CAPÍTULO II.
Los Tratados de DunBroch.
En el Gran Salón de los territorios de DunBroch la bulla era horripilante, se lanzaban insultos, gruñidos, platos llenos de carne, o alguna otra sabrosa comida, y copas de hermoso e inmaculado cristal servidas hasta el borde con vino o aguardiente. Los sabuesos aullaban por el fervor de sus dueños, acompañando arrítmicamente sus gritos con feroces ladridos que hacían temblar a los más jóvenes de aquel concejo, dejando que las babas de sus fauces manchasen el suelo o los ropajes de algunos pobres malaventurados. Toda esa histeria y bulla había obligado a las nobles damas a tapar sus inocentes oídos ante las exclamaciones vomitivas de los señores de la guerra y la cultura, había llevado a los sirvientes a ocultarse tras los guardias, asustados por los cristales que salían disparados.
El pequeño muchacho de ojos rasgados miraba asombrado todo aquel alboroto, jamás había escuchado tales palabras por muchas horas de estudio que le había dedicado a cada una de las lenguas lengua de aquellos hombres enfurecidos que alzaban sus voces hacia el cielo y hacia sus respectivos dioses. Abrió la boca enormemente cuando vio a su noble y educado padre también lanzar insultos y platos repletos de alimentos hacia los nuevos enemigos de las naciones, incluso se preguntó si, ahora que comprobaba que de la boca de su padre también salían esas palabras, él podía decirlas.
Cuando se deslizó del regazo de su madre hacia la pequeña base secreta bajo la mesa, se encontró, gustosamente, con todos los herederos o niños bien posicionados en la jerarquía social. Una vez acomodado, y luego de darles un respetuoso saludo a cada uno de sus compañeros, se acercó contentísimo a una de sus más fieles amigas. Vio asombrado como ella ya había tomado cierto liderazgo, incluso sobre aquellos que la sobrepasaban en edad y experiencia, fingiendo dar órdenes imitando las expresiones de sus padres. Una vez sus habilidades de oratoria fueron mostradas y aplaudidas por los presentes, los dos amigos se alejaron de los pequeños grupos que se formaban. Imitó, entonces, a la valiente niña hija de los reyes de las más poderosas tierras cuando esta repitió los sonidos asquerosos de los adultos a modo de broma privada entre ellos. Ocultos de las faldas de la madre de la jovencita –quien apenas podía contener la furia y el asombro– y los manteles blancos de la enorme mesa, reían tiernamente mientras repetían los insultos de los adultos, hubo también un momento donde ella dejo de hablar para oír que decían los adultos, se arrimó al cuerpo de él y escucharon con absoluto interés las palabras racistas de aquellos hombres, una vez fascinados por estas, las imitaron, en especial ella.
–¡Que caigan las bestias! ¡Que caiga la cultura vikinga! –exclamó en un susurro y arrodillada alzando uno de sus brazos tanto como la mesa le permitía, consiguiendo las risas de su acompañante. Enamorado de su vivaz personalidad, el pequeño tomó a la escocesa de sus manos, ella dio un respingo para luego mirarlo a los ojos–. ¿Qué os pasa?
Él se arrastró para acortar la distancia, ella se sentó–Cuando tomemos nuestros respectivos tronos –empezó a decir, ganando la completa atención de ella. Tomar el trono, los dos lo harían en algún momento y estaban listos para eso, aparte de que, con la felicidad y emoción de la infancia, aquella idea los maravillaba a ambos–, cuando finalmente unamos nuestros poderes –continuó con una sonrisa preciosa, acariciando las manos de ella, hablando de un matrimonio futuro que ni siquiera cuestionaban, tan solo habían asumido cuando se vieron por primera vez en una de las miles reuniones políticas–, aniquilaremos a esos bárbaros –acercó sus labios a la oreja oculta entre rizos de ella, provocándole cosquillas y risillas enamoradas–, y tumbaremos a cualquier otro reino, seremos los únicos que queden –obviando la presencia de otros jóvenes allí, bajo la mesa, los dos futuros monarcas se acercaron más–. Gobernaremos juntos, os lo juro
Los ojos de la princesa se encontraron con los de él. Marrón y azul brillaron en rojo. La supremacía de la tierra y la inmensidad del cielo se encontraron, los deseos inocentes pero maquiavélicos se conocieron, el corazón de oriente y el corazón de occidente palpitaron con verdadera emoción por primera vez en sus cortas vidas. La ambición y orgullo se fundieron en las pasiones más sanguinarias con el florecimiento de los sentimientos de un par de futuros monarcas.
