Los pocos días que quedan antes de su graduación son ajetreados. Un panorama contrario a lo que pensó en algún momento, cuando se aburría por ya no asistir a las actividades del club. Satori no es muy consciente del tiempo más que en la forma de mensajes que su padre le envía de vez en cuando, en escuetas preguntas y en dinero que sigue siendo depositado en su cuenta bancaria que cubrirá los gastos de su universidad durante los próximos cuatro años.

Hay muchos mensajes que, cada vez que los lee, Satori siente cómo la soga invisible que tiene sobre el cuello se aprieta un poco más. Más que preguntas sobre su persona —si se encuentra bien, si se siente ansioso, si pueden pasar tiempo juntos—, están llenos de declaraciones sobre sus planes de graduación. Planes de él, nunca de Satori. Se incluyen unos cuantos nombres de universidades en las que puede ingresar sin mayor complicación, hasta que en uno más reciente el señor Tendo le informa cuál de todas ellas consideró la mejor, la que eligió. También le escribe el nombre de la carrera que, él y su esposa decidieron, es la mejor entre las mejores para su hijo.

—¿Qué sucede? —Semi pregunta, con el ceño fruncido y con la mirada asesina que usa desde hace poco tiempo.

Satori sabe que esa expresión no está dirigida hacia él, sino a todo lo que yace en esos mensajes, a la persona de quien provienen.

La relación con Semi ha cambiado. No en los puntos esenciales, pues aún logran escabullirse por las noches, compartir historias y, de vez en cuando, hacen un intercambio de cosas cuyo color predominante es el morado. No tiene una etiqueta para ello, Satori está en proceso de encontrar una con la que pueda quedarse; pero está muy seguro de que no es una amistad o noviazgo como los de los libros de romance de Semi. Tampoco es similar a las historias de alguno de sus diversos mangas shojo —que empezó a leer hace poco, como referencia—.

Sin embargo, aquel cambio no significa que no dude por unos momentos. Que no considere si debe decirle a Semi cómo se siente, sobre aquella cuerda sobre su cuello que le deja con sensaciones fantasma.

Semi nunca le obliga, a nada. Espera, paciente, como cuando esperaba su turno para ingresar al partido, asegurando con ello la victoria de Shiratorizawa. Aguarda a que Satori inicie la conversación, el contacto —si lo necesita, si así lo desea—; pero no puede. Sus ojos rojos se clavan en el suelo, pensando en miles de cosas a la vez.

Semi siempre espera, a excepción de esta vez. Le toma de la mano, tal vez sintiendo su inseguridad, y su pulgar empieza a dibujar círculos sobre su dorso. Cada vez que eso sucede, Satori encuentra dentro de sí una grata sorpresa y un poco de consuelo pues no se siente incómodo con ello. Al contrario, esos gestos son lo que le lleva a hacerlo. Es lo que necesita. Además, se prometió que no importa el tiempo que le tome, es gracias a ese cambio minúsculo en la relación entre ellos que tratará de hacerle saber a Semi cómo se siente.

Lo expresa como tal, como se lo imagina.

«¿Alguna vez pensaste que un monstruo se sentiría intimidado?», pregunta en voz alta y un tanto incrédulo. Describiendo la soga invisible que, de a poco, va cortando su respiración. Ahora, añade, se siente igual que en aquellos cuentos, en los que un yokai menor está atrapado en la mano de otro, a punto de ser devorado por ese ser más fuerte, más poderoso que él.

Se siente abrumado. No puede creer que, de manera inconsciente, acaba de comparar a su familia con demonios.

Semi le reprende con la mirada. Ha expresado en varias ocasiones —demasiadas— que no le gusta que Satori se llame monstruo. «Eres muy buen observador, eso es todo», suele decir; pero él le ignora. Todavía requiere mucho esfuerzo el no pensar en sí mismo como uno.

El silencio se prolonga. En el tiempo que permanece entre ellos, Semi borra su ceño fruncido y evade la mirada. No es nada malo, sino un gesto propio de él en el que está pensando mucho las cosas.

—¿Qué es lo que te gustaría hacer? —dice, al fin. Sus ojos regresan a los rojizos de Satori. La determinación es fuerte en ellos. Expresan que, no importa cuál sea, le apoyará en lo que sea que Satori decida.

—No quiero tocar ese dinero —hace una mueca igual a la que siempre se dibuja en su rostro cuando come algo que no fue de su agrado. Semi ahoga una carcajada. Con ese sonido, la cuerda alrededor de su cuello se afloja un poco.

—Entonces… ¿Por qué no consigues un trabajo? —sugiere. Su dedo encuentra la pequeña cicatriz y se desliza, lento, sobre ella—. Medio tiempo, tal vez. Sería muy poco lo que ganes a comparación de lo que tienes en tu cuenta, pero sería todo tuyo.

No es una mala idea, piensa. Recuerda la cantidad exacta de dinero que tenía —producto de algunas apuestas prohibidas en los dormitorios; además del que su familia suponía se había gastado sin dejar un yen— antes de que su padre empezara a hacer transferencias sin consultarlo antes con Satori.

—No es una mala idea —dice en voz alta.

Semi sonríe y, tras dar un fugaz apretón a su mano, le deja ir para continuar con una de sus tareas. La cuerda fantasma que rodea su cuello desaparece.


