Capítulo III
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Miroku caminaba por el bosque, haciendo el recorrido desde el monte al que subía a entrenar, hasta la cabaña que compartía con Sango y sus hijos en la aldea. El día se iba oscureciendo rápidamente, en invierno era así, por lo que debía aprovechar al máximo las horas de luz. Se detuvo a beber un poco de agua y miró hacia el horizonte, por la explanada ya se alcanzaban a ver los tejados de las casas y el humo que salía de los hogares.
—¿No piensas bajar de las copas de los árboles? —formuló la pregunta y esperó. Llevaba un rato advirtiendo que era seguido.
—No creí que notarías mi presencia —fue la respuesta que recibió. Entonces alzó la mirada.
—Ha sido mucho tiempo juntos —mostró una suave sonrisa.
InuYasha se había agazapado en la rama de un árbol, a un par de metros por encima de su amigo.
—¿No te animas a bajar? —continuó Miroku.
—Prefiero las sombras —confesó.
—Sabes que Kagome sama no podrá percibirte desde aquí.
Su primera reacción fue la de molestarse, pero el monje llevaba razón y hacía mucho que no se sentía un poco feliz, encontrarlo le daba alegría, así que no discutiría con él. Se bajó del árbol y se quedó de pie apoyado contra el tronco.
—¿Qué tal estás? —quiso saber el monje. Ya no recordaba cuando fue la última vez que lo vio.
—He estado mejor —se encogió de hombros, intentando mostrarse inmutable. Sin embargo, sabía que Miroku lo conocía bien.
—Ya veo —aceptó la respuesta—. Mañana tengo que ir a un poblado vecino a realizar una limpieza espiritual. Me podrías acompañar.
—Un exorcismo —masculló, como si le estuvieran pidiendo a un leopardo ser una gacela.
—Justamente —Miroku no parecía molestarse por su altanería.
Se lo pensó un momento, mientras observaba a un caracol que avanzaba despacio por la hierba. Daba igual lo que hiciera, sus días habían perdido sentido hacía mucho.
—¿No piensas acercarte a la aldea? —se atrevió a preguntar el monje. InuYasha alzó la mirada y la fijó en él.
—¿Para qué? Ella no querrá verme —respondió con total seguridad.
—Yo creo que sí, la melancolía no es buena. Ambos han sufrido mucho.
InuYasha lo sabía, aunque por un momento se sintió confuso. Podía identificar el sentimiento, pero no su razón.
—¿Qué recuerdas de ese día? —le preguntó, atento a la versión que pudiese darle Miroku.
—Bueno, ya sabes, después de acabar con Naraku todos pensamos que estaríamos más tranquilos.
Acabar con Naraku —sí, era cierto. Y Kikyo envuelta en halos de luz.
—Pero… —quiso decir y se detuvo para olfatear el aire. Kagome.
—¿Qué pasa?
—Viene alguien —InuYasha dio un salto entre los árboles. No podía verla. Se le partiría el corazón, otra vez—. Iré contigo —aceptó como si le estuviera haciendo un favor a Miroku, aunque ambos sabían que era a la inversa.
Luego de eso, se perdió por el bosque.
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Al caer la noche llegó hasta el lugar acordado con Kikyo. Hoy hacía particular frío, aunque aún no olía a nieve y eso lo animó para dormir a cobijo de un árbol. Se quedaría ahí, seguramente la sacerdotisa aparecería en algún momento.
Muchas veces sintió curiosidad por saber cómo escogía Kikyo las almas que la sustentaban ¿Distinguiría entre mujeres u hombres? ¿Elegiría sólo almas bondadosas? O por el contrario, tomaba lo que encontraba a su paso.
No tenía importancia en realidad. Esas eran preguntas irrelevantes, arrastradas por una mente cansada como la suya. El mundo debía ser más grande que esto ¿No? Debía haber más que youkais, aldeanos y dolor.
Claro que hay más, es sólo que tú no lo ves —escuchó la voz de Sesshomaru tras él.
Se puso de pie en alerta, con la mano en la empuñadura de su espada, mirando hacía el lugar desde el que provenía la voz. Se encontró con sombras y soledad. Olfateó el aire y relajó los hombros cuando comprendió que su medio hermano no estaba aquí y se permitió pensar en cuándo había sido la última vez que lo vio: no lo recordaba.
Se volvió a acomodar contra el tronco del árbol.
Los días vacíos, parecían estar dejando una mente vacía.
Entonces le pareció ver a alguien correr ante él, un espectro vestido con el mismo rojo que vestía él. La figura surgió y se desdibujó en menos de tres metros, era como el destello de un recuerdo o, quizás, la visión de otro lugar.