–Gobernaremos juntos, os lo juro. –repitió finalmente ella, regalándole un beso en la mejilla, regalándole el primer sentimiento bello y noble de su vida. La unión japonesa-escocesa iniciaba con aquel beso inocente.
Mientras el futuro de las naciones asiáticas y europeas más importantes se decidía bajo la mesa, los causantes de todo aquel revuelo se encontraban completamente tranquilos, sin saber las nuevas alianzas que se formaban a sus pies, lejos de su vista, les importaba más admirar la belleza de su recién nacida, dejando que fuesen sus guardias los encargados de no dejar llegar los objetos lanzados con rabia hacia ellos, esperaban tranquilamente a que la calma dominase la sala como ellos dominaban en tierras ajenas, como la crueldad y la sangre gobernaban sus manos y deseos.
La risilla del rey se escuchó al ver un cuchillo de carne clavarse a tan solo unos centímetros de sus dedos finos, el cual fue lanzado por alguno de sus camaradas que en ese momento no estaba interesando en investigar cual, pero lo tendría en cuenta, tendría en cuenta como nadie se alarmó ante aquel intentó tan bárbaro que recordaba a los vikingos. Se levantó, entonces, sin quitar ni por un solo segundo la orden a sus guardias de protegerlos ante cualquier objeto volador. Acarició, tranquilamente, la mejilla de su amada esposa quien respondió con un dulce beso en la palma de su esposo, luego, el soberano paso sus delgados dedos por la frente de su dormida bebé recién nacida, quien removió la nariz amenazando con despertarse.
Hizo una seña que acalló los gritos, pero no pudo hacer nada en contra los murmullos y la rabia de aquellos que le rodeaban. Quitando las migajas de su traje, sin mirar a los demás monarcas o líderes, empezó a hablar con la misma calma con la que habló a las tribus vikingas–Espero poder estar hablando en nombre de todos los presentes cuando digo que debemos ponerle un absoluto final a toda esta horrible temporada de sangre, gritos –levantó, entonces, el cuchillo que le habían lanzado mostrándolo como una prueba irrefutable a sus argumentos. Todos, al oír el inicio de discurso, comprendieron con facilidad el doble significado, no solo hablaba del ataque a las tribus vikingas, sino también a toda aquella fiesta de violencia–, y armas mortíferas. Paremos ya, compañeros míos. No logramos nada con esta serie de infinitas muertes e incendios.
–¡Recuperamos nuestro orgullo! –interrumpió exaltado el rey Fergus, propinando un feroz puñetazo a la mesa, alarmando a los pobres infantes que se encontraban bajo ella, haciéndoles terminar con su pequeña rebeldía y volver o bien a las faldas de sus madres o al puesto que habían de tomar al lado de sus progenitores, tan solo para seguir escuchando la rabiosa voz del monarca–. ¿¡Cuántos años estuvimos avergonzados, Agnarr!? ¿¡Cuántos años esos bárbaros se rieron de nosotros por la masacre que casi nos arruina!? –la furia y el rencor hablaban desde las cuerdas del rey de las islas británicas. Jackson Overland, hijo legítimo del embajador de los Estados Unidos de América, se limpiaba el traje mientras veía a su padre sonreír con sorna señalando al rey de Reino Unido. Asintió casi sin pensar al sentir la mirada intensa de su progenitor.
