¡Hola! Aquí con un nuevo capítulo de esta historia que espero disfruten mucho. Quiero agradecer especialmente a quienes han apoyado este fic a través de reviews, pues éstos motivan e inspiran mucho más de lo que creen. Thank you very much, people ^^

También les dejo saludos enormes y espero que se cuiden mucho ya que la pandemia todavía no termina (de hecho lo que está sucediendo en India ahora mismo es realmente horrible).


3


Masajeó sus párpados lentamente a fin de aliviar el cansancio que azotaba sus ojos. Una vez cumplido esto, miró ávidamente la pantalla para verificar si había llegado algún otro escrito. Sin embargo, lo que ansiaba no sucedió. Una fuerte corazonada se encargó de susurrarle, esta vez de forma definitiva, que por esta noche los mensajes se terminaron, pero, de alguna extraña e incomprensible manera, deseaba fervorosamente que siguieran llegando.

Caminó hacia la sala de estar y estando allí se arrellanó en el sillón más grande. Necesitaba aliviar la estresante tensión recién vivida por su cuerpo y la mejor manera de hacerlo era ponerse lo más cómodo posible. Se recostó como si estuviera en su cama y sus manos hicieron la labor de almohada, entrelazándolas por detrás de su cabeza.

Repasó en su memoria los pormenores de la muerte de Hinata una vez más. El dolor que atacó la composición de su alma no le permitió profundizar más en los escabrosos detalles de todo lo sucedido esa fatídica noche; esa maldita noche en que la luz que alimentaba a su amada se apagó para siempre.

Pese a tener una salud inquebrantable, en cuanto recibió la noticia que nadie querría recibir, el dolor en su desgarrado corazón lo llevó al desmayo en cuestión de minutos. Su amada había fallecido y no pudo hacer nada para evitarlo. Nada. Todo lo que sucedió después se perdió de su memoria como si hubiera caído en la bruma de la amnesia o en un coma profundo. Al otro día, lo único que recordaba al volver en sí era la muerte de quien tanto amaba. Al despertar sudando mares quiso pensar que todo había sido un mal sueño, pero lastimosamente no fue así.

Desear que todo fuera el producto de una pesadilla era uno de los mecanismos de defensa psicológicos más comunes, pero de nada servía renegar los hechos que, por más crueles que fueran, no cambiarían la dura verdad: la muerte, esa acompañante sigilosa que espera su oportunidad como el furtivo acecho de un leopardo sobre una gacela, había abrazado a su amada. A veces la parca no tenía la decencia de esperar la vejez para tocar la puerta y llevarse el alma. Eso había sucedido con Hinata; toda una vida por delante le fue arrancada de cuajo de una forma completamente injusta. Curiosamente mucha gente se amargaba por envejecer, pero no se quejarían si reflexionaran que muchas personas no tuvieron siquiera la oportunidad de disfrutar esa enorme suerte. Muchos habrían pagado toda su fortuna material e inmaterial sólo para llegar a viejos junto a las personas que aman.

Hinata no tuvo esa oportunidad.

Al pensarlo apretó sus puños con fúrica impotencia. Tanta fuerza imprimió en ellos que las uñas, a pesar de lo cortas que las usaba, comenzaron a penetrar en la piel de sus palmas, provocando que un hilillo de sangre asomara en ambas. Al notarlo dio un suspiro agotado, aminorando la presión que estaba ejerciendo en ellas. Restañó la salida del líquido vital apulgarando moderadamente; entonces las plaquetas finalizaron el trabajo velozmente al formar la diminuta costra.

Cerró los ojos con fuerza, poniéndose en el lugar de su amada: en sus orbes albinos, en su inocente mirada. Logró visualizar claramente los oscuros rincones de la unidad de cuidados intensivos, pese a nunca haberla visto realmente. ¿Por qué el amor de su vida tuvo que morir en soledad? ¿Por qué no se rebeló contra las leyes de pandemia sin importarle nada más?

El sonido del teléfono móvil interrumpió sus pensamientos de súbito; no pudo seguir recordando detalles. Un matiz de molestia se produjo en su faz. Fijó su atenta mirada en la pantalla y el nombre de Sakura Haruno surgió allí. Instantáneamente Uchiha frunció el ceño, demostrando su extrañeza a través de esa expresión facial. ¿Qué querría? No lo sabía, pero si tenía muy claro que sólo había una manera de averiguarlo.

