Ya iba siendo hora de darle un descanso a sus ojos tras pasarse horas mirando a la pantalla de su ordenador. El alcalde Joey Bailey se puso en pie, movió la cabeza a un lado y al otro, haciendo que su cuello crujiera, y caminó hacia la ventana de su oficina para echar un vistazo al mundo exterior.

Tenía su gracia que el exterior no se sintiera como tal, sino que parecía más bien... estando atrapado en un mundo pequeño, o en una habitación muy grande.

Era en momentos como aquellos que se arrepentía de haberse mudado a Warner Falls. Nunca lo admitiría en voz alta y normalmente empujaba aquel pensamiento hacia el fondo, muy, muy lejos, pero era la pura verdad. Los folletos promocionales lo habían descrito como un paraíso de paz y tranquilidad, en la zona más soleada del país, inmerso en la naturaleza; el lugar perfecto para que uno criara a sus hijos. Joey pensaba que el anuncio debía de haberse hecho hacía muchísimo tiempo, porque no hacía justicia al pueblo que conocía. Warner Falls había estado rodeado de una gran extensión de bosque una vez, eso era cierto, pero la mayor parte había sido talada de forma abusiva y ahora sólo quedaban unos pocos acres. Un parche triste de árboles descoloridos. En cuanto al sol, quizás aquellas personas que protestaban por el cambio climático en la televisión estaban en lo cierto, porque no se veía muy frecuentemente el sol por esos lares.

Pero al menos decían la verdad en cuanto a lo de la calma; aunque Joey lo habría descrito más bien como un "tedio absolutamente demencial".

No dejaba de ser irónico, porque se había mudado al pueblo por recomendación de su médico, después de aquel periodo de estrés extremo en su ciudad natal, Nueva York, que le dio un amago de infarto (su madre insistía en que estaba demasiado gordo y más le valía perder peso, pero él estaba convencido de que fue el estrés); y ahora no sólo había recobrado la salud, sino que había terminado por convertirse en el alcalde del pueblo, sentía que no le gustaba nada Warner Falls.

Oh, pero no se marcharía. Sería un lío por el que no quería volver a pasar. Y suponía que no era más que un sentimiento absurdo que desaparecería pronto. Uno de esas rabietas de adolescente que uno tenía en sus días bajos.

Había hecho una promesa, cuidar de aquel pueblecito olvidado, evitar que desapareciera. Mucha gente, sobre todo ancianos que habían trabajado duro toda su vida para levantar el pueblo, confiaban en él. Tenía las manos atadas.

Una vez se hubo ocupado de aquellos pensamientos desagradables, Joey se acercó al teléfono y marcó, luego esperó apoyado sobre el escritorio.

— ¿Sí?—preguntó una voz al otro lado de la línea. Y Joey pensó (sin ánimo de parecer racista; también evitaba pensar en esas cosas) que el conserje tenía el acento mexicano más fuerte con el que se había encontrado en la vida.

— José, ¿estás ocupado?—preguntó Joey.

— ¿Ocupado? No, para nada. No viene mucha gente a estas horas. Estoy jugando a Candy Crush.

— Perfecto. Estaré contigo en un momento. No te he visto en unos cuantos días y ya es hora de ponernos al día. Y también te han dejado un paquete en mi oficina otra vez.

— Ah, sí, la nueva funda de mi celular. Lo estaba esperando. Sí, ven cuando quieras. Sabes que siempre hay sitio para ti en el bar...y no es porque seas el patrón.

Joey sonrió, aunque José no pudiera verlo. Estaba rodeado de gente buena; esa era una buena razón para no dejar aquel pueblo gris.


— Yyyyyy, ¡voilà! ¡Picatostes!

La señora Hart no pudo sino reírse con una mano cubriendo su boca, ante una presentación tan teatral. Era el día libre de Isadore y había estado ocupado con las tareas del hogar todo el día, yendo a la compra, y aun así parecía tener suficiente energía restante para cocinar también. La señora Hart ni siquiera intentó convencerlo para que descansara ese día; sabía que sería inútil. Isadore, su Izzy, siempre había sido un chico muy inquieto.

— Eso huele muy rico, cariño—lo aduló la señora Hart.

