Los labios de Antonio siguieron curvados hacia arriba pero por dentro una bola de demolición había chocado contra él. No le recordaba; lo que tanto temía había sucedido al fin. Invocó el recuerdo del médico que le pidió que, en la medida de lo posible, no provocara golpes emocionales fuertes en Bonnefoy o éste podría empeorar. ¿Cómo le impactaría el saber que estaba prometido y que llevaban ya años viviendo como pareja? Era fácil de calcular: seguro que el golpe sería brutal.

Claro que, recapitulando, sólo le había pedido su nombre y a eso sí que podía contestar.

— Me llamo Antonio, Antonio Fernández Carriedo —dijo escueto. Aún podía dar gracias a todos los cielos por haber permitido que su voz no titubeara.

— Antonio... —murmuró, como si repetirlo le fuera a ayudar. Ni siquiera se dio cuenta del estremecimiento que sacudió las manos del hombre que había a su lado—. Lo siento, no puedo recordar.

— No te preocupes, el médico ha dicho que no te fuerces. Poco a poco seguro que vas recuperando tus recuerdos, así que no te presiones o empeorarás. Por ahora céntrate en que tus heridas terminen de sanar y en recuperar la fuerza. Has pasado bastante tiempo en coma, así que seguro que tus extremidades están flojas y has perdido masa muscular —replicó Antonio, quitándole sarro al asunto—. Mientras no estés al cien por cien, puedes pedirme ayuda siempre que quieras.

De nuevo el rubio estuvo unos segundos observándole con curiosidad hasta, por fin, sonreír sinceramente. Sí se le veía cansado, demacrado después de largos días en los que su cuerpo había estado débil y su mente demasiado rota como para activarse, pero era un cambio tremendo.

— Eres muy majo, Antonio —resolvió. Aquella frase dejó chocado al destinatario de la misma, y sus ojos verdes se quedaron clavados en él, como si hubiera visto un fantasma. Al final levantó su mano derecha, la llevó a su propia nuca y la frotó azorado.

— Nah, yo no diría eso, pero te agradezco el cumplido de todas maneras —murmuró, esforzándose al máximo por no dejar que la ilusión se notara en su tono de voz.

— Claro que sí: eres un hombre amable y te has quedado a pasar la noche aquí en el hospital, ¿verdad? No todo el mundo está dispuesto a hacer algo así. Eres un amigo, ¿verdad? —de repente sus ojos se abrieron como platos, como si le hubiera venido una idea a la cabeza—. No formas parte de mi familia, ¿verdad? Porque esto me dejaría en un lugar terrible.

— No, no soy familia directa, no te preocupes —le aseguró. De inmediato, le puso la mano en el hombro para llamar su atención e impedir que pensara demasiado. Había notado el ceño fruncido del rubio y no quería que sufriera por una nimiedad. Cuando sus ojos azules le enfocaron, de forma similar a esos cachorros abandonados que buscan un hogar, prosiguió—. Somos amigos, tú lo has dicho.

Al escuchar que había acertado algo, un deje de esperanza brotó en sus ojos azules. Lejos de calmarle, su entusiasmo le hizo morir de pena por dentro. Aquel hombre que tenía delante no recordaba nada del presente que compartían. Tal desasosiego le provocaba el pensar en él, el intentar darle una identidad, que hasta acertar el más pequeño detalle le había hecho sonreír. Tan roto y desorientado estaba que a Fernández no le quedó otra que mentir.

«Amigos». Aquella era una palabra muy dura.

— Soy tu compañero de piso. Llevamos viviendo juntos un par de años o así —improvisó sobre la marcha.

— Vaya... —murmuró sorprendido, memorizando lo que le contaba. No quería olvidarlo de nuevo: ese era Antonio, su amigo, su compañero de piso—. ¿Estabas conmigo cuando ocurrió el accidente?

Bajó la mirada y un sentimiento de culpa, que Francis no pudo descifrar, veló sus ojos verdes. Parecía como si de repente se hubiera apagado gran parte de la luz que había en ellos y por un momento no estuvo seguro de si había metido la pata al mencionar el choque.

— No estaba, habías salido tú solo. Se te había antojado comer helado y yo estaba cansado después del trabajo, así que dije que te esperaría en la sala de estar, viendo la tele. Luego me llamaron y me avisaron de lo que había sucedido, aunque habían pasado horas. En cuanto supe las noticias, vine al hospital corriendo.

De nuevo otro silencio incómodo, que parecía estar a la orden del día desde que Francis había despertado. Éste volvió a sonreír, aunque se le hacía extraño dedicarle tal gesto cuando a duras penas conocía a ese hombre que tenía al lado. Ver que le devolvía la sonrisa, aunque fuera de manera débil y marchita, le hizo sentir satisfecho.

— Eres muy majo, en serio. Parece que tengo un muy buen amigo. Ojalá pueda recordarte pronto. No me parece justo estar tratándote como si fueras un desconocido.

La cabeza del hispano se movió de izquierda a derecha un par de veces, negando. Conocía bien a ese hombre que tenía delante y sabía por qué caminos podía ir su mente si le dejaba. Por eso mismo prefirió pararle ahora, antes de que fuera más allá.