—¿Qué pasa, Sakura? —no se molestó en suavizar su voz para alcanzar un tono más grato; fue berroqueña como siempre.

—Perdona mi llamada; de verdad no quiero importunarte, pero me tienes preocupada. Me preguntaste por Hinata en el chat y luego te pusiste errático en tus palabras. Y después no hablaste más. Estoy preocupada —le explicó con una voz que demostraba abiertamente la última palabra dicha.

Sasuke quiso tomar positivamente la amabilidad de su amiga. Sakura siempre había sido cordial con él y, como si eso fuera poco, también se convirtió en la mejor amiga de Hinata a pesar de su decepción amorosa respecto a él. La pelirrosa le era molesta la mitad de las veces, mas debía reconocer que podía contar siempre con ella.

—No te preocupes porque estoy bien, sólo más cansado de la cuenta —contestó de forma impersonal.

—Oh, Sasuke, me alegra tanto escucharte —su voz vibró de emoción —. No es bueno que estés tanto tiempo solo —lo regañó dulcemente —. Si gustas podemos salir mañana, te servirá para distraerte.

Después de todo quizás ella seguía obsesionada con él. ¿O simplemente quería ayudarlo a superar el duelo por Hinata sin segundas intenciones? No lo tenía claro, pero no le pareció adecuado una propuesta de salida cuando su prometida acababa de morir hacía poco tiempo. Las comisuras de sus labios se curvaron negativamente, en un nítido gesto de desagrado.

—No me siento preparado para reuniones sociales —dijo cortante a la vez que agravaba su voz.

—Entiendo —asintió, pronunciando dosis de dolor en su tono —, pero créeme que si quieres distraerte yo estaré siempre disponible para ti —precisó enfatizando su complacencia.

—Lo tendré en cuenta —dio otra respuesta desangelada.

—Estaré atenta a lo que suceda contigo. Eso es lo que hacen los amigos.

—Yo estaré bien. Adiós, Sakura.

—«Adiós» suena muy frío... Hasta pronto suena mejor. Nos veremos luego, Sasuke.

Sin querer contestar apretó el botón táctil para finalizar la llamada con una mueca de extrañeza en su faz. No obstante, la distracción de la pequeña charla recién sostenida poco duró. Pronto se hundiría en sus pensamientos nuevamente: necesitaba meditar sobre todo lo que había pasado en la mensajería de Facebook hacía tan poco. Continuaría esforzándose por recordar cosas, pero el timbre de un nuevo mensaje en la red social lo alertó. Dudó un par de segundos en acudir a la pantalla o desdeñar la idea, pero en definitiva no podía darse el lujo de ignorar nada con todo lo ocurrido recientemente. Podría ser ella... o más bien dicho, el sujeto que se hacía pasar por su difunta prometida. Debía tener siempre presente aquella verdad, pues no podía estar tan loco como para admitir que se trataba de Hinata.

Se puso de pie, caminó hacia la pantalla y el mensaje que procesaron sus ojos lo congeló como si se le hubiera aparecido un espectro. Completamente anonadado, quedó. Atravesó todas las capas del estupor en tan sólo unos segundos, entrando precipitadamente hacia un colapso nervioso, a una verdadera psicosis. No podía ser cierto lo que sus negros luceros veían. Simplemente no podía serlo. Prontamente escalofríos a la par de tercianas poseyeron su cuerpo en intermitentes oleadas fulgurantes. Cerró el notebook espantado; de hecho, el movimiento fue tan brusco que el golpe sonó como lo haría un estentóreo eco en un profundo acantilado.

Tuvo temor de ver el ordenador portátil nuevamente. Sí, tuvo miedo como si aquel aparato intentara desquiciarlo, como si buscara transformarse en un secuaz de la locura. Incluso pensó no sólo en apagarlo, sino en destrozarlo y arrojar sus restos por la ventana para jamás volver a tocarlo.

Necesitaba calmarse. A pesar de haber abandonado las garras adictivas del tabaco hacía cuatro años, de tener ahora un cigarrillo a mano se lo fumaría sin pensarlo dos veces.