— No me ha salido tan bien como a ti, pero al menos lo he intentado—respondió Isadore, sentándose frente a ella, frotándose las manos de las ganas.

Comieron en silencio por un rato, hasta que, hacia la mitad de la comida, Isadore preguntó:

— He estado buscando mi viejo osito de peluche, ¿sabes dónde está?

— ¿El señor Bigotitos?

— Sí, ése.

— Se lo di a Pip. El chico de los Murphy, ¿sabes quién te digo?

Su fino bigote describió una curva descendiente.

— Dijiste que ibas a donar todos tus juguetes porque ya eras muy mayor, ¿no?—la señora Hart alzó la mirada hacia él.

— Sí...—Isadore no pudo evitar decir eso con voz fría, tanto que la señora Hart se dio cuenta.

— Oh, debí haberte preguntado antes—se lamentó, juntando las manos.

— Nah, no pasa nada. Perdona. Hiciste bien. Si le gustaba...por qué no...Sólo quería saber dónde estaba, eso es todo...

Siguieron comiendo sin hablar durante un rato. El salón-comedor era tan anticuado, tan pastel, que prácticamente gritaba que una señora mayor vivía allí. Sólo unos pocos objetos personales aquí y allá, algunas revistas sobre la mesita del café, apuntaban a una compañía más juvenil. Las paredes estaban repletas de fotos de un joven, que parecían seguir su vida desde su nacimiento hasta el día presente; la otra mitad estaba dedicada a aquella madre e hija que se fue demasiado pronto.

— Es un buen chico—la señora Hart rompió el silencio, con los ojos en el plato—. Te gustaría si hicieras el esfuerzo de conocerlo.

— Nunca dije que no me gustara—replicó Isadore.

— No te gusta. Soy vieja y estoy perdiendo la vista, pero eso puedo verlo, cariño. No aguantas a los vecinos, y a él especialmente.

— No, de veras, no tengo nada contra él. Es sólo que...Es sólo que son muy amables, y la gente así no existe; eso suele ser una fachada para ocultar su carácter de mierda.

— Esa boca, que estamos comiendo.

— Lo siento...Además...No creo que lo necesites. Me tienes a mí.

— Pero tú tienes tu propia vida, tu trabajo, asuntos que tratar...Algún día te casarás y formarás tu propia familia, espero. No quiero molestarte todo el rato ni ser un estorbo.

— Tu nunca me vas a molestar. Tú cuidaste de mí, ¿recuerdas? Es hora de que te devuelva el favor.

Una sonrisa sincera hizo que el bigote subiera. Oh, era tan mono cuando sonreía de esa manera. A pesar del bigote y la altura, seguía siendo el niñito que seguía cada uno de sus pasos como un patito. El corazón de la señora Hart se derretía sólo con pensarlo.

— Oh, Izzy...—la señora Hart debía de ser la única persona a la que le permitía que lo llamara así—. Eres tan amable. ¿Un favor? ¡Fue un placer! ¡Un deber! ¿Crees que me habría olvidado de ti? Oh, por favor...Como si no me conocieras...No tienes que devolver ningún favor...Pero no me harás cambiar de opinión: necesitas tiempo para ti mismo. Y, ¿sabes?, Pip lo considera una especie de entrenamiento. Quiere ocuparse de los ancianos cuando sea mayor, eso me dijo. Creo que su padre me dijo que está en los Scouts. Es un niño muy precoz, ¿no crees? Y tan diligente. Mira qué limpia deja la casa, y ¿has probado sus comidas? Deberías; ¡cocina muy bien! Oh, sí, hará muy felices a muchas almas viejas...

Isadore hizo un verdadero esfuerzo por no poner una mueca, y cambió de tema tan pronto como pudo.

— Sí, es una joya...Por cierto, ya he recogido las fotos de mis padres del estudio. Te las enseñaré: tienen buen aspecto.

— Ah, ¿sí?

— Claro. Los ordenadores de ahora hacen auténticas maravillas.

— Me encantaría verlas. Pero, por favor, tómate tu tiempo para comer y deja los platos para luego. O deja que yo los lave. ¿Que no? Oh, por favor, querido, no soy minusválida, déjame hacer algo. Es muy aburrido estar sentada todo el día sin hacer nada. ¿No? Oh, Izzy, ¿es que no sabes decir otra cosa?


