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Necesitaba una chica.

A ser posible una a la que le sobraran ciento cincuenta mil dólares.

Rachel Barbra Berry contemplaba en silencio la pequeña fogata que ardía en el centro de su salón y se preguntaba si oficialmente acababa de volverse loca. El trozo de papel que tenía en la mano describía todas las cualidades que quería que tuviera su alma gemela:

Lealtad. Inteligencia. Sentido del humor. Fuertes vínculos familiares y amor por los animales. Unos ingresos importantes.

La mayoría de los ingredientes ya se estaba cocinando. Un pelo procedente de un miembro femenino de la familia (su mamá todavía estaba enoajada con ella). Una mezcla de hierbas aromáticas (seguramente para concederle a su alma gemela un lado tierno).

Tomó una honda bocanada de aire, y después tiró la lista al cubo metálico y la observó arder. Se sentía un poco tonta por emplear un hechizo de amor, pero era la única opción que le quedaba y tenía muy poco que perder. Puesto que era la dueña de una librería independiente emplazada en una moderna ciudad universitaria en el norte del estado de Nueva York, pensaba que podía permitirse ciertas excentricidades. Como, por ejemplo, rezarle a la Madre Tierra para que le enviara a la mujer perfecta.

Rachel extendió el brazo para tomar el extintor cuando vio que las llamas aumentaban. Al ascender el humo, se acordó de aquella vez que se le quemó la base de una pizza en el horno. Frunció la nariz, pulverizó con agua el cubo y alrededor de la alfombra y se fue a buscar una copa de vino tinto para celebrarlo.

Su madre tendría que vender el hogar familiar. Reflexionó sobre el dilema mientras tomaba una botella de cabernet sauvignon. La librería ya tenía una hipoteca que apenas podía pagar. De modo que debía sopesar muy bien cómo llevar a cabo la ampliación para añadirle una cafetería, sobre todo porque estaba a dos velas. Echó un vistazo por el apartamento de estilo victoriano y tardó poco en llegar a la conclusión de que no había nada que vender. Ni siquiera en eBay.

Tenía veintisiete años y debería vivir en un bloque de pisos moderno, vestir ropa de marca y salir con una mujer distinta cada fin de semana. En cambio, adoptaba perros que recogía el refugio de animales local y se compraba pañuelos con estilo para alegrar un poco su ropa. Creía que había que vivir el momento y estar abierta a cualquiera posibilidad. Debía seguir los dictados de su corazón. Por desgracia, ese estilo de vida no salvaría el hogar de su madre.

Bebió un sorbo de vino y reconoció que poco más podía hacer. Nadie tenía el dinero suficiente y, esa vez, cuando llegara la funcionaria del Tesoro, las cosas no acabarían bien. Ella no era Scarlett Johanson. Además, tampoco pensaba que su patético intento de hechizo lograra llevar a su puerta a la mujer perfecta.

En ese momento llamaron al timbre.

Se quedó boquiabierta. «¡Dios mío!», pensó. ¿Sería ella? Se echó un vistazo a los pantalones de chándal anchos que llevaba y a la desastrada camiseta, y se preguntó si le daría tiempo a cambiarse.

Estaba a punto de buscar algo en el armario cuando el timbre volvió a sonar, de modo que se acercó a la puerta, respiró hondo y aferró el pomo.

—Ya era hora de que abrieras.

Sus esperanzas cayeron en saco roto. Al abrir la puerta, Rachel se encontró con su mejor amiga, Spencer Fabray, y frunció el ceño.

—Se suponía que debías ser el amor de mi vida.

Spencer resopló antes de entrar. Agitó una mano en el aire, cuyas uñas llevaba pintadas de color rojo cereza, y se dejó caer en el sofá.

—Ya, pues sigue soñando. Asustaste a la última con la que saliste, así que no pienso concertarte otra cita a ciegas en la vida. ¿Qué ha pasado aquí?

—¿Qué quieres decir con que la asusté? ¡Pensé que iba a atacarme!

Spencer enarcó una ceja.

—Se inclinó para darte un beso de buenas noches. Tú perdiste el equilibrio y te caíste de culo, y ella se sintió como una imbécil. La gente se besa después de una cita, Rach. Es un ritual.

Rachel recogió los papeles que había por medio, los metió en una bolsa de basura y después tomó el cubo.

—Le olía el aliento a ajo y no me apetecía que se acercara.