Fue hacia la ventana, que, extrañamente, estaba abierta hasta atrás. Recordaba haberla dejado cerrada la última vez, pero ya ni siquiera de algo tan simple como eso podía estar seguro. Al asomarse se dio cuenta que la lluvia ya se había detenido, mientras el calor de su frente fue bendecido por el aire frío y húmedo. Miró hacia las copas de árboles, anhelando que la naturaleza lo ayudara enviándole algún tipo de señal, aunque, por supuesto, su ingenua esperanza no fue respondida. Se mordió el labio inferior con fuerza, volteando más tarde para observar el portátil con angustia. Ni siquiera quería acercarse a él. Lo mejor para su cordura era destrozarlo de una vez por todas y olvidar este espeluznante asunto para siempre. Sin embargo, la curiosidad libró una feroz batalla contra el temor y, para bien o para mal, la primera fue quien resultó vencedora.

Ese afán por seguir indagando la verdad de todo esto lo llevó al notebook nuevamente. Lo abrió y el mensaje destelló en sus córneas como el fuego de una vívida fogata:

«Ven al cementerio... ayúdame por favor...»

Hinata estaba pidiendo auxilio... No lo podía creer, pero lo inverosímil estaba plasmado ahí con una claridad abismal. Pronto se dio un cabezazo contra la pared sin medir la fuerza ni las consecuencias, repleto de vertiginosa frustración. El dolor subsiguiente no fue capaz de doblegar el cofre de adrenalina que su cuerpo abrió.

Acaso... ¿debía navegar por la locura de ir por ella al cementerio? Pero no era Hinata, ¡no lo era! ¡No podía serlo, maldición!

No era su amada quien le enviaba esos perturbadores mensajes; eso era lo que dictaba la lógica, pero la persona al otro lado de la pantalla fue capaz de darle detalles tan íntimos que era imposible no dar luz a una pequeña esperanza de que se tratara de ella.

—Me estoy volviendo loco... —se agarró la cabeza con ambas manos de una manera que si alguien lo hubiera visto habría concordado plenamente con su afirmación.

Miró la hora en su reloj de pulsera: eran las una y cuarenta de la mañana. ¿Acaso cometería la locura de ir al cementerio a esa hora? ¿Cometería la osadía de entrar a un camposanto como un vulgar ladrón, sin permiso alguno? ¿Saldría en plena pandemia y en toque de queda?

No podía hacerlo.

Pero su novia estaba pidiendo ayuda...

—¡No es Hinata! ¡No es Hinata! —se repitió con furia, agitando su cabeza de un lado a otro, tapándose los oídos con fuerza. No quería escuchar esa desequilibrada voz interna que le gritaba en forma insistente que sí era ella.

—¿Qué debo hacer? —suplicó al aire con la esperanza de que alguien respondiera su desesperada imploración, lo cual no sucedería a pesar de sus ansias.

«¿Por qué me está pidiendo ayuda? ¿Cuál es el motivo?» fueron las preguntas más insistentes que formuló su trastocada mente. No hubo que esperar mucho para que el tren de sus pensamientos frenara en seco alrededor de una espeluznante idea:

Hinata había sido enterrada viva.

Abrió tanto los ojos que cualquiera habría pensado que los mismos abandonarían sus cuencas. Los hórridos casos acerca de sepultados vivos estaban bien documentados, incluso el afamado escritor Edgar Allan Poe publicó una historia llamada «El entierro prematuro», narrando con detalle casos en dónde ocurrían uno de los mayores miedos humanos: la «tapefobia», el miedo a ser enterrado vivo.

En la antigüedad no había una manera totalmente certera de dilucidar la delgada línea divisoria entre la vida y la muerte. En casos de epidemias graves como la peste, por ejemplo, bastaba con que los signos vitales se ausentaran para realizar un sepelio a toda velocidad para que la infección no siguiera propagándose. Ahora mismo recordaba un perturbador caso de una mujer embarazada que, creyéndola muerta, la enterraron viva. Despertó bajo tierra e intentó salir golpeando y rasguñando el ataúd múltiples veces, con tanta fuerza que la tapa de madera quedó marcada con sus desesperados arañazos. No obstante, todavía no acababa lo más aterrador: el estrés de la desesperación causó el parto prematuro de la niña que llevaba en el vientre. Pese a que luchó con todas sus fuerzas para salvar tanto su vida como la de su hija, ya fuese gritando a todo volumen como golpeando el ataúd, ambas desgraciadas terminaron muriendo al no obtener oxígeno ni ayuda. La bebé nació en la tumba y falleció en ella, entre los brazos de su madre quien fue llevada por la parca poco después.

