Disclaimer: Los derechos de autor de la presente obra, le pertenecen a Lora Leigh. Yo solo adapto a los personajes de Crepúsculo de Stephanie Meyer, con fines exclusivamente lúdicos o de entretenimiento.
Capítulo 2
El pan se alineaba en el mostrador de la limpia y perfecta cocina de Bella.
Pan blanco fresco, pan de nueces y plátano y los rollos favoritos de canela de su padre. Una taza de café recién hecho estaba al lado de su codo, y un libro de recetas yacía abierto en la mesa delante de ella mientras trataba de encontrar las instrucciones para el etouffe que quería intentar.
El libro de cocina no era más que unos cientos de páginas, algunas escritos a mano, otras a máquina y otras impresos por ordenador, unidas sin orden ni concierto a lo largo de los años. Su madre lo había comenzado, y ahora Bella añadía sus propias recetas, usando también las que ya estaban.
Las melodías suaves de una nueva banda de country estaban sonando en el equipo de música del cuarto de estar, y su pie se balanceaba con un ritmo alegre siguiendo la música.
—¿Realmente te gusta esa música?
Un chillido sobresaltado de miedo escapó de su garganta cuando saltó de su silla, enviándola volando contra el muro mientras casi lanzó la taza de café a través del cuarto.
Y allí estaba él. Su némesis.
El hombre tuvo que haber sido colocado aquí solo para atormentarla y torturarla. No había otra respuesta.
—¿Qué hiciste? —Ella se giró y levantó bruscamente la silla de donde había caído contra la pared, colocándola bruscamente de nuevo en su lugar antes de darse la vuelta y apoyar las manos en las caderas.
Él estaba aquí. Y se veía un poco demasiado incómodo como para satisfacerla. Tenía que haber estropeado algo otra vez.
Él se quedó de pie justo en el umbral, recién duchado y con un aspecto demasiado toscamente masculino para la paz mental de cualquier mujer.
Si fuera apuesto de una manera convencional ella podría haberlo ignorado. Pero no lo era. Su cara estaba toscamente tallada, con ángulos agudos, pómulos altos y labios sensuales y comestibles.
Un hombre no debería tener labios comestibles.
Era demasiado molesto para aquellas mujeres que no tenían ni la más mínima esperanza de conseguir probarlos.
—No hice nada. —Pasó la mano por la parte de atrás de su cuello, girándose para mirar fuera de la puerta como si estuviera confuso antes de volver la mirada a ella—. Vine para pedir perdón.
No parecía compungido. Parecía como si quisiera algo.
Se frotó el cuello de nuevo, su mano se movía bajo el borde del cabello cobrizo y demasiado largo, con un corte que definía y enfatizaba los ásperos ángulos y planos de su cara.
Desde luego que quería algo. Todos los hombres lo querían.
Y dudaba muy seriamente que tuviera que ver con su cuerpo.
Lo que realmente era muy malo. Podía pensar en un montón de cosas para las que sería bueno ese fuerte y masculino cuerpo suyo.
Lamentablemente, los hombres como él —fuertes, oscuros y malos— generalmente nunca miraban en su dirección.
—¿A pedir perdón? —Ella descubrió la mirada medio escondida y añorante que dirigió al mostrador y al pan que se enfriaba allí.
—Sí. A pedir perdón. —Él incluso asintió muy ligeramente, y su expresión era algo más calculadora de lo que le habría gustado.
Ella apretó los labios, completamente consciente de que no estaba aquí para pedir perdón.
Él estaba perdiendo el tiempo de ella, tanto como el suyo, mintiéndola.
Quería su pan. Podía verlo en sus ojos.
—Bien. —Ella se encogió de hombres desdeñosamente. Qué más podía hacer—. Quédate completamente lejos de mis plantas y te perdonaré. Ahora puedes irte.
Él se movió y atrajo la atención a su pecho y a la blanca camisa crujiente que llevaba puesta. Se había cambiado de ropa y se había duchado. Vestía vaqueros ajustados a su cuerpo con la camisa blanca remetida con esmero. Un cinturón de cuero rodeaba sus delgadas caderas, y las siempre presentes botas estaban en sus pies, aunque estas se veían un poco mejor que el par previo.