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—Harías bien en aprender unos cuántos sellos —le comentó Miroku. Caminaban juntos hacía una aldea en la que solicitaron los servicios del monje. Ya habían visitado tres en los últimos días.
—Y ¿Para qué? —le espetó InuYasha— Con mis garras tengo suficiente para arreglármelas con un demonio.
—Ya lo sé, pero no siempre las entidades son corpóreas —le recordó.
Durante el tiempo que habían estado persiguiendo a Naraku, el monje era quien solucionaba esas cosas. La fuerza bruta, en cambio, la ejercía él.
—Sigo sin ver la necesidad. Me parece que todo lo que hay últimamente es más material que espiritual, después de todo yo maté a esos seres menores en tus dos últimos exorcismos —le recordó, aunque tenía claro que Miroku también habría podido con ellos sin su ayuda.
—Hay que estar preparados para todo, amigo mío —insistió el monje.
InuYasha respondió con un bufido a modo de desacuerdo. Luego se detuvo y esperó, Miroku se giró para mirarlo y estuvo a punto de preguntar qué pasaba, cuando él también fue consciente.
—Un temblor —aseveró. InuYasha asintió, quieto en el lugar.
Podía tratarse de uno de los tantos temblores de tierra que solían haber, o podía ser otra cosa; y a esa claridad esperaban. El ruido se intensificó, estaba seguro que él podría captarlo con mucha más facilidad que Miroku. Sintió la vibración bajo los pies y el movimiento de algo que surge de las profundidades. Por un instante pensó que se abriría un cráter en mitad del camino y justo en el lugar donde él estaba. Eso no pasó, en cambio, una fuerte corriente brotó desde abajo y la sintió creando un fulgor entorno a él, electrizando su pelo, su ropa, su piel y cada músculo del cuerpo. No parecía una fuerza agresiva, sin embargo resultaba imponente por la forma en que se manifestaba. Quiso sacar su espada a modo de defensa, por puro instinto, pero no podía moverse. Tenía la impresión de que cada parte de su cuerpo se había agitado, vibrando en sí misma.
Recupera tu lugar —luego la voz, la misma voz. Y de pronto nada.
—¡Qué ha sido eso! —exclamó en cuanto pudo, sosteniendo la empuñadura de su espada, mientras miraba en todas direcciones, creando un círculo sobre sí mismo.
—Calma InuYasha, sólo ha sido un temblor corriente —se giró para observar al monje.
—¿Sólo un temblor? —preguntó, incrédulo.
—Sí, ya ves, ya ha pasado —se apresuró a confirmar.
En ese momento InuYasha entendió que Miroku no había presenciado nada de lo que él había experimentado. Tampoco había escuchado la voz. Pensó en que quizás no era mala idea empezar a aprender alguno de esos sellos de los que hablaba y exorcizarse él mismo de lo que sea que le estuviese pasando.
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Acababa de humectar las ramas que había tomado del suelo junto al Árbol del Tiempo, las que el viento había soltado y desgajado de las principales. En su momento dedico tiempo a limpiar la madera y a clasificar el tamaño y así saber la cantidad de flechas que podía sacar de ellas. Una vez que hubo hecho aquello, las dejó extendidas sobre una esterilla compuesta de las ramas del bambú que crecía cerca del río y que le servía para secar las hierbas en verano. Al principio, cuando comenzó a hacer sus flechas, sentía tristeza al ver que el árbol perdía parte de su estructura, pero con el tiempo comprendió que era un hecho natural como cualquier otro, y que al llegar la primavera comenzaban los brotes y las yemas que daban inicio a nuevas ramas. Eso la conformaba.
Ahora que acababa de humectar las ramas con un ungüento, hecho a base de vegetales y potenciado con hierbas, las iba poniendo dentro de una especie de molde de madera maciza que le había dejado Kaede, para que éstas quedaran rectas. No podía forzarlas demasiado, por eso sólo una parte de lo recogido podía ir a la elaboración de flechas.
Suspiró, y se sintió satisfecha con la labor realizada. Se limpió las manos y se tocó el pelo para comprobar si se había secado. Lo cierto es que agradecía la buena salud con que contaba, porque un pelo largo como el suyo, mojado a diario en pleno invierno, no era lo mejor. Pensó en las hierbas que le había dado Jinenji, para que no enfermara en un momento importante. Debía ir a visitarle, aunque los trayectos para ella eran demasiado largos a su ritmo ¿Hace cuánto que no lo veía?
Una vez más tuvo la sensación de estar perdiendo algo en su vida.