¿Por qué nadie escuchó los sufridos gritos de socorro de aquella mujer? ¿Por qué los llantos de su bebé tampoco fueron escuchados? Lo más terrible de todo es que sus llamados desesperados, a pesar de lo lejanos que se oían por la profundidad, sí fueron escuchados por alguna gente, pero, incapaces de comprender la realidad, huían llenos de miedo pensando que eran terroríficos alaridos de almas en pena. Dos días después el esposo de la supuesta difunta se enteró de los rumores que gritos de horror se oían alrededor de la tumba. Desesperado exigió abrirla, mas sólo para encontrarse con la espantosa sorpresa de que tanto su mujer como la pequeña bebé fallecieron sepultadas en vida.

Había leído sobre casos así sucedidos en siglos pasados, pero lo más alarmante era que incluso actualmente, en una época en que la tecnología predomina, la pandemia de Covid no estaba permitiendo la realización de autopsias debido a la aglomeración de cadáveres. Los ataúdes se entregaban sellados, lo cual prohibía siquiera la despedida de los difuntos en apropiados y merecidos velorios. Por todo ello existía una real posibilidad de que su prometida fuese enterrada viva. Sin embargo, elucubrar que Hinata le enviaba mensajes desde celular era una locura total. Lo mismo sucedía con la idea de que siguiera viva, pues estar veinticuatro días bajo tierra era un factor determinante para esbozar que, de tener un destino tan horripilante, de todas formas habría muerto en la tumba tras tanto tiempo sin aire. Además alguien en el cementerio hubiese escuchado sus gritos de socorro ante tan aterrador destino. A día de hoy era imposible que permaneciese con vida.

Imposible.

Pero, ¿por qué ese mensaje de ayuda entonces? ¿Por qué? ¿Y si de algún modo inexplicable hubiera podido sobrevivir bajo tierra todo este tiempo? Tal vez pudo hacer algo para aferrarse a la vida durante tres semanas...

No..., eso era llevar la imaginación hacia un extremo enfermizo, una verdadera demencia con todas sus letras. Parpadeó repetidas veces al razonarlo mientras sus ojos galopaban de rabillo a rabillo.

«Mi muerte es un engaño». La frase que su «prometida» le dijo en el chat comenzó a repetirse una y otra vez en su mente. Esas palabras restallaban en sus paredes cerebrales como un martillo clavándole una afilada estaca. Permanecer vivo en la tumba resultaba aterrador de verdad, pero si tal cosa pudo suceder con ella, entonces fuera como fuera no podía esperar hasta mañana. La idea de que estuviera sufriendo en la tumba lo castigó de forma fulminante mientras los casos de catalepsia atravesaron su mente como una feroz lanza. Aquel estado podía simular la muerte a la perfección, bastando sólo la ausencia de la autopsia —como estaba sucediendo con los casos de Covid— para convertir lo increíble en creíble. Se convenció de que seguir cavilando sólo le engendraría más dudas, de modo que debía disiparlas de una vez y por todas: iría a la tumba de Hinata para verificar que realmente estuviera muerta...

Era una paranoia, lo sabía perfectamente, ¿pero qué perdía con ir? A veces la única forma de escapar de la locura era sumergirse en ella para atravesarla de punta a punta, tal como tarde o temprano se debe enfrentar el miedo a la oscuridad. Fuera como fuera, tenía que comprobar que todo lo que estaba pensando no tenía sustento racional, comprobar que la demencia no era cierta. De ese modo podría descansar de los pensamientos macabros que lo estaban acosando y obtener así la paz que su conciencia requería.

Utilizando su celular ingresó a la página de la comisaría virtual, solicitando allí un salvoconducto de desplazamiento por razones médicas. Tras colocar sus datos obtuvo el permiso de inmediato. Si encontraba alguna patrulla en el camino entonces procedería a mostrarlo.

Fue por ropa deportiva a su cuarto, pues le serían necesarias prendas más holgadas para poder infiltrarse en el cementerio y correr si era necesario. Una vez culminada su labor de cambiarse se colocó un impermeable encima, abrió la puerta y salió de su hogar. Pese al abrigo, notó que hacía mucho más frío del que debía hacer para una noche otoñal, por lo que regresó a buscar otro chaleco. Después se subió a su automóvil «BMW» y se lanzó en aras del cementerio que cobijaba los restos mortales de su amada. Por el toque de queda apenas un par de vehículos se cruzaron en el camino opuesto y ninguno apareció en su propio carril, de modo que pudo pisar el acelerador casi a fondo. En los bordes de la carretera el paisaje estaba lleno de árboles sin hojas, luciendo un aspecto tétrico gracias a la sugestiva oscuridad de la noche.