Su mirada se desvió al pan una vez más.
Encajaba. Y el destello hambriento y desesperado en sus ojos era casi su perdición. Solo casi. No iba a dejarse engatusar para esto, se aseguró a sí misma.
Lo miró fija y fríamente de nuevo mientras su mano se apretaba en el respaldo de la silla. No se iba a comer su pan.
Ese pan era oro en lo que concernía a su padre y sus hermanos, y necesitaba desesperadamente los puntos que le conseguiría.
Era la única forma en que iba a conseguir que le construyeran su bonito cobertizo de madera y lo sabía.
Él miró de nuevo hacia ella, sin molestarse en ocultar esta vez el frío cálculo de su mirada.
—Podemos hacer un trato tú y yo —sugirió él firmemente, con su voz firme, casi con tono de negociación.
Uhhuh. Apostaba a que podían.
—¿Sí? —Se apartó de la silla y se apoyó sobre el mostrador mientras lo observaba con una mirada escéptica— ¿Y cómo?
No podía esperar a oír esto. Iba a tener que ser bueno.
Conocía a los hombres, y sabía que obviamente había estado preparando el discurso que se avecinaba cuidadosamente.
Pero estaba intrigada. Pocos hombres se molestaban en ser francos o incluso parcialmente honestos cuando querían algo.
Al menos no estaba empleando el encanto y fingiendo estar vencido por su atracción por ella para conseguir lo que quería.
—Como desees —declaró él firmemente—. Dime lo que tendría que hacer para conseguir una barra de ese pan y una taza de café.
Le devolvió la mirada conmocionada.
No estaba acostumbrada a tales tácticas francas y totalmente mercenarias de alguien. Mucho menos de un hombre.
Lo miró pensativamente.
Él quería el pan; ella quería el cobertizo.
Ok, quizá podrían hacer negocio. No era lo que ella había esperado, pero estaba dispuesta a conformarse con la oportunidad que se presentaba.
—¿Puedes usar un martillo mejor que una podadora?
Ella necesitaba ese cobertizo.
Sus labios se comprimieron. Miró al pan de nuevo con una débil expresión de pena.
—Podría mentirte y decirte que sí. —Inclinó la cabeza y le ofreció una sonrisa vacilante—. Estoy muy tentado de hacerlo.
Genial. Tampoco podía usar un martillo.
Ella volvió la mirada a la condición muscular de su cuerpo sutilmente tonificado. Un hombre no se veía así como resultado del gimnasio.
Era gracia y músculo natural, no la apariencia pesada y maciza que los chicos consiguen en el gimnasio.
Pero si no podía cortar su propio césped o balancear un martillo, ¿cómo demonios la había conseguido?
Ella sacudió la cabeza. Obviamente le gustaba en realidad, pero realmente, a la naturaleza. Edward Cullen no era una persona de estar al aire libre.
—Déjame adivinar. ¿Eres realmente bueno con el ordenador?
—Ella suspiró ante el pensamiento. ¿Por qué atraía a los técnicos en lugar de a los verdaderos hombres?
—Bueno, realmente lo soy. —Le ofreció una sonrisa esperanzada —. ¿El tuyo necesita trabajo?
Al menos era honesto —en algunas cosas.
Suponía que merecía alguna compensación, aunque admitía totalmente que ella algunas veces era demasiado agradable.
—Mira, promete mantener tus máquinas lejos de mi línea de la propiedad y te daré café y una rebanada de pan —ofreció ella.
—¿Solo una rebanada? —Su expresión se nubló, casi como un chico al que le habían arrancado de las manos su regalo especial.
Hombres.
Ella miró sobre el mostrador. Demonios, de cualquier forma había horneado demasiado.
—Bueno. Una barra.
—¿De cada clase? —La esperanza apareció en esos ojos verdes, y por un momento le hizo preguntarse... No, desde luego que él habría comido pan recién horneado. ¿No lo habían hecho todos? Pero allí había una curiosa luz tenue de vulnerabilidad. Una que no había esperado.