Spencer agarró la copa de vino y bebió un buen sorbo. Estiró sus largas piernas, enfundadas en unos pantalones de cuero negro, y colocó los pies, calzados con botas de tacón alto, en el borde de la destartalada mesa.

—Si no recuerdo mal, llevas sin acostarte con nadie unos diez años, ¿no?

—Bruja.

—Monja.

Rachel claudicó y se echó a reír.

—De acuerdo, tú ganas. ¿A qué se debe que me honres con tu presencia un sábado por la noche? Estás muy guapa.

—Gracias. He quedado con alguien a las once. ¿Quieres venir?

—¿Y acompañarte a una cita?

Spencer hizo un puchero y bebió el vino.

—Me lo pasaré mejor contigo. Ese chico es un plomo.

—Y ¿por qué has quedado con él?

—Porque está bueno.

Rachel se sentó junto a Spencer en el sofá y suspiró.

—Ojalá pudiera ser como tú, Spencer. ¿Por qué no soy tan desinhibida?

—A mí me gustaría serlo un pelín menos. —Spencer esbozó una sonrisa tristona, y después señaló el cubo—. Dime, ¿qué has quemado?

Rachel suspiró.

—Acabo de usar un hechizo. Para… esto… para conseguir una chica.

Su amiga echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—De acuerdo... Y ¿qué es el cubo?

Rachel se puso colorada como un tomate. Spencer jamás le permitiría que olvidara ese momento.

—El fuego era en honor de la Madre Tierra —susurró.

—¡Por Dios Bendito!

—Escúchame. Estoy desesperada. Todavía no he encontrado anla chica de mi vida y me ha surgido otro problemilla que debo solucionar. Así que he unido las dos cosas para reducir la lista.

—¿Qué lista?

—Una de mis clientas me contó que se ha comprado un libro de hechizos de amor y que, después de hacer una lista con todas las cualidades que buscaba en un hombre, lo encontró de repente.

Spencer pareció interesarse al llegar a ese punto.

—¿Apareció un hombre en su vida con todas las cualidades que ella quería?

—Ajá. La lista tiene que ser muy específica. No puede ser general, porque de esa forma el universo puede sentirse confundido y no te envía a nadie. Según me dijo la chica, si sigues el hechizo al pie de la letra, aparecerá la persona adecuada.

Los ojos verdes de Spencer relucieron.

—Enséñame el libro.

Nada como otra soltera para hacer que una se sintiera mejor acerca de la búsqueda de una pareja, pensó Rachel, y le arrojó a Spencer el librito con las tapas forradas de tela. Ya no se sentía tan tonta.

—Mmm… Enséñame la lista.

Rachel señaló el cubo.

—La he quemado.

—Sé que tienes otra copia debajo del colchón. Déjalo, ya la tomo yo.

Su amiga caminó hasta el futón de color amarillo chillón y metió la mano debajo de los cojines. Al cabo de unos segundos alzó la lista con gesto triunfal entre las brillantes uñas rojas, relamiéndose los labios como si estuviera a punto de zambullirse en una novela romántica de alto voltaje. Rachel se sentó en la alfombra y encorvó los hombros. Que comenzara la humillación.

«Número uno» —leyó Spencer—. «Que sea fan de los musicales.»

Rachel se preparó para el estallido.

—¿Broadway? —chilló Spencer, que comenzó a agitar la hoja en el aire para conferirle un poco más de dramatismo al momento—. ¿Cómo es posible que Broadway sea tu prioridad número uno?Hace años que nadie ve eso. En Nueva York hay más seguidores de los Yankees que de los musicales, en esa categoría está incluida la práctica totalidad de la población.

Rachel apretó los dientes. ¿Por qué todo el mundo tenía que criticar su elección musicales sobre de equipos neoyorquinos?

—Los musicales tienen carácter y mucha fuerza, y necesito una chica capaz de apoyar a la minoría. Me niego a acostarme con una seguidora de los Yankees.

—Eres un caso perdido. Me rindo —dijo Spencer—. «Número dos: que le gusten los libros, el arte y la poesía.» —Hizo una pausa para analizarlo y después se encogió de hombros—. Lo acepto. «Número tres: que crea en la monogamia.» Un dato muy importante que agregar a la lista. «Número cuatro: que quiera hijos.» —Alzó la vista—. ¿Cuántos?.