Llegó al cementerio, pero se cuidó de estacionar el auto lejos del recinto para no levantar ningún tipo de sospechas en los guardias que custodiaban la entrada. Miró su reloj y tomó noción de lo tarde que ya era: las dos y treinta de la mañana. Comenzó a caminar alrededor de la muralla a la vez que una especie de tensión recorría su columna cual latigazo de acero. No fue un escalofrío pues le faltó la fuerza que lo hubiera convertido en uno, pero aun así parecía peor: la sensación era condenadamente insistente. Algo anormal inquietaba las células de su cuerpo más allá de lo comprensible, mientras la profunda penumbra existente sólo contribuía al aumento de tal sentir, aunque entrar a un camposanto de noche, a escondidas y vulnerando la seguridad, era algo que pondría nervioso a cualquiera que tuviese sangre corriendo por sus venas.

Uchiha no era temeroso para nada, pero dubitó entre acometer lo que estaba pensando o acudir mañana al amanecer. Incluso pensó en plantearle sus dudas a la policía respecto a la muerte de su novia, pues así no debería hacer esto completamente solo, pero finalmente descartó las opciones esbozadas. Llamar a la justicia sólo significaría engorrosos trámites y burocracia para obtener el permiso de abrir la tumba. Y Hinata, de estar viva, no podía esperar siquiera un minuto. Sí, tenía que hacerlo solo. Era demasiado tarde para poner en marcha la reversa. Por ella haría cualquier cosa; todo, absolutamente todo por ella. Debía ir enseguida, sin más cuestionamientos, sin más pensamientos, ¡sin dudas! Era una completa locura hacerlo, lo sabía perfectamente, pero sólo haciéndola podría obtener la paz que su conciencia requería.

Aunque el cementerio podía ser lindo y tranquilizador de día, de noche era todo lo contrario. Por ello una mezcla de nervios y adrenalina brotó a través de los poros de su piel. Calculó la altura de la muralla y no dudó que podría saltarla. Un par de saltos le bastarían para escalarla. No sintió reconcomios ni resquemores por lo que estaba a punto de hacer. Alguien como él en realidad no tenía problemas con romper la ley, puesto que ésta no tenía cabida en una situación tan desesperante como la que estaba viviendo ahora mismo.

Con una maestría que el más experimentado de los ladrones envidiaría, escaló el muro y quedó del otro lado fácilmente. Algunos árboles fueron testigos mudos de su locura o valor, dependiendo del cristal con que se mirara. Avanzó a través de las tumbas rápidamente, pero siempre cuidando de usar un sigilo sin igual. El camino que recorría era un amasijo tétrico de árboles que parecían querer caerle encima, mientras la luz selenita proyectaba, a través de las desnudas ramas, cortinadas sombras oscuras sobre el suelo. Las mismas tomaban figuras que la «pareidolia» podría convertir fácilmente en monstruos aterradores. Con miedo, una simple sombra podía convertirse en el más terrible de los demonios. Empero, Sasuke todavía no caía bajo el influjo de aquella emoción, pues hizo que la vigilia de su mirada impidiera que su propia imaginación le jugara malas pasadas. Tenía una misión, averiguar qué sucedió con Hinata y lo cumpliría aunque tuviera que luchar contra todos los demonios del infierno, imaginarios o no.

Bajo los árboles tenebrosos y mudos, las cruces y sus nichos se desplazaron tan rápido que quien parecía moverse no era Uchiha, sino el mundo a su alrededor. Algunas tumbas eran verdaderas bestias arquitectónicas, mausoleos gigantescos que un indigente estaría feliz de tener como hogar. Entre la tensión de sus músculos ubicó por fin, como una bendición en medio de lo lúgubre, el aposento de su amada; uno que era humilde tal como ella lo hubiera deseado. Desde el día del funeral, Sasuke no había ido allí por considerarse incapaz de soportar el dolor de ver un frío sepulcro en vez de la mujer que tanto amó.

