3. Avenencia

.

Me separé abruptamente con las mejillas encendidas. A Kingsley le brillaban los ojos, y una gota de sudor comenzaba a formarse en su frente.

No supe dónde meterme; el corazón me latía desbocado. Miré la hora con urgencia.

—Son las once menos dos —avisé con voz temblorosa poniéndome de pie. Kingsley me miraba con fijeza, con la boca entreabierta. De seguro que pronto reaccionaría y se enojaría muchísimo —. Es mejor que vayamos a ver a Tonks, sino se va a preocupar…

—Sí, sí. —Estaba contrariado.

Se puso de pie también, y nos marchamos, seguidos por la retumbante música romántica de la bruja que cantaba. Nos olvidamos de nuestras parejas por completo, pero probablemente ya hubiesen encontrado reemplazantes para bailar.

En vez de caminar, creo que nos deslizamos como dementores hasta la Sala Común de Hufflepuff, sin decir ni mu.

Estaba vacía. Nos miramos aterrados; no podíamos estar solos en ese momento…

—¡Tonks! —gritamos al mismo tiempo.

Para nuestro alivio Tonks apareció por el pasillo de las habitaciones de las chicas.

—Vinimos temprano, como te prometimos —dijo Kingsley con una sonrisa un tanto forzada.

—Así veo. ¿Hasta qué hora dura la fiesta? —inquirió Tonks.

—Hasta las dos y media de la mañana.

—Vaya.

—Pero no te has perdido de nada, y con Kingsley estábamos aburridos, así que nos decidimos volver —mentí con descaro. Él me lanzó una mirada indescifrable.

—Son muy buenos amigos —dijo Tonks irónicamente. Nos largamos a reír, pero por parte de ambos fue una risa forzada— ¡Es verdad!

Estuvimos charlando cerca de veinte minutos en los sillones cercanos al fuego. A medida que transcurría el tiempo yo iba recobrando la poca lucidez que había perdido, sintiéndome como una estúpida. ¿Por qué lo había besado? ¡Ya nada iba a volver a ser como antes! Había cometido un grave error.

Bueno, a quién engañaba… las cosas ya estaban extrañas hace tiempo.

Le envié una mirada arrepentida a Kingsley, pero él agachó la cabeza.

—Bien… estoy cansada, así que me iré a dormir —anunció Tonks.

Le dimos las buenas noches y no le quitamos los ojos de encima hasta que desapareció por el lúgubre pasillo.

Me volví hacia Kingsley. Estaba nuevamente observando sus zapatos.

—Discúlpame —le solté inclinándome hacia él antes de que hiciera el amago de marcharse—. Fue el efecto de la cerveza, creo…

—¿Qué sientes por mí, Margaret? —me cortó, impulsivamente.

Me sobresalté y me encogí ante la pregunta. Vacilé antes de contestar.

—No querrás saberlo.

—¿Por qué?

—Porque… — Vi el fuego reflejado en sus ojos inquisitivos — Kingsley, por favor… no me hagas contestarte. Yo ya hice las cosas mal…

—Dime —insistió.

Inspiré con fuerza.

—Lo mío no es simple. Tú… Puedo asegurar que hace tres años me comenzaste a gustar —comencé, sin dejar de mirarlo —. Pero ya ha pasado casi otro año más y pongo las manos al fuego por decir que es amor, Kingsley. No es tan simple que me pidas que me olvide de ti y que finja que somos amigos, cuando yo no quiero tenerte como amigo… —A medida que hablaba la voz me salía cada vez más antipática, y acabé poniéndome en guardia—Sé que es terrible lo que he hecho, y asumiré la culpa si nuestra relación se torna incómoda. Pero, por favor, no me reproches lo del beso.

Me escuchó con atención. Sus ojos parecían brillar más y casi podía ver cómo los engranajes de su cerebro se acomodaban para reflexionar, para tomar alguna decisión.

Se sobresaltó al ver que yo me ponía de pie con ímpetu.

—Es tarde, es mejor que me vaya a dormir. Buenas noches.

Llegué hasta la mitad del camino, cuando Kingsley se interpuso delante de mí, imponente.