Ella miró al mostrador de nuevo. Tenía cuatro barras de cada clase y muchos rollos de canela. No era como si no tuviera suficiente.
—Vamos, entra. —Ella se giró para conseguir una taza de café extra cuando se paró y se le quedó mirando con sorpresa.
¿Se estaba quitando las botas? Lo hizo de manera natural, apoyándose en los talones hasta que el cuero se deslizó de sus pies y luego recogiéndolas para colocarlas con esmero en la puerta.
Sus calcetines eran blancos.
Un blanco puro y bonito contra el granate oscuro de sus azulejos de cerámica mientras andaba hacia la mesa.
Él esperó con expectación.
¿Qué demonios era él? ¿Un extraterrestre? Ningún hombre que conociera tenía calcetines blancos.
Y aún más seguro que no tenían cuidado en quitarse los zapatos en la puerta, sin importar a menudo cuán mugrientos o fangosos estuvieran.
Sus hermanos eran los peores.
Sirvió el café y lo colocó delante de él antes de volverse para tomar el azúcar y la leche en polvo del mostrador. Cuando se volvió de nuevo, frunció el ceño al verle tomar un largo sorbo del oscuro líquido.
El éxtasis transformó su rostro.
La expresión en su cara hizo que sus muslos se apretaran mientras que su sexo se contaría con interés. Lo que solo la enojó.
No iba a excitarse más por este hombre de lo que ya estaba.
Lo estaba haciendo perfectamente bien sin un hombre en su vida ahora mismo. No, repito, no necesitaba la complicación.
Pero si así era como miraba el hombre cuando tenía sexo, entonces su virginidad podía estar en un serio peligro.
Extrañamente predador, salvaje, lleno de satisfacción, su rostro tenía una mirada intensa y primaria de satisfacción y hambre creciente.
Por un momento su pecho se contrajo con una desilusión sorprendente. Quería que la mirara así a ella, no a su pan.
Pero esa era su suerte. Alguien más que la acosaba por su pan en vez de por su cuerpo. No es que quisiera que la acosaran por su cuerpo, pero sería agradable si alguien lo hiciera.
Sacó un cuchillo de pan y rebanó primero la barra de pan de nueces y plátano y luego el pan blanco.
El pan blanco estaba todavía lo suficientemente caliente como para derretir la fresca y cremosa manteRileyla que le extendió encima.
Bien. Tal vez podría sobornarle para que contratara a alguien para cortar y recortar el césped y así dejaría el suyo en paz.
Cosas más extrañas habían pasado.
El café era rico, oscuro y exquisito. El pan casi se derretía en la boca.
Pero eso no era lo que mantenía su pene dolorosamente erecto mientras saboreaba el convite.
Esa excitación estaba matándole. No era intensa y aplastante, sino curiosa y cálida. Casi tímida. Saboreó su olor más de lo que saboreaba el pan y el café en los que estaba intentando mantenerse centrado.
—¿Y qué haces en el ordenador? —Estaba limpiando los moldes de barra que había usado para hornear el pan, lavándolos y secándolos cuidadosamente en el fregadero.
Él echó un vistazo a la línea delgada de su espalda, las curvas de su trasero, y se movió agitadamente en su silla. Su erección estaba matándolo.
No había querido darle la impresión de que trabajaba principalmente con ordenadores, pero suponía que era mejor que decirle la verdad.
—Sobre todo investigaciones. —Él se encogió de hombros, diciéndole tanta verdad como era posible. Odiaba el pensamiento de mentirla.
Lo que era extraño. Estaba viviendo una mentira y lo sabía. Había sido así desde su creación.
¿Así es que por qué debía molestarle ahora?
—¿Criminal o financiera? —Recogió la cafetera y caminó hacia la mesa, llenando su taza con el último líquido caliente.
Él frunció el ceño ante la pregunta mientras miraba la forma en que la seda suave como la medianoche de su pelo caía hacia delante, tentando a sus dedos. Parecía suave y cálido.
Como todo lo que había creído que debería ser una mujer.
Ella no era dura, entrenada para matar o vivía sus propias pesadillas, como muchas de las mujeres de las Castas Felinas.
Era batalladora e independiente, pero también suave y exquisita.