–Muchos, muchos años, amigo mío –murmuró cansado el rey Agnarr, dejando escapar un profundo suspiro, provocando que el anterior rey alzase una ceja por su cambio de actitud–. Demasiados, si es que anhelas preguntármelo. Sin embargo –provocó un respingo a las damas con ese cambio de voz–. Los vikingos hace años, ¿qué digo de años? ¡Generaciones hace ya! –alzó los brazos–. Que ninguno de los pueblos vikingos ha hecho ni un solo avance tecnológico, cultural o económico –se escucharon las burlas de las damas tras sus bellos abanicos–. Nosotros, por otro lado –acomodó su cabello elegante y galantemente–, como potencias mundiales, como líderes económicos y culturales del mundo moderno, hemos avanzado no solo en esos ámbitos, sino también aquí –luego de señalarnos a todos los presentes, señaló, con ambas manos, su pecho–. Amigos… no –se interrumpió alzando una mano, retomó entonces el discurso–, hermanos míos, mis valientes caballeros, mis hermosas damas, mi familia –señaló a cada uno de los grupos mientras hablaba. Luego, teatralmente, señaló a todos–. Nosotros tenemos algo que esas pobres bestias no tienen, y que jamás tendrán. Tenemos alma.
Los murmullos se apagaron, aquello era innegable. Todos parecían humanos, pero los verdaderos animales con raciocinio y alma eran ellos, aquellos que habían avanzado y progresado, los que habían extendido sus territorios hasta más allá de su continente, rompiendo las barreras impuestas por el, ya derrumbado, gran Imperio Romano. Transcender los límites continentales, absorber algo más del continente de los esclavos, llegar y exprimir todo lo que necesitasen exprimir. Eran ellos, los que traían consigo a los más sabios, a los más fuertes, a los más nobles; ellos, que habían derrocado los sistemas antiguos y perfeccionado los actuales.
Ellos tenían alma, los vikingos no.
Acariciando sus frentes, tapando sus bocas, acomodando sus barbas o mostachos, los líderes escucharon, ahora gustosos y calmados, lo que quedaba del discurso del monarca noruego.
–Y como tenemos alma, entonces tenemos sentimientos, humanidad –siguió Agnarr, saboreando la atención que todos le otorgaban gustosos–, no podemos rebajarnos a su nivel, actuar como los bárbaros que son ellos. ¿Cómo podríamos entonces seguir llamándonos humanos? –exclamó ante los demás moviendo desesperadamente sus manos, como si los sacudiese para que reaccionasen de su ensoñación–. ¿Cómo? Si nos comportamos como ellos. Si hemos de acabar con los vikingos, reestablecer el honor que hace años nos quitaron, hemos de hacerlo correctamente, como humanos, no como bestias.
Enmudeció unos momentos, dejó de mirar al concejo formado por potencias europeas, se acercó a su recién nacida, quien tenía sus hermosos ojos ya abiertos, y algo llorosos, por la constante bulla. Acarició dulcemente sus pequeñas y pálidas mejillas, sintiéndose bendecido por su dios por tan solo tener la oportunidad de ver a una criatura tan preciosa y angelical como ella. Pidiendo permiso con una mirada a su esposa, cargo a su hija, para mostrarla ante los demás. Algunas damas y nodrizas dieron un respingo, ¿pondría, el rey Agnarr, a su hija como base de su discurso?
Asombrados por aquel acto, los jóvenes miraron a sus padres, en búsqueda de una respuesta de qué clase de estrategia era aquella, ¿para qué el rey alzaba a su hija? Cada uno de los monarcas, con la rabia contenida y una seriedad glacial, miraron a sus hijos y ellos entendieron con facilidad el mensaje.
Un movimiento bajo.
–Ellos –señalando a los niños que se escondían avergonzados en sus sitios, incómodos por ser ahora el nuevo centro de atención, aunque aquel puesto no duró mucho–, ella –señaló a su niña–. Son nuestro futuro, los que gobernarán mañana. Hemos de asegurarles un futuro correcto, un futuro construido con la razón y no con la sangre.
Mérida, la princesa legítima de los reyes británicos, y Tadashi, el príncipe imperial del emperador japonés, escucharon hipnotizados el discurso del soberano del reino y las propiedades de Noruega, como, poco a poco, el tono y las intenciones del rey se volvían más oscuras. Impresionados de sí mismos, se hallaron entendiendo y percibiendo el odio en las calmadas palabras del señor de Noruega.
