió disparada del abdomen como un extraño apéndice rechazado por el cuerpo principal; el shinobi pensó que si lo hubiera escuchado en boca de un tercero y no como lo veía ahora, adherido al cuerpo del títere como un grotesco parásito, goteando veneno por los colmillos, se habría reído.
Recuperado, el primer shinobi rechazó la cuchilla y se alejó metros atrás del esperpento, mirando con los ojos muy abiertos, como si temiera que la marioneta abatiera a sus dos compañeros antes de que pudiera terminar su jutsu. Entonces el títere alzó el vuelo con estrepito listo para intensificar el ataque cuando fue alcanzado en la espalda por un surtidor de agua. Un momento después, las piezas metálicas se proyectaron en todas direcciones por escasos segundos. El sol de acero forjado, que antes había sido la cabeza del muñeco, giraba entre las partículas de agua como una estrella marina desorientada.
-¡Qué carajo…! –gritó el hombre deshecho en pánico. Abrió la boca en una ridícula O antes de ser decapitado por las aspas del sol y caer desplomado hacia atrás. El disco siguió su trayectoria bajo el celo del ojo de la noche hasta que un kunai explosivo lo hizo añicos en medio de llamaradas y humo.
Ahora el reducido pelotón de Sunagakure estaba exhausto, malherido y desmoralizado mientras se retiraba hacia la espesura de los manglares. A seis metros de distancia estaban algunos de los jounin seleccionados por el Kazekage para resguardar la integridad del cargamento de oro. Ahora parecían carcasas vacías como viajeros que habían perecido a mitad del camino.
Cubriendo la retirada, la marioneta de manto azul oscuro era una sombra alta bajo el fragor de las llamas. La guadaña florecía en relámpagos pero aun así los shinobis del País del Agua avanzaban implacables, empuñado y disparando sus puñales coronados de explosivos; en sus caras, se reflejaba el deleitoso placer de la conquista. Mientras corrían detrás de los fugitivos, un cable de acero, sigiloso como una serpiente, saltó por encima de la arena y se aferró en el tobillo de uno de los hombres haciéndolo caer pesadamente sobre el suelo. Alargó los brazos para cortar la rígida atadura con su kunai a fin de no ofrecer un blanco fijo…
Realizó un tajo… pero el cable no cedió. Intentó nuevamente desgarrar el alambre con todas sus fuerzas, apenas consciente de que el títere ya expulsaba de su boca una cortina de gas venenoso a velocidad apremiante. Cerró los ojos, pero podía sentir como el humo ingresaba en sus pulmones, podía sentir como sus piernas y brazos se entumecían, podía sentir como su ritmo cardiaco se aceleraba como un motor, podía sentir como el vértigo lo consumía, podía sentir como se precipitaba en una oscuridad infinita…
La cortina de humo purpura fue barrida lentamente por el viento de la costa. Sobre la arena yacía el cuerpo atrofiado del hombre qua aun sostenía férreamente el kunai en su mano izquierda.
El títere hendía el aire medio metro por encima de la arena, rechinando como un lavaplatos, dejando una pequeña estela de humo a su paso, cuando una andanada de kunais proveniente de todas direcciones se estrelló a su alrededor con asombrosa precisión. El muñeco era ahora una antorcha que iluminaba la silueta irónica de los manglares con todo detalle; sus espesas cabelleras se agitaban llenas de alborozo, y sus raíces extendidas parecían querer enredarse en el cuerpo de los finados como súcubos hambrientos.
Entonces la figura llameante convulsionó obscenamente y marcó unas pocas huellas ardientes antes de colapsar sobre la arena y los invasores vieron como algo parecido a un proyectil salía disparado del títere para perderse en el cielo nocturno. Un estridente sonido que rasgaba el aire advirtió que aquello se aproximaba. Flotando varios pies en el aire, la cabeza de la marioneta en forma de luna menguante rotaba a una velocidad increíble como un aro giratorio disparando senbons a todas direcciones. Los ninjas se detuvieron a mitad del camino al ver cómo eran tiroteados a quemarropa. Retrocedieron, con sus kunais bailando en sus manos y las frentes sudorosas. Se oyeron interjecciones de protesta y enojo mientras gran parte del escuadrón de Kirigakure era obligado a parapetarse tras las rocas.