Decidió ponerse en pie e ir a cumplir con su tarea de purificar la Perla, a esta hora el Templo solía estar libre de personas. Los aldeanos se acercaban muchas veces a dejar sus peticiones. La mayoría pedía por salud, por una buena cosecha o por los hijos.
Salió de su cabaña y comenzó a caminar hacia el templo, no estaba lejos, aunque debía subir la escalinata que ascendía al monte, hasta llegar a la puerta sintoísta que se había erigido en tiempos de Kikyo y que se mantenía hasta su época en el futuro. No había sido reemplazada, lo sabía por la muesca que tenía el pilar izquierdo, según subías, ella solía tocar ese sitio de la madera cuando volvía de la escuela. Mientras iba subiendo los noventa y ocho peldaños se permitió recordar a su madre y como la esperaba bajo ese mismo arco cuando ella volvía a casa en días de lluvia. Muchas veces le dijo que no necesitaba que la esperara, pero su madre sólo le sonreía, mientras la abrazaba para darle calor. Sintió una profunda añoranza ante el calor del abrazo de su madre. Sentía que comprendía ese insondable amor de noches en vela, de amaneceres tempranos, de sonrisas ante los ojos de una hija.
Salió de sus pensamientos de forma abrupta, no podía centrar la energía de la Perla de Shikon, no la encontraba. Comenzó a subir rápidamente los peldaños que le faltaban y a punto estuvo de tropezar antes de llegar al último. El camino hasta el pequeño templo estaba acompañado de rocas que lo enmarcaban, frenando el paso de la maleza. No parecía haber nada extraño alrededor, no sentía ninguna energía que llamara su atención; de hecho no había ninguna energía.
Abrió la puerta principal, encontrándose con el suelo de madera lustroso. Se quitó las sandalias como un acto reflejo y se fue directa a la puerta sellada en la que debía estar la Perla. Dibujo en el aire el sello que abriría ésta y con la punta de una flecha rasgó el papel que la cruzaba. Se quedó estática, la joya estaba ahí, en su sitio, pero le parecía que se desvanecía ligeramente y luego volvía a brillar con todo su resplandor. Tomó aire y se animó a dar un paso hasta ella para tomarla en la mano, continuaba sin sentir su energía, como si ésta no existiera, como si no estuviera ahí. Cerró la mano en un puño cuando la tuvo a pocos centímetros ¿Qué pasaba si la Perla no estaba?
Su mente se llenó de miedo, había algo que la sostenía al ser la custodia de la joya. Sintió como el corazón le batía en el pecho a un ritmo acelerado y cercano a la muerte. Sentía pánico ante la pérdida.
—Kagome —escuchó la voz de la anciana Kaede, se giró y la miró. Seguramente ella venía por lo mismo.
—Anciana Kaede —se dirigió a ella en modo reverencial.
—¿Pasa algo? —seguramente la mujer reaccionaba a la palidez de su rostro. Kagome sentía que la sangre la había abandonado.
—¿No lo ha visto? —preguntó ella, incrédula, volviendo la mirada a la Perla. Pero ésta permanecía intacta, tal y como la había dejado el día anterior— Pero…
Se le quedaron las palabras suspendidas en un pensamiento.
—¿Estás bien? —insistió la anciana mujer. Kagome se tomó un segundo más para razonar su respuesta.
—Sí, creo que —me he confundido, pensó.
Lo mejor sería estar alerta. No estaba segura de qué peligros podían rondar a la existencia de la Perla.
—Te he traído más ungüento para la madera de las flechas —le dijo Kaede.
Kagome sonrió, pero no pudo evitar sentir que había algo extraño en toda esta situación. Tomo el ungüento que le ofrecía Kaede y miró una vez más la Perla, para asegurarse que todo en su mundo estaba bien. Luego cerró la puerta y creo el sello.
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Se había acostado hacía un rato. La noche helaba más de lo habitual y pensó en que quizás, finalmente, tendrían la primera nevada del invierno. Se dio una vuelta sobre el futón y esperó a que el sueño llegara. Habitualmente lo hacía cuando rememoraba momentos felices de su infancia o adolescencia, esos instantes en que todo sucede sin peso alguno. Se recogió sobre sí misma e intentó recordar lo que era dormir en su cama, en casa de su abuelo, en lo alto del monte que coronaba la cabaña que habitaba ahora, pero le era imposible. Suspiró y desistió del intento, lo mejor sería salir al frescor de la noche y que el cuerpo se resistiese un poco hasta pedir descanso. No era algo que hiciera de forma habitual, pero cuando los días le resultaban turbulentos esto le servía.
