La Rosa y La Daga

Esta historia no es mía; fue escrita por Renée Ahdieh. Esta es una adaptación de su trabajo con personajes del anime/manga Inuyasha, creados por Rumiko Takahashi. Al leerla no pude evitar pensar en estos personajes y en compartir con ustedes la historia de Las Mil y Una Noches re-imaginada.

Esta es la continuación de La ira y el amanecer (The Wrath and The Dawn), si es que no han leído la primera novela, les recomiendo leerla antes de continuar. Pueden encontrarla en mi perfil.

Espero que disfruten la historia tanto como yo y si es así, los invito a leer la novela (The Rose and The Dagger) en el idioma de su preferencia, inglés o español :3


2. SIEMPRE

Estaba solo.

Y debía aprovechar el tiempo antes de que las exigencias del día le arrebatasen esos momentos de soledad. Inuyasha se adentró en las arenas del patio de entrenamiento.

En cuanto alcanzó su shamshir, supo que le sangrarían las manos.

Daba igual. No tenía la menor importancia.

Los momentos que dedicaba al ocio eran momentos para la reflexión.

Momentos para el recuerdo.

La espada salió de su vaina emitiendo el suave siseo que produce el metal contra el metal. Las palmas le quemaban; los dedos le dolían. Sin embargo, asió la empuñadura aún más fuerte.

Cuando se giró hacia el sol, la luz lo cegó, abrasándole los ojos. Maldijo en voz baja.

Últimamente, su creciente sensibilidad a la luz se estaba convirtiendo en un problema. Un desafortunado efecto secundario de la continua falta de sueño. Pronto, los que le rodeaban lo notarían a leguas. Estaba demasiado cómodo en la oscuridad: se había convertido en una criatura con profundas ojeras que reptaba y se escabullía por los corredores destrozados del que una vez fue un palacio majestuoso.

Como el faquir le había advertido, aquella conducta se interpretaría como locura.

El niño-rey loco de Khorasan. El monstruo. El asesino.

Inuyasha cerró los ojos abrasados y los apretó. Contrario a su buen juicio, permitió que su mente divagara.

Recordó cuando era un crío de siete años y se escondía en las sombras para contemplar cómo Sesshomaru aprendía el arte de la espada. Cuando su padre finalmente le permitió practicar con su hermano, se sorprendió, ya que siempre había ignorado sus peticiones en el pasado.

"Te vendrá bien aprender algo de provecho. Supongo que incluso un bastardo como tú debe saber luchar."

El desprecio de su padre parecía no tener límites.

Curiosamente, la única vez que se mostró orgulloso de él fue el día, varios años después, en que superó a Sesshomaru con la espada.

No obstante, a la tarde siguiente, le prohibió volver a entrenar junto a su hermano.

Había enviado a Sesshomaru a estudiar con los mejores. Y había dejado que Inuyasha se las apañara solo.

Aquella misma noche, un príncipe enfadado de once años prometió convertirse en el mejor espadachín del reino. Cuando lo consiguiera, quizá su padre se diera cuenta de que el pasado no le daba el derecho de negarle un futuro a su hijo.

No. Para eso necesitaría mucho más.

Y el día que le pusiera una espada en la garganta, lo sabría.

Inuyasha sonrió cuando aquel recuerdo trajo consigo el sabor agridulce de la furia infantil.

Con todo, era otra promesa que no había podido cumplir.

Otra venganza fallida.

No sabía por qué le venían a la memoria semejantes cosas aquella mañana en particular. Quizá fuera por el niño y su hermana del día anterior.

Kamyar y Ayumi.

Fuera lo que fuese lo que había llevado a Inuyasha hasta su puerta, también lo había empujado a quedarse y ayudar. No era la primera vez que hacía algo así. Desde la tormenta, se había aventurado varias veces en diferentes sectores de la ciudad, oculto bajo el anonimato que le proporcionaban el silencio y las sombras.

El primer día había vagado por un barrio desolado de Rey, no lejos del zoco, y había dado de comer a los heridos. Dos días atrás, había ayudado a reparar un pozo. Las manos 'poco habituadas a la dureza del trabajo físico' le habían sangrado y se le habían formado ampollas por el esfuerzo.

El día anterior fue el primero que había pasado en compañía de niños.

Al principio, Kamyar le había recordado a Kagome. Tanto que, incluso ahora, hacía asomar otra sonrisa a sus labios. El pequeño era descarado e insolente. Impávido. Lo mejor y lo peor de Kagome.

