CAPÍTULO 2
La mística isla de Morar se cubrió de eventide, la arena de sílice reluciente como plata, bajo las botas del Rey Hashirama mientras se paseaba de un lado a otro, esperando el retorno del Bromista de la corte con impaciencia.
La Reina y sus cortesanos favoritos estaban celebrando Beltane alegremente en un pueblo de las remotas Highlands. Ver a su elfina Mito bailar y coquetear con los highlanders mortales había estimulado sus celos en una ira insomne. Había huido de los fuegos de Beltane antes de sucumbir al deseo de aniquilar el pueblo entero. Estaba demasiado enfadado con los mortales para confiar en sí mismo estando junto a ellos en esos momentos. El simple pensamiento de su Reina con un hombre mortal lo llenaba de furia.
Como la Reina de las Hadas tenía sus favoritos entre sus cortesanos, también los tenía el Rey de las Hadas; el taimado Bromista de la corte era su compañero de copas y espadas desde hacía mucho tiempo. Lo había despachado para estudiar al mortal llamado Sasuke, para recoger información con la que pudiera preparar una venganza digna para el hombre que se había atrevido a entrar en territorio de las hadas.
—Su masculinidad a media asta pondría envidioso a un semental… él exige el alma de una mujer. —El Rey Hashirama se burló de las palabras de su Reina en falsete acerbo, entonces escupió irritado.
—Me temo que es verdad —dijo el Bromista rotundamente cuando apareció a la sombra de un serbal.
—¿Realmente? —el Rey Hashirama hizo una mueca. Se había convencido de que Mito había embellecido un poco su historia; después de todo, el hombre era un simple mortal.
El Bromista frunció el ceño.
—Me pasé tres días en Edimburgo. El hombre es una leyenda viviente. Las mujeres claman por él. Pronuncian su nombre como si fuera alguna encantación mística garantizada para brindar el éxtasis eterno.
—¿Lo viste? ¿Con tus propios ojos? ¿Es hermoso? —el Rey preguntó rápidamente.
El Bromista asintió y su boca se torció amargamente.
—Completamente. Es más alto que yo.
—¡Tienes más de seis pies en todo tu esplendor! —objetó el Rey.
—Es casi una mano más alto. Tiene el cabello color del cuervo, atado en una cola lisa; los ojos negros ardiendo sin llama; la perfección cincelada de un dios joven y el cuerpo de un guerrero vikingo. Es repugnante. ¿Puedo mutilarlo, mi liege? ¿Desfigurar su semblante perfecto?
El Rey Hashirama ponderó esa información. Se sentía enfermo, con un hoyo en el estómago ante el pensamiento de ese oscuro mortal tocando los blancos miembros de su Reina, proporcionándole placer incomparable. Exigiendo su alma.
—Lo mataré para ti —ofreció el Bromista con esperanza.
El Rey Hashirama gesticuló con impaciencia.
—¡Estúpido! ¿Y romper el Pacto entre nuestras razas? No. Debe haber otra manera.
El Bromista se encogió de hombros.
—Quizás debamos sentarnos y no hacer nada. El mortal Sasuke está a punto de ser dañado de la mano de su propia raza.
—Dime más —pidió Hashirama, picada su curiosidad.
—Descubrí que Sasuke debe casarse en unos días. Está comprometido por un decreto de su rey mortal. La destrucción está a punto de llegar. Verás, mi liege, el Rey James ha pedido que Sasuke se case con una mujer llamada Samui Shimura. El rey ha declarado que si Sasuke no se casa con esa mujer, destruirá a los clanes Uchiha y Shimura.
—¿Y entonces? ¿Cuál es tu punto? —preguntó Hashirama con impaciencia.
—Samui Shimura está muerta. Murió hoy. Hashirama se tensó al instante.
—¿La dañaste, estúpido?
—¡No, mi liege! —el Bromista le echó una mirada herida—. Murió a manos de su padre. Yo no le puse la idea en la cabeza, sólo la llave de la torre de ella en el sporran de ese hombre.
—¿Significa eso que lo alentaste o no? —preguntó el Rey con desconfianza.
—Vamos, mi liege —el Bromista puso mala cara—; ¿piensas que yo acudiría a tal engaño y nos arriesgaría a todos?
Hashirama cerró y abrió sus dedos y estudió al Bromista. Imprevisible, hábil y descuidado, el Bromista no había sido todavía lo bastante tonto para poner en riesgo a su propia raza.
—Continúa.
El Bromista irguió su cabeza y su sonrisa brilló en la medialuz.
—Es simple. La boda no puede realizarse por ahora. El Rey James va a destruir a los Uchiha. Oh, y a los Shimura también —agregó irreverentemente.
—¡Ah! —Hashirama se debatió un momento, pensativo. Él no tenía que alzar un dedo y Sasuke moriría pronto.