— Oye, no es culpa tuya, ¿de acuerdo? No pasa nada, ya recordarás. Estoy seguro —le dijo con una sonrisa tranquilizadora—. Si tienes cualquier pregunta, no dudes en hacerla.

Antes de poder agradecerle de nuevo, el sonido de una melodía que no reconocía interrumpió el momento que estaban compartiendo. Antonio podía notar la vibración de su teléfono móvil, que se encontraba en el bolsillo derecho del pantalón, y se levantó como si le hubiera dado calambre. Le costó meter la mano en el bolsillo para recuperar el aparato y, por dentro, maldijo al que le había recomendado comprarse esos pantalones. No dudaba que fuera el mismo tío que le estaba mirando como si no lo conociera.

Paseó el dedo por encima de la pantalla y lo deslizó de izquierda a derecha, para descolgar. Se llevó el teléfono a la oreja y pudo escuchar la voz estridente de Gilbert, que le gritaba que era un maldito. No tenía claro qué había hecho para merecer tal saludo, pero por ahora le dejaría desahogarse.

— Dijiste que me llevarías al trabajo, para así luego ir juntos a ver al franchute, y aquí estoy, esperando. ¡Ni siquiera has contestado a mis mensajes! Si me vas a dejar tirado dímelo y así voy yendo ya a trabajar. Si me doy prisa, puedo llegar a tiempo.

— Lo siento, me he distraído. Dame cinco minutos y ya salgo.

— Si en cinco minutos no estás aquí, me voy —anunció Beilschmidt. Aunque no fuera una gran amenaza, pues no representaba peligro real para él, sí que sabía que era capaz de cumplirla.

De manera escueta, Antonio se despidió de su malhumorado amigo, levantó la vista y se encontró con unos orbes azulados fijos en él. Le extrañaba encontrarse con esa curiosidad por parte de Francis. Daba la impresión de que le estuviera analizando de manera constante, buscando desentrañar todos sus misterios. Fernández se obligó a sonreír.

— Lo siento. Ojalá pudiera quedarme a hablar contigo ahora que estás despierto, pero tengo que recoger a Gilbert e ir a trabajar. No sé si recuerdas a Gilbert —tanteó. Francis negó con la cabeza—. Él me llevó a la fiesta en la que nos conocimos. Al final, después de un tiempo, también os empezasteis a llevar bien. Esta tarde tenía intención de venir a verte.

— Tengo unos amigos muy atentos —dijo Francis más para sí mismo que para Antonio—. No te preocupes, puedes ir tranquilo. El trabajo es lo primero y, además, los médicos me dijeron que es posible que hoy llegue mi familia. No es que vaya a estar solo.

En el rostro de Antonio se produjo una mueca que trataba de asemejarse a una sonrisa pero que quedó en algo extraño. La idea de volver a tener a la familia de Francis cerca no le gustaba ni un pelo. Odiaba a la madre y el padre se pasaba de desagradable y prepotente. Sólo le faltaba que a su hermano le diera por venir también.

— Ya. Bueno, vendré luego con Gilbert. No te esfuerces demasiado. Primero a recuperarse —aconsejó con aire maternal—. Hasta luego.

Tuvo que resistir las ganas de ir hacia él y darle un abrazo o un beso, como hacía normalmente en casa. Bajó los escalones de dos en dos, para llegar antes a la planta baja, y puso rumbo al aparcamiento. Ya a esa hora, se encontraba a reventar de coches, tanto de los familiares de los pacientes como los de los visitantes a urgencias. Había diversos vehículos dando vueltas, como si fueran cuervos sobrevolando a sus presas, buscando a alguien que saliera para poder estacionar.

Se montó en el suyo, puso la llave en el contacto, la giró y el motor rugió, volviendo a la vida después de una noche de frío y humedad. Mientras salía, tiró del cinturón con una mano y se lo puso. No le apetecía tener que perseguir a Gilbert por la calle, gritándole para que se subiera, así que mejor se daba prisa. Llegó a tiempo, aunque su amigo estaba de brazos cruzados, dando golpes con el pie derecho contra el suelo y miraba su reloj cada dos segundos. Cuando le vio, se despegó de la pared, se fue hacia el lado del copiloto y se montó. No hacía falta que dijera nada, se le notaba enfadado.

— Tengo un motivo para llegar con el tiempo tan justo y no haber contestado a tus mensajes. Por favor, deja que me explique antes de que te enfades conmigo injustamente —suplicó Antonio con una sonrisa tensa.

Hacía tanto que no veía a su amigo sonreír, aunque fuera de esa manera, que le sorprendió y le desarmó por completo. Se mantuvo en silencio y le dio permiso para continuar.

— Esta mañana, cuando me he despertado, Francis tenía los ojos abiertos. He estado hablando con él un rato, hasta que me has llamado. Verle moverse es toda una bendición, te lo aseguro. Después de estas semanas, verle más o menos como siempre me hace tener ganas de llorar de la alegría —admitió.