Luego, a medida que pasaron las horas, fue la niña la que más le recordó a Kag.

Porque no había confiado en él. En lo más mínimo.

Había observado a Inuyasha por el rabillo del ojo. Había permanecido a la espera de que la traicionara, de que mudara su piel de serpiente y asestara el golpe. Como un animal herido, había aceptado la comida y la bebida con cautela, sin bajar la guardia en ningún momento.

Era inteligente y quería a su hermano con una ferocidad que Inuyasha casi envidiaba.

Lo que más había apreciado de ella era su discreta sinceridad. Y le habría gustado hacer más por su familia. Mucho más que desescombrar su diminuta morada y dejarles una miseria en una bolsita de cuero. Aunque sabía que nada sería suficiente.

Porque nada podría reemplazar jamás lo que habían perdido.

Inuyasha abrió los ojos.

De espaldas al sol, empezó su entrenamiento.

El shamshir cortaba el cielo dibujando rápidos arcos. Emitiendo destellos de plata y fogonazos de luz blanca. Silbaba a su alrededor mientras él trataba de acallar el clamor de sus pensamientos.

Pero no era suficiente.

Cogió la empuñadura con ambas manos y la escindió en dos con un giro de muñeca.

Las hojas estaban forjadas en acero damasceno y templadas en el Fuego de Warharan. Él mismo las había encargado. Eran únicas.

Con una espada en cada mano, continuó moviéndose por la arena.

Ahora, el sonido apagado del metal rechinaba en torno a su cabeza con la furia del siroco del desierto.

Pero seguía sin ser suficiente.

Un hilo de sangre le corrió por el brazo.

No sintió nada. Sólo lo vio.

Porque nada le dolía más que su ausencia.

Sospechaba que nada lo haría jamás.

"¿Así estamos?"

Inuyasha no se giró.

"¿Tanto han mermado las arcas de Khorasan? " continuó Miroku bromeando, aunque su tono sonaba raramente forzado.

Inuyasha, de espaldas a su primo, se limpió las palmas ensangrentadas en las puntas de su fajín tikka carmesí.

"Por favor, dime que el califa de Khorasan, el Rey de Reyes, todavía puede permitirse un par de guantes o, al menos, un solo guante."

Miroku apareció ante su vista con una ceja oscura bien arqueada.

Inuyasha enfundó su shamshir y miró al capitán de su Guardia Real.

"Si tú necesitas un guante, te lo puedo conseguir. Pero sólo uno. No estoy hecho de oro, capitán Houshi."

Miroku soltó una risotada, apoyó las manos en el puño de su cimitarra y lo aferró con fuerza.

"Consigue uno para ti, sayidi. Pareces necesitarlo mucho más que yo. ¿Qué ha ocurrido?"

Señaló con la cabeza las manos ensangrentadas de Inuyasha.

Este se echó el qamis de lino por la cabeza.

"¿Tiene algo que ver con que volvieras a desaparecer ayer? "insistió Miroku, cuya inquietud era más evidente.

Como Inuyasha se negó a responder por segunda vez, Miroku se le acercó hasta plantarse delante.

"Inuyasha." Toda pretensión de ligereza había desaparecido. "El palacio es un caos. La ciudad es un desastre. No puedes continuar desapareciendo durante horas, sobre todo sin un destacamento de guardias. Mi padre no puede seguir mintiéndole a todo el mundo acerca de tu paradero y yo… no puedo seguir mintiéndole a él."

Se pasó los dedos por la cabellera ondulada, enredándola aún más.

Inuyasha se detuvo a escudriñar a su primo.

Y se alarmó ante lo que vio.

Su habitual porte engreído había desaparecido. Una barba desaliñada oscurecía su mandíbula. Su manto, por lo general impoluto, estaba arrugado y manchado, y sus manos parecían en una eterna búsqueda de algo que agarrar: la empuñadura de una espada, el nudo de un fajín, el broche de un collar…, lo que fuera.

En sus dieciocho años de vida, Inuyasha nunca había visto inquietarse a Miroku.

"¿Y a ti qué te pasa?"

Miroku soltó una sonora carcajada. Demasiado sonora. Sonó tan falsa que sólo consiguió preocupar aún más a su primo.

"¿Hablas en serio o estás de broma?"

Miroku se cruzó de brazos.