No cualquiera desea contratar a un futuro estudiante de universidad, le dicen; mucho menos a alguien que sólo podrá estar medio tiempo. Aseguran que la mayoría de los que han contratado con esas características —Satori está seguro de que esos empleados los puede contar con los dedos de una mano, sobran dedos incluso— tienen problemas, que necesitan personal… estable. Es por esto que, aunque les gustaría darle el empleo, se ven en la necesidad de decirle «no».

Satori cree que hubiese sido más fácil que desde el principio le dijesen aquello, sin rodeos. Sin embargo, no se rinde. Sigue motivado por la idea de Semi y, gracias a esa determinación, su búsqueda de empleo rinde frutos un martes por la tarde. Seis días exactos desde que empezó a preguntar en distintos locales si estarían dispuestos a contratar a un empleado de medio tiempo.

Recibe una llamada de un local pequeño de repostería cuyos dueños, un par de ancianos amables, le recuerdan a Satori a aquel hombre y a su hija del local de ramen que aún suelen frecuentar. La bienvenida es cálida, a diferencia de lo que se imaginó que sucedería; y, la primera semana, le enseñan cómo es que debe atender a la clientela. Bajo supervisión, claro.

Aunque se siente muy a gusto, Satori llega a creer por un momento que no durará mucho tiempo en ese trabajo. Si bien su aprendizaje es un poco lento —debe aprender a adivinar, pero ser sutil; debe aprender a enfocarse en lo que los clientes quieren y, si no lo saben, guiarlos—, considera que es bueno y no será esa la causa de su despido, sino el temor que la gran mayoría de las personas parece tenerle. Así se lo hace saber a su empleador, quien sólo se ríe y le da un par de palmadas sobre la espalda, olvidándose siquiera de que Satori lo mencionó.

Sin embargo, lo que no se espera es que sean los clientes quienes le hagan conversación. Son desconocidos, personas que no saben quién es, sobre su pasado. Son extraños que no temen a sus ojos, al tono emocionado de su voz; que, en efecto, piden su opinión en cuanto a qué deberían comprar y le agradecen por la recomendación en la siguiente ocasión que le ven. Son extraños que van convirtiéndose en conocidos; algunos de esos conocidos, en amigos.

Es un buen cambio, confiesa a Semi y Wakatoshi más tarde en el nuevo departamento que comparten, porque puede escuchar muchas historias interesantes que van acompañadas de la comida que preparan ahí, de lo que venden. Ha sido ya testigo de cumpleaños, de felicitaciones por obtener un nuevo ascenso, de recompensas significativas por lograr una pequeña meta. Tanto le ha emocionado que, con su primera paga, compra los ingredientes necesarios para un lujoso postre que la dueña le recomienda y ayuda a preparar en cuanto Satori le hace saber sobre sus gustos peculiares.

Es emoción y curiosidad, su ansia de querer saber más —alimentada por el propio Semi—, lo que le lleva a preguntar después de dos meses de trabajar ahí cómo es que puede preparar más postres, con mucho chocolate de preferencia.

Es así que, con dos pares de manos sabias y con arrugas en ellas, es que Satori se siente de vuelta en el gimnasio. Siente como si aprendiera nuevos trucos, con el mismo tipo de libertad de hacer lo que quería en el gimnasio, pero esta vez con los ingredientes sobre la mesa ante él. Se siente con la misma libertad, a pesar de estar en un lugar tan confinado, de ser tan diferente a lo que el amplio espacio del gimnasio podía ofrecerle.

Le enseñan varias recetas viejas, otras tantas nuevas. Las buscan y encuentran en los libros, en internet, en donde pueda hallar algo de su agrado; pero Satori siempre se olvida de las cantidades exactas. Experimenta con los ingredientes, tratando de adivinar si lo que hará tendrá un buen sabor o se arrepentirá de ello después. Algunas veces termina con harina sobre su cabello —lo que provoca unas cuantas risas por parte de Semi—; otras, con chocolate sobre el rostro o la ropa.

Sea lo que sea que prepare, Wakatoshi y Semi se lo comen. Son sus sujetos de prueba, les hace saber con afecto, a lo que Semi replica algo parecido a «no hay afecto si se tiene que someter a esa tortura diaria». A pesar de que esa es su respuesta, siempre se come lo que Satori le ponga en el plato.

Es una buena distracción, hasta que el día de primavera llega. Wakatoshi debe marcharse, ir a otros lugares, continuar en su aventura de una de las cosas que más ama. Empieza su carrera deportiva y Satori no puede sentirse más feliz por su amigo, quien sigue su sueño de pequeño, recordando los buenos momentos con su padre, con sus antiguos compañeros antes de que inicie un nuevo partido.

En cambio, las clases de Satori inician, en la escuela escogida por su padre, en el programa que éste y su madre decidieron es mejor para él.

El campus luce normal, la gente luce normal. No hay nada que llame su atención a excepción de los rumores que empiezan a circular en cuanto las miradas se posan sobre él. Son muy esquivas, permaneciendo sobre su presencia durante escasos segundos porque, en cuanto se encuentran con los ojos rojizos de Satori, se desvían para no verle otra vez.

«Da miedo.»

«Es el de Shiratorizawa.»

«¡Shh! Te va a escuchar.»

Satori bufa, pues no dicen nada sorprendente, nada que no sepa. Él está ahí para cumplir mientras trata de no derrumbarse o de sucumbir ante algún posible recuerdo.


Satori quiere creer que la existencia de las cosas que le preocupan es casi nula. La mayoría de las veces se siente ansioso por descubrir las cosas que en realidad le interesan, que le hagan emocionarse al punto de enfocarse en ellas hasta que esa flama de curiosidad se apague.