— ¿Y cómo ha ido? ¿Le has visto bien? —inquirió Gilbert. La verdadera pregunta era otra, pero no sabía cómo formularla sin herir sensibilidades. Por eso prefirió conducir el tema hacia allí y esperar a que fuera su amigo el que le contara lo sucedido.

— Está irritable, aunque el médico dijo que es normal. Además, he hablado con él y no me recuerda. No sabe quién soy, ni mi nombre, nada de nuestra relación y tampoco te recuerda a ti.

— Lo siento, Antonio —murmuró, con la cabeza gacha. Su bronca venía en el momento más inapropiado. El hispano estaba falto de un abrazo para levantar su ánimo, pero esa tarea se le daba mejor a Francis. Ironías de la vida—. De haberlo sabido, no te habría llamado de esta manera.

— No te preocupes, Gil, estoy bien —le tranquilizó con una sonrisa. El hecho desconcertó a su compañero. ¿Es que estaba perdiendo ya el norte? Eso le preocupaba—. No me mires así. Estoy triste, no te lo voy a negar, pero hablando con él me he dado cuenta de que no está todo perdido.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó, aún preocupado. Su amigo, según su punto de vista, no sonaba coherente y quería saber qué le pasaba por la cabeza.

— ¿Sabes qué me ha dicho? —inquirió, observando durante medio segundo, de soslayo, a su compañero. Éste, aún con el corazón en un puño, temiendo que la situación se hubiera descontrolado y no supiera qué hacer para reconducirla, negó con la cabeza—. Estaba contándole que he pasado la noche allí y me ha dicho que soy muy majo. Algo así me dijo la primera vez que nos conocimos. Sí, puede que no me recuerde, pero eso no significa que esas memorias no estén dentro de él. Para mí, esa ha sido prueba suficiente.

La esperanza de Antonio, que había estado en paradero desconocido las últimas semanas, había brotado de algo simple y brillaba con fuerza. Pero lo que para él era suficiente, a Gilbert le parecía nimio. ¿Cómo podía aferrarse a la idea de que se recuperaría sólo porque le había dicho que "era majo"? Cuando la mirada del hispano se posó en él, le sonrió nervioso y asintió con torpeza. Claro que a Gilbert también le dolía que no le recordara, pero estaba cien por cien seguro de que no se podía comparar con lo que debía de sentir su mejor amigo.

Aunque sabía que aferrarse a tal esperanza podía ser un arma de doble filo, no se vio con fuerzas para destrozar sus alas. Gilbert abandonó el automóvil pensativo, temiendo en serio por la estabilidad emocional de Antonio y su determinación se tornó férrea: debía abrirse paso para convertirse en un pilar para él. Cuanto más tiempo durara esta situación, más posibilidades había de que se derrumbara.

Durante todo el día, Fernández estuvo de buen humor. Sus compañeros de trabajo le observaron extrañados, pero ninguno se atrevió a preguntarle qué lo había motivado. Había ahogado la tristeza detrás del presentimiento de que las cosas irían bien, de que Francis recordaría pronto porque había dicho algo similar a lo que había pronunciado con anterioridad el día en que se conocieron. Cuando terminó su jornada, abandonó el complejo de oficinas, se montó en su coche y fue a recoger a Gilbert. Por primera vez en días, buscó en la radio una emisora de música y la dejó puesta. Hasta ese momento, cada vez que se encontraba con una estación musical la quitaba porque no se sentía con el humor de escuchar algo melódico. Cuando Gilbert se montó y escuchó el nuevo éxito del cantante de turno, miró a su amigo atónito pero no dijo nada.

Durante el trayecto le contó un problema que había tenido con uno de sus clientes y cómo lo había solucionado de manera impecable, mientras Gilbert sólo asentía con la cabeza o hacía un comentario puntual. Ahora que las ganas de charlar le habían vuelto, Beilschmidt no quisiera replicar mucho, no fuera que las asustara.

Encontraron aparcamiento por puro azar. Mientras Gilbert iba a por el ticket del estacionamiento, Antonio se aseguraba que todo objeto goloso estuviera oculto a la vista, para que a nadie le diera la tentación de romperle la ventanilla para robarle. Cuando alzó la vista, en la hilera de coches que había frente al suyo vio uno de color morado que le llamó la atención por la pegatina que llevaba en la luneta trasera, tintada. Era una silueta de un gallo con las alas abiertas, en pose amenazante.

— Toma, ponlo en el salpicadero para que lo vean —dijo Gilbert, que le tendía el ticket del aparcamiento. Le extrañó no recibir ninguna respuesta—. ¿Toño?

Ahí reaccionó; parpadeó un par de veces, ladeó el rostro y le observó, extrañado por su presencia. Bajó la vista hacia el papelito que le tendía y se lo quitó de entre los dedos. Sin decir una palabra, con el corazón apretujado, el hispano abandonó el papel sobre el salpicadero, cerró las puertas y le puso el seguro. Gilbert caminó a su lado, extrañado por el repentino silencio.

— ¿Se puede saber qué te pasa? Estabas parlanchín y ahora vuelves a ser mudo.

— He visto el coche de mis queridos suegros aparcado, así que ya te puedes imaginar qué se ha llevado mi voz.