Rachel sonrió al pensarlo.

—Me gustaría que fueran tres, pero también me conformaría con dos. ¿Debería haber especificado el número?

—No, la Madre Tierra seguro que lo tiene claro. —Spencer siguió—. «Número cinco: que sepa cómo comunicarse con otra mujer.» Esta es importante. Estoy harta de leer libros sobre Venus y Marte. Me he leído la saga completa y sigo sin enterarme. «Número seis: que le gusten los animales por ende sea vegetariana.»—Gimió—. ¡Esta es tan mala como la de los musicales!

Rachel gateó por la alfombra para acercarse a su amiga.

—Si odia los perros, no podré continuar con mi programa en el refugio de animales. Además, ¿y si fuera una cazadora? Me despertaría en plena noche y me encontraría a un ciervo muerto mirándome desde la repisa de la chimenea.

—Eres una exagerada. —Spencer retomó la lista—. «Número siete: que tenga un código ético y moral estricto, y que crea en la honestidad.» Esta debería ser la condición número uno en la lista, pero ¡No! Yo no soy fan de los musicales… «Número ocho: que sea una buena amante.» —Alzó las cejas—. En mi lista, esta sería la número dos. Pero me enorgullece que hayas sacado el tema. A lo mejor tienes remedio, después de todo.

Rachel tragó saliva al tiempo que el temor le provocaba un nudo en el estómago.

—Sigue leyendo —dijo.

«Número nueve: Que tenga fuertes vínculos familiares.» Tiene sentido. Tu familia me recuerda a Los Walton. Deacuerdo , la número diez…

Se hizo el silencio. Rachel observó a Spencer, que releyó la condición número diez.

—Rachel—dijo al cabo de unos segundos— creo que no he leído bien la número diez.

La morena suspiró.

—Te aseguro que la has leído bien.

Spencer leyó la última condición en voz alta:

«Que tenga ciento cincuenta mil dólares en efectivo y disponibles.» —Alzó la mirada—.Necesito detalles.

Rachel levantó la barbilla.

—Necesito una chica a quien pueda querer y a la que le sobren ciento cincuenta mil dólares. Y la necesito ya.

Spencer meneó la cabeza, como si acabara de salir de debajo del agua.

—¿Para qué?

—Para salvar Tara.

Spencer parpadeó.

—¿Tara?

—Sí, la casa de mi madre. ¿Recuerdas la mansión de Lo que el viento se llevó? ¿Te acuerdas de que mi madre solía bromear y decir que necesitaba más algodón para pagar las facturas? Spenc, no te he contado lo mal que han ido las cosas. Mi madre quiere vender la propiedad y yo me niego. No tienen dinero y tampoco tienen otro sitio a dónde ir. Haré cualquier cosa con tal de ayudarlos, incluso casarme. Como Escarlata.

Spencer gimió y tomó su bolso. Sacó el teléfono y marcó un número.

—¿Qué estás haciendo?

Rachel se esforzó por controlar el pánico que la invadía al pensar que su amiga quizá no la entendiera. Al fin y al cabo, era la primera vez que buscaba una chica para que le solucionara los problemas. ¡Ay, hasta las torres más altas caían!

—Estoy cancelando la cita. Creo que debemos discutir este nuevo tema. Después llamaré a mi terapeuta. Es muy buena, muy discreta y admite pacientes a medianoche.

Rachel se rió.

—Spencer, eres una amiga estupenda.

—Qué remedio me queda…


Lucy Quinn Fabray tenía una fortuna en la punta de los dedos.

Sin embargo, para lograr lo que deseaba necesitaba una esposa.

Quinn creía en muchas cosas. En trabajar duro para conseguir un objetivo. En controlar la furia y en recurrir al sentido común si se producía un enfrentamiento. Y en levantar edificios. En edificios sólidos y bonitos desde el punto de vista estético. En ángulos suaves y líneas rectas en perfecta armonía. En ladrillos, hormigón y cristal como símbolos de la solidez que la gente anhelaba en su día a día. En el asombro fugaz que demostraban las personas cuando veían por primera vez la creación final. Todas esas cosas le daban sentido a su vida.

Quinn no creía en el amor eterno, en el matrimonio ni en la familia. Esas cosas no tenían sentido, y había decidido no incorporar esa faceta social a su vida.

Por desgracia, Russel había cambiado las reglas.