Justo en esos momentos, lo que atrapa su curiosidad son las múltiples hojas de papel que descansan sobre la mesa. Algunas están llenas de palabras clave, unos con tantos rayones sobre ellas al grado de ser ilegibles. Tienen manchas; es tinta que se ha corrido y ha ensuciado las siguientes líneas.

«Sí, espero que encuentres

Una pequeña verdad en un mundo lleno de lindas mentiras.»

—Satori —llama su nombre en un volumen no muy alto, pero no tan bajo. Al menos no se trata de un susurro.

Cuando Satori se voltea para ver al otro, nota cómo éste primero luce sorprendido, después temeroso. Al final, Semi empieza a tratar de controlar el enojo que provoca que su cuerpo tiemble un poco. Preguntaría sobre ello, si le sucede algo, pero lo que ahora tiene toda su atención es cómo le ha dicho. No fue su apellido, sino su nombre. Semi nunca hace eso, nunca le llama así.

Lleva puesto el suéter morado a rayas que Satori le obsequió hace tiempo, con las mangas levantadas a la altura de los codos. En sus manos hay rastros de tinta, prueba irrefutable de que él es quien dejó el desorden de hojas, de que aquellas letras son obra suya.

Camina hacia la mesa. Sin decir palabra, recoge cada una de las páginas, incluyendo las que tienen muchas arrugas o están a punto de romperse debido a la fuerza con la que el bolígrafo rayó sobre ellas. Sus manos tiemblan, sus ojos están fijos sobre las líneas que Satori tuvo el atrevimiento de leer.

Es algo privado, muy personal que proviene de la mente de Semi. Satori siente que traicionó la confianza que se depositó en él.

—Sabes que te quiero, ¿cierto? —dice, ya tranquilo, en lugar de las palabras que Satori pudo haberse imaginado que diría.

Es directo, tal como a él le gusta que sean con su persona. No le gustan los mensajes ocultos con los que, se supone, todos se deben comunicar. Desprecia las falsas interpretaciones, el hacerse ilusiones con palabras que resultan ambiguas o con significados insípidos, con declaraciones de las que luego se pueden retractar y echar la culpa al otro por haber «malentendido» la situación.

¿Cómo no saberlo? Después de aquel beso único, el que sí significó algo, es imposible ignorar. Quiere responder a Semi «yo también te quiero», pero las palabras se quedan atoradas en su garganta porque, ¿de verdad puede hacerlo? Satori conoce bien sus sentimientos, los ha reconocido por un largo tiempo: es feliz. Se trata de un tipo de felicidad distinto al que se presenta cuando se encuentra disfrutando algo que le gusta, este es del tipo que no puede contener por más que lo intente.

Se alegra con tener la presencia de Semi siendo una constante en su vida, de saberse apoyado por él en las decisiones que toma; de no hacer más que convivir, reír y llorar juntos —como ya han hecho—. No se siente cómodo con muchas cosas, pero le gusta tomarse de las manos, que los dedos de Semi Eita repasen las cicatrices de sus manos, se enreden en sus rojizos cabellos cuando tratan de acariciarle.

—También te quiero, Semi-Semi.

La expresión de Semi es incrédula y, hasta cierto punto, de hastío. Sus manos comienzan a temblar, lo que le indica a Satori que, en definitiva, su respuesta no es no es lo que el otro se espera. De repente, los ojos se Semi se clavan en él, decididos a no alejarse, a que se muestre en ellos la verdad de sus siguientes palabras.

—También quiero a Wakatoshi. Es mi amigo. Pero incluso a los amigos se les quiere diferente.

Satori cree que puede entender aquello. Él no quiere a Wakatoshi como quiere a Semi, tampoco los quiere de la misma forma que a Reon. Es como los padres cuando hablan de querer a sus múltiples hijos, piensa. Aunque ese no es su caso puesto que es hijo único, pero ha visto cómo otros miembros de su familia —hermanos y hermanas de sus padres— demuestran un tipo diferente de afecto con cada uno de sus hijos.

—Mi querer —Semi continúa ante su silencio—, es como el de mis libros, los que has leído. Soy así de egoísta.

Rememora fragmentos de esas historias que, en algunos casos, se le hicieron absurdas o exageradas. Admite para sí que algunas veces no pudo evitar pensar en egoísmo y en decisiones apresuradas que llevaron a demostraciones de afecto —o falta de ellas— que terminaron en reproches, en algo peor; pero, al finalizar el libro por cuarta vez, se cuestionó. ¿De verdad es egoísta es renunciar a la libertad propia, incluso a la vida misma, por estar con alguien más?

«¿Es egoísta renunciar a tu libertad por estar conmigo?»

Quiere decir esa pregunta en voz alta, aunque decide poner un freno a sus acciones y no lo hace. Si lo hiciera, Semi se enojaría con él y estaría sin dirigirle la palabra el tiempo que fuera necesario hasta que se sintiera más tranquilo. Después de todo por lo que ha pasado y gracias también a su habilidad extraordinaria para adivinar, es muy consciente de los sentimientos de sus amigos. Esa pregunta, sin dudas, sería un insulto para Semi.

Entonces, una imagen viene a su mente. Se trata de una posible escena que se ejecutaría si Wakatoshi estuviera ahí presente, con ellos. De seguro le vería con el ceño fruncido, preocupado, como si hubiese dicho un disparate o algo impropio de él para después, con ese tono de voz determinado que posee, asegurarle: «Satori, nadie está renunciando a nada. Mereces que te quieran». Ah. Cómo extraña a Wakatoshi.