"En serio. " Inuyasha inspiró despacio. "Por ahora."

"¿Quieres que confíe en ti? He de confesar que me molesta la ironía."

"No quiero que confíes en mí. Lo que quiero es que me digas qué pasa y dejes de hacerme perder el tiempo. Si necesitas que alguien te dé la mano, escoge a una de las muchas jóvenes que hacen cola a la puerta de tu cámara."

"Ah, ya estamos. "Una expresión sombría se instaló en el rostro de Miroku. " Tú también."

Ante estas palabras, la irritación de Inuyasha llegó a un punto de inflexión.

"Date un baño, Miroku. Uno bien largo."

Dicho esto, empezó a alejarse.

"Voy a ser padre, Inuyasha-jan."

Inuyasha se detuvo en seco. Se giró en el sitio y su talón formó un hondo surco en la arena.

Miroku se encogió de hombros. Una sonrisa triste tiró de una de las comisuras de su boca.

"Tú… Imbécil redomado " lo reprendió Inuyasha.

"Muy amable."

"¿Me estás pidiendo permiso para casarte con ella?"

"Ella no quiere casarse conmigo. " Volvió a pasarse los dedos por el pelo. " Al parecer, no eres el único que se ha percatado del harén de mujeres que espera a las puertas de mi cámara."

"Sólo por eso ya me cae bien. Al menos tiene por costumbre aprender de sus errores."

Inuyasha se apoyó contra la pared de piedra sumida en las sombras y fulminó a su primo con la mirada.

"Eso también es muy amable por tu parte."

"La amabilidad no está entre mis celebradas virtudes."

"No. " Miroku soltó una risa irónica. " Es verdad. Sobre todo últimamente. " Su risa dio paso a una pausa solemne. " Inuyasha-jan, debes creerme cuando te digo que mi única intención era mantener a Kag a salvo cuando le pedí a aquel muchacho…"

"Te creo. " La voz de Inuyasha sonaba baja y, aun así, mordaz. " Como ya te he dicho, no es necesario discutirlo más."

Los dos jóvenes permanecieron en un silencio incómodo durante un rato, con la vista clavada en la arena.

"Díselo a tu padre. " Inuyasha se apartó de la pared para emprender la marcha. " Él se asegurará de que a ella y al niño no les falte de nada. Si necesitas algo más, sólo tienes que pedirlo."

Empezó a alejarse.

"La quiero. Creo que quiero casarme con ella."

Inuyasha volvió a pararse en seco. Esta vez no se giró.

Las palabras le escocieron, la facilidad con que habían brotado de los labios de su primo. La conciencia de sus propias limitaciones cuando se trataba de Kagome. El recuerdo de todas las oportunidades perdidas.

Con la tensión aferrada al pecho, Inuyasha dejó que las palabras de su primo pendieran en la brisa…

A la espera de discernir si había un ápice de verdad en ellas.

"¿Que lo crees? " dijo al fin. " ¿O que lo sabes?"

Una vacilación mínima.

"Creo que lo sé."

"No seas ambiguo, Miroku. Es insultante. Para mí y para ella."

"No pretendo que sea insultante. Es mi intento de ser sincero…, un atributo que sé que tienes en alta estima" replicó Miroku. " En este momento, sin conocer sus verdaderos sentimientos sobre este asunto, es lo máximo a lo que puedo aspirar. La quiero. Creo que quiero estar con ella."

"Cuidado, capitán Houshi. Esas palabras no significan lo mismo para todo el mundo. Asegúrate de lo que significan para ti."

"No seas ridículo. Las digo en serio."

"¿Cuándo las has dicho en serio?"

"Las digo en serio ahora. ¿No es eso lo que importa?"

Un músculo se tensó en la mandíbula de Inuyasha.

"Ahora es fácil. Es fácil decir lo que quieres de pasada. Por eso hay un harén esperando a tus puertas y la madre de tu hijo no quiere saber nada de ti.

Y se dirigió de vuelta al palacio a grandes zancadas.

"Entonces, ¿cuál es la respuesta correcta, sayidi? ¿Qué debería haber dicho? " Miroku gritó al cielo, presa de la exasperación.

"Siempre."

"¿Siempre?"

"¡Y no vuelvas a hablarme de esto hasta que así sea!"


Seré honesta, extrañaba esta interacción entre primos.

Vamos Miroku! confiesa tus sentimientos por Sango! antes de que sea tarde.