Le sorprendió ver lo hermosa que lucía la estancia de su amada: muchísimas flores rodeaban la lápida, la tumba misma e incluso los alrededores. Era una cantidad realmente impresionante que demostraba el enorme aprecio que mucha gente le tenía. Sasuke se emocionó tanto que todo atisbo de nerviosismo se esfumó como la oscuridad lo hace con la luz.

—Gracias... —musitó imaginándose a esas bondadosas personas frente a él.

Por un momento se olvidó de la misión que había venido a cumplir, pero no pasó mucho tiempo hasta que recobrara el verdadero sentido de su visita. Apartó cuidadosamente las flores, agudizando su oído por encima del resto de los sentidos, dado que no podía ser sorprendido por los guardias del camposanto. La tumba quedó libre de los bellos adornos, viendo entonces las dos manijas de bruñido bronce que permitirían mover la entrada de mármol. Era tan pesada que eran necesarios dos hombres o quizás hasta tres para poder desplazarla, pero eso no sería para problema para él, que, gracias a sus entrenamientos de artes marciales, había adquirido una gran fuerza en sus brazos.

De súbito, el caminar de un guardia más allá lo alertó e hizo que sus ojos adquirieran un tamaño anormal. Debía hacer esto rápido o lo terminarían descubriendo. Motivado por el arranque de adrenalina abrió con velocidad casi inhumana la entrada, puso sus pies en la escalera de mano, se adentró en la oscuridad y cerró de nuevo. Quiso bajar de inmediato, pero temeroso de cometer un ruido que lo delatase, tuvo la paciencia de esperar a que el sonido de pasos se alejara hasta extinguirse definitivamente.

Sólo cuando el guardia se fue, tomó plena conciencia de que estaba profanando un sepulcro. ¡Profanando una tumba y nada más y nada menos que la de su amada!

Mientras los escalofríos fluían por su espalda como serpientes, pensó una vez más en regresar y echar atrás esta locura, pero ya se había sumergido tanto en ella que no valía la pena. Había sobrepasado el punto de no retorno. Estaba allí y haría lo que tendría que hacer. Pasaron varios segundos hasta que su olfato se percató del aire estancado que lo rodeaba. Un olor a humedad, tierra, concreto y nula ventilación entremezclada. Era poco agradable, pero no tanto como lo imaginó previamente. Dejándose guiar por los peldaños de la escalera descendió con sumo cuidado, percatándose de que la tumba era mucho más profunda de lo que la recordaba en el día del funeral. Parecía un verdadero pozo sin fondo. Finalmente tocó suelo en lo más profundo del estrecho pasillo vertical. La negrura era tan absoluta que tuvo la seguridad que ni siquiera un gato o un búho podrían ver allí. Queriendo revisar si habían llegado más mensajes de ella, sacó el celular de su bolsillo. Nada apareció. Apretó entonces un par de botones táctiles para colocar el modo de linterna y alumbró esperando ver lo que ansiaba. Enfocó la luz hacia la izquierda, y ahí, empotrado en el agujero de la pétrea pared, vio lo que buscaba:

El ataúd de Hinata.

Tan sólo pensar el significado de tal cosa lo hizo sudar de una manera impactante: manos, frente, nuca, piernas. Todas sus células gritaban que había sobrepasado con creces la barrera de los nervios.

—¿Qué demonios estoy haciendo? —se preguntó, espantado de cuán lejos había llegado. Realmente se había vuelto un maldito loco.

En el exterior del sepulcro el viento sopló con fuerza, causando que las ramas de los árboles comenzaran a entonar una tétrica sinfonía...

Todo su ser entró a un ralentí trastornado. El ataúd estaba sólo a un metro de él... ¿pero realmente deseaba abrirlo? ¿En verdad quería perturbar el descanso eterno de su amada?

—Hinata... — llamó una y otra vez con voz perturbada, empero, nada ni nadie respondió a sus llamados.

Era evidente que su prometida estaba muerta... ¿entonces para qué proseguir esta insanidad? Sin conformidad todavía, movió la luz hacia todas direcciones esperando ver alguna abertura, por mínima que fuera, por dónde pudiera filtrarse aire, mas no fue capaz de encontrar ninguna. De hecho, a él mismo ya le estaba siendo dificultoso respirar. Meditabundo, reflexionó que la morada mortuoria podría contener oxígeno suficiente por varias horas como máximo, pero aún así era imposible que la cantidad pudiera durar veinticuatro días.