Beilschmidt abrió los ojos como platos y giró bruscamente la cabeza para intentar ver el automóvil entre la marea de coches. No entendía ni por qué lo había hecho, ya que nunca había visto el susodicho y no lo podría identificar. Casi de inmediato, devolvió la vista al frente. Apretó suave los dedos contra la palma de su mano izquierda y con los nudillos rozó el brazo de su amigo.

— Todo irá bien, no estás solo.

Como predijo, no hubo respuesta. Aunque no a fondo, Gilbert conocía las historias de los pormenores que habían tenido con la familia de Francis, los cuales habían empezado incluso antes de que se establecieran como pareja formal. Le hubiera gustado encontrar las palabras idóneas para relajar a su amigo, pero ni él mismo podía encontrar esa paz interna. Lejos de rebajarse, ésta se incrementó cuanto más se acercaron por el pasillo amarillento a la habitación de Francis. Fuera, apoyado contra la pared que había justo al lado de la puerta, había un hombre alto, bien formado, vestido en traje chaqueta de color gris oscuro, con una corbata verde.

A su lado, Gilbert pudo notar que Antonio se tensaba ante la presencia de ese individuo cuyo color de ojos se asemejaba al de la miel, con los cabellos del color del ébano y nariz ligeramente aguileña. Hacía unos dos años que no veía a Robert Bonnefoy y en aquel momento su presencia fue como una soga al cuello, que amenazaba con estrangularle en cualquier instante. Cuando se dio cuenta de su presencia, Robert se apartó de la pared, impulsándose con las manos contra la superficie sólida y se irguió. No fue el único que se movió, Gilbert fue a ocupar el hueco libre entre Antonio y el hijo mayor de la familia Bonnefoy.

A ninguno de los dos le gustó la sonrisa del varón: dulce y, en apariencia, amigable.

— Hola, Antonio. Cuánto tiempo, ¿verdad? —celebró, sin perder esa expresión conquistadora—. Es una alegría verte. Casi no has cambiado.

Dio un paso para acercarse y Gilbert se movió hasta cubrir con su cuerpo a Antonio. Robert era un par de centímetros más alto que él e inclinó la cabeza para examinarle, ahora que estaban más cerca.

— ¿Y quién es este? ¿Tu perrito guardián? ¿Por qué no hablas conmigo como adultos? —le dijo.

Dio un paso hacia un lado, con la intención de esquivar a Gilbert y acercarse a él. Antes de alcanzar su objetivo, de nuevo tenía delante el obstáculo que era su cuerpo. Robert le miró serio, molesto aunque tranquilo.

— Estorbas, Lassie.

— ¿Ah sí? ¿Y qué vas a hacer? Me he enfrentado a tipos más grandes que tú y no me das miedo —replicó Beilschmidt con una sonrisa ladeada, retándole.

— Quizás deberías... —murmuró Robert, acercándose otro paso más a él.

Antes de que la cosa fuera a más, Antonio agarró por el brazo derecho a su amigo y tiró de él para separarlo de Bonnefoy que, cuanto más se aproximaba, más grande parecía. Sus ojos ambarinos se centraron ahora en su figura. Antes de que pudiera volver a mostrarse dulce, le cortó.

— No tengo nada que hablar contigo.

Dicho esto, guio a su amigo, que aún estaba mirando al mayor de los Bonnefoy como si fuera a saltarle a la yugular. Conociéndole, era mejor ignorarle. Cuanta más atención le prestara, más se crecería y pensaría que había ganado. Al abrir la puerta de la habitación, todos los ojos se centraron en ellos. Estaban los dos pares azules de madre e hijo y los marrones del padre. El único que sonrió al verles fue Francis

— Al final has venido, eh... —la duda del rubio le dejó claro a todos los presentes que tenía problemas con su nombre.

— Antonio —le recordó éste con suma paciencia y una sonrisa cordial en los labios. Su respuesta hizo que el gesto jovial se instalara de nuevo en las facciones del rubio, que asintió.

— Eso, Antonio. No esperaba verte por aquí —admitió inocente.

Los ojos de Rose evitaban a Antonio, como si no existiera. No había en ellos miedo, claro que no, más bien repugnancia. Sabía de sobras lo mucho que le importunaba su presencia allí. Seguro que le daba mucha pena que su hijo no le tratara con desprecio. El padre de Francis hubiese deseado fulminarle con solo su mirada, pero estaba acostumbrado a ello y le resbalaba. Irónicamente le daba más miedo de lo que era capaz ella.

— Te dije que vendría con Gilbert—dijo haciendo un gesto hacia su compañero, que se tensó y sonrió nervioso.

— Lo siento, tampoco me acuerdo de ti... —murmuró apenado. El hecho de estar amnésico le frustraba, pero intentaba no derrumbarse. Ahora que tenía a su familia a su lado, se encontraba más fuerte, más estable.

— No te preocupes, Fran. No es tu culpa —se apresuró a decir Beilschmidt. Le había dado la impresión de ver una pizca de tristeza en los azulados orbes de su amigo. No importaba que no le recordara: verle despierto le hacía tener esperanza, igual que a Antonio—. Nos has pegado un susto a todos de proporciones épicas.

