PARTE III
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Muchachas de Jerusalén, os conjuro:
si encontráis a mi amado,
¿qué vais a decirle?
Que me muero de amores.
Cantar de los Cantares.
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Los treinta años de Jean, en palabras del mismo, suponían el desenlace de la mejor época de su vida, su primera juventud, la cual ameritaba una despedida a la altura de las circunstancias. Eren intuía que se trataba de una fiesta, pero no una de disfraces.
—¿Por qué la gente se disfraza? —preguntó—. Yo disfruto siendo Eren Jaeger a todas horas, todos los días del año. Siempre.
—Hay personas que necesitan escapar de sí mismas durante tres o cuatro horas. Las máscaras son terapéuticas. —Mikasa cruzó los dedos sobre su regazo, meditabunda—. Ocurre cada vez con más frecuencia. Todos tenemos un papel social asignado; muchos se cansan de repetir el mismo libreto una y otra vez, así que necesitan olvidarlo por un instante y convertirse en otra persona, pero solo por un instante. ¿Recuerdas a Historia saliendo del armario delante de todos? En su caso, había llevado una máscara toda su vida. No podamos fingir todo el rato, solo en algunos momentos puntuales… como la fiesta de Jean. ¿Se te ocurre algo?
—No. ¿Ken y Barbie? No, conservemos la dignidad. No tengo ideas. Me gustaría asistir engalanados como nosotros mismos, pero si el faraón Kirstein exige que su Jubileo Real sea de tal modo… ¡Eso es! Tengo una idea, creo. Es un poco complicada, pero podría funcionar.
—Ajá.
—Marco Antonio y Cleopatra. ¿No es maravilloso?
—No está mal —respondió ella—. De hecho, es una gran idea. Falta un mes para el 7 de abril, así que tenemos tiempo. Ahora bien, cariño, ¿me puedes explicar cómo vestían un romano y una egipcia del siglo I a. C?
—Como buen romano, debería llevar una toga, pero creo que puedo conseguir una lorica por internet. Y Cleopatra, bueno, es complicado. Desde luego, la imagen de Elizabeth Taylor no se corresponde con la realidad.
—Supongo que tampoco podré imitar a Theda Bara.
—Bueno, no me importaría ver eso…
—Creo que deberíamos mantener el rigor, al menos fuera de la alcoba. —Mikasa cogió el móvil—. Tengo curiosidad por ver los tocados egipcios de Amazon. Si hace unos años me hubiesen dicho que acabaría disfrazándome de Cleopatra… ¿Cómo se te ha ocurrido?
—Soy historiador.
—Eso es cierto.
—¿Bonnie y Clyde? Por favor. Antonio y Cleopatra son el verdadero icono… Oh, esa diadema con el ureo es bastante bonita.
—Una mestiza blanca disfrazada de Cleopatra…
—Cleopatra era mestiza y posiblemente blanca. Tú eres mucho más guapa que ella, claro; sus efigies en las monedas no sugieren un gran atractivo. Tenía labia, sobre todo, y poder.
—¿Me estás piropeando o estás haciendo divulgación?
—¿Crees que las mujeres sois las únicas capaces de hacer dos cosas a la vez?
—Yo estoy haciendo tres: comprar en internet, hablar contigo e imaginar lo sexy que estarás con la armadura romana, general.
—Eres una fetichista, ¿lo sabías? Mi Cleopatra, mi rosa del desierto, no sabes cuán afortunados son los ojos de este Antonio. ¿Sabemos ya qué harán Armin y Annie?
—No han dicho nada. Sorpresa, supongo. Creo que Jean ha acertado con esto; es bueno reírse de uno mismo de vez en cuando, divertirse.
—Tú y yo siempre nos aburrimos en las fiestas, Mikasa. Nos marchamos después de la segunda copa. Menos mal que no bebimos en nuestra boda. Bueno, yo sí me tomé un par de martinis con Onyankopon y Jean.
—Mi más sentido pésame. Déjame adivinar: ¿consejos matrimoniales?
—Así es. Los he olvidado todos.
—Y por eso llevamos dos años casados. —La mujer miró su argolla y sonrió—. Además, ¿qué habría sido de nosotros si no hubiésemos ido a la fiesta de graduación?
—No sé qué habría sido de nosotros —dijo Eren, levantándole la barbilla—, pero sé que nos habríamos conocido tarde o temprano. Estaba escrito, Mikasa Ackerman. Tú eres para mí y yo soy para ti.
Mikasa inició un beso y procuró que fuese leve, pero no era posible, no con el cuerpo de Eren irradiando su particular calidez. Se colocó a horcajadas sobre su regazo; las manos de él subían y bajaban, y en sus ojos emergía ese brillo peligroso que conocía bien, que aparecía con una regularidad propia de los primeros compases de un amorío. Notó la rigidez del miembro y se balanceó sobre él; había que torturarlo un poco, había que descontrolar el incendio de sus entrañas, pero Eren estaba calmado y sencillamente la sopesaba entre sus manos.
—Espero que haya quedado claro todo el asunto de la fiesta —dijo, y una sonrisa se extendió por su cara—, porque ahora te voy a follar y no pienso detenerme hasta que grites, hasta que te quedes afónica de tanto gritar, y después te comeré el coño sin dejarme ni una sola gota, cariño, no pienso desperdiciar ni una sola.
—¿Eso también está escrito?
—Todo lo está.
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Cuando Armin y Annie aparecieron, Jean tardó unos segundos en asimilar lo que estaba viendo. Luego rompió a reír. Se habían disfrazado de Veronica Lake y Alan Ladd, ella con el vestidito rosa y el peinado peek-a-boo bang, él con la gabardina y la pistola. Se tomó la libertad de evaluarlos:
—Originalidad: diez. Impacto: diez. Esfuerzo: nueve y medio, se nota que la pistola es de plástico. Nota final: nueve con ocho. Pasad, hay cerveza en la nevera.