Pero no era suficiente, rabió. Hashirama quería su propia mano en la destrucción de Sasuke. Había sufrido un insulto personal, y quería una venganza íntimamente personal. Ningún hombre mortal burlaba al Rey de las Hadas sin retribución divina: y cuán divino se sentiría destruir a Sasuke. El vislumbre de una idea empezó a tomar forma en su mente. Cuando la consideró, el Rey Hashirama se sintió más vital de lo que se había sentido en siglos.
El Bromista no se extrañó de la sonrisa arrogante que curvó los labios del Rey.
—Estás pensando algo malo. ¿Qué estás planeando, mi liege? —preguntó.
—Guarda silencio —ordenó el Rey Hashirama. Frotó su mandíbula pensativamente mientras se debatía entre sus opciones y refinaba su esquema cuidadosamente.
Si el tiempo pasaba mientras Hashirama trazaba sus planes, ningún hada lo notó; el tiempo significaba poco para la raza de seres que podía moverse a voluntad a través de él. Las primeras llamas de alba pintaron el cielo sobre el mar cuando el Rey habló de nuevo:
—¿Ha amado Sasuke alguna vez?
—¿Amado? —el Bromista se hizo eco inexpresivamente.
—Ya sabes, esa emoción para la que los mortales componen sonetos, pelean guerras, levantan monumentos —dijo el Rey secamente.
El Bromista reflexionó un momento.
—Yo diría que no, mi Rey. Sasuke nunca ha cortejado a una mujer que después no ganara, ni parece que alguna vez deseara a alguna en especial por encima de otra.
—¿Nunca se le ha negado una mujer? —preguntó el Rey Hashirama con un rastro de incredulidad.
—No que yo pudiera encontrar. Pienso que ninguna mujer que viva y respire en el sigo XVI podría negársele. Ya te lo dije, el hombre es una leyenda. Las mujeres se desmayan encima de él.
El Rey sonrió perversamente.
—Tengo otro mandado para ti, Bromista.
—Cualquier cosa, mi liege. Permíteme matarlo.
—¡No! No habrá ninguna sangre derramada por nuestra mano. Escúchame cuidadosamente. Pasa ahora a través de los siglos. Ve al futuro, allí donde las mujeres son más independientes y autosuficientes. Encuéntrame una mujer que sea irresistible, exquisita, brillante, fuerte; una que conozca su propia mente. Elígela bien: debe ser una mujer que no perderá la cabeza al viajar a través de tiempo, debe ser adaptable a los eventos extraños. Nada de traérnosla y confundir su cerebro. Debe creer un poco en la magia.
El Bromista asintió.
—Tienes razón. ¿Recuerdas a esa contadora de impuestos que devolvimos al siglo XII? Se convirtió en una loca delirante.
—Exactamente. La mujer que debes hallar debe estar habituada un poco a lo extraño, para que pueda aceptar viajar en tiempo sin derrumbarse —Hashirama ponderó eso durante un momento—. ¡Lo tengo! Aparece en Salem, donde todavía creen en las brujas, o quizás en Nueva Orleáns, donde los antiguos sonidos mágicos aún suenan en el aire.
—¡Lugares perfectos! —el Bromista se entusiasmó.
—Pero lo más importante, Bromista: debes encontrarme una mujer que albergue un odio especial por los hombres guapos y mujeriegos; una mujer que garantice convertir en un infierno viviente esa vida mortal.
El Bromista sonrió diabólicamente.
—¿Puedo embellecer tu plan?
—Eres una parte crucial de él —dijo el Rey con una promesa siniestra.
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Sakura Haruno se estremeció, aunque era un extraordinariamente caluroso mayo en Seattle. Se colocó un suéter por la cabeza y cerró las puertas francesas. Miró fijamente hacia afuera a través del vidrio y observó la noche descender sobre los jardines en salvaje desorden más allá del sendero.
En la luz penumbrosa, inspeccionó la pared de piedra que protegía su casa del 93 de Coattail Lane; entonces se volvió para realizar el escrutinio metódico de las sombras bajo los robles majestuosos, buscando cualquier movimiento irregular. Suspiró profundamente y se pidió a sí misma relajarse. Los perros guardianes que patrullaban las tierras estaban callados. Las cosas deben estar seguras, se aseveró firmemente.
Inexplicablemente tensa, ingresó el código en el panel de la alarma que activaría los detectores de movimiento estratégicamente montados a lo largo de un acre de césped. Cualquier movimiento no previsto de más de cien libras de masa y tres pies de altura activaría los detectores, aunque la advertencia chillona no convocaría a la policía o a cualquier agencia de la ley.