—Margaret… —farfulló, rendido, antes de rodearme la cintura con sus enormes brazos.

Un calor me envolvió cuando hizo eso, y por poco me quemé cuando se aproximó a mí y empezó a besarme con pasión.

No me importó en ese momento por qué lo estaba haciendo; luego recibiría las explicaciones correspondientes. Simplemente me dediqué a disfrutar del momento. Tanto había soñado con ese beso y por fin lo estaba recibiendo. Era mucho mejor en la realidad, claro.

Miles de mariposas comenzaron a llenarme, no sólo el estómago, sino que todo el cuerpo, mandando a volar cada célula de mi piel hacia quién sabe dónde. ¿Era posible que pudiera sentirme así de azorada? ¿Eran reales esas sensaciones?

Enredó una mano en mi cabello, enloqueciendo a mis hormonas aún más, si es que eso era posible.

Me puse de puntillas y crucé mis brazos tras su cuello.

Contrastábamos como chocolate blanco y negro.

Acaricié su cabeza y quise apegarlo más a mí, y apenas conseguí un roce de nuestras lenguas ―que parecían tímidas de encontrarse―, pero una vez hecho el contacto se enredaron sin compasión, como una danza de serpientes poseídas por el flautista.

Tal vez había sido culpa del postre de helado, pero la boca de Kingsley sabía tan dulce…

Kingsley pasó suavemente una mano por mi espalda arqueada… Mi corazón latía al mismo ritmo que el suyo.

Nos comimos la boca hasta que se nos acabó el aire. Nos miramos, agitados, perdiéndonos en las luces del otro, volviendo con dificultad a la realidad.

—¿Quieres hacer las cosas más difíciles? —mascullé colocando una mano en su mejilla ardiente.

Cerró los ojos demostrando arrepentimiento, pero no por lo que yo pensaba. Yo había entendido todo mal.

—Si hubiese sabido que llevabas tanto tiempo así por mí, Margaret, no habría tardado tanto en pedirte si quieres ser mi novia —explicó mirándome otra vez —. Creo que no prestaste atención a lo que te dije allá, en la escalera: desde primer año que me fijé en ti. Y hace dos años que supe que era más que una amistad de mí hacia a ti. No hay otra. Yo te amo.

Yo te amo.

Sonrió débilmente.

Una nube de felicidad me embargó de pronto. Sentí que me inflaba como globo y que podía llegar hasta el cielo y tocar las estrellas, pero aún Kingsley tenía sus brazos rodeando mi cintura, sin haberme despegado ni un centímetro de su cuerpo. Mi rostro estaba congelado en una expresión de asombro y en el pecho parecía tener un tambor sonando a toda velocidad.

—¿Qué dices? ¿Quieres ser mi novia o no? —me preguntó apegando su frente a la mía.

Solté una risita al verlo doble.

—Sí, Kingsley… Pero ¡qué pregunta es esa! ¡Claro que sí! ¡

Lo abracé con fuerza apoyando mi mejilla en su amplio pecho. Me sentía muy enclenque, pero tan feliz… De todas maneras, a la hora de hablar de amor daba igual si él y yo éramos personas opuestas; si yo era baja y él macizo, o si él era prefecto y yo no… Cualquier diferencia quedaba de lado. Lo que nos unía era lo importante.

Nos volvimos a sentar, pero esta vez en el sillón largo, abrazados, y no dejamos de hablar hasta que la gente de la fiesta empezó a llegar a la Sala Común.

Me confesó que había creído que mi sentimiento hacia a él era algo pasajero y carente de intensidad, porque sentía que yo no me comportaba diferente cuando estábamos a solas y eso le había hecho sentir inseguro.

―Pues tú tampoco te comportabas diferente conmigo.

―¿Y cuando te ofrecí mis mitones aquella vez en Hogsmeade? ¿O cuando te veía estudiar y no despegaba la vista de ti?

―Lo primero lo vi como un acto de amabilidad. En cuanto a lo otro, supongo que no nos supimos poner de acuerdo, porque yo también te veía estudiar.