Sintió un nudo en las entrañas y su ácido sentido del humor estuvo a punto de arrancarle una carcajada. Se levantó del sillón de cuero y se quitó el saco azul marino, la camisa blanca de vestir y las zapatillas. Tras desabrocharse el cinturón con un rápido movimiento, se quitó la apretada falda del mismo color que el saco y se puso unos más cómodos de deporte, junto con una camiseta a juego. Se calzó las Nike Air y entró en el santuario de su despacho, lleno de maquetas, bocetos, fotos inspiradoras, una cinta de correr, algunas mancuernas y un bar muy completo. Usó el mando a distancia para encender su iPhone y al instante los primeros acordes de La Traviata inundaron la estancia. No tardarían mucho en aclararle las ideas.

Se subió a la cinta y trató de no pensar en el tabaco. Habían pasado cinco años desde que lo dejó, pero aún le daban ganas de fumarse un cigarrillo cuando el estrés superaba lo normal. Molesta por semejante debilidad, comenzó a hacer ejercicio. Correr la relajaba, sobre todo en ese entorno tan controlado. No había voces altas que interrumpieran su concentración, no tenía que sufrir el calor achicharrante del sol ni había piedras que le dificultaran el camino. Fijó los parámetros y comenzó a correr, consciente de que encontraría una solución al problema.

Aunque comprendía las intenciones de su su papá, se sentía traicionada. Al final, uno de los pocos miembros de su familia a los que quería la había utilizado como si fuera un simple peón.

Quinn meneó la cabeza. Debería haberlo visto venir. Su papá Russel había pasado sus últimos meses de vida recalcando la importancia de la familia y le había dejado claro que su actitud dejaba mucho que desear. Quinn no comprendía por qué eso le resultaba sorprendente. Al fin y al cabo, su familia debería haber protagonizado anuncios de algún método anticonceptivo.

A medida que se relacionaba con distintas mujeres, Quinn había comprendido una cosa: todas querían casarse y el matrimonio conducía al caos. Enfrentamientos provocados por las emociones. Niños exigiendo cada vez más atención. Búsqueda de espacio personal hasta que al final todo acababa de la misma manera que acababan todas las relaciones. Con un divorcio. Con niños como víctimas.

«No, gracias», pensó.

Aumentó tanto la inclinación de la cinta como la velocidad, con la mente convertida en un hervidero de pensamientos. Russel había mantenido hasta el final el firme convencimiento de que una mujer sería la salvación de su hija, jamás había sido cruel respecto a su orientación sexual. El infarto había sido fulminante. Cuando los abogados se presentaron en busca del dinero, cual bandada de buitres atraídos por el olor de la sangre, Quinn supuso que los pormenores legales serían sencillos. Spencer y Judy, su hermana y mamá, habían dejado claro que no querían saber nada del negocio.

Russel no tenía más familia. De modo que, por primera vez en su vida, Quinn creyó en la buena suerte. Por fin tenía algo que podía considerar completamente suyo. Hasta que se leyó el testamento.

Y comprendió que todo era una broma pesada.

Heredaría la mayoría de las acciones de Dreamscape en cuanto se casara. El matrimonio debía durar al menos un año y podía ser con una mujer de su elección. También se aceptaba cualquier acuerdo prematrimonial. Si Quinn decidía no cumplir los deseos de su papá, heredaría el cincuenta y uno por ciento de las acciones, pero el control se repartiría entre los miembros del consejo de administración. Quinn se convertiría en una figura decorativa. Su vida consistiría no en crear edificios, sino en asistir a reuniones y en implicarse en la política de la empresa. Justo lo que no quería. Y su papá lo sabía muy bien.

Así que Quinn tenía que encontrar una mujer para casarse.

Pulsó el botón para disminuir la inclinación de la cinta y redujo la velocidad. Su respiración se hizo más pausada. Con una precisión metódica, su mente apartó el vacío emocional y sopesó las posibilidades. Tras bajar de la cinta y tomar una botella fría de agua mineral del minibar, se dirigió a su sillón. Después de beber un sorbo de agua helada, dejó la botella en el escritorio. Esperó unos minutos mientras organizaba sus pensamientos y agarró el bolígrafo de oro, que comenzó a girar entre los dedos.

Una vez que empezó a escribir, tuvo la impresión de que cada palabra era un clavo que cerraba la tapa de su ataúd.

Encontrar una esposa.