Desde el follaje emergió un shinobi de Suna arrojando sendos kunais explosivos.
-Tenemos que marcharnos Yashamaru –apremió Satetsu una vez que llegó junto a su colega marionetista. Entre el grupo de manglares y la fatídica playa se interponía una espesa nube de polvo creada por el inesperado ataque. Ambos jounin miraron con desazón la tierra usurpada por última vez, antes de perderse entre la espesura verde siguiendo al resto de los sobrevivientes.
(...)
El sonido del oleaje. El sonido fantasmal de la sirena del faro. El olor de la sal marina y de la sangre derramada… derramada durante toda esa noche por dos shinobis que ahora se encontraban frente a frente. El olor del faro en sí. Zabuza miró hacia el ventanal iluminado y vio con sorpresa el guiño luminoso como una invitación para subir por la escalerilla y descubrir sus secretos.
Los pies se agitaron encima de las aguas sombrías. Con el reflejo del haz resplandeciente en los ojos y el viento cortante en los brazos…
El kunai danzaba en las manos. Tal que bufeo enardecido en época de emparejamiento.
De pronto Baki se hizo atrás. Los agresores saltaron. Le lanzaron las hojas. Pero el de Suna fue más rápido. Sintieron un corte en el torso. Todo daba vueltas.
Las figuras reventaron en millares de gotas de agua…
Baki empezó a moverse para confrontar a su rival cuando de pronto, se detuvo en seco.
Diminutos burbujas como globos traslucidos ascendían y borboteaban en la fría piel de las aguas ennegrecidas. En cuestión de segundos, adoptaron formas. Baki, estupefacto, las vio convertirse en humanoides de dos metros y medio de alto, que se irguieron amenazantes como centinelas imperturbables. Una impresión de fuerza, osificación, hambre, malicia… creaturas procedentes del fondo abisal.
Éstos últimos no son clones de agua –pensó Baki alarmado, siseando mientras los seres reducían la distancia.
Una de las figuras acuosas se estiró cuan larga era y descargó un golpe curvo, Baki lo eludió saltando hacia atrás, y cientos de gotas se levantaron en el aire de forma sincronizada como un banco de peces.
Otras dos figuras irrumpieron en medio de la andanada de gotas. Baki consiguió agacharse a tiempo para esquivar un poderoso gancho derecho; los músculos de sus piernas se tensaron y flexionaron cuando saltó hacia un lado para escapar de otro golpe más. Lanzó su kunai en dirección a un nuevo humanoide, pero éste no se inmutó cuando un agujero transparente se abrió en el centro de su pecho acuoso. Encolerizado, descargó ambos brazos en las aguas oscuras como un gorila furioso.
Más gotas cristalinas se elevaron hacia el cielo como diamantes fantásticos, Baki marcó distancia sacándose un par de shurikens de su fornitura y poniéndolos a la altura de su rostro. Sopló sobre ellas infundiendo chakra de naturaleza viento. En cuestión de segundos levantó dos mortíferos discos que giraban como sierras circulares con ambas manos y apuntó. Entonces arrojó con fuerza las shurikens. Los discos volaron, describiendo una mortal estela, y ambos dieron en el blanco, porque dos de las figuras se fragmentaron por la mitad, como si un tren les hubiese arrollado, y los muñones cayeron fundiéndose con la superficie marina.