La casa empezaba a llenarse de amigos, conocidos y no tan conocidos. Jean conocía a mucha gente; acudían de aquí y de allá, de la universidad, del club de pádel… Sin embargo, tuvo lugar un suceso que no le permitió encargarse de la puerta ni un momento más. Entró a la cocina y se encontró con la acompañante de Zeke, una mujer de pelo negro, disfrazada de piloto y de gesto tranquilo, pese a que se acababa de hacer un corte en el dedo. Jean se acercó inmediatamente.
—Mierda, está sangrando bastante.
—Oh, no es nada —aseguró ella mientras se mojaba el corte—. Solo me preocuparía en el caso de ser hemofílica, pero me temo que tan solo soy torpe.
Jean dejó escapar una carcajada.
—¿Tu nombre era…?
—Pieck.
—Bonito disfraz, Pieck.
—No es un disfraz. Era piloto.
—¿Ya no?
—Ahora soy instructora en la Academia del Aire de Trost.
—Bueno, supongo que somos los únicos que no estamos verdaderamente disfrazados. —Jean echó un vistazo a sus pintas de motero—. ¿Quieres una copa?
—Me encantaría.
. . .
—¿Dónde está Jean? —preguntó Zeke, ataviado en unas pieles de cromañón al más puro estilo de John Richardson—. Joder, es el cumpleañero y está desaparecido. Pieck tampoco está por aquí.
—Qué extraño —contestó Armin—. Jean no suele desaparecer así.
—Jean y Pieck, nada bueno puede salir de ahí. Dos caballos desbocados —Annie bebió un poco de Fanta; no bebía alcohol desde el embarazo—. ¿Qué?
—Siempre tan realista. —Zeke se recolocó las gafas—. Pieck no es el tipo de mujer que se dejaría conquistar por Jean. De hecho, ella es más peligrosa.
—Puede que ni siquiera estén, eh… Bueno, haciendo eso —señaló Armin—. Puede que Jean tenga algún asunto que atender. Puede que sencillamente estén hablando.
—Ay, Armin —suspiró Annie—, qué inocencia la tuya.
Poco después llamaron al timbre. Armin fue a abrir la puerta y quedó atónito. Eren se protegía tras una armadura de un realismo extraordinario, colocada sobre una túnica roja. Hasta calzaba unas crépidas, pero lo más sorprendente es que también había dado muerte al león de Nemea y la piel de este le cubría la cabeza. En cuanto a Mikasa, había sido convencida para lucir un sencillo kalasiris, acompañado por brazaletes dorados y una diadema con la diosa serpiente. Se había maquillado el ojo derecho con la voluta propia de Ra. Ambos estaban tan impecables que, a falta del anfitrión, tuvo que calificarlos con un diez y los llevó con los demás.
—Vaya —se sorprendió Annie—. Sí que os lo habéis tomado en serio. Estáis despampanantes. Marco Antonio y Cleopatra, ¿eh? Eso es muy trágico por vuestra parte.
—No hay nada como un amor trágico —añadió Zeke—. Hermano, ¿y ese león?
—Antonio se decía descendiente de Hércules, así que he pensado en tomar uno de sus atributos. —Eren se sentó en el sofá; Mikasa, a su lado, seguía aferrada a su brazo.
—Vosotros también estáis fantásticos —comentó esta—. ¿Dónde está Jean?
—Hace quince minutos estaba por aquí, pero le hemos perdido la pista misteriosamente —respondió Annie—. Es como un niño: o está en problemas o está dormido.
—Ese Caracaballo. —Eren suspiró—. ¿Qué tal con los niños?
—Están con mi padre. A Elizabeth le encanta estar con él, pero Louis llora cuando no estamos. Necesita que Armin les cuente su cuento de todas las noches.
—Ah, la paternidad —dijo Zeke—. Os conozco desde que erais unos enanos. No puedo creer que seáis padres. De mellizos, además. Jean tiene razón: la juventud se nos ha ido. Es más, seguro que estos Antonio y Cleopatra de plástico se unen al club próximamente. En menos de seis meses, ya veréis.
—Es posible. —Eren articuló una sonrisilla—. Estamos trabajando en ello, no os preocupéis.
—Sí, seguro que estáis trabajando mucho en ello. Día y noche. Supuse que seríais muy trabajadores cuando casi os pillo haciendo algo inapropiado en el sofá de casa.
—Eso no ha sucedido —se defendió Mikasa—. No estábamos haciendo nada. Estábamos viendo una película.
—Puede que sí, pero pocos días después llegó mi querido hermano con una sonrisa de bobo que no le cabía en la cara. Venía de casa de tu tío. Fue un momento maravilloso, especialmente cuando le mandaste un mensaje a mamá diciéndole que pasabas la noche fuera.
—Bueno, no quería preocuparla. Así supo que estaba en buenas manos.
—Vosotros no lo habéis visto borracho. —Armin rio—. Es verdaderamente patético. Antes de que Mikasa volviera, fuimos a tomar algo con Jean. Acabaron borrachos y llorando. Y tú, Eren, bueno… No parabas de hablar en sueños mientras te llevaba a casa: «No quiero morir. Quiero estar con Mikasa para siempre. No quiero que me olvide nunca, jamás. Quiero que me recuerde durante diez años, por lo menos».
—Estaba muy borracho, pero recuerdo un poco de ese sueño —contestó Eren—. Estaba hablando contigo en una playa. Yo estaba angustiado. Creo que exploté. Sabía que algo malo sucedía, pero no sé el qué, ni por qué, ni cómo ni cuándo.
—Estabas desesperado —comentó Zeke—. Nunca te ha sentado bien el alcohol, Eren. Nunca. Seguramente fuiste un borrachuzo triste, amargado y loco en otra vida.
—Solo me importa una vida y es esta. Y tú, Armin, me prometiste que no hablarías sobre esa noche.
—¿Sí? Ha pasado demasiado tiempo. Además, a nadie le sorprende esa faceta tuya, Eren. ¿Verdad, Mikasa?