Suspira. Satori piensa «¿por qué no?» mientras sonríe; el Wakatoshi de su imaginación imita ese gesto para después desaparecer.

—Semi-Semi, estoy empezando a pensar que eres un idiota —Satori declara de esa forma porque es la única que siente es adecuada, propia de sí. Continúa tan pronto como el ceño fruncido de Semi hace su aparición— ¿También tengo que escribirte una «Colección de visitas nocturnas» para que me entiendas?

Quiere decir más porque de verdad le intriga. No logra comprender cómo es que, exceptuando a Wakatoshi, Semi ha aceptado e incluso entendido el ritmo que Satori tiene. El otro termina sus canciones, sabe qué decirle en las situaciones adecuadas, se convierte en su conejillo de indias y mucho más sin llegar a perder un ápice de esa sensación a libertad con la que Satori le asocia.

La expresión en el rostro de Semi cambia. Primero había atisbos de enojo en él que, en cuanto Satori terminó de hablar dieron paso al desconcierto. Después, cuando al fin comprendió todo, no pudo hacer más que permanecer en silencio, sonrojándose al recordar aquella línea que provenía de uno de los relatos del primer libro que prestó a Satori, cuando aún estaban en Shiratorizawa. Una línea insignificante, apenas mencionada y olvidada con facilidad, pero que se quedó grabada en su corazón debido a la similitud de sus encuentros nocturnos.

Satori ahora cree entender un poco esas historias. No significa que esté de acuerdo con ellas o que algunas de las cosas que piensa cambien tan rápido.

—Eres un idiota.

No niega ni acepta aquella declaración. No puede hacerlo, en cambio sonríe. Tampoco puede dejar de ver a Semi, la forma en la que sus manos halan las mangas de su suéter para limpiarse los rastros de las lágrimas que abandonan sus ojos.

El abrazo que da a Semi es menos torpe e igual de ansioso que la primera vez que le abrazó.


Cuando la primavera llega y trae consigo otro comienzo, cuando está a punto de empezar su segundo año, es imposible no escuchar a su alrededor. Hay rumores ya, otra vez, sobre él. Sobre Shiratorizawa, el «imperio» derrotado ante un equipo, en esencia, desconocido. Al principio, aunque no lo deseara, Satori se vio afectado por los rumores. Era como volver en el tiempo, cuando era un niño pequeño y los otros no querían jugar con él por temor a lo que el «yokai Tendo Satori» pudiera hacer. Ahora, gracias a varios consejos de Wakatoshi —alma gentil que explica sus propias interpretaciones del mundo—, ya no le afectan aquel tipo de mentiras. ¿Quién sabrá más sino la persona que los vivió?

Eso no significa que no llegue el punto en el que se canse de todo ello.

Sigue trabajando en el mismo local y ahorra la mitad de su paga; el resto lo divide en los gastos del departamento que renta ahora sólo con Semi —completándose con lo que tenía ahorrado—. A veces, Satori suele bromearle a Wakatoshi que éste ya emprendió el vuelo y que está muy orgulloso de él; pero su amigo no es muy bueno al entenderle, por lo que prefiere cambiar el tema, preguntando lo que se le ocurra sobre las ciudades en las que Wakatoshi ha estado y que los tres, en definitiva, algún día deben ir a visitar.

Por otro lado, Satori cada vez se ausenta más de las clases al perder el casi nulo interés que tenía en ellas. Aprueba las materias sin esfuerzo alguno, no porque sea fácil, sino que todo es tan… predecible. Nada le supone un reto, a diferencia de las horas que pasa en la pequeña cocina de la panadería, junto a los hornos o al refrigerador enorme, moldeando figuras de delicioso chocolate que le han mantenido despierto hasta altas horas de la noche.

Desde que le enseñaron a moldear, esculpir y dibujar con el chocolate, no hay cosa que Satori disfrute hacer más que esa. Sus dedos se mueven, tienen pequeños espasmos que sólo pueden ser aplacados si vuelve a la cocina para crear algo nuevo.

—Estoy aburrido. Todo es muy fácil… o muy aburrido.

Declara en voz alta para después dejar salir un suspiro que atrae las miradas de Wakatoshi —quien se encuentra de visita— y Semi. Mientras Wakatoshi alza una ceja —Satori tiene que pedirle que le enseñe cómo hacer eso—, Semi le observa. No es condescendencia lo que hay en su rostro, sino genuino interés. Vislumbra, además, un poco de tristeza.

Semi abre la boca un par de veces, dudando sobre lo que sea que quiere decir. Satori no está muy seguro de la expresión que tiene su propio rostro, pero algo hay en él que le da a Semi el impulso que necesita.

—¿Estás seguro de que quieres estudiar esto?

Satori está a punto de responder «sí». Se detiene a tiempo. Es un reflejo, una costumbre muy arraigada de la que se está deshaciendo poco a poco gracias a sus amigos. Cada vez, con mayor firmeza, es capaz de rechazar las imposiciones que, durante toda su vida, sus padres han hecho sobre él y que le obligaron a aceptar como propias.

No responde en ese momento, en su lugar, cambia de tema.

—Semi-Semi, abrázame.

—¿Qué?

—Cambié de opinión —anuncia. Se recuesta sobre el sofá y se estira, aunque sus pies quedan colgando del reposabrazos. Apoya su cabeza sobre las piernas de Semi, agarrándolo de almohada, imitando una escena de un manga shojo lleno de romance que leyó hace unos días.