–Cuando el jefe Estoico acepte esta alianza –la sonrisa de Agnarr se ensanchó de manera poco elegante o común–. Nos desharemos poco a poco de la antigua generación. De una forma u otra –miró al rey Fergus, alzando, entonces, una copa–, sangrienta o no, dependerá eso del caso y de si usted así lo desea, su majestad –Mérida vio a su padre asentir y sonreír gustoso–. Nos quedaremos con todos sus conocimientos sobre dragones –miró entonces al padre de Tadashi, el emperador de Japón, quien empezó a mirar con buenos ojos al plan del rey noruego. Conocimiento, no necesitabas más para convencer para al actual emperador de Japón–. Nos haremos con toda su materia prima –prometió mirando al presidente de las antiguas colonias británicas, quien miró a su embajador con una sonrisa pícara y le dio palmadas al muchacho del embajador–. Nos quedaremos con cada una de sus obras "artísticas", les daremos un buen lugar en nuestros magníficos museos –el soberano del imperio alemán se recargó en el respaldo de su silla, bromeando con el rey de Corona con la mirada, disfrutando del discurso, Rapunzel vio asombrada al rey, al príncipe y a su propio padre cambiar drásticamente de opinión acerca de la unión–. ¡Eliminaremos la cultura vikinga, como venganza de los años de humillación y rencor que nos causaron! –los asentimientos incluso afectaron a los guardias presentes y a los sirvientes–. ¡Alejaremos a la antigua y nueva generación! ¡Nos quedaremos tan solo con aquellos que renieguen de su pasado y acepten a la nuestra como la cultura correcta! –la emoción bullía en aquella sala, el rey Agnarr mostraba por primera vez sus verdaderas intenciones con aquella propuesta de alianza–. Purificaremos a esas gentes enfermas, eliminemos a aquellos sin almas y salvemos a los que tengan una oportunidad de redimirse –con cada palabra alzaba más su copa. La emoción se disipó un poco ¿purificar? ¿Había algo si quiera que salvar?
Agnarr miró a todos los demás reyes y su confusión para luego decir –He visto a algunas personas, algunos niños, sobre todo ese pequeño con el que comprometí a mi pequeña –apuntó tiernamente a su hija–, ellos actuaban como nosotros, ignoraban las aptitudes vikingas. Ellos –hizo una pausa dramática–, merecen ser salvados, justo como los animales domésticos, justo como los nobles canes o los dulces felinos. Hay que adaptarlos para que convivan con nosotros, alejarlos de sus familiares salvajes.
El corazón de todos latía rápidamente de nuevo, otra vez emocionados por las ideas de aquel líder. Agnarr continuó entonces–Hay que salvarlos, porque si no lo hacemos, morirán en manos de los bárbaros.
Aplaudieron gustosos la idea y el discurso de Agnarr, escucharon más de sus futuros planes para con las tribus vikingas y cada uno de sus líderes. Explicó como obtendrían información y sencillos métodos que faciliten el distanciamiento de la nueva y antigua generación de nórdicos. Agnarr habló gustoso de la poca información que tenía acerca de los jefes vikingos y como deshacerse de ellos una vez el momento llegase a la puerta de su palacio. También habló perlas del muchacho que había conocido y comprometido con su primogénita. Incluso hablaron en el mejor y en el peor de los casos con respecto las tribus vikingas. Agnarr juró su absoluto apoyo a las islas británicas con una nueva masacre vikinga si estos últimos se negaban rotundamente en aceptar su propuesta.
Redactaron, entonces, un rápido tratado acerca de como el matrimonio se llevaría a cabo, todo lo que las tribus vikingas habían de aceptar, las ventajas para cada uno de los países implicados. Lo redactaron lo mejor posible para que aparentase ser demasiado bueno para las bárbaras tribus, aunque nada de eso fuese ni remotamente cierto.
Orgulloso, Fergus dijo –Hacemos justicia e historia, señores –afirmó completamente convencido dejando su firma en el papel, los demás líderes sonrieron gustosos, asintieron dejando también sus firmas en el papel. El último de ellos dibujó una línea al lado de su nombre. En el lugar donde Estoico el Vasto dejaría su rendición, la perdida de esperanza, moral o fuerzas de continuar.
2 de febrero, 1883. Firma del Tratado de DunBroch.