—A absolutamente nadie.
—Están llegando más invitados —terció Zeke—. Voy a buscar a Jean. Un cátcher siempre tiene que estar en su posición.
Para su sorpresa, tardó poco en encontrarlo. Armin tenía razón: estaban hablando en la cocina, tranquilamente. Nunca había visto a Pieck tan entretenida en una conversación. Jean le hablaba de la sensualidad de Klimt. No recordaba que a ella le gustase la pintura, pero él hablaba con tanta pasión que cualquiera habría caído en su trampa. Tuvo que interrumpirlos para comunicar que la casa se estaba llenando de extraños. Ambos asintieron y se dirigieron hacia la puerta. Volvió con los demás, algo aturdido, porque Jean parecía haberse reducido a una suerte de don Juan en los últimos años y Pieck tenía pinceladas de Mata Hari en el alma. De repente, sonrió con nostalgia.
—No la he visto sonreír así desde hace mucho tiempo —dijo—. Necesitaba divertirse un rato. Diría que está ligando con ella, pero no estoy muy seguro.
—Te lo aseguro —añadió Annie—. El cátcher siempre está en su posición. ¿Alguien puede traerme un poco de pizza? Es increíble cómo los antojos del embarazo permanecen.
—Es curioso —Armin se levantó inmediatamente—. ¿Carbonara o barbacoa? ¿Quieres otra bebida?
—Carbonara, nada más. Gracias, cariño.
—No conozco a nadie y las caretas no ayudan. —Eren miró de un lado a otro.
—Te dije que es terapéutico —contestó Mikasa—. Hay cierto placer en ser desconocidos.
—Esta fiesta no deja de ser un coñazo, por mucha gracia que me haga la situación —dijo la lograda Veronica Lake—. Creo que ya no estamos para fiestas, sino para tomar un café y hacer picnics.
. . .
Trabajar como directora de recursos humanos en una empresa como la de Dimo Reeves podía ser agotador, especialmente cuando le tocaba realizar entrevistas de trabajo ciñéndose a lo que este había establecido como política de la empresa. Había pasado toda la mañana recibiendo a jóvenes, la mayoría recién salidos de la universidad y deseosos de participar en la vida laboral con el fin de no volver a casa de sus padres o, en el caso de Falco Grice, a la de su hermano. Acababa de terminar un máster en marketing digital. La formación es importante, sí, pero ese no había sido el motivo último de su contratación. Mikasa se había decantado por él porque contaba con lo más importante: ímpetu, espontaneidad, juventud.
Se enguantó las manos, se subió a la Yamaha MT-07 y emprendió el camino a casa. Se mudaron definitivamente a Shigansina después de la boda, para completa felicidad de familiares y amigos. Eren se desplazaba en tren cada día para impartir clase en la Universidad de Mitras. Sin embargo, cuando acababa el curso universitario, pasaba los meses de verano yendo y viniendo de la cercana ciudad de Trost, donde dirigía un equipo de jóvenes estudiantes a los que intentaba curtir en el trabajo de campo, es decir, los tenía cavando zanjas y ordenando cerámica. Era un agosto particularmente caluroso y Mikasa se compadeció de los pobres muchachos.
Como de costumbre, era la primera en llegar. El reloj marcaba casi las dos de la tarde. Eren había preparado una ensaladilla rusa la noche anterior; no era Alain Ducasse, pero había encontrado cierta diversión tras el delantal. Decidió esperarlo. Se sentó en el sofá del comedor y recibió una llamada del señor Reeves.
—¿Me puedes explicar por qué nuestro nuevo fichaje es un yogurín sin experiencia? —le preguntó, indudablemente asido a una copa de vino—. Este chico, Grice. ¿Por qué?
—Me ha dicho que no sabe dónde estará en cinco años, pero que mañana podría estar trabajando muy duramente para el señor Edward Reeves. ¿Qué te parece?
—Tiene cojones. Eso me gusta. Bueno, todas esas titulaciones tienen que servir para algo. Confío en ti, Mikasa. Nunca la has cagado. Mañana te espera un largo día de expedientes. Nos vemos.
Todos los días eran largos días, pero había un placer inigualable en el cansancio de la rutina. Era distinto a África, donde la angustia terminó por devorarla al comprender que no podía separarse de Eren; era un puerto tranquilo donde habían echado el ancla para siempre. Todos los mares que no desembocasen en ese puerto eran improbables e imperfectos. Le bastaba con llegar a casa y abrazar a Eren, sin decir ni una palabra.
Empezó a impacientarse. Dos y veinte, dos y media… Sonó el teléfono y sonrió; supuso que se trataba de Eren, que había surgido algún asunto, que quizá no había encontrado a Nefertiti ni a Gengis Kan, pero había pasado un buen rato hablando con los muchachos sobre Winckelmann.
Era Carla. Apenas podía hablar.
—Mikasa —dijo—, Eren ha tenido un accidente.
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Ella, como Filemón y Baucis, como sus padres, quería morir con él, quería que la hora no se lo llevase a él sin llevársela a ella.
Eren ha tenido un accidente.
Se quedó sin habla, como si le hubiesen cortado la lengua de súbito. No sabía nada, no sabía los detalles, pero el tono de Carla le heló la sangre. Supo que algo no estaba bien, nada bien. Algo le comprimía el pecho, un mazo lo golpeaba. Su suegra volvió a hablar, y esta vez estaba rota por el llanto. Mikasa sacó las llaves de la moto, su mano temblorosa, y atinó a preguntarle dónde estaba mientras salía de la casa apresuradamente, con un intenso pitido en los oídos y un par de ojos verdes refulgiendo en su cabeza.
«Vamos, no digas eso —le había dicho Eren una vez—. Si algún día me pasa algo, ya sabes, algo malo, no quiero que me llores eternamente, ni siquiera que te vistas de luto. Querría que vivieses por mí, que hicieras todas las cosas que nos habría gustado hacer».