Ahora el dúo restante de humanoides acometía desde direcciones distintas y Baki extrajo un nuevo par de shurikens repitiendo el procedimiento anterior. El atacante mas próximo adelantó un potente recto con un brazo de inusual longitud. Sin embargo, el ninja fue más rápido y apuntó directamente al pecho de aquel ser. El torso se separó del resto del cuerpo como una fotografía cortada por la mitad; la shuriken siguió su trayectoria hasta colisionar con una roca en la playa trozándola de un lado al otro como una rebanada de mantequilla.
Consciente aun de espaldas, Baki saltó dando una pirueta en el aire justo cuando un cuerpo muy pesado chocó contra el mar bajo sus pies. Gastó su último shuriken de viento decapitando a la criatura. Aún en el aire, Baki vislumbró como Zabuza caía en picada con la enorme espada por delante sobre él. ¡Estando en el aire no puedo cambiar de dirección! El shinobi de Suna expulsó un vigoroso viento por la boca y se alejó como un estrambótico zeppelín.
El tiempo fluía lentamente, la noche palidecía. El mar comenzaba a calmarse. Y las olas caían agotadas como animales varados en la orilla. Frente a frente, los hombres se lanzaban miradas furibundas.
-Eres Zabuza Momochi –dijo Baki con pronunciado acento de desprecio-. Uno de los perros máximos del País del Agua. Kirikagure es una aldea repleta de ninjas que no conoce el honor, siempre reptando entre las sombras como vulgares carroñeros.
-Los ninjas como tú, que provienen de una aldea que se debate entre la periferia, sólo sirven para ser el alimento de las grandes potencias militares –replicó Zabuza con voz serena, una sonrisa fugaz afloró detrás de las vendas gozando de la máscara de furia en que se había convertido el rostro del otro hombre.
-¡No son más que infames arribistas! –gritó éste. Lanzó una estocada que fue atajada con la espada de su adversario.
-Esta arma en forma de enorme cuchillo decapitador –explicó Zabuza mientras impulsaba la Kubikiribocho contra el kunai del enemigo-. Se alimenta del hierro en la sangre de sus víctimas. Posteriormente, la combina con mi chakra para crear homúnculos de agua. Con cada enemigo abatido, se preserva el filo de la hoja acrecentando mi fuerza.
-Es por ello que será un trofeo digno del Kazegake –replicó Baki con seguridad y aplomo. Las armas centellaron enloquecidas lanzando chispas como el hierro de un herrero en la fragua.
El jounin de Suna se detuvo en mitad de unos enérgicos saltos, cogió más shurikens, los impregnó de viento y los lanzó con violencia. A escasos metros, dos homúnculos se dirigían hacia él. En el centro apareció Zabuza bajo la línea de fuego; su mirada era inexpresiva pero aun así la desmesurada Kubikiribocho, plateada, con un círculo cortado en la parte superior y un semicírculo cerca de la manija, a partes negra, por quien sabe qué misterio de la luz, parecía sonreír. Los humanoides fueron partidos con tal precisión, que los muñones cayeron con un ruido seco como hombres obligados a caminar por la plancha. Casi encima de él, Zabuza evadió el arma saltando en el último momento, el disco cortante surcó sobre las aguas hasta perderse en la negrura.
Con el corazón martillando por segundo y la adrenalina haciéndole sentir más fuerte, Baki corría hacía su enemigo, en su mano derecha –extendida como un florete- se condensaba violentamente un viento cortante. Entonces Zabuza usando una velocidad similar echó mano a la manija de su espada y Baki tardó una fracción de segundo en ver como la hoja oscilaba hacia él. Sin demora, adelantó su mano derecha hasta encontrar el arma enemiga. Una gran franja de viento se alzó con un estruendo ensordecedor en el centro del cielo nocturno, las escasas nubes fueron reducidas a jirones esponjosos y las aguas se agitaron lastimadas en su piel transparente. En el preciso instante en que Zabuza descargaba un certero tajo, el instinto y su formidable sentido del oído le alertaron del peligro. Con una velocidad trepidante escapó del rango de la franja cortante, sin embargo, una leve corriente pasó cerca de su hombro derecho, ondulante. Rozó ligeramente parte de los vendajes de su rostro, casi rasgándolos y se disipó cerca del entarimado de madera.