— Lo siento.

— ¡Que no te disculpes! —se quejó riendo ruidosamente y agitando su mano.

Suerte que no se había dado cuenta de la reacción que su carcajada había provocado en los progenitores de su amigo, porque ahora centraban su atención en él y en su condescendencia se leía que creían que tenía alguna deficiencia mental peligrosa.

Sin que nadie tuviera que animarle a ello, Gilbert se perdió en recuerdos y anécdotas. Por supuesto que dejó de lado todo detalle que pudiera impactar negativamente en él. Le explicó que al principio no se tragaban, que Francis pensaba que era demasiado molesto y Gilbert que él era un pomposo, pero que al final dejaron de lado sus diferencias y se dieron cuenta de la bondad del otro. Mientras escuchaba la historia, Francis le miraba sonriendo suave, con nostalgia. Sólo con echarle un vistazo, supo que por dentro estaba triste. Le conocía, sabía bien, con un simple vistazo, qué le ocurría. A diferencia de otras veces, ahora no podía darle un abrazo, ni decirle que todo se arreglaría. No quería incomodarle.

Durante el rato en el que estuvieron escuchando las historias de Gilbert, Robert entró en la habitación y aguardó un minuto a que aquel albino terminara el cuento. Como no acababa, se fue hacia ellos, quedando entre Antonio y Beilschmidt, e interrumpió con ese saber estar que sacaba de quicio al primero.

— Como sigas contando esta historia tan aburrida, Francis va a volver al coma con tal de no escucharla~ —dijo con aire meloso. Apoyó una mano en el hombro de Antonio, el cual se tensó ante esa cercanía indeseada—. ¿Verdad?

— No digas tonterías. La idea de volver al coma no es nada tentadora. Te despiertas con dolor de cabeza y, para rematarlo, desorientado —replicó risueño el rubio.

Gilbert reía tenso y no apartaba sus ojos de Robert. El estúpido estaba de cháchara cuando su hermano tenía la mano encima del hombro de Antonio. ¿En qué estaba pensando?

— Puede que entonces te sustituya. Me lo pensaré. Así podría evitar ir al trabajo.

Antonio se desvió hacia su derecha y así se libró del agarre de ese pulpo con traje de Armani. Detestaba tener que sonreír como si estuviera pasándoselo bien al lado de esa cucaracha. Por si no fuera poco con toda la situación, se dio cuenta de que en el sillón en el que había pasado la noche anterior había un par de bolsas de viaje. Frunció el ceño un segundo y se acercó hacia ellas. Antes de llegar, Rose se metió de por medio.

Para hacerse una idea de la diferencia que había entre ellos, Antonio medía un metro ochenta y Rose medía un metro sesenta. Si quería mirarle a los ojos directamente tenía que bajar el rostro. Aún así, su hijo había nacido y crecido hasta convertirse en un hombre de metro ochenta y dos. ¿Por qué? Porque su padre era alto y medía lo mismo que Antonio. La sonrisa que curvó los labios de la señora Bonnefoy no fue dulce, ni cariñosa: contenía altas dosis de malicia que esperaban que fueran perjudiciales para su propia salud. Como no parecía tener ganas de hacer alarde de su gran habilidad para hablar por los codos, señaló el sillón y habló por lo bajo, intentando no llamar la atención y sacar a los otros tres de su conversación.

— ¿Qué es eso? —preguntó sin dejar de señalar al equipaje.

— Mi ropa y la de mi marido. Si nos vamos a quedar en el hospital, para cuidar de Francis, necesitamos un par de mudas mínimo.

— Me he estado quedando yo hasta ahora y eso es lo que pienso seguir haciendo —replicó con firmeza. Cuanto más se dejara aplacar, más presionaría ella para tratar de sacarle del ring.

— ¿Para qué? —preguntó y de repente se echó a reír. Su carcajada aguda llamó la atención del resto de los presentes—. Agradezco que hayas estado con Francis estos días en los que no podíamos venir, pero ahora que hemos llegado, no hace falta.

La mujer caminó tranquila hasta quedar al lado de su hijo y apoyó la mano sobre su hombro. Esa manía familiar de invadir el espacio personal de la gente era horrible y nunca le había gustado. Francis, tiempo atrás, había refunfuñado, negando que fuese cierto. No toda la familia tenía ese tic. Eso fue hasta que le apuntó que acababa de hacerlo y se le cayó toda expresión de la cara. Tanto le había afectado el descubrimiento que se había forzado para no hacerlo con nadie que no fuera Antonio, que para eso era su novio.

— ¿Verdad, cariño? —preguntó directamente hacia su hijo. Éste alzó el rostro y le miró interrogante—. ¿Verdad que ahora que estamos nosotros, Antonio no tiene que quedarse aquí a pasar la noche? No tiene sentido. ¿A dónde iríamos tu padre y yo?

— Claro, no te preocupes —replicó mirando al hombre de ojos verdes—. Ahora que mi familia está aquí, puedes llevar tu vida normal. Dormir en el sillón seguro que es una tortura.