Se lo habían llevado a la UCI con un traumatismo craneoencefálico moderado y una fractura con luxación de la quinta vértebra cervical, según descubriría poco después. Cuando llegó al hospital, no reparó en que la plaza de aparcamiento era para minusválidos: sencillamente corrió hacia sus suegros mientras las lágrimas ardientes rodaban por su cara. Abrazó a Carla de inmediato y cerró los ojos con fuerza, deseando despertar y que aquello solo fuese un mal sueño, que se hubiese quedado dormida en el sofá tras la llamada de Dimo. Deseó que Eren la despertase, pero Eren no estaba ahí, sino en un coma inducido, entre un mundo y otro, un mundo en el que ya no podría alcanzarlo. No, no podía suceder de nuevo; no podía perderlo del mismo modo en que había perdido a sus padres.
Tuvo que sentarse mientras Grisha, cuyos años en la medicina lo habían dotado de una mayor compostura, le sostenía las manos y le pedía que respirase.
«Lo siento —le dijo ella, aferrándose a su cuerpo en una de las tantas noches de entrega—. No puedo vivir sin ti, ya lo sabes».
—Mikasa —dijo Armin—, Mikasa, ¿me oyes? Dios mío, no puedo creerlo.
—Está muy grave —susurró—. Va a…
—No estás bien. —Annie le pasó un brazo por los hombros, tratando de serenarla, de que los pensamientos negros no la devorasen—. Ven conmigo, vamos a los servicios.
La siguió e inmediatamente se postró delante de un retrete, incapaz de contener el vómito. Annie se mantuvo en silencio mientras le sostenía el cabello. Mikasa se llevó una mano a la cabeza, notando cierto alivio en su dolor. Su amiga le dio un golpecito en la espalda y no le preguntó si estaba bien, porque Annie Leonhart sabía muchas respuestas sin necesidad de preguntar; le pidió que mantuviese la fe, que no dijera aquello que iba a decir en presencia de Grisha y Carla. Asintió muy lentamente, incorporándose con su ayuda.
«No te preocupes. —Eren depositó un beso en su frente—. Solo estamos suponiendo, estamos siendo tontos, porque tú y yo vamos a estar juntos para siempre. Está escrito».
—Annie —dijo con un hilo de voz—. Si le pasa algo, si sucede algo malo… No puede ser, no puede ser que esta mañana haya sido la última vez que…
—Detente —respondió con firmeza—. Eren está vivo. Sabes que luchará, sabes que no se rendirá tan fácilmente, por mucho que San Pedro se empeñe con él, ¿de acuerdo? Mírame, Mikasa. Luchará porque no quiere separarse de ti. Lávate la cara y volvamos con los demás.
—Tengo que llamar a mi tío.
Llamó a Petra y se lo dijo. Instantes después, Kenny se puso al teléfono e hizo una pregunta tras otra. Mikasa respondió y le aseguró que volvería a hablar con él en un rato, cuando supiese algo más. A Kenny ya le habían hecho una llamada similar muchos años atrás para comunicarle que Leonard y Sue Ackerman habían perdido la vida en un aparatoso accidente. Si la vida no había tenido suficiente al convertirla en huérfana, ahora pretendía hacerla viuda. Arrancarle de los brazos lo que más quería. Nada de lo que consideraba suyo, desde el trabajo hasta los latidos de su corazón, podía compararse a Eren.
Jean se personó en el hospital. Pálido, como pocas veces se le había visto, pero no dudó en dar ánimos. Aseguró que Eren saldría de esta. Porque es un cabronazo resistente, dijo, y ni un impacto de meteorito podría matarlo.
Las horas pasaban.
Zeke lloró amargamente mientras se aferraba a sus padres. Adoraba a Eren desde que Carla se lo puso en los brazos, cuando solo contaba siete años. Se dijo que siempre estaría ahí para él; como ejemplo, como apoyo, de cualquier manera. Mikasa también lo abrazó con fuerza y estuvo sentada a su lado durante el silencio de las próximas horas. No supo en qué momento tuvo a Jean delante ofreciéndole una cálida sonrisa y un café de máquina. No había dejado de pensar en la biblioteca donde se conocieron; unas palabras bastaron, solo unas palabras. Había ido mucho más atrás, había recordado su niñez, cuando Eren y Armin pasaban a su lado, saludaban y se sumergían de nuevo en su charla sobre Pokemon. Pensó en el primer beso, un impulso después del teatro. Ese verano se enamoró perdidamente; nunca antes le había sucedido, nunca dejaría de estarlo. Por eso se casó con él.
«Eren Jaeger —dijo mientras lo miraba fijamente—, ¿nos damos ya el sí, quiero?».
«Sí, queremos».
El neurólogo les comunicó que no haría falta ningún tipo de intervención quirúrgica. Era grave, sí, pero podría haber sido mucho peor. Estudiaría su evolución de cerca y haría todo cuanto estuviese en su mano. Les comentó que la política de visitas de la UCI solo permitía el acceso a dos familiares. Mikasa insistió en Grisha y Carla, pero el doctor Jaeger le pidió que fuese ella; si Eren podía escuchar algo, tenía que escucharla a ella, porque ella era su razón de vivir.
Se le hizo extraño ver esa esa quietud. Eren siempre se movía en la cama y acababa boca abajo. Verlo así, inerte, conectado a las máquinas, con los ojos verdes perdidos en la oscuridad, hizo que sus piernas flaqueasen, pero decidió ser fuerte por Carla. No hay dolor más grande para una madre que el de los hijos. Mikasa le prometió que estaría bien, aunque la vida le hubiese enseñado que las pérdidas estaban más allá de cualquier promesa. Su suegra, la madre que había descubierto cuando Eren la invitó a casa por primera vez, asintió y le dio un apretón de manos mientras miraba a su hijo, su Eren. Siempre sería un niño a sus ojos, un niño hombre al que todavía reñía cuando recaía en uno de esos hábitos que tanto le disgustaban.
Mikasa acarició su mejilla; las lágrimas ya se asomaban al balcón de sus ojos.