De espaldas, a escasos metros del uno y del otro, ambos shinobis permanecieron inmóviles escuchando el melancólico gemir de la sirena. El ojo noctámbulo del faro iluminó, como en un relámpago, sus siluetas. Firme y enorme como una montaña, Zabuza sostenía la Kubikiribocho en su mano derecha, el arma reducida a la mitad estaba cubierta por una delgada capa de sangre; a unos pasos delante, el otro extremo de la hoja se hundía inexpresivamente en las aguas atávicas. Del otro lado, el velo de Baki ondeaba dejando ver una mirada aguda y calculadora, una sonrisa despectiva se instaló en su rostro, aparentemente ajeno al enorme trazo rojizo que cubría su pecho.
-El poder de tu espada es formidable –reconoció Baki todavía de espaldas-. Me vi obligado a tomar medidas drásticas para neutralizar la ventaja que proporciona la extensión del arma. Ciertamente, una espada de viento es otra cosa… Nadie puede detenerla. Naturalmente, ésta herida –se palpó el torso- es un daño calculado que no minimiza el valor del logro alcanzado. He sido entrenado para resistir el dolor.
-Has subestimado las habilidades de la Kubikiribocho –reveló Zabuza con voz irónica mientras se daba vuelta y levantaba el arma dentro del campo de visión de los dos shinobis. La capa de sangre comenzó a burbujear regenerando lentamente la hoja ante la mirada atónita del jounin de Suna. La espada ahora restaurada parecía estar riéndose con una risa de sangre coagulada.
Se arrojaron uno contra el otro. La noche oía cantar, gemir, llorar a las armas.
Baki era bueno en el combate cuerpo a cuerpo.
Zabuza lo era aún más.
Su brazo era vigoroso y sus piernas agiles. Y avanzaba. Su Kubikiribocho oscilaba como una terrible maza cerca del rostro y pecho de su adversario.
Baki era presionado más y más.
Los aceros centellaban. La gran espada rugía ávida de sangre.
Al fin un sorpresivo kunai de Zabuza se hundió terrible, cortando el chaleco hasta llegar a la carne del costado izquierdo. Baki retrocedió maldiciendo por lo bajo y mirando con un asombro no excepto de indecisión y rabia.
Repuesto, estiró los brazos para obtener más shurikens. De nuevo un par de discos cortantes hendieron el aire. Empezó a realizar sellos e inhalar una gran bocanada de viento. Y de inmediato una enorme franja horizontal de cinco metros de largo cruzó el cielo tiznado.
Con celeridad y destreza, Zabuza esquivó los discos y terminó las señas manuales cuando el futon estaba a tres metros de distancia, levantando gotas y provocando ondas circulares sobre el agua.
El agua alrededor de Zabuza adoptó la apariencia de horribles fauces de animal hambriento y se cerró, engulléndolo. La boca en forma de media luna estaba repleta de afilados dientes conformados hacia adentro. Parecía una creatura salida de las inhóspitas profundidades oceánicas. Cuando el futon impactó con el rugido de un cañón en la cabeza del horripilante pez, la corriente de viento proyectó múltiples gotas de agua a los lados como un cardumen de salmones. Durante un momento, pareció una hoja oxidada que intentaba rasgar una pared de acero, pero pronto la potencia de corte comenzó a ceder hasta desaparecer en una ligera brisa.
A Baki le sangraba el torso y el costado derecho. Extrajo el kunai de su carne lacerada y después lo arrojó con desprecio en el agua. La sangre se diluyó entre el líquido transparente. Inundado de una amarga sorpresa, por la ineficiencia de su jutsu, mantenía una postura fija con los brazos hacia los lados esperando el momento exacto para confrontar al otro shinobi.