— Menudos ánimos me das... —murmuró Rose, pellizcando con dos dedos, cuyas uñas llevaban una perfecta manicura francesa, el moflete izquierdo de su hijo menor.

— Lo siento, mamá —se disculpó, observándola con una sonrisa conciliadora. Aquel escenario le revolvía el estómago a Antonio, pero se mantuvo inalterable de cara al exterior.

— Claro. Supongo que no tiene sentido... Voy a ir un momento a la máquina a por un refresco, me muero de sed —añadió con una sonrisa.

— ¿Quieres...? —empezó Gilbert, acercándose a él.

No sabía a ciencia cierta cómo se encontraba pero teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir, no dudaba que Antonio estuviera destrozado. Antes de poder llegar a él, Fernández alzó la mano derecha, enseñando la palma, y acentuó su sonrisa.

— No hace falta, quédate. La máquina está cerca y será un momento. Gracias, Gilbo.

Aunque de cara al resto de los presentes la sonrisa de Antonio fuera impecable, él notaba que empezaba a flaquearle, que se resquebrajaba y que en cualquier momento se haría añicos. Si eso ocurría, estaba seguro de que Francis se empezaría a hacer preguntas y él no se veía con fuerzas para echar más embustes. Viró sobre sus talones y con paso firme abandonó la habitación. Dejó atrás el murmullo silencioso de la familia de Francis y se sumergió en el tenue bullicio del pasillo del hospital.

En cuanto supo que nadie le veía, la comisura de sus labios cayeron y se quedó sumido en un gesto serio, triste. Desearía poder irse a un rincón, sentarse en él y estar allí, encogido, hasta que las cosas se solucionaran. Era la pena de ser adulto, que uno no podía hacer lo que deseaba porque tenía ser fuerte y afrontar sus problemas. Se asomaba a un abismo profundo, oscuro, como la entrada a una gruta que llevaba al mismo centro de la tierra, y si no vigilaba dónde ponía los pies seguro que se resbalaría y caería de cabeza.

Consciente del riesgo que suponía, cerró los ojos, respiró hondo un par de veces y entonces volvió a observar al frente, más calmado. Si regresaba sin un refresco resultaría sospechoso, así que prefirió conseguir uno. Caminó a paso lento hacia la máquina dispensadora, que se encontraba al fondo del pasillo, en aquella pequeña sala de descanso para los familiares que la mayor parte del tiempo estaba vacía.

Ese triste cubículo ganaba luz gracias a la gran cristalera que cubría toda una pared. Dos mesas redondas de madera conglomerada de color gris llenaban la sala, rodeadas por unas modestas sillas que a pesar de no ser las más confortables, servían a su propósito. A la izquierda, la máquina de refrigerios emitía un molesto zumbido.

Miró los productos disponibles y los precios de cada uno. No le pasó desapercibido que estaban inflados, aprovechando la ubicación. Metió el dinero exacto y marcó la combinación precisa para que cayera la Coca-Cola. Aunque la espiral metálica viró, la lata se quedó torcida, sujeta por uno de los laterales del raíl, y se negó a abandonar su trono.

— Vamos... —espetó entre dientes, fastidiado por otro obstáculo más en su ya de por sí pesado día.

Agarró los laterales de la máquina y trató de sacudirla, para ver si el movimiento hacía que el producto que ya había pagado cayera, pero no hubo manera. Golpeó el marco negro de plástico, provocando un sonido sordo que resonó por parte del pasillo y maldijo. Lentamente acercó la cabeza hacia el cristal del expositor, deprimido. ¿Por qué las cosas le iban tan mal siempre?

Fue en ese instante de debilidad cuando notó que unos brazos rodeaban su cintura. Las manos grandes se apoyaron en su torso con delicadez y le empujaron del mismo modo contra un torso firme y cálido. Antes de poder reaccionar, unos labios ardientes se posaron en su nuca, entreabiertos, permitiéndole sentir el aliento mentolado rozarle la piel.

— Así no se hace, mon amour. Deja que te lo enseñe —susurró la melosa voz de Robert a su espalda. Antonio se quedó quieto, tenso, con el ceño fruncido, como si estuviera dentro de una trampa para osos y cualquier pequeño movimiento pudiera hacer que las fauces de metal se cerraran sobre él.

Una de las manos abandonó su torso, cogió la suya y la fue guiando con mimo hacia el teclado de la máquina. Parsimonioso, Robert le hizo marcar de nuevo la combinación de la lata y la espiral metálica giró otra vez, liberando la lata anterior y otra más. El susurro de Robert chocó contra su oreja y le produjo una sensación de cosquillas y de helado horror.

— Siempre pecas de impaciencia e inconformismo, querido. ¿No vas a coger las latas?

— Preferiría que me soltaras antes de agacharme.

El gorgorito que fue la risa de Robert le retumbó en el tímpano mientras le soltaba. Antonio se alejó de él un par de pasos más. Por precaución, cuando se agachó y metió la mano dentro del compartimento donde habían caído las latas, estuvo atento a él. Recogió la compra, se incorporó y se dio la vuelta para tener siempre dentro del rango de visión a Robert. Nunca se había fiado de él después de aquel día y no cambiaría ahora de parecer.