—Vuelve a casa —le pidió—. Mi amor, mi vida. No nos dejes. No puedo vivir sin ti. —Trató de contenerse, de no romper en llanto ahí mismo—. Mi vida no tiene ningún sentido sin ti.
Aunque había insistido en pasar la noche en el hospital, Grisha le pidió que fuese a casa de su tío. La llamarían si sucedía algo. Tenía un dolor de cabeza tan insoportable que no lo discutió. Se dejó arrastrar por Armin hasta su coche y confió la moto a Annie. Quería borrar cada instante transcurrido tras la llamada de Dimo. Quería volver a esa mañana; si Eva hubiese deseado no morder nunca la manzana, ni siquiera la angustia de esta se compararía a la suya. Esa mañana, Eren la había retenido durante quince largos minutos o, mejor dicho, se había dejado atrapar.
—¿Y si hoy no vamos a trabajar, y si no salimos de la cama en todo el día? —sugirió él, bostezando—. Descansemos hoy.
—Eren, somos adultos. —Rio—. Además, hoy tengo unas entrevistas de trabajo y un jefe al que contentar. Dimo es bastante meticuloso con este tema.
—Ser adulto es un aburrimiento.
—¿Prefieres quedarte aquí en vez de ir a desenterrar la tumba de un rey?
—Siempre.
—Tenemos toda la tarde libre.
—Tanta espera me matará —dijo Eren—. Estoy contando las horas.
Se frotó los ojos y miró a Armin.
—Gracias por llevarme.
El rubio sacudió la cabeza y sonrió.
—No tienes que dármelas. Eres mi hermana, Mikasa. Eren y tú habéis hecho muchas cosas por mí. Me disteis valor para hablar con Annie y ahora os quedáis con nuestros hijos cuando nos vamos a cenar. Somos familia y tenemos que ayudarnos entre nosotros. Eren estará bien y algún día nos reiremos de esto. Créeme, se rehúsa a morir porque quiere estar contigo. —Suspiró y la miró de soslayo—. Siempre se ha aferrado a ti. ¿Recuerdas el tercer año de carrera, cuando te fuiste de viaje durante dos semanas? Todas las tardes venía a visitarme a la residencia y no paraba de hablar de ti. ¡Espera! He recordado algo mucho peor. A veces quedábamos en casa de Zeke para jugar a la play y me abandonaba en cuanto recibía un mensaje tuyo. Decía: «Lo siento, Mikasa y yo vamos a tomar un helado», o «A Mikasa le duele la cabeza y me necesita». Eren haría cualquier cosa por ti; si eso implica desafiar la muerte, lo hará. Es un SIMP.
Ella esbozó una sonrisilla, se pasó la mano por el pelo y echó el cuello hacia atrás, tomando una gran bocanada de aire. Las lágrimas no habían abandonado sus ojos.
—Solo quiero estar con él.
—Lo sé —susurró Armin—, lo sé.
Confiaba en Armin, confiaba en sus palabras, en su esperanza. Siempre estaba ahí para alentar. Cuando Kenny comenzó a perder la vista, también estuvo ahí; se desahogó con él antes que con el propio Eren, fue el primero en saberlo, el primero que le dijo que todo estaría bien. No eran demasiadas las situaciones que habían sobrepasado a Mikasa Ackerman, pero en todas ellas había sentido alivio al ver los ojos límpidos de Armin. Solo había discutido una vez con Eren, por una tontería que ya no recordaba, y fue el rubio quien se encargó de hablar con ambos y devolverles la racionalidad. Fue algo que incluyó en su discurso de boda.
«Son muy orgullosos, creedme —había dicho—. Muy orgullosos, insoportablemente orgullosos, pero creedme también cuando os digo que no les dura demasiado: los invité a mi casa para hablar y a los dos minutos estaban acostados en el sofá. Tuve que huir de mi propia casa».
Cuando llegaron a casa de Kenny, este la recibió con un abrazo y entonces Mikasa pudo llorar como una niña en brazos de lo más parecido que tenía a un padre, con un padre que no había sido el mejor, pero que la adoraba más que a su vista perdida. Eran tan parecidos que no necesitaban palabras para entenderse.
—Está bien, enana —dijo—. Llora todo lo que quieras. Por mucho que llores, no te vas a quedar viuda, ¿me oyes? Tu Eren no ha dicho su última palabra.
—Papá —susurró.
—Descansa, hija mía. Armin me lo explicará todo.
No quería subir a su vieja habitación porque ahí había hecho el amor con Eren por primera vez, no quería, pero lo hizo, porque hay algo irresistible en los recuerdos que amamos, aunque nos laceren. Se acostó, cerró los ojos. Dios, pensó, llévame a mí y no a él. Protégelo, suplicó, no lo alejes de mí.
. . .
Pieck se encendió un cigarrillo y Jean pensó en una obra de Gambogi. Es extraño que alguien te espere en casa, pensó. Extraño y excelente. Llevaban casi cinco meses yendo a restaurantes, cafeterías y parques, de un lado a otro, contándose las cosas que nunca habían contado a otro. Ella sabía que guardaba una copia de la llave de casa debajo del felpudo. Y sabía, también, que el accidente de Eren le había hecho temblar antes de que se lo confesase. Jean no podía ser socarrón, poner calma o dar esperanza cuando solo necesitaba que alguien escuchase su propia miseria.
Se llevó las manos a la frente, abatido. La mujer lo llamó, le pidió que la mirase; su voz era firme, tranquila, ni muy alta ni muy baja, pero estaba lejos de ser monótona: era la voz de Ariadna hablándole a Dioniso.
—Ese idiota no nos puede dejar tirados —se lamentó—. No puede hacerlo, no puede dejar a Mikasa de esta manera. Si se muere, la mata. ¡Joder! Eren, grandísimo cabrón. ¿No podías haberte tomado un puto día libre?
—Jean.