Se oyó un sonido de salpicadura cuando el suiton defensivo concluyó, dispersándose en el cuerpo del mar. Baki se tensó visiblemente al no lograr localizar al jounin enemigo. Entonces un agudo y lacerante dolor estalló en su muslo derecho cuando un kunai penetró en él. Baki retrocedió gruñendo de rabia y sorpresa, sosteniendo su arma a la altura de su pecho.
Zabuza avanzó implacable. Los formidables lanzamientos de su arma hacían retroceder al otro hombre acercándole a la deshabitada playa debajo del muelle.
De pronto, Baki trastabillo ligeramente cuando esquivó una estocada. Vio vagamente como la silueta desaparecía rápidamente a su lado. Sintió un fuerte escozor en su espalda… y cayó sobre su rodilla izquierda con las comisuras de los labios desaparecidas en una raya blanca.
Algo parecido a una maza descargó un golpe en el sitio donde momentos antes yacía Baki. Un surtidor de agua cubrió el sitio y después descendió como una lluvia misteriosa. Zabuza estaba detrás de él, pero Baki le olvidó momentáneamente. Toda su confianza y expectativas sobre las futuras repercusiones de esta misión para Sunagakure se habían esfumado en el momento en que aquel shinobi vendado lo había reducido físicamente a paso lento –como una balandra en un día sin viento- pero inexorable. Y su chakra casi se había agotado…
La hoja osciló funestamente y Baki consiguió detenerla, impulsado por los remanentes de su orgullo como shinobi de la Arena. En seguida apareció detrás de Zabuza una figura idéntica a él, y otra hoja osciló con un silbido entre las pálidas sombras, desintegrando en gotas de agua al primer Zabuza y llevándose a Baki por delante para finalmente estrellarlo contra la arena de la playa iluminada por la luz del faro como en una sádica reproducción del golpe de martillo en neumático.
Baki cayó con los ojos enormes y horrorizados. Los músculos de su cuello sobresalían como las cuerdas de una guitarra. Sostuvo en alto su kunai mientras caía, con las comisuras de los labios hacía abajo en una mueca desesperada. Yacía en el suelo como un cohete defectuoso. La arena donde reposaba no era en realidad tal, sino una mezcla de pequeñas piedras, guijarros, conchas marinas y Baki cayó sobre una piedra afilada por la acción del tiempo y el estrujón de las olas. Se oyó un silbido y cuatro mordaces kunais se clavaron en sus brazos y piernas. Las manos de Baki se abrieron lentamente… y su arma cayó sobre la suave arena con un sonido apenas perceptible bajo el vaivén de las olas.
-Los shinobis somos armas. Y una arma estropeada debe ser desechada –dijo Zabuza acercándose peligrosamente.
Las sombras huían despavoridas. La tenue cabellera del sol asomaba detrás del horizonte. El mar lanzaba su último grito embravecido. Un hombre se erigía como un coloso ante otro que yacía derrotado a sus pies. Kubikiribocho oscilaba con una sonrisa letal en su cuerpo de acero.
Se oyó un rugido y un olor de sal marina. Una ventisca en forma de ondas pasó entre ambos hombres, repeliendo la agresión y obligando a Zabuza retroceder metros atrás.
Delante de Baki, un shinobi calvo llamado Satetsu se colocó en actitud defensiva. Inmediatamente se les unió una diezmada patrulla de Sunagakure. Los ninjas se colocaron alrededor de su colega caído como una muralla impenetrable. Todos estaban heridos o demasiado exhaustos. El uniforme estaba rasgado en algunas partes. Satetsu vio a Yashamaru colocarse junto al herido y empezar a curarlo, un resplandor verde pálido cubrió el pecho sanguinolento. El chillido de la sirena había enmudecido ante la proximidad de la mañana.
-Logre detectarlos –le dijo el shinobi calvo a Zabuza-. Gracias a mis habilidades sensoriales.