Como cada vez que se acercaba a él, los hombros de Antonio se elevaron y su pecho se llenó, como si aquella postura le hiciese ver amenazante y pudiera frenar sus avances. Robert no se amilanaba por su lenguaje corporal, que gritaba que su presencia allí no era bien recibida. Con familiaridad, cogió una de las dos latas de sus manos y la abrió. Sin vergüenza, tomó un trago y suspiró.

— ¿Qué? ¿Por qué me miras así? Te he ayudado a conseguirla, creo que merezco aunque sea un trago, ¿no?

— Está bien, si eso te hace feliz... —respondió escueto y esquivo. Hizo un amago de regresar al pasillo pero justo antes de hacerlo, el otro ya estaba de nuevo en medio de su camino.

— Tú siempre tan frío, amor —le dijo galán, tomando su mano y elevándola para poder darle un beso en el dorso—. Mi pobre, pobre Antonio. Lamento todo por lo que estás pasando. Aunque eso te pasa por no saber escoger bien, querido. Aún a día de hoy sigo sin entender cómo preferiste quedarte con él antes que conmigo.

— Quizás porque él no intentó amordazarme ni abusar sexualmente de mí alegando que me iba a gustar. Recuerda que si no te denuncié y te puse una orden de alejamiento fue porque tu madre me pidió que no lo hiciera y me aseguró que se encargaría de que no te acercaras nunca más a mí —le replicó apartando su mano con comedida furia.

—Te aseguro que lo hubieras disfrutado, pero eres muy llorica a veces y mi hermano se pasa de dramático —susurró. A traición, como la rata vil que era, se acercó y volvió a invadir su espacio personal—. Aún no he podido perdonarle que me golpeara en la cara. ¿Qué hubiera pasado si me hubiera dejado marca de por vida? Ay, mi pobre Antonio. Tan triste, él, porque su querido Francis no le recuerda. Lo sé, mi amor, que aunque no hay lágrimas por tus mejillas, las derramas por dentro. Puedo ser un poco retorcido, pero en el fondo sé bien lo que pasa por tu cabeza.

— Si lo supieras tan bien, quizás me dejarías en paz de una vez. Lo digo por tu bien.

— ¿Por qué no pasas la noche conmigo? Nadie te va a juzgar. Te trataré como mereces, con cariño —propuso bajando el volumen hasta convertirlo en un susurro. Con la mano tomó el mentón de Antonio y le obligó a mirarle. Sus rostros estaban demasiado cerca para el gusto del español—. Si quieres, puedes llamarme Francis mientras lo hacemos.

— ¿Recuerdas qué es lo que te dijo la última vez que se te ocurrió hacer algo por el estilo? —replicó Antonio, esforzándose al máximo por mantener una apariencia tranquila.

— Claro que sí: me cogió por el cuello de la camisa y me dijo que si me acercaba a ti me mataría. ¿Pero acaso no te has dado cuenta de lo que ha pasado antes en la habitación? Estaba junto a ti, tocando tu hombro mientras bromeaba y lejos de enfadarse, se ha reído conmigo. Mi querido Antonio: el Francis que tanto te adoraba ha desaparecido. Ni siquiera recuerda que una vez fuisteis tan sólo amigos. Nadie te va a proteger esta vez. ¿Por qué no te rindes a lo evidente y dejas que yo te enseñe qué es bueno? Tarde o temprano vendrás a mí, lo sé.

— ¿Por qué cometería semejante estupidez? —refunfuñó, moviendo la cabeza hacia un lado para deshacerse del agarre sobre su mentón. Cuando encaró de nuevo al hermano de su prometido lo hizo con los ojos brillantes, llenos de furia y frustración. No mentiría, ese tío le daba miedo. Su mente era retorcida y podía llegar a extremos que cualquier ser humano decente no osaría alcanzar.

— Porque en el fondo eres un hombre débil, amor. Te aterra estar completamente solo y te vas a ir desmoronando, cachito a cachito. Cuando estás desesperado, cometes las mayores locuras. Entonces vendrás a mí, a buscar esto que te estoy ofreciendo ahora. Podríamos saltarnos todo ese procedimiento largo y fastidioso. Si me aceptas, tú tendrás a tu reemplazo, ya que tu noviucho te ha olvidado, y yo te tendré a ti. ¿Qué me dices?

— No me acostaría contigo por nada del mundo. Ya puedes ir sacándote de la cabeza esas estupideces.

— Eres un estrecho. Con mi hermano pronto te abriste de piernas, ¿eh? Tú te lo pierdes. Hay muchos peces en el mar con los que satisfacer mis necesidades y no te necesito. Además, mañana regreso a París por trabajo y no puedo llevarme ningún juguete como recuerdo.