—Ese tonto está lleno de tubos cuando debería estar dándome la turra con la iconografía de sus cerámicas porque, aunque le cueste reconocerlo, sabe que soy su mejor opción y…
Pieck sostuvo su mentón y le limpió las lágrimas con la mano.
—Jean, todo estará bien.
—¿Y si no lo está? ¿Y si Eren…? No quiero pensarlo. Sus padres, su hermano, Mikasa… No se lo merece. Siempre nos ha cuidado a todos, siempre nos ha ayudado, se lo pidiésemos o no. Tendría que ser yo en lugar de él.
—No digas eso. —La mujer le acarició el pelo—. Nadie merece estar en esa cama, pero quizá Eren es quien más fuerza tiene para recuperarse. Todos estamos con él. ¿Qué otro motivo necesita una persona para levantarse? Conozco a pilotos retirados que se han recuperado de accidentes gravísimos, he hablado con muchos y casi todos coinciden en una cosa: siguen vivos gracias al amor de los suyos.
—Mikasa está destrozada —comentó—. Nunca la había visto así, sin poder hablar. Estoy acostumbrado a verlos juntos desde aquel verano, cuando acabamos el instituto. Pegados como larvas. Incluso les dejé mi primera moto para que fueran a la playa. No pueden estar el uno sin el otro, Pieck. Pasaron un tiempo separados hace unos años; Eren estaba ido, como desorientado. Y Mikasa… Solo espero que esté bien. Es una de esas mujeres entre un millón.
—Lo estarán. Tengo que llamar a Zeke; me atrevería a decir que Eren es ese hijo que nunca tendrá. Esto es demasiado duro para él.
—¿Mañana vendrás conmigo al hospital?
—Claro.
—Bien. —Jean se levantó y le ofreció una mano—. Por favor, quédate conmigo esta noche. No quiero estar solo. No quiero estar solo nunca más.
. . .
Cuando yo no te amaba todavía
-oh verdad del amor, quién lo creyera-
para mi sed no había
ninguna preferencia verdadera.
Ya no recuerdo el tiempo de la espera
con esa niebla en la memoria mía:
¿El mundo cómo era
cuando yo no te amaba todavía?
Total belleza que el amor inventa
ahora que es tan pura
su navidad, para que yo la sienta.
Y sé que no era cierta la dulzura,
que nunca amanecía
cuando yo no te amaba todavía.
María Elena Walsh, ENTONCES.
. . .
Dio un volantazo. A partir de ahí, hubo un salto. Recordaba haber despertado poco después y ver la cara de los paramédicos. Después volvió la oscuridad, y luego soñó, aunque no fue consciente del sueño durante su estancia en él. Se vio tendido en el pasto; un pájaro batía las alas en el falso firmamento. Tuvo ganas de llorar porque no quería morir, no quería la tumba en la colina, bajo el árbol. Otra vez no, pensó. ¡Esto no puede sucederme a mí!
El pájaro descendió, se posó en su pecho y aleteó, dándole en la cara. Era una paloma mensajera. Eren tomó la notita y la leyó con atención:
«Vuelve a casa».
Se puso en pie de un salto, frenético, intentando avistar algo más allá de la inmensa nada que lo rodeaba. Solo vio la colina, la colina primordial, el Benben, pero también el Gólgota y la cima de Sísifo. Corrió hacia lo más alto y la encontró dormida a la sombra del árbol. Era ella, era Mikasa. Y lloraba, y la bufanda se desprendía de su cuello, y decía que deseaba verlo de nuevo. Eren le recolocó la bufanda y le gritó que volvería, pero algo tiró de él hacia las alturas y solo pudo ver la sorpresa en su cara.
Estaba perdido.
Quiero volver, dijo, quiero volver a casa. No quiero morir. Quiero estar con ella, con todos. ¿Dónde está mi hogar? ¿Qué tengo que hacer para regresar? Mikasa, no llores. Por favor, quiero…
Dos semanas. Para él fueron años, cientos, miles. Dos mil años dormido. Al regresar a lo que ya reconoció como la realidad, su realidad, ni siquiera podía articular palabra, como si una parte de su ser permaneciese al otro lado, en esa colina. Se sentía como si lo acabasen de embalsamar.
Había vuelto a nacer, sí, y lo supo cuando vio a sus padres en la puerta.
. . .
Falco se había adaptado con rapidez al departamento de marketing, aunque le había costado una semana comprender que tenía derecho a media hora de descanso. Divina juventud, pensó Mikasa, y colocó el vaso frente a él. La máquina de café era un consuelo a media mañana.
—Tienes que reponer energías. No queremos que te dé un bajón de azúcar —le dijo—. Estás haciendo un trabajo excelente. El jefe del departamento está encantado.
—¿De verdad?
—Sí. No debería decírtelo, pero no suelo morderme la lengua en los descansos. Además, yo te contraté. Solo apuesto por caballos ganadores.
—No sabes cuánto te agradezco esta oportunidad. —Falco suspiró y dio un sorbo—. Necesitaba este dinero. Mi novia y yo ya estamos mirando el precio de los alquileres. Creo que podremos mudarnos en un par de meses.
—¿Tu novia?
—Gabi. Llevamos unos… diez años juntos, más o menos.
—Desde los quince, ¿eh? Es sorprendente. Diez años son muchos años. ¿Nunca habéis vivido juntos?
—No hemos tenido ocasión. Al empezar la carrera, yo me fui a Mitras y ella se fue a estudiar a Londres. No vivíamos juntos, pero estábamos acostumbrados a vernos todos los días.
—Lo entiendo. —Mikasa esbozó una pequeña sonrisa—. Mi marido y yo también estuvimos separados durante algún tiempo. Fue duro, pero sabíamos que lo superaríamos. Si Gabi y tú estáis juntos después de tanto kilómetros y años, bueno, me temo que no tardaréis mucho en casaros.