No pensaba perder más tiempo rezongando sobre la injusticia que eso suponía. Había decidido hacer una lista que detallara todas las cualidades que necesitaba en una esposa para, de esa forma, intentar averiguar si conocía a alguna mujer apropiada.

Inmediatamente, recordó a Santana, pero no tardó en alejarla de sus pensamientos. La despampanante supermodelo con la que salía en esos momentos era perfecta para lucirla en los eventos sociales y también era genial en la cama, pero no podía considerarla como esposa. Santana López era una gran conversadora y disfrutaba mucho con su compañía, pero mucho se temía que se estaba enamorando de ella. Ya le había insinuado su deseo de tener niños, un detalle que sentenciaba su relación. Si tenía algo claro con respecto al matrimonio, era que las emociones acabarían por arruinarlo. Si Santana se enamoraba de ella, terminaría siendo víctima de los celos y se convertiría en una mujer exigente, como todas las esposas. Ningún acuerdo prematrimonial sobreviviría a su avaricia en cuanto se sintiera traicionada.

Quinn bebió otro sorbo de agua mientras acariciaba el cuello de la botella con el pulgar de forma distraída. En una ocasión había leído que si se hacía una lista con las cualidades que se buscaban en una mujer, aparecería una de repente. Frunció el ceño mientras analizaba la idea. Estaba casi segura de que la teoría afirmaba estar relacionada con algo del universo. Algo así como recibir lo que se entregaba al cosmos. Alguna chorrada metafísica en la que ella no creía.

Sin embargo, a esas alturas estaba desesperada.

Colocó el bolígrafo en el margen izquierdo del papel y comenzó a escribir:

Una mujer que no me quiera.

Una mujer con la que no deseé acostarme.

Una mujer que no tenga familia.

Una mujer que no tenga animales.

Una mujer que no quiera tener hijos.

Una mujer con una carrera profesional independiente.

Una mujer que se planteé el matrimonio como un proyecto empresarial.

Una mujer que no sea demasiado sensible ni impulsiva.

Una mujer en la que pueda confiar.

Releyó lo que había escrito. Sabía que se había dejado llevar por el optimismo al añadir algunas de las cualidades que deseaba en una mujer, pero si la teoría del universo funcionaba, era mejor especificar bien lo que quería. Necesitaba una mujer que se planteara el matrimonio entre ellas como una oportunidad desde el punto de vista empresarial. Tal vez alguien que necesitara dinero en abundancia. Tenía la intención de ofrecerle unos buenos beneficios, pero quería que el matrimonio fuera simplemente un papel firmado. Sin sexo no había celos. Sin una mujer sensible no había amor. Si no había caos, el matrimonio sería perfecto.

Repasó la lista de las mujeres con las que había salido en el pasado, así como los nombres de todas las amigas que tenía y de todas las mujeres con las que se había relacionada en el ámbito profesional.

No encontró lo que buscaba.

La frustración amenazaba con apoderarse de ella. Era una mujer de treinta años bastante atractiva, inteligente y con una posición económica estable. Sin embargo, no conocía a ninguna mujer con la que pudiera casarse.

Tenía una semana de plazo para encontrar a su futura esposa.

En ese momento la llamaron al móvil.

—Marley —dijo, al contestar.

—Quinn, soy yo, Spencer. —Su hermana guardó silencio—. ¿Has encontrado ya esposa?

Quinn estuvo a punto de reír entre dientes. Su hermana era la única mujer del mundo que lograba hacerla reír. Aunque a veces fuera de sí misma.

—Estoy en ello ahora mismo.

—Creo que la he encontrado.

Quinn sintió que se le aceleraba el pulso.

—¿Quién es?

Otra pausa por parte de Spencer.

—Tendrás que escuchar sus condiciones, pero no creo que te supongan problema alguno. Debes tener amplitud de miras. Aunque sé que no es tu fuerte. Eso sí, puedes confiar en ella.

Quinn le echó un vistazo a la última frase de su lista. De repente, un zumbido en los oídos la puso en alerta.

—¿Quién es, Spencer?

El silencio se prolongó durante unos segundos.

—Rachel Berry —contestó Spencer.

La estancia comenzó a dar vueltas a su alrededor nada más escuchar ese nombre, sacado de su pasado. Su mente esbozó un único pensamiento, que comenzó a parpadear una y otra vez como si se tratara de un cartel de neón: «Ni en broma».