Algunas veces se pregunta cómo debería actuar, qué es lo que Semi espera o quiere de él. ¿Es así como se supone debe ser una relación? ¿Dudar siempre si lo está haciendo bien o mal? ¿No cumplir con lo que su compañero de vida desea? Satori sabe que hay acciones con las que no se siente seguro, así como sabe que siempre estará dispuesto a tomarse de las manos, abrazarle, incluso darle un beso —en escasas ocasiones—. Son acciones pequeñas que con otra persona se sentiría incómodo, pero no con él.

Satori quiere a Semi, demasiado, como nunca había querido algo o a alguien. Es un impulso diferente, un complemento del ánimo que brinda Wakatoshi y que le motiva a hacer las cosas. Se siente bien, feliz. Es por ello que, incluso cuando confía en las palabras y ojos honestos de Semi al decirle que también le quiere, tiene miedo. Está tan acostumbrado a que las únicas cosas buenas que le han pasado sean tan poco duraderas que teme que un día Semi desaparezca de su vida, tal como sucedió con sus recuerdos. Después, está seguro, regresará la memoria de su sonrisa, de sus suéteres y flores morados, de sus lágrimas al mencionar las crónicas de visitas nocturnas sólo para dejarle a Satori una cicatriz figurada y permanente de que alguna vez Semi estuvo ahí, con él.

Semi es libre, se recuerda. Puede alejarse de Satori cuando ese pequeño amor que siente por él se extinga… en especial si la forma en la que Satori quiere a alguien no es la misma que los demás esperan de él.

Esta última idea trae consigo un sentimiento desagradable.

—¿En qué piensas? —Semi pregunta en voz baja. Parece un susurro, una cuestión que le da a Satori la oportunidad de ignorarla si así lo desea. Sus dedos se posan en el cabello rojo y aprovechan para desenredarlo, deshacer los nudos que encuentran a su paso.

Los ojos rojos de Satori buscan en la habitación, pero no encuentran rastro de Wakatoshi. Por más que confía en él, no quiere que su amigo escuche sus inseguridades y le vea como siempre, como si Satori fuera estúpido por no comprender que hay personas que le quieren por el hecho de ser él, que se molestan cada vez que se trata a sí mismo como un demonio.

Satori confiesa, sus ojos en el techo del departamento, un reflejo de la ocasión en la que habló de sus recuerdos con Wakatoshi por primera vez. Los dedos de Semi pausan unos segundos, pero no se detienen, siguen peinando su cabello, incluso cuando sus ojos cafés reflejan una emoción diferente al escuchar las palabras que forman los labios de Satori, al mencionar que Semi es libre de dejarle si así lo quiere.

—No voy a dejarte, Satori —La mano libre de Semi alcanza la suya. Su pulgar busca, sin ser consciente de ello, la pequeña cicatriz que Satori tiene grabada en el dorso de la mano—. ¿A menos que quieras que nos separemos?

Satori niega rápido con la cabeza.

—Eso es impensable —declara.

—Mientras estés seguro de lo que sientes por mí, todo está bien —Semi continúa mientras sus labios se curvan un poco—. No tienes que hacer nada que no quieras. Sólo tienes que ser tú.

—Esa respuesta es muy amplia, Semi-Semi.

La sensación cálida que se forma en el pecho de Satori se extiende rápido por todo su cuerpo.

Cuando Wakatoshi regresa de la cocina, trae unos aperitivos consigo y el momento vuelve a ser de ellos tres. Escogen una película al azar, deleitándose con lo absurdo del guion, las actuaciones exageradas además de los malos efectos especiales. Ven una película cuyas imágenes no representan más que un borrón para Satori, pues está más concentrado en los dedos que peinan su cabello, en la mano un poco fría que sostiene la suya.

«No tienes que hacer nada que no quieras.»

La respuesta a ello la da a mediados del otoño de ese segundo año en la universidad, antes de que llegue otra primavera, otro comienzo: firma todos los papeles necesarios, paga lo que corresponde, da vueltas y vueltas hasta que le confirman que su trámite está listo.

Sin ningún arrepentimiento y ante las miradas incrédulas de secretarios, alumnos y maestros que pasaban por ahí, Satori abandona la escuela.


Satori sabe que es excelente en cualquier actividad que llame su interés el tiempo suficiente como para seguir haciéndolo. Esta es la razón principal por la que no teme anotar varios ingredientes extravagantes para la nueva receta que hará en la clase de repostería de un curso al que se inscribió. Aunque no por ello espera que, un día, Semi venga a la tienda con una enorme sonrisa sobre el rostro y unas cuantas hojas impresas en una de sus manos.

—Hola —dice; le falta el aliento. No por ello deja de sonreír.

Mechones de cabello se pegan a su frente y mejillas gracias al sudor. Afuera hace un frío insoportable —parece invierno, a pesar de que esté a menos de tres semanas de llegar—, tanto que Satori tuvo que cambiar un poco la temperatura del aire acondicionado adentro del local. Sabía que había personas un poco locas en el mundo, pero no se esperaba que Semi fuera una de ellas. No es que le moleste, le admira por ello. No cualquiera corre una larga distancia hasta allí con ese clima, con el frío golpeándole la cara y dificultando un poco la respiración.

Semi ha ido varias veces al local, por lo que los dueños ya le conocen. No hay problema en dejarle unos segundos mientras él va a buscarle un vaso con agua y una toalla de mano de su anime favorito de temporada —siempre presente en su mochila— para que se limpie el sudor.