Dos ninjas a cada lado rodearon a Zabuza. En sus ojos afiebrados por la rabia subyacía muy en el fondo la desazón y el descontento por la tierra usurpada. Los kunais se alistaron listos para la carnicería. Zabuza se mantuvo estático, con su espada sobre la espalda, midiéndolos con una mirada glacial.
-¡Esperen un momento! –les gritó Satetsu deteniéndolos en el acto-. Si ese hombre fue capaz de derrotar a Baki… Nosotros ya no tenemos nada que hacer aquí.
Indecisos unos, disgustados otros, los shinobis regresaron sobre sus pasos hasta llegar a la altura del hombre que había hablado.
-Escucha bien –llamó la atención Satetsu dirigiéndose una vez más a Zabuza-. Ganaron esta batalla y el cargamento es vuestro… Pero Sunagakure no lo olvidara jamás… Puedes estar seguro de ello.
El shinobi calvo arrojó un par de canicas azules a sus pies y una estela de humo envolvió a la patrulla. Cuando ésta se disipó, la playa estaba deshabitada. Las huellas en la arena sobresalían como la única impronta de los ninjas del País del Viento.
El amanecer despuntaba en el horizonte. Los blasones de fuego se asomaban lentamente como zarpas incandescentes. Una pequeña balandra navegaba soñadora mar adentro. Y Zabuza apartó la mirada de esa costa perdida en el fin del mundo.
Notas del autor:
El punto de partida de este fanfic es la historia de Zabuza Momochi como ninja de Kirigakure, su deserción y su eventual retorno como orquestador de un Golpe de Estado. No obstante, dado que ese pasado de Zabuza es poco explorado en el manga constituye un boleto en blanco para tratar distintas aristas alrededor del personaje, su interacción con los otros espadachines, con el Mizukage y la aldea en general.
Cronológicamente también es interesante ya que está ambientado en un momento donde la muerte de Minato es todavía reciente, obligando a Sarutobi a retomar nuevamente el manto del Hokage. Llegado a este punto es necesario señalar que el personaje de Yagura en este fanfic difiere del establecido en el manga. No hay nada de Uchihas controlando al Mizukage –Además se supone que es jinchuriki perfecto lo que lo hace inmune al sharingan-, se trata de un personaje autónomo con su propia agenda personal y sobre todo con una personalidad delirante.
Este nuevo capítulo es una delicia para los fanáticos del futon y el suiton: chorros de agua por aquí y ventiscas por allá. Además de que aparecen ciertos personajes poco tratados en la historia principal como Kiri, aquel jounin médico que estaba en la patrulla comandada por Kankorou en la Cuarta Guerra, Chukichi, ninja de la niebla resucitado por el Edo Tensei que se revela al inicio contra Kabuto, y otros personajes fugaces pero que he querido recuperar como parte de Kirigakure como Unmo Samidare ¿Alguien lo recuerda? Era uno de los objetivos que estaba en la lista de Sai cuando apenas se incorporaba al Equipo 7 y que Yamato descubre y le advierte que no le resultaría fácil matarlo. Y por otra parte, de la Arena aparece el mismísimo Yashamaru, tío de Gaara y Satetsu, aquel shinobi calvo que acompañaba a Baki en el momento en el que encuentran el cadáver del cuarto Kazekage. Esta será la tendencia del fanfic, recuperar personajes poco recordados que cronológicamente puedan aparecer y tener un mayor rol protagónico.
He querido equilibrar un poco el balance de poder de las siete espadas ya que Samaheda se lleva por mucho al resto. Por eso, la Kubikiribocho puede crear humanoides de agua que son un excelente complento, inspiración que me llegó de Marino uno de los siete psíquicos de Yu Yu Hakusho.
Quiero finalizar mandando saludos a mi amiga WillofShadows por su apoyo a esta historia. Y recomiendo ampliamente visitar sus fanfics ya que también exploran Kirigakure desde otras perspectivas también muy interesantes.
Hasta la vista.