Falco se frotó las manos con nerviosismo y le confesó que no sabía cómo pedírselo. En el fondo, le explicó, le aterrorizaba la idea porque Gabi no daba señales de pensar en el matrimonio y los dos estaban demasiado ocupados. No recordaba cuánto tiempo llevaban sin mantener una conversación ajena a los asuntos del trabajo. En definitiva, le admitió con cierta vergüenza, solo necesitaba un sofá, una película y un poco de valor; a Gabi no le gustaban los restaurantes caros ni las complicaciones.
—Ahorraré para comprar un anillo —continuó—. Me da igual lo que diga, me da igual que me regañe por gastar dinero.
—Sé prudente. Si necesitas un adelanto de sueldo, habla conmigo primero. Veremos lo que podemos hacer.
—Gracias, muchas gracias. Si no fuera por ti, todavía estaría dejando el currículum por ahí. Eres la primera persona que me ha dado una oportunidad.
—¿Lees la Biblia, Falco?
—No.
—Yo tampoco, pero Eren sí. Ya sabes, los historiadores y sus fuentes. Siempre dice que esta es su mejor cita: «Dad y se os dará: se os echará en el regazo una medida llena, apretada, sacudida y desbordante. Porque con la medida que midáis, se os medirá». Eso es exactamente lo que hice contigo.
Mikasa se alejó cuando el móvil empezó a sonar. Era Grisha. Le dijo que Eren había despertado. Respondió que salía hacia el hospital de inmediato. Se detuvo un momento y se llevó las manos a la cara. Respiró hondo y volvió con Falco para dar un último trago al café.
—Tengo que irme al hospital. Mi Eren se ha despertado.
. . .
—¿Cómo se llama?
—Eren Jaeger.
—¿Conoce a esta mujer?
—Claro. Es mi madre, Carla Jaeger.
—¿Cuál es el apellido de soltera de su madre?
—Merz.
—¿Recuerda qué sucedió? ¿Por qué está aquí?
—Tuve un accidente en la carretera mientras volvía a casa. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Dos semanas, señor Jaeger —respondió el neurólogo—. Ha estado en coma inducido durante dos semanas. No mueva mucho el cuello, ha sufrido daño en las vértebras cervicales.
—¿En las vértebras?
—Nada que el tiempo, el reposo y el collarín no puedan solucionar. No se preocupe. Bien, le dejo con su familia. El traumatólogo vendrá más tarde. Es bueno verle despierto, Eren.
Lo era, aunque estuviese lejos de encontrarse bien. ¿Y el conductor de aquel coche? ¿Qué le había sucedido? ¿Estaba bien? Su padre le dijo que no había sufrido heridas de gravedad, que se había disculpado mil veces con ellos por lo ocurrido. Sencillamente, se había quedado dormido al volante tras trabajar durante toda la noche. Eren suspiró con alivio. Nada de tragedias, se dijo. Ninguna más.
Carla le acomodó la almohada y le llenó la cara de besos y lágrimas. Eren la rodeó con un brazo y sonrió.
—Han sido las peores semanas de mi vida —dijo su madre—. No vuelvas a coger el coche en tu vida, Eren Jaeger. ¿Me has entendido?
—Haré lo posible por no darte más sustos.
Grisha, a su izquierda, se inclinó sobre él para darle un beso en la frente. Eren tuvo que retroceder veinte años atrás, cuando su padre llegaba del trabajo y entraba a su habitación para repetir ese gesto, creyéndolo ya dormido.
Zeke entró con una pelota de béisbol en la mano.
—Salut mon frère. Comment ça va?
—¿Por qué me hablas en francés?
—Ya sabes, hay gente que se despierta del coma hablando en otros idiomas. Estaba asegurándome. —Le colocó la pelota en una mano—. La he usado como antiestrés ininterrumpidamente. Eres un…, un… —Zeke le acunó el rostro entre las manos—. Te quiero, hermano. Nunca lo olvides. ¿Qué ha dicho el doctor?
—Todo bien —dijo Grisha—. Hijo, ni se te ocurra decir que quieres el alta. Tienes que recuperarte. Ya tendrás tiempo de pensar en lo demás.
No tenía ganas, fuerza ni intención de discutir con su padre. Por fortuna, y como Nietzsche, le había dicho que sí a la vida, no había entrado dócilmente en esa buena noche, en palabras de cierto poeta. La vida, había dicho el coronel, es la mejor cosa que se ha inventado. Y ella, pensó Eren, ¿dónde está ella? Su gesto se transformó en una mueca de amargura. Había visto a una Mikasa rodeada de desolación; solo al final, cuando se elevaba, había atisbado una sonrisa en su rostro.
—Eren.
Miró hacia la puerta y su boca pasó de un rictus miserable a una pequeña sonrisa, que fue creciendo conforme ella se acercaba. Era su Mikasa y también llevaba los ojos anegados de lágrimas.
—Tenías razón —dijo mientras se acercaba—. No deberíamos haber salido de la cama ese día.
Dejó en sus labios el más dulce de los besos, el más anhelante y añorado. Eren quería decirle que había recibido el mensaje; de alguna extraña manera, tan propia del subconsciente, recibió sus palabras y estas lo llevaron de vuelta. Pero guardó silencio y decidió que aquello solo había sido fruto de su cabeza.
—La próxima vez insistiré un poco más. —Eren sostuvo una hebra de cabello entre sus dedos. Ni toda la obsidiana del Tirreno podría igualarla—. No llores, por favor. Estoy aquí. No llores y bésame.
No solían hacerlo en presencia de nadie, aunque Zeke se hubiese percatada de que compartían, además de miradas, vasos y helados en fiestas y comidas. «¿Podéis dejar de comeros la boca indirectamente? —les dijo en una ocasión—. «Dios, es increíble. Me siento como un sujetavelas». Sin embargo, ahora habían perdido consciencia de aquello que los rodeaba.
Escondió la sonrisa en la mano de la mujer y dejó un beso en la palma. ¡Pero qué hermosa era, mirándolo como si estuviera ante la Nínive resplandeciente!