Cuando Satori regresa, los papeles un poco arrugados que Semi trae consigo descansan sobre el mostrador.

—¿Por qué la prisa, Semi-Semi?

Semi no responde. Se bebe el agua poco a poco, mientras intenta regularizar su respiración.

—¿Qué es esto?

Parece ignorar todo, incluso los papeles que traía y ahora ha dejado a la vista de cualquiera. Satori es un alma curiosa, así que se defenderá si llega a recibir algún reclamo por parte del otro si termina leyendo lo que no debe.

Basta con que sus ojos lean el encabezado para que cualquier defensa quede atrapada en su garganta. Lee una, dos, tres, varias veces, hasta que su mente alcanza a comprender qué es lo que está frente a él. Es una convocatoria para una beca en una escuela de repostería fina… en París, Francia.

Mientras Satori, demasiado intrigado, se encuentra leyendo ahora con detenimiento, Semi se recarga del mostrador y mira hacia afuera. Ve sin prestar mucha atención a cada una de las personas que van caminando a sus trabajos, sus casas o a comprar obsequios para las festividades cercanas. Permanece en silencio durante todo el tiempo que a Satori le toma comprender lo que está escrito en las hojas de papel: cada uno de los requisitos, bases y restricciones, así como los motivos de revocación. Cuando termina, sus ojos rojizos se posan sobre Semi, quien ahora observa una pequeña tarta con chocolate que Satori preparó por la mañana.

—He leído que la cocina y repostería de Francia son exquisitas —Semi comenta sin voltear a verle, ya tranquilo, como quien habla sobre el clima. La sonrisa que sus labios forman le recuerdan a aquella ocasión en la que desarrolló una nueva jugada para poder seguir en el equipo de Shiratorizawa.

Semi siempre avanza, siempre le sorprende. Asiente para sí, muy decidido, con la sonrisa todavía presente en los labios y compra aquella tarta que Satori preparó. Antes de irse, toma la mano de Satori, regalándole una de sus amplias sonrisas y da un pequeño apretón para dar fuerza a sus siguientes palabras.

—Piénsalo, ¿sí?

Es difícil no hacerlo cuando Semi se marcha, en especial cuando deja los documentos sobre el mostrador. Con sus acciones hace una promesa detrás de sí, una declaración y una cuestión que Satori no puede olvidar durante el resto de su turno. Cuando los clientes llegan, parece un robot: sus acciones son programadas, mecánicas y automáticas. No siente el paso del tiempo hasta que le indican que puede irse e, incluso después de eso, sigue pensando en la beca. Sus dedos son muy conscientes del peso de las hojas que llevan entre ellos.

Cuando llega a su departamento y anuncia su llegada, la voz de Semi no está ahí para recibirle. Es extraño no escuchar nada, pues el otro siempre está en el departamento antes de que Satori llegue. La luz de la sala está encendida, por lo que se dirige hacia allí esperando encontrarle y no se trate de un despiste por parte de ambos.

—¿Semi-Semi? —dice y asoma la cabeza.

Semi está ahí, pero no responde. Se encuentra absorto en un vídeo de una de sus últimas presentaciones en un club pequeño, pero más grande de lo que se había imaginado. Los boletos se vendieron muy bien y el público los adoró, por lo que el encargado del club le pidió a la banda la posibilidad de presentarse en una fecha futura más pronta de lo que se imaginaron.

Le rodean cuadernos, unos cuantos bolígrafos y varias hojas de papel desperdigadas por toda la mesa de centro. Unas de ellas tienen notas musicales, otras más palabras que a Satori se le hace un poco difícil distinguir desde el lugar en el que está. Parece que, después de fracasar en leer una de las nuevas canciones, Semi al fin se da cuenta de su presencia. Da un pequeño sobresalto y suelta el bolígrafo que tiene en su mano. Satori lo ve rodar un poco hasta que la mesa lo detiene por completo.

—Lo siento, no te escuché llegar.

—No hay problema —dice, su vista sigue atrapada por el bolígrafo azul. El volumen del vídeo de Semi permanece igual y, a pesar de que escucha las palabras con claridad, no alcanza a entenderlas.

—¿Tendo?

Satori al fin despega la vista del bolígrafo y, cuando se gira a ver a Semi, éste tiene una expresión que sólo le ha visto una vez. Fue aquella noche en la que se incrustó un pequeño cristal en la mano que activó todas las alarmas de Semi y casi le obligó ir al hospital. Esta vez no hay una emergencia, no hay nada que provoque temor o ese tipo de reacción. Satori no logra comprender la razón de aquella emoción.

—¿Qué sucede? —pregunta porque se siente perdido.

—¿Estás bien?

Asiente sin pensarlo. Semi mantiene la misma expresión de miedo y preocupación hasta que deja salir un suspiro. Toma todas las hojas que están en el sofá —nuevas canciones, Satori deduce—, las acomoda en una pila y las pone sobre la mesa; después, da un par de golpecitos en el lugar a su lado para que Satori se siente junto a él.

Casi obedece. En lugar de tomar asiento, se recuesta sobre el sofá. Sus piernas cuelgan de éste, apoyadas sobre uno de los respaldos mientras su cabeza toma de almohada las piernas de Semi. Es una posición a la que están acostumbrados y con la que ambos se sienten cómodos. Los dedos de Semi —con manchas pequeñas de tinta de colores azul y roja, que se entremezclan para formar un morado muy oscuro— van de inmediato a su cabello, deslizándose entre las hebras largas y delgadas de color rojo.