—Más en la línea de las personas desaparecidas —respondió él finalmente—. Sin embargo, un poquito de todo.
Casi se ahogó con eso. Era, de manera simple, un caza recompensas y un asesino.
Su misión actual era la búsqueda de uno de los Domadores que había escapado y que había asesinado incontables miembros de las Castas Felinas mientras los mantenían en cautividad.
Sin embargo, la misión estaba empezando a ocupar el segundo lugar con respecto a la mujer que estaba delante de él.
Ese maldito café era bueno, pero si ella no se llevaba el aroma de ese calor suave y acalorado que hervía a fuego lento en su sexo al otro lado de la habitación y lejos de él iban a tener problemas.
Podía sentir la creciente necesidad sexual estrujando su abdomen y palpitando en su cerebro. Quería sacudir su cabeza, apartar el aroma de él en un intento de recobrar el sentido. Nunca había conocido una reacción tan intensa, tan inmediata, a ninguna mujer.
Desde el primer atisbo de su expresión ultrajada cuando cometió el pecado supremo de montar su Harley sobre su césped, ella le había cautivado.
No estaba asustada o intimidada por él. No le miraba como a una pieza de carne o a un animal que podía atacarle en cualquier momento.
Le miraba con frustración, inocencia y hambre a partes iguales.
Y si él no se iba condenadamente lejos de ella iba a cometer otro pecado. Iba a mostrarle cuán desesperadamente quería ese pequeño cuerpo curvilíneo suyo.
—Supongo que debería irme. —Se puso en pie rápidamente, terminándose el café antes de llevar la taza y su plato vacío al fregadero donde estaba trabajando.
Ella alzó la mirada hacia él con asombro mientras los aclaraba rápidamente antes de depositarlos en el agua caliente y jabonosa delante de ella.
Él bajó la mirada hacia ella, atrapada por un momento en las profundidades de sus increíbles ojos café claro. Brillaban. Pequeños puntos de luz brillante parecían llenar el color oscuro, como estrellas sobre un fondo de terciopelo. Increíble.
—Gracias. —Finalmente forzó a las palabras a que pasaran sus labios—. Por el café y el pan.
Ella tragó fuertemente. El aroma de ella la envolvía, un olor nervioso e incierto de excitación que había llenado su pecho con un repentino gruñido animal.
Estranguló el sonido firmemente, apretando los dedos mientras retrocedía apartándose de ella.
—De nada. —Ella se aclaró la garganta después de que las palabras salieran con un tono ronco y atractivo de nerviosismo.
Caray, no tenía tiempo para tales complicaciones.
Tenía un trabajo que hacer. Uno que no incluía a una mujer que sabía que huiría de él gritando si tuviera alguna idea de quién y qué era.
Ella había envuelto las barras y las había puesto en el mostrador al lado de la puerta para él. Se puso las botas rápidamente y recogió el pan, abriendo la puerta antes de volverse hacia ella.
—Si necesitas alguna ayuda. —Se encogió de hombros de manera fatalista—. Si hay algo que pueda hacer por ti...
—Dejó que las palabras se fueran apagando.
¿Qué podía él hacer por ella además de complicarle la vida y hacerle lamentar incluso el haberle encontrado? Había poco.
—Simplemente mantente lejos de mi patio con tus cacharros.—Sus ojos estaban llenos de humor —. Al menos hasta que aprendas cómo usarlos.
La mujer obviamente no tenía respeto por el orgullo del hombre.
Una sonrisa bailó en los labios de él.
—Lo prometo.
Se volvió y dejó la casa, con pesar, odiándolo. Había un calor dentro de las paredes de la casa de ella que no existía dentro de la suya propia, y lo dejaba sintiéndose inexplicablemente entristecido por marcharse.
¿Qué había en ella, en su casa, que repentinamente parecía que le faltaba?
Él sacudió la cabeza, hundió su mano libre en el bolsillo de sus vaqueros y se marchó por el patio de ella, recortado con esmero, al césped propio, menos que prístino.
Y a su propia vida, menos que satisfactoria.
Bueno, ya vemos lo testaruda que es Bella.