Sakura correría por su arma antes de correr hacia un teléfono. Convocaría al mismo diablo antes de soñar con llamar a la policía. Aunque habían pasado seis meses, Sakura todavía se sentía como si no pudiera vivir lo bastante lejos de Nueva Orleáns, ni aún cuando se distanciara a través de un océano o dos, algo que, sin embargo, no podía hacer; el porcentaje de fugitivos aprehendidos mientras intentaban dejar el país era espantosamente alto.
¿Eso era realmente ella?, se maravilló. Nunca dejaba de asombrarla, aún después de todos esos meses. ¿Cómo podía ella, Sakura Haruno, ser una fugitiva? Siempre había sido una ciudadana honrada, respetuosa de la ley. Todo lo que pedía de la vida era una casa y un lugar al que pertenecer; alguien para amar y alguien que la amara; niños algún día, niños que nunca abandonaría en un orfanato.
Había encontrado todo eso en Sasori Akasuna, el soltero de oro de la sociedad de Nueva Orleáns, o eso había pensado.
Sakura resopló cuando inspeccionó el césped una vez más antes de dejar caer las cortinas. Hacía unos años, el mundo había parecido un lugar diferente; un lugar maravilloso, lleno de promesas, excitación y posibilidades interminables.
Sólo armada con su espíritu irreprimible y trescientos dólares en efectivo, Sakura Doe había inventado un apellido para sí misma y había huido del orfanato el día que había cumplido dieciocho. Se había asombrado al descubrir préstamos para estudiantes para los que prácticamente cualquiera podría calificar, incluso alguien tan poco seguro financieramente como un huérfano. Había tomado un trabajo como camarera, se había inscrito en la universidad y se había embarcado en la empresa de hacer alguien de sí misma. Había algo, no estaba segura, pero siempre tenía el presentimiento de que algo especial estaba esperándola a la vuelta de la siguiente esquina.
Tenía veinte años, una estudiante de segundo año de la universidad, cuando esa cosa especial había ocurrido. Trabajando en Blind Lemon, un elegante bar y restaurante, Sakura había recibido la mirada, el corazón y el anillo de compromiso del oscuramente guapo Sasori Akasuna, el adinerado soltero de la década. Había sido el cuento de hadas perfecto. Había flotado durante meses sobre rosadas nubes de felicidad.
Cuando las nubes habían empezado a fundirse bajo sus pies, se había negado a observar demasiado rigurosamente, negándose a reconocer que el príncipe de cuento de hadas podía ser el príncipe de cosas más oscuras.
Sakura apretó los ojos deseando poder desterrar algunos de sus malos recuerdos de su existencia. ¡Cuán incauta había sido! Cuántas excusas había dado —para él, para ella— hasta que finalmente tuvo que huir...
Un maullido diminuto la llamó al presente, y le sonrió a la única cosa buena que había llegado entre todo lo malo; su gatita, Moonshadow, una precoz minina extraviada que había encontrado en una estación de gasolina en su camino al norte. Moonie se frotó contra sus tobillos y ronroneó entusiasmada. Sakura acurrucó a la pequeña criatura peluda y la abrazó estrechamente. Amor incondicional, cosas como esa eran los regalos que Moonie le había dado. Amar sin reservas o subterfugios, el puro afecto sin sus aristas más oscuras.
Sakura murmuró ligeramente cuando frotó las orejas de Moonie, pero se detuvo abruptamente cuando un sonido débil de rasguños atrajo su atención de nuevo a las ventanas.
Perfectamente calmada todavía, asió a Moonie y esperó, conteniendo la respiración.
Pero había sólo silencio.
Debe de haber sido una ramita que rasca el tejado, decidió. Pero, ¿no había podado ella todos los árboles de la casa cuando se había instalado?
Sakura suspiró, agitó la cabeza, y ordenó a sus músculos relajarse. Casi había tenido éxito cuando, sobre su cabeza, una tabla crujió. La tensión regresó al instante. Dejó caer a Moonie en una silla esponjosa y miró intensamente el techo cuando el crujido se repitió. Quizás era simplemente la casa asentándose. Realmente tenía que superar esa sobreexcitación. ¿Cuánto tiempo tenía que pasar hasta que dejara de estar asustada de darse vuelta y ver a Sasori de pie allí, con su débil sonrisa burlona y el arma brillando? Sasori estaba muerto. Estaba segura, sabía que lo estaba. ¿Entonces por qué se sentía tan horriblemente vulnerable? Durante los últimos días había tenido la sensación sofocante de que alguien estaba espiándola. No importaba con cuánto afán intentara tranquilizarse diciéndose que nadie podría desear dañarla o verla muerta —o no saberla viva—, porque todavía se consumía por una mórbida inquietud. Cada instinto que poseía la advertía de que algo estaba mal, terriblemente mal. Habiendo crecido en la Ciudad de los Fantasmas —la bochornosa Nueva Orleáns, supersticiosa y mágica—, Sakura había aprendido a escuchar sus instintos. Casi siempre daban en el blanco.