Parecía sorprendente que de todos los amigos que tenía Treg, aquel con el que había escogido pasar más tiempo fuera Martin. Martin Wolf. El chico que parecía actuar como si sus heces olieran mejor que las de los demás. El que prefería leer en su casa a pasar tiempo con los demás niños. El tío que probablemente fuera homosexual o un rarito, porque decían las malas lenguas que nunca había besado a una chica (y viendo sus cejas de cavernícola, sus ojos fríos y calculadores, sus dientes torcidos, probablemente era cierto). Martin tenía que ser la persona con la personalidad más opuesta a Treg: si Treg siempre había sido un tipo muy hablador, Martin sólo hablaba cuando era necesario; Treg sólo había acabado el instituto, mientras que Martin tenía un grado universitario; Treg adoraba el deporte, Martin leía todo el día. Pero por alguna razón que nadie salvo ellos dos conocía, se gustaban lo suficiente no sólo para hacerse amigos, sino para seguir siéndolo más allá de párvulos, e incluso se habían mudado juntos, a una casita que el tío de Martin le había dejado en herencia, la cual era más un garaje que una casa.

Resultaba ser más una declaración de independencia que una verdadera forma de vivir. No pensaban vivir realmente en aquel espacio tan pequeño durante el resto de sus vidas. Warner Falls era demasiado pequeño, demasiado aburrido, demasiado...todo para ellos. Había un mundo afuera y querían disfrutarlo, ver cosas nuevas cada día. Debía haber algo más allá de aquel pueblo en el que habían vivido toda su vida. Así que se prometieron el uno al otro que un día comprarían una caravana y dejarían atrás aquel estúpido pueblo. Irían a todas partes, cualquier lugar..., pero juntos. En Warner Falls los habían visto crecer codo con codo, como uña y carne. Siempre juntos, así era como uno los encontraría y como querían terminar sus días.

Pero a veces la confianza daba asco.

Estaban viendo la televisión, pero ninguno parecía muy interesado en ella. Un programa estúpido sobre pérdida de peso que presentaba una tragedia personal tras otra, historias de superación, para provocar la lástima del espectador. Martin se miraba las uñas todo el tiempo, completamente inmune a sus ridículos intentos, mientras que Treg, que estaba tumbado con las piernas sobre el regazo de Martin, tenía los ojos fijos en la pantalla, pero sus pensamientos parecían estar lejos del programa. En realidad, el programa probablemente le dio una idea o dos.

— Deberías hacerlo—rompió el silencio al final. Y Martin no necesitó contexto: ya sabía de qué estaba hablando.

— Treg, siempre vuelvo de trabajar tan cansado que sólo quiero dormir durante lo que queda de día—trató de razonar con su amigo—. ¿Qué te hace pensar que quiero pasarme los fines de semana levantándome a las seis de la mañana para ir a correr?

— Te daría más energía para encarar el día.

— Los deportes no son lo mío, Treg, lo sabes bien.

— Sí, me acuerdo, pero podrías aprender. Tienes al mejor profe—Y guiñó un ojo al decir eso, haciendo que Martin sonriera—. Porfa. Eres tan flacucho y huesudo que pareces un esqueleto andante.

— Es mi constitución, ¿qué quieres que le haga?—Martin cambió rápidamente de tema antes de que Treg pudiera responder—. Por cierto, ¿con qué me vas a envenenar hoy?

— Pensaba hacer una pizza.

— ¿Otra vez?—Martin alzó una ceja.

— ¿Qué pasa? ¿No te gusta?

— Sí. Pero siempre estás haciendo pizza. ¿No sabes hacer otra cosa?

— ¿Hamburguesas, quizá?

— ¿Algo que no sea una bomba de grasa?

— Vale, una ensalada, entonces.

— Iré a comprar libros mañana. Podrías venir conmigo y ver qué libros de recetas tienen.

— Ah, no. No, no—Treg hundió sin querer el pie en el estómago de Martin mientras sacudía las manos y todo el cuerpo ante esa idea—. Acepté cocinar los martes y jueves, nunca dijimos nada de cocinar platos gourmet.

— ¿Consideras que una alimentación equilibrada es ser gourmet? Creía que corrías para estar sano.