—No sabes lo fría y grande que parece la casa cuando tú no estás en ella, Eren.
—Pronto volveremos a casa, a nuestro hogar.
—Ya está —susurró Mikasa—. Mi hogar eres tú.
—Mi hogar eres tú —repitió él—. Me siento como si me hubiesen cortado en pedacitos y los acabasen de juntar. Me siento exactamente como Osiris.
. . .
Le quitaron el collarín casi seis meses después del accidente, cuando ya se había acostumbrado a él. Su cuerpo y su mente estaban bien, sin secuelas. Ahora, sin ese yugo amarrado al cuello, ahora que Mikasa había escuchado de boca del médico que estaba en un estado óptimo de salud, que su lozanía se comparaba a la de un atleta; ahora que se bajaban del coche y nadie los veía, se agachó rápidamente, rodeó las piernas de la mujer y la llevó en volandas hasta el dormitorio, donde ella dejó de quejarse y empezó devolverle los besos. Permanecieron en la cama el resto de la tarde, hablando, dormitando a ratos, intercambiando algo más que miradas.
Eren decidió hacerse un tatuaje. Algo pequeño, algo que pudiese esconder con facilidad, algo cuyo significado solo conocía él.
—Unas alas en el brazo —dijo—. ¿Qué te parece?
—¿Por qué unas alas? Además, nunca te han gustado los tatuajes. Dice Dios que el cuerpo es el templo del alma.
—Quizá sea una tontería, pero cuando estaba en coma… —Eren titubeó—. Sí, seguramente es una tontería.
Mikasa hizo una mueva y le sostuvo la barbilla, obligándolo a mirarla.
—Tú nunca dices tonterías.
—Cuando estaba en coma —continuó—, tuve un sueño. Bueno, debí tener muchos, pero solo recuerdo uno. Soñé contigo. Estabas sentada a los pies de un árbol; llorabas y llevabas una bufanda. Me acerqué a ti, te hablé, te dije que volvería, te acomodé la bufanda alrededor del cuello, pero después eché a volar; no como Ícaro, sino como un pájaro. Era un pájaro. Entonces desperté y habían pasado dos semanas.
—Los sueños son muy extraños —asintió Mikasa—. Es curioso. No creo que sea un sinsentido, Eren. Te pedí que volvieras y creo que me escuchaste, de alguna manera. ¿Por qué no me lo habías contado?
—Ya te lo he dicho, creía que era una tontería.
—No hay tonterías entre nosotros. Hazte ese tatuaje. Después de todo, has volado de vuelta a tu nido.
—Nuestro nido. —Se deslizó sobre ella y empezó a besarle las clavículas—. ¿Pensabas que no volvería? Hace falta algo más que un traumatismo para librarse de mí. Encontraría la manera de volver a ti siempre, aleteando, corriendo o cruzando el mar a nado. —Eren podía sentir el calor despertando; se abandonaría a él, de nuevo, a la ausencia de todo pensamiento racional—. No puedo consentir que estés más de quince minutos sin tener un orgasmo.
Mikasa le puso las manos en el pecho y le pidió que se acomodara. Lo hizo, felizmente, con ella sobre sus caderas, rozándose con su entrepierna mientras le mordía los labios y Eren agarraba un manojo de cabellos negros. Ella bajó y besó aquella vieja cicatriz de la ingle. Con el aliento contenido, observó como su miembro aparecía y desaparecía, sometido a una lengua maestra. Cuando ella lo miraba desde esa posición, con esos ojos grises, tenía la sensación de que lo desafiaba.
—Pensaba que debías hacer los preparativos de un cursillo sobre jeroglíficos…
—Un pequeño cambio de planes. Ramsés puede esperar.
Pero él no.
. . .
Todo habría sido muy distinto si aquella noche no hubiesen huido con ellas. Mientras Eren y Mikasa se alejaban hacia un punto sin retorno, Armin reunía el valor suficiente para sostenerle la mirada a Annie. No solo lo hizo, sino que derritió aquel par de témpanos azules. Luego llegaron los poemas, las cartas, los besos; campanas de boda, una casa, los niños… y las ganas de estar solos.
—Louis —dijo Annie—, pórtate bien con tus tíos, ¿de acuerdo? Eren, ni se te ocurra meterle ideas en la cabeza sobre ser historiador. Mi corazón no podría soportarlo.
—Los reportajes sobre gladiadores le gustan.
Mikasa cargó a Elizabeth en sus brazos y sonrió. Tenía la nariz chata de su padre.
—Volveremos pronto, cariño. —Armin besó la mejilla de la niña—. Os compensaremos algún día, Mikasa. Sois los mejores niñeros del mundo.
—Sí, sí —asintió Eren—. Tenéis una reserva y Annie te está devorando con los ojos. Daos prisa.
—Créeme, Jaeger, la tenemos —dijo la aludida—. Lo entenderás cuando un llanto te despierte a las tres de la mañana y tengas la cocina llena de potitos, preferiblemente de pollo.
—Mami —susurró Louis con los ojos llenos de lágrimas.
—Louis, Lizzy, pequeños míos. Papi y yo os queremos mucho, mucho, mucho.
Eren subió al niño sobre sus hombros y este pareció olvidar su llanto; no había nada más divertido para él que su tío y sus historias sobre generales, sobre aquellos hombrecillos que salieron de África. Manejaba un vocabulario —hominización, bifaz— impropio para su edad, y eso hacía que Armin se hartase a reír.
—Bueno, hijos, cuidad de vuestros tíos.
Decidieron poner una película. Ice Age, uno de los clásicos que Eren, a sus treinta años, no tenía problema en ver cuando la televisión no ofrecía nada mejor. Cuando Mikasa regresó de la cocina con un bol de palomitas, lo encontró con un chiquillo a cada lado, respondiendo sus preguntas y riendo con ellos. Aquello valía más que todo el ámbar del Báltico y toda la plata del Potosí.
Mikasa sonrió, sin saber que dentro de ella se gestaba una alegría de nueve meses.
