Un espejo en donde se refleja de cuerpo completo, así se mira Yugi en la pupila amatista de Atem. Se ha quedado cual bloque de hielo en cuanto la puerta de la residencia lo ha descubierto.

Ninguno ha dicho nada. La mirada de Atem le recorre y Yugi la siente como el movimiento sinuoso de una serpiente que le camina por la espina dorsal.

—Pasa.

Él obedece.

La vivienda está hecha un desastre. Latas de cervezas, bolsas de comida chatarra y uno que otro calcetín por aquí y por allá.

—Desvístete.

— ¿Qué?

—Si en verdad somos una copia exacta del otro, todo debe ser igual, y la única manera de saberlo es comparándonos al desnudo.

Yugi asiente con el rostro enrojecido. Atem se desnuda casi al mismo tiempo que sus prendas caen una encima de la otra. Yugi cruza las manos a la altura de su pecho, como si su corazón también se hubiera desnudado y necesitara cubrirlo.

—Extiende las manos.

Y él las extiende.

—Echa hacia delante los pies.

Y los echa hacia delante.

—Date la vuelta.

Y se da la vuelta.

El rostro de Atem se muestra cariacontecido, tanto como si se hallara frente al monstruo de mayor horror en toda su vida. Yugi no comprende qué sucede, pero empieza a recoger sus prendas como si con ella recuperara también la vergüenza que ha perdido. Hay lágrimas apostadas en su párpado inferior.

— ¡Nuca debí venir! ¡Lo siento, lo siento, lo siento!

— ¿No lo comprendes aún?

Yugi le presta su atención en aquel minuto de suspenso.

—Incluso los gemelos, los siameses o los sosias tienen alguna diferencia, por minúscula que sea. Pero tú y yo no, tú y yo somos idénticos. Y eso... Eso solo puede significar que uno de los dos es un error.

—Yo... ¡Yo no debí venir!

—Sí, tienes razón, no debiste venir.

Un disparo ha espantado las palomas encumbradas en las ramas de un árbol.