Sus instintos incluso habían sido correctos sobre Sasori. Había tenido un mal presentimiento sobre él desde el principio, pero se había convencido de su propia inseguridad. Sasori era el mejor partido de Nueva Orleáns; naturalmente, una mujer podría sentirse un poco cohibida por semejante hombre.
Sólo mucho más tarde entendió que había estado sola tanto tiempo, y había querido creer el cuento de hadas tan desesperadamente, que había intentado obligar a la realidad a reflejar sus deseos, en lugar de ser al revés. Se había dicho tantas mentiras blancas antes de enfrentar la verdad finalmente, que Sasori no era el hombre que había pensado que era... Había sido tan estúpida.
Sakura respiró profundamente el aire de la primavera que pasó suavemente por la ventana tras ella; entonces retrocedió y giró abruptamente. Miró las temblorosas cortinas con cautela. ¿No había cerrado esa ventana? Estaba segura de que sí. Había cerrado todas antes de cerrar las puertas francesas. Sakura enfiló cautamente hacia la ventana, la cerró rápidamente, y la aseguró con llave.
Eran nervios, nada más. Ninguna cara se asomó en la ventana, ningún perro ladró, ninguna alarma sonó. ¿Qué sentido tenía tomar tantas precauciones si no podía relajarse? No podía haber nadie allí afuera.
Sakura se obligó a alejarse de la ventana. Cuando caminó por el cuarto, su pie tropezó con un objeto pequeño y lo envió deslizándose por la marchita alfombra de Oushak, donde chocó contra la pared.
Sakura le echó un vistazo y retrocedió. Era una pieza del juego de ajedrez de Sasori, una que ella había sacado de su casa en Nueva Orleáns la noche que había huido. Había olvidado todo eso después de que se hubiera instalado. La había echado en una caja, una de aquellas amontonadas en la esquina que nunca se decidía a desempaquetar. Quizás Moonie había sacado las piezas, meditó, pues había algunas de ellas esparcidas por la alfombra.
Recuperó la pieza a la que había dado un puntapié y la rodó cautelosamente entre sus dedos. Las olas de emoción la inundaron; un mar de vergüenza, enojo y humillación, mezclado con un implacable temor de que todavía no estuviera a salvo.
Una ráfaga de aire besó la parte de atrás de su cuello, y ella se tensó, asiendo la pieza de ajedrez tan fuertemente que la corona de la reina negra se le clavó cruelmente en la palma. La lógica insistía en que las ventanas tras de sí estaban cerradas —sabía que lo estaban—; pero, aún así, el instinto le dijo otra cosa.
La Sakura racional sabía que no había nadie en su biblioteca, solamente ella y una gatita roncando ligeramente. La Sakura irracional se balanceaba en el borde del terror. Riéndose nerviosamente, se riñó por ser tan asustadiza, y maldijo a Sasori por convertirla en eso. No sucumbiría a la paranoia.
Dejándose caer de rodillas sin dirigir una mirada atrás, Sakura juntó las piezas de ajedrez esparcidas en un montón. No le gustó tocarlas. Una mujer no podía pasar su niñez en Nueva Orleáns —gran parte de ella a los pies de un cuentista criollo que vivía detrás del orfanato— sin volverse un poco supersticiosa. El juego era antiguo, un juego vikingo original; una vieja leyenda contaba que estaba maldito, y la vida de Sakura había sido bastante malhadada. La única razón por la que había hurtado el juego, era en caso de que necesitara dinero en efectivo. Tallado en marfil de morsa y ébano, valdría un precio exorbitante para un coleccionista. Además, ¿no se lo había ganado, después de todo lo que le había hecho pasar él?
Sakura murmuró una vívida invectiva contra los hombres guapos. No era moralmente aceptable que alguien tan malo como Sasori hubiera parecido ser tan bueno. ¿No exigía la justicia poética, por otra parte, que no debían reflejar las caras de las personas sus corazones? Si Sasori hubiera sido por fuera tan feo como había descubierto tardíamente que era en su interior, nunca habría terminado en el extremo equivocado de un arma. Por supuesto, Sakura había aprendido de la manera más dura que cualquier extremo de un arma era el extremo equivocado.
Sasori Akasuna era un hermoso, mujeriego, engañoso hombre, y había arruinado su vida. Asiendo a la reina negra herméticamente, se hizo una promesa firme: nunca saldré de nuevo con un hombre apuesto, en tanto viva y respire. Odio a los hombres guapos. ¡Los odio!
Fuera de las puertas francesas del 93 de Coattail Lane, un hombre sin sustancia, una criatura que ningún artefacto hecho por el hombre podría detectar o contener, oyó sus palabras y sonrió. Su opción fue hecha con certeza veloz: Sakura Haruno era definitivamente la mujer que él había estado buscando.