Respiró aliviado cuando la distancia entre él y Robert se incrementó. Bajó la vista y con las dos manos sujetó la lata de refresco, que estaba toda humedecida por el contraste de temperaturas del líquido y el contenedor con respecto al ambiente. Entonces, de repente, una mano le asió la muñeca y la levantó y la apretó contra el mostrador de la máquina expendedora. Antonio levantó la mirada, alarmado, y volvió a encontrarse con el ámbar turbio de Robert. Apoyó la mano libre contra su brazo y lo empujó, pero no se inmutó. Era como intentar mover una mole. Bonnefoy se inclinó y dejó sus labios cerca del cuello de Antonio, el cual podía sentir el aliento del hombre contra su piel. Odiaba cuando actuaba de aquella manera.

— No te creas que me he rendido, amor. Si algo tengo claro es que serás mío el día menos pensado.

— Suéltale de una vez, pulpo —siseó una voz tras de ellos.

Antonio estiró el cuello hacia uno de los costados y encontró a Gilbert, que había venido después darse cuenta de que hacía demasiado tiempo que había ido a buscar un refresco. Como vio que Robert no se movía, se fue para él y le arrancó del lado del hispano. Lo ocultó a su espalda y le hizo un gesto con la mano al francés.

— Lárgate o llamaré a seguridad para que te saquen del hospital a patadas—amenazó Gilbert, el cual tenía el corazón a mil.

Su mirada no podía compararse con la del francés. Era la primera vez que lo enfrentaba en persona y las historias terroríficas de Francis y Antonio le hacían justicia. Desprendía un aura que le inquietaba, como si hubiera un tornillo que a ratos se aflojara y que permitía que sólo hubiera caos en esa mente.

La fortuna se puso de su parte: Robert viró sobre sus propios talones y se fue hacia la habitación sin decir una palabra. Casi al unísono, Antonio y Gilbert suspiraron con pesadez. Se dio la vuelta, puso las manos sobre los hombros de su compañero y le examinó con ojo crítico, de arriba abajo.

— ¿Te ha hecho algo? ¿Tengo que mandar a que le detengan? Como te haya hecho algo, Francis me va a matar cuando recupere la memoria. Y te voy a decir una cosa: él es igual o peor que su hermano cuando se trata de ti.

Antonio sonrió entristecido ante esa mención, recordando algunos de esos momentos en los que su prometido había perdido el norte porque alguien no había impedido que le pasara algo o porque habían permitido que no se cuidara como tocaba mientras él no podía ponerle remedio. Negó con la cabeza y Gilbert suspiró aliviado por no haber llegado demasiado tarde a impedir otra desgracia.

— Quise dejarte espacio, pero ya hacía demasiado que habías salido. Me preocupaba que estuvieras llorando solo, en un rincón.

— Necesitaba un poco de aire después de la jugarreta de Rose. Se suponía que yo iba a quedarme, como siempre. Ahora que Francis está despierto y que no recuerda nada, sabe cómo comportarse para sacarme a mí del tablero de juego. Es muy frustrante... Lo que no me esperaba era que Robert fuera a asaltarme sin previo aviso. Gracias, me has salvado.

No podía ni empezar a imaginar cómo de grande debía de ser ese sentimiento de frustración que Antonio describía. Sin embargo, como no quería profundizar más en el tema, decidió dejarlo correr y sonrió descarado. Negó con la cabeza, rodeó su cuello con un brazo, desde un lado, obligándole a agacharse, y frotó su cabeza con familiaridad.

— ¡No me tienes que dar las gracias, Toño! ¡Ya sabes que soy increíble! ¡No puedo evitar que estos gestos de bondad infinita salgan de mí! Además, ¿a que no te imaginas qué otro factor me ha impulsado a buscarte? —esperó. Como negó con la cabeza, Gilbert continuó—. Francis comentó que hacía mucho rato que habías salido a por un refresco. Me sorprendió mucho.

Antonio se quedó boquiabierto, con las cejas alzadas y expresión algo ida. ¿Francis se había preocupado por él? Le dio miedo la sensación en su pecho, como que algo se desanudaba y amenazaba con desmoronarse. Al final se dio coraje y consiguió sonreír, gesto que se le contagió a Gilbert.

— ¿Qué me dices? ¿Le decimos adiós y vamos a tu casa a comer pizza y a ver una película?

— Me parece perfecto —respondió, aún con esa sonrisa de esperanza y tristeza al mismo tiempo.

Tenía cosa de un minuto para recomponerse antes de entrar a despedirse por hoy de su novio. Gilbert le pasó el brazo por encima del hombro y le guio de regreso a la habitación, dándole palmadas de ánimo. El hispano no podía dejar de pensar en que Francis había mostrado preocupación por él a pesar de no recordarle. Sólo eso, le hacía desear sonreír. El futuro no pintaba tan negro después de todo. Cuando entraron en la habitación, Francis les recibió con una sonrisa y le preguntó si la máquina de refrescos se había vuelto en su contra.

Algo cálido se encendió en el pecho de Antonio. Aunque aún no se acordaba de lo más importante, aunque aún hubiera muchas cosas que estuvieran perdidas entre ambos, fue capaz de sonreír de corazón después de mucho tiempo. Mientras no se recuperara, él podía guardar los recuerdos de ambos.


Notas de la autora:

Robert - 2P Francis