— Es que no puedo evitarlo. ¡Sabe taaan bien! Calcular porciones y comer platos insípidos es ¡tan aburrido!

Martin rió suavemente y cruzó sus brazos, poniéndose cómodo.

— Venga, vale, mátame a calorías...Porque no pienso cocinar toda la semana, oh, no.

— Mi pobre maridito, trabaja taaaanto—dijo Treg, levantándose para acariciar su mejilla peluda y hablarle con cara de pez. Martin no le miró, pero sonrió.

— Doy el callo para poder comprar la caravana. ¿Tú en qué contribuyes para nuestra pequeña aventura?

— Mmmm, ¿yo pongo el veneno?—preguntó Treg con una sonrisita.

Y siguieron mirando el televisor en silencio.


— ¿Qué hay, sonrisitas?

— Ah, hola, Sheldon.

Sheldon conocía a Ben desde hacía unos cuatro años y estaba seguro de no haberlo visto sonreír nunca, ni una sola vez. Definitivamente no sonreía mientras lo saludaba a él o a cualquier otro vecino, ni siquiera a Kath, y eso que todo hombre del pueblo sonreía a Kath porque era probablemente la mujer más guapa del pueblo; del condado, incluso. Durante mucho tiempo Sheldon se había preguntado si Ben lo odiaba por una razón que él desconocía, pero conforme fue pasando el tiempo se fue dando cuenta de que no era nada personal. Ben simplemente era un gilipollas amargado. Esa clase de tipos que no sabían qué era la diversión, que nunca la habían experimentado y que, si se les daba la oportunidad, evitarían que otros la experimentaran. Un auténtico cretino, en opinión de Sheldon.

De modo que el joven se olvidó de él, habiendo hecho ya lo educado, y se encaminó hacia la casa a su izquierda, que tenía una decoración tan bonita que sólo podía estar habitada por una mujer joven. Kath ya había vuelto de trabajar, oyó música a medida que se acercó. No es que la espiara...; simplemente...conocía sus movimientos...,por casualidad..., como cualquier vecino corriente, por supuesto...

Llamó al timbre y esperó, mirando al cielo. Había sido un día muy gris, así que estaba oscureciendo rápido. Kath abrió la puerta. Era gracioso ver lo guapa que estaba con su pelo rubio recogido sin cuidado y con chándal. Aun así, Kath era una de esas chicas que no querían que le recordaran lo guapa que era, y Sheldon no estaba interesado en ella (a no ser que ella sí lo estuviera...), así que fue directo al grano:

— Toma, tu destornillador. Muchas gracias.

— Ah, me alegro de que éste no lo rompieras—sonrió Kath, tomando la herramienta.

— Es mucho más fácil cuando tienes tutoriales.

— Sí...Oye, ¿y qué tal te trata la vida?—preguntó Kath, apoyándose contra el marco de la puerta y cruzando los brazos.

— Hoy me han echado oficialmente.

— ¿De veras? Lo siento...

— Nah, no pasa nada. Odiaba trabajar ahí, no sabía cuánto tiempo iba a soportar a mi jefe y sus tonterías. De todas formas, ya tengo una entrevista muy prometedora, así que...

— Eso está bien.

— Una amiga mía de Atlanta va a venir de visita en tres semanas. Le gustan esta clase de sitios; no sé por qué.

— ¡Oh!

— No tan rápido, Sheldon: es lesbiana—rió Kath.

— No he dicho que me interesara. Pero está bien ver caras nuevas por aquí. Uno se aburre de las de aquí muy rápido.

— Ya te digo...

— Bueno, hora de irse. He alquilado una peli; una de terror. Dicen que es malísima. He pillado una bolsa grande de palomitas y un refresco gigante. Va a ser la bomba.

— Sí, suena a planazo. Que te diviertas—Antes de volver al interior, Kath se volvió hacia Sheldon con una sonrisa—. ¿Sigues alquilando pelis?

— Sí, soy un viejo, ¿qué pasa? ...No todos nos podemos permitir Netflix todos los meses...

Sheldon se alejó. Cuando miró al cielo, se dijo que pronto se pondría a llover, así que se dio prisa.

El pueblo entero parecía esperar un chaparrón: al menos aquello parecía una clase de novedad, en un pequeño lugar donde nunca, jamás, pasaba nada excitante.