Se quedan en silencio por un rato, tiempo en el que Semi permanece igual. Su ceño está fruncido, mordiendo apenas su labio inferior debido a lo concentrado que está, revisando su rostro en búsqueda de algún indicio que contradiga las palabras previas de Satori. Los dedos que a menudo rasguean o bailan sobre las cuerdas de una guitarra no dejan de moverse con movimientos delicados. Le tranquilizan.

—Oye, Semi-Semi.

—¿Mmm? —apenas si habla.

—Tú tienes más experiencia que yo en esto de las becas.

Los movimientos de Semi no se detienen. Sin embargo, hay una pequeña pausa; después, un espasmo en ellos. Un temblor apenas perceptible por Satori gracias al hábito, a la acostumbrada sensación de tenerlos acariciando su cabello. En ese momento las nota. Aquellas manchas oscuras bajo sus ojos crecieron. La palidez que su rostro adquirió tras haber estado sin dormir bien desde hace semanas.

Ya lo regañará después.

—¿Te divertiste? ¿En Shiratorizawa?

—Sí. Fui libre de hacer lo que quise, incluso ante Karasuno y eso es suficiente para mí —declara muy convencido, trayendo a la conversación los rumores que Satori escuchó en su antigua universidad sin mencionarlos del todo.

Es imposible no escucharlos, no borrarlos de su memoria porque van a dondequiera que Satori vaya.

—No tienes que hacer nada que no quieras —Semi añade al notar el repentino silencio de Satori. Repite sus palabras de noches atrás, las que le impulsaron a abandonar algo con lo que no se sentía para nada como él.

Con una sonrisa final, vuelve a sus múltiples hojas de papel. Al mar de letras en su cabeza, a las declaraciones sentimentales que tienen mucho más sentido cuando van acompañadas de música que, en ocasiones, también compone.

El tic tac del reloj le recuerda que la fecha marcada en los documentos está cada vez más cerca.

—Quiero ir —anuncia en un susurro.

Semi no se detiene, sigue trabajando, aunque todavía le da su atención a aquello que quiera decir.

—¿Pero…?

Pero tendré que irme; ya no los veré más; mis padres aún no saben que dejé la escuela, no sé cómo reaccionarán… las dudas se apilan. Se convierten en un ancla fija, pesada, a la comodidad y tranquilidad de la que goza ahora, dos cosas que jamás había tenido, cosas a las que no quiere renunciar. Satori es un capitán que tiene miedo a zarpar y aventurarse por el océano, no por lo que éste pueda hacerle, sino porque el puerto al que está anclado es su hogar.

La emoción de Semi aumenta al mismo tiempo que lo hacen las dudas de Satori. Se debate, aún reacio ante la idea de irse. No es que no quiera hacerlo. La oportunidad está ahí para tomarla, para ejercer la libertad que tanto anheló. No le duelen sus padres, está acostumbrado a no verlos, a que sus encuentros sean no más que una mera formalidad. Lo que le duele es que tendrá que irse mientras su puerto… su hogar, Semi se debe quedar atrás.

—Si te preocupa la distancia… —Semi empieza. A Satori le maravilla la idea de que él también pueda convertirse en un adivino. No un monstruo como él, pero sí un maestro. Un maestro de la adivinación experto en Tendo Satori, casi tanto como Wakatoshi—. podemos hacer videollamadas, la diferencia horaria no es mucha, creo...

Los dedos abandonan su cabello para dar un ligero masaje a sus sienes. Se siente relajado, tan distraído por ello que no escucha lo siguiente que Semi dice. Culpa a esta misma distracción el no poder adivinar su siguiente pregunta.

—¿Qué es lo que quieres hacer?

Después de eso, se quedan en silencio. El único ruido de fondo es la canción del vídeo de Semi. Se trata de una melodía con cambios drásticos tanto en música como en las sílabas y tono de voz. Notas altas, medias y bajas que simulan sus nervios. Los latidos del corazón de Satori se mueven al mismo compás que marca el segundero del reloj.

Cuando deciden irse a dormir, sigue en su cabeza. «¿Qué es lo que quieres hacer?» su mente susurra, la pregunta da vueltas al mismo tiempo que él da vueltas sobre la cama. El silencio reemplaza la música; el reloj a la voz cantante. Se gira hacia la ventana, donde la luz de la luna se filtra por las delgadas cortinas blancas.

Tic tac tic tac…

El segundero sigue marchando, sin detenerse ni preocuparse por sus dilemas. Avanza y no mira hacia atrás, no se pregunta por los segundos pasados. Se lleva, con lentitud, la oscuridad del cielo. Oculta las estrellas con un cielo azul tenue, después trae los rayos del Sol y claridad, un azul más intenso que el de antes. Al mismo tiempo, con esos cambios hace su anuncio: un día menos. La fecha límite está más cerca.

No puede más, así que patalea las múltiples mantas que le cubren y se levanta. La luz le lastima los ojos a pesar de que no está del todo expuesta a ella. Sus ojos rojos se encuentran irritados por no haber tenido descanso alguno. A pesar de ello, su mente se siente muy despierta y Satori nunca ha sido capaz de calmarla.

Después de una hora sentado en una de las sillas del comedor —que él siente como si hubieran sido más—, escucha ruidos que provienen de la habitación de Semi. Las bisagras de la puerta rechinan —les falta un poco de aceite, Satori piensa— y después le ve salir. Su cabello es un desastre total, apunta a todos lados, está enredado. Frota uno de sus ojos —el derecho, con el que suele escribir sus canciones— con el puño de su mano y camina hacia la cocina, arrastrando los pies. Bosteza.