Pero... ¿Y si por alguna razón lo imposible se convirtió sólo en improbable? ¿Si por alguna razón Hinata no respondía porque había caído inconsciente por la falta de oxígeno?

Había llegado tan lejos, ¿y para qué? ¿Para no hacer lo último que faltaba?

Estuvo sudando un río, un lago e incluso un mar durante muchos segundos, pues en cuanto abriera la tapa de ese féretro lo que encontraría podría aniquilar su cordura a la par de sus bellos recuerdos. Lo que estaba allí no sería la Hinata que recordaba, la hermosa y juvenil mujer que era su prometida; serían sus restos en descomposición tras haber estado veinticuatro días bajo tierra. Su tersa piel estaría resquebrajada, reseca y desgarrada, emanando un olor nauseabundo que contaminaría todo el reducto con la fetidez que sólo un cadáver podía expulsar. Su piel rosácea y de aspecto saludable, tendría ahora un repulsivo color verduzco por la falta de circulación sanguínea. Horribles grumos putrefactos serían sus venas. Y su cara no sería la que él conoció, sino una versión monstruosa y deforme de aquella chica que tanto amó. Incluso repugnantes gusanos viscosos podrían estar devorando sus blanquinosos ojos o surgir a través de la carcomida piel de sus mejillas.

¿Realmente quiere afrontar esto? ¿Realmente desea conservar un recuerdo así de horripilante de aquella persona que tanto amó? ¿No era mejor recordarla como siempre la vio en vida y no como un despojo cadavérico de lo que alguna vez fue?

Algo atravesó toda su columna vertebral como una maligna navaja de hielo. Tenía miedo de proseguir con esta esquizofrénica demencia, pues nadie en su sano juicio querría observar una imagen grotesca y gangrenada de quien tanto amó. Sabía que si abría ese ataúd, lo que vería permanecería en su memoria hasta el final de sus días como un maleficio indeleble. Esa imagen lo acompañaría hasta que la muerte exigiera el turno de él.

Los recuerdos que poseemos se quedan en la mente porque ella selecciona qué mantener y qué descartar. Rara vez, en el preciso momento que se vive un instante memorable, alguien toma noción de que ese recuerdo perdurará allí... pero Sasuke tuvo plena conciencia de ello. Supo que en veinte, treinta, o cincuenta años más, la macabra imagen de su Hinata pútrida seguiría estando en el cofre de sus memorias. Pronto su dualidad cuerpo-alma empezó a temblar como una maldita gelatina, ya que cadenciosas avalanchas de recelos se posesionaron de él. Un escarpado precipicio imaginario era el que debía escalar, pero un solo paso en falso provocaría una caída libre hasta estrellarse en el profundo pozo del pavor.

Se vio obligado a tragar saliva para aliviar la sequedad de su garganta. Respiró profundo y desde las entrañas de su corazón evocó la valentía que precisaba.

Posa los dedos de su mano en el borde de la tapa con el corazón acelerado y las puertas de la percepción abiertas de par en par, hasta el punto que podía sentir el zumbido de su propio corazón acelerado retumbando en sus orejas. Por lo fuerte que latía, Sasuke pensó que había aumentado su tamaño a un nivel descomunal. Su órgano vital parecía haberse aliado con el averno mismo, puesto que sus latidos eran así: infernales. Finalmente, tras varios segundos que escaparon a la lógica común de la duración del tiempo, abrió la tapa sin ser capaz de mirar el interior del ataúd. De hecho, se le dibujó un rictus de amargo estremecimiento. Tenía miedo de mirar, ¡tenía horror de hacerlo! Apretó sus párpados como si abrirlos significara llevar una maldición por el resto de su vida. No quería que los ojos cumplieran su función. Sin embargo, a sus fosas nasales no llegó el hedor putrefacto que antes había imaginado. Sólo el olor a un aire que no ha tenido ventilación llegó. El efluvio que predijo no fue tal. El miasma no fue el que imaginó.

A pesar del intenso terror, tenía que romper de una vez y por todas la telaraña confusa que acechaba su mente. Debía destrozar las sombras de locura, misma que perdería la batalla ante la cordura. Por fin, se atrevió a mirar aquello a lo cual tenía tanto miedo y un grito de terrible espanto acudió desde lo más profundo de sus cuerdas vocales:

Ningún cuerpo estaba en el ataúd. Absolutamente nada había.

Hinata no estaba allí...


Continuará.