Nos largamos a reír, divertidos al entender que ninguno había sido capaz de coquetear con el otro abiertamente. Sin embargo, en ese instante estábamos extasiados de felicidad.

Seguimos conversando acerca de nosotros y de lo que sería nuestra relación. Acordamos evitar estar besándonos en público y sobre todo delante de Tonks.

—Eres un poco anticuada, ¿no?

—Sería incómodo para ella —expliqué exasperada ―. No querrás que la espantemos cada vez que nos besemos, ¿no? Los momentos nuestros, serán nuestros. Cuando estemos los tres respetaremos a Tonks.

Me miró con un puchero por un momento, pero finalmente sonrió y asintió.

Nos costó separarnos aquella noche. Queríamos pasar estrechados en los brazos del otro todo el tiempo que pudiéramos, pero teníamos garantizado el día siguiente, y el subsiguiente…

Tonks pareció sorprendida, pero muy feliz de vernos juntos a la hora del desayuno del día siguiente.

—¡Enhorabuena! —nos felicitó con una gran sonrisa, aunque algo contrariada por lo abrupto de la situación.

.

Los momentos que pasé con mis amigos el resto del año fueron inolvidables, pero aún más lo fueron los que viví con Kingsley. La pasión no hacía más que crecer cada vez que esperábamos que la sala común quedara vacía para estar a solas. Pasábamos horas abrazados, besándonos, conversando… Cada vez que lo miraba a los ojos sentía que Kingsley Shacklebolt siempre estaría a mi lado. No éramos una pareja perfecta, aunque Tonks insistiera en vernos así. A veces discutíamos por cosas absurdas, pero algo me hacía creer que lo nuestro era para siempre. Podía deberse al cariño con el que me tomaba la mano, o mi emoción al aguardar la llegada de la noche para tener un momento íntimo con él. Esos eran nuestros momentos favoritos: dos adolescentes hormonales deseándose, pero tan maduros y pudorosos ―conscientes de que podíamos ser descubiertos en cualquier momento ― que sabíamos poner el límite y dejar las caricias sólo en caricias.

Llegó el verano, terminó el año escolar, y podía asegurar de que estábamos hechos el uno para el otro. Apenas habían transcurrido seis meses de relación, pero no podía estar más segura de ello.

—¿Margaret?

Dejé mi copa de helado a un lado. Estábamos afuera de la heladería Florean Fortescue, a mitad de agosto, bajo un fuerte sol pegando sobre nuestras cabezas.

Cuando utilizaba ese tono más ronco de lo normal era porque algo se traía entre manos.

—¿Qué? —pregunté mirándolo con atención.

Con rapidez dejó una caja azul de terciopelo abierta. En la ranura de una zona acolchada se anclaba un anillo… Abrí la boca, sorprendida, y el corazón me comenzó a bombear a cien por hora.

—Es un anillo de matrimonio —explicó innecesariamente ―. ¿Te casas conmigo?

Fue la primera vez en diez años que lloré. La última vez que lo había hecho fue porque mi perro se había muerto. Me eché a llorar con tantas ganas que atraje la atención de varios de los presentes. Tuve que calmarme para que no pensaran que estábamos peleando.

Como aún sollozaba e hipaba, me limité a tomar el anillo con dedos temblorosos y a colocármelo en el dedo índice de la mano derecha. Kingsley no podía estar más feliz.

Tonks se puso como loca cuando le dimos la noticia y me acusó de estar embarazada.

Quizá era apresurado. Ambos teníamos dieciocho años y un montón de planes por delante. Sin embargo, yo insistía en grabarme en la cabeza que él era el hombre de mi vida, con el que compartiría el manjar más dulce que pudiera existir, llamado amor.

Y aquí estoy ahora, sentada en la sala de mi casa, haciendo la lista de invitados para nuestro matrimonio, con la mirada perdida, recordando lo vivido. Es maravilloso mirar hacia atrás y ver cómo los hilos de nuestras vidas se acabaron entretejiendo, calzando perfectamente.

No sé qué me depara el futuro, pero tengo claro que estaré con la mejor compañía que pueda tener, y que cualquier situación que venga la enfrentaré con la frente en alto y el corazón lleno de amor.