—Buenos días, Semi-Semi —Satori saluda con una energía positiva incomparable que dista mucho de cómo se siente su cuerpo.

Semi parece responder a su saludo, pero las palabras son tan extrañas que no considera que cuenten como tal. Empieza a preparar el café que le ayuda a despertar, con movimientos un poco torpes que le hacen creer a Satori que le han ocasionado unos cuantos accidentes en el pasado.

—Oye Semi-Semi —se aventura a decir una vez que la cafetera termina su trabajo.

El chico hace un sonido extraño para hacerle saber que está escuchando. Cabecea un poco mientras se sirve una taza de café hirviendo. Su impulso le obligó a llamarle antes de pensar qué es lo que quiere expresar, cómo hacerlo. Es el mismo impulso que le dice «no te arrepientas» el que ocasiona que hable de ello como habla de su vida diaria.

—Necesito desempolvar mi francés y conseguir unos documentos —hace unos ademanes a la vez que mira hacia otro lado. Una parte de él se muere por ver la reacción de Semi, la otra se encarga de evitarle. Es ésta última la que gana.

Después de no recibir respuesta, de que no se escuche ni un solo ruido, Satori se aventura a regresar la mirada hacia Semi. El sueño parece haber abandonado su cuerpo, quien ahora le mira muy despierto, boquiabierto y sorprendido.

—¿Qué? —Es lo único que logra decir.

Su taza de café permanece sobre la mesa, olvidada. Satori agradece que haya estado ahí, no querría que hubiese un accidente. Aunque, si lo piensa bien, los reflejos de Semi son muy buenos, por lo que el riesgo de que una taza se rompa disminuye mucho, no así el de una quemadura con el líquido caliente.

—¿Qué dijiste? —vuelve a preguntar, pero su expresión es diferente a la de hace segundos. El brillo en aquellos ojos que aún intimidan a Satori es inigualable; una sonrisa amplia se dibuja en su rostro y una carcajada empieza a escaparse de sus labios.

A Satori se le hace imposible no devolverle el gesto.

—Espera aquí —dice, como si Satori estuviera a punto de arrepentirse o de irse cuando no tiene la mínima intención de hacer ninguna de las dos.

Semi va rápido hacia su habitación y regresa con un folder lleno de hojas. Las despliega sobre la mesa, junto con los múltiples bolígrafos de animes diferentes que Satori le ha regalado. Aquellas hojas son formatos. Formatos muy específicos cuyos títulos rezan algo similar a «solicitud de ingreso a la universidad» y «beca». Es una verdadera y muy grata sorpresa que Semi saque los papeles que, es curioso, tienen algunas secciones llenas con una caligrafía que no es la suya.

Comienza a revisarlos, pero se da cuenta de que casi toda la información es correcta. Sólo debe corregir algunas cosas —pequeños detalles— y volver a llenar los formatos, pero esta vez con puño y letra propios.

La hora del desayuno se convierte en la hora de llenar varias copias para que Satori persiga una ambición que no sabía que quería. Semi da sorbos a su café al mismo tiempo que lee con detenimiento otro paquete de papeles. Marca algunos párrafos y, cuando asiente, contento con su trabajo, se los tiende a Satori.

Al inicio del documento se lee «Convocatoria para concursar por una habitación». Semi le explica aquella oferta exclusiva para estudiantes, investigadores y artistas, a quienes se les dará la facilidad de tener un lugar para vivir durante un corto período de tiempo de lo que dure su estancia en París. Señala cada uno de los párrafos marcados, así como la importancia de cada uno de ellos.

Para aplicar, sin embargo, necesita enviar una copia del documento probatorio de su aceptación en la universidad... Documento que aún no posee, pero que, con la misma suerte que parece tener ahora, se le enviará hasta dentro de unos meses.

—Ahí dice "sin exceder tres ciclos universitarios" —Satori comenta algo que llama su atención.

—¿Dónde?

—Aquí —señala con el dedo la sección del documento dirigida a los estudiantes.

—¿El ciclo es el mismo que aquí?

—No, este empieza en septiembre y termina en junio. Primero es un ciclo —Satori dice convencido mientras asiente una vez—, pero me puedo postular para otro después.

—Oh, pero eso no es problema. Si no te seleccionan, se puede rentar un departamento.

La declaración de Semi resuena en la pequeña cocina. Es honesta. Sus ojos están más ocupados leyendo a la vez que su mente analiza el texto en búsqueda de ambigüedades o de aquellas «letras pequeñas» que puedan cambiar sus planes. Un «que nada te detenga» va implícito, pero Satori siente que lo escucha fuerte y claro.

—Supongo que con lo que tengo ahorrado alcanza…

—Si no alcanza, siempre tenemos mis ahorros.

Es el turno de Satori de no creer lo que está escuchando. Sabe lo mucho que Semi ha estado trabajando, lo mucho que se ha esforzado por gastar la cantidad mínima necesaria. Sabe que su decisión debe ser muy importante para que Semi ofrezca, sin dudar, sus ahorros.

—Semi-Semi, estás mal de la cabeza… creo que por eso te quiero.

—Cállate —responde sin veneno en su voz. Su mano derecha alcanza su taza de café, ya vacía, con la que se encarga de cubrir sus labios para ocultar la sonrisa que hay en ellos.