Se vistió con la ropa usual, agregando la ropa de abrigo. Encendió una lamparilla de paseo, le serviría para vislumbrar el lugar en una noche encapotada como esta. Se calzó y se permitió pensar en lo cómodas que serían unas botas de invierno en este momento.
Salir al exterior era un completo acto de valentía. La mayor parte de las cabañas ya habían apagado sus luces y los habitantes estaban cobijados bajo las mantas de sus camas. A pesar de ello Kagome se abrió paso a través de la oscuridad. Era una noche muy fría, pero también muy tranquila. Comenzó a caminar por un sendero que conocía de memoria, lo había recorrido mil veces antes de ahora, de alguna manera le parecía reconocer, incluso, los pasos que daba sobre él.
Mientras caminaba el vaho que salía de su boca creaba suaves nubes ante su cara. Se ajustó un poco el hitoe al cuello y pensó en que debería improvisar una bufanda para situaciones como esta. El aire, a pesar del frío, le resultaba agradable; era como respirar la esencia misma de la pureza. Caminó en calma, sabía que el silencio de la noche la tranquilizaría y observó la luz de la lámpara que portaba y cómo ésta se reflejaba en las balsas de los campos de arroz. Al poco de recorrer entró en el bosque y se detuvo ante el Árbol del Tiempo, por puro amor y nostalgia. Recordó decenas de eventos junto a él, tanto de esta época, como de la propia. Recordó su olor en primavera, cuando las hojas nuevas comenzaban a salir de sus capullos y bañaban al resto de hojas y ramas que se mantenían férreas al tronco. Recordó la paz que le entregaba, cuando venía para descansar de un día entero de recoger hierbas en el campo. Recordó haberlo visto a él por primera vez, sostenido por el propio árbol que extendió sus raíces para acunarlo mientras dormía.
—InuYasha —musitó su nombre.
Lo recordó a él, acunando a una bebé.
Se llevó la mano al pecho de forma instintiva y sacudió la cabeza, pidiendo a su mente estar en alerta, ese no podía ser un recuerdo, acaso sería un deseo. A su espalda escuchó un ruido entre la maleza, se giró y dejó la lámpara en el suelo para preparar el arco. Vio entre los arbustos a una figura que se mantenía de pie ante ella, metros más allá, las sombras de los árboles y la oscuridad de la noche no le permitían distinguirla bien. Sin embargo, pudo notar que sus ropas parecían de un color y textura reconocibles para ella, además de su pelo suelto y oscuro. Por un momento le pareció estar entreviendo a InuYasha en su estado humano, pero no era posible, hoy no había luna nueva.
Estuvo a punto de llamarlo por su nombre, pero no tuvo ocasión, la figura echó a correr por mitad del bosque y Kagome salió tras ella. Le costaba abrirse paso de noche entre los árboles y arbustos. Notó como se rompían las ramas bajas a su paso y sintió miedo a caer y a no saber volver al espacio que ocupaba como sacerdotisa custodia. El corazón le latía muy rápido y con mucha fuerza, había comenzado a hacerlo incluso antes de emprender la carrera. Podía escuchar los pasos apresurados de aquel a quien perseguía, y de pronto nada. Se detuvo en seco y permaneció muy callada, escuchando sólo el palpitar de su corazón en los oídos, necesitaba prestar atención al entorno y se quedó así un instante, sola y pérdida en lo profundo del bosque.
¿Por qué sentía de pronto tanta soledad? —la pregunta se quedó vagando en su mente y el sólo hecho de buscar una respuesta le resultaba agotador y la desolación se le hundía en el pecho. Sintió un toque húmedo y frío en la mejilla, el cielo comenzó a liberar los primeros copos de nieve como si se tratara de lágrimas que se habían congelado en el tiempo. Recordó la sensación de haber pensado algo como eso, la noche en que la nieve cayó y congeló las lágrimas.
Entonces sintió como era alzada del suelo. Le tomó un momento razonar la sujeción que la sostenía por la cintura. Reconoció el movimiento y el salto de quién la llevaba consigo, el olor de su piel, y su voz: InuYasha.
—Kagome ¿Por qué lloras en mitad del bosque?
Pudo adivinar el perfil de hanyou, desdibujado por la poca luz de la noche. Se llevó una mano a la mejilla y comprobó que era cierto, estaba llorando.
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Continuará
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N/A
Estoy muy contenta y entusiasmada escribiendo esta historia. El modo en que volví a estos personajes es tan simple como cuando se enciende una luz dentro, como si esperara su momento. Ahora, reencontrarme con personas a las que nos unió Inu, es un regalo de esa misma luz.
No quiero dar muchas explicaciones sobre la historia en estas notas, porque creo que la magia está en descubrirla
Gracias por leer y comentar.
Anyara
