Disclaimer: El mundo de SnK pertenece a Hajime Isayama
3. Entre el poder de las sombras y la ira de los mares
El caos y la ruina finalmente estaban presentes en Liberio. El combate entre los de Mare y los de la isla de Paradis había comenzado. La gente corría por toda la ciudad intentando refugiarse de los feroces embates de los titanes cambiantes de ambos bandos. Los de Mare tenían a su favor a poderosos monstruos como el Titán Martillo de Guerra y el Bestia, pero los erdianos de Paradis eran bastante más ingeniosos pues llevaban más de un siglo combatiendo a las enormes criaturas, por lo que venían armados con diversos artilugios y varios ases bajo la manga que les confería cierta ventaja en la pelea.
Y después de un rato la reyerta concluyó, y las bajas eran evidentes. Pieck había sido emboscada por los erdianos, pero logró escapar gracias a Falco y la intervención de Magath. Reiner salvó a Galliard, aunque se llevó un buen golpe por parte de Eren, quien había adquirido el poder del Titán Martillo, y estaba tendido en unos escombros. Los de Erdia, por su parte, se dirigían a su isla a bordo de un dirigible, algo pensativos por los resultados de la batalla.
De la puerta de un edificio cercano al dirigible, una enfurecida Gaby salía empuñando un rifle. Falco iba detrás de ella, muy preocupado por el actuar de la niña.
— ¡Gaby, espera! —gritó Falco, en un vano intento por detener a su amiga.
— ¡Debo matarlos, Falco! —vociferó Gaby, totalmente fuera de sí.
El niño la sujetó del hombro: — ¡Gaby, piensa un poco! ¡Ellos derrotaron al señor Braun! ¡Te harían polvo al primer golpe!
— ¡Razona, Falco! —gritó ella, a voz de cuello y zafándose con un violento movimiento de hombro—. Ellos son los culpables del mal en el mundo. Ellos son los culpables de que haya titanes. Ellos…
Sin embargo, las palabras de la niña se vieron opacadas por un terrible estruendo detrás de ellos. Una enorme roca, de más seis metros de diámetro, diez toneladas de peso y envuelta en fuego, atravesó el edificio a sus espaldas y dio de lleno contra ella, aplastándola en el acto. Falco se quedó paralizado por lo que acababa de ver y lentamente dirigió su vista al cielo, contemplándolo con bastante miedo.
Cientos de grandes rocas envueltas en fuego cruzaban el aire e impactaban contra los edificios, atravesándolos como si fueran de tierra y haciéndolos añicos en el acto. La gente era aplastada con una facilidad horrible, como si fueran simples gusanos contra un zapato. El calor de los proyectiles alcanzaba tuberías de gas y provocaba explosiones por todos lados. Y el caos tomó su lugar en el ambiente: hombres, mujeres y niños corrían en todas direcciones, las familias se separaban, algunos lloraban de desesperación al no saber que hacer. Y entonces, con el corazón agitado y la cabeza punzándole, Falco comprendió una cosa.
Algo peor que los erdianos estaba atacando Liberio, y parecía que estaba dispuesta a barrer con todo.
La gente que estaba en uno de los refugios se encontraba muy asustada. Los erdianos de Paradis habían llegado. La guerra se había desatado. Aunque estuvieran a bastante distancia de la plaza de Liberio, pudieron sentir los estruendos lejanos, producto de la pelea de dos titanes. Durante varios minutos, que se hicieron eternos, percibieron la fuerza y ferocidad con la que ambos monstruos combatían. Y su miedo se acrecentó debido a que se sumaron múltiples explosiones, y nuevos rugidos indicaban que más titanes se sumaron a la batalla. Sin duda alguna, era un combate cruento, y lo único que pudieron hacer esas pobres personas fue juntarse un poco más y abrazar con fuerza a sus seres queridos, porque quizá ya no pasarían de esa noche.
Hasta que después de un tormentoso rato, todo se calmó. Las explosiones y temblores pararon y una tensa calma se establecía poco a poco. El silencio también hizo acto de presencia, siendo interrumpido por las agitadas y suaves respiraciones de las personas. Y, de manera gradual, los abrazos fueron deshaciéndose y los grupos separándose, para poder tomar un respiro de esa momentánea paz.
Pero algo golpeó con una fuerza brutal la pared por fuera, destruyéndola al instante, levantando una gran nube de polvo y haciendo volar escombros. Inmediatamente los que estaban cerca corrieron al centro, cubriéndose del polvo y de las piedras. Cuando el polvo se disipó reveló al responsable de derribar la pared, que dejó a más de uno con la boca abierta.
Un ser de más de cuatro metros de altura y bastante fornido estaba de pie en el hueco. Su apariencia era la de un reptil, con la cabeza de perfil ovalado con grandes cuernos que le crecían encima de los ojos amarillos, y otros pequeños que cubrían su nuca; un largo y grueso cuello, de setenta centímetros de largo por sesenta de ancho, separaba su testa del cuerpo; finas escamas, semejantes a las de una lagartija, cubrían su cuerpo a excepción de la cabeza donde eran más gruesas; grandes alas de piel, de diez metros de envergadura, nacían de sus hombros; sus manos eran humanoides y grandes, de cerca de cincuenta centímetros de apertura, terminando en temibles garras de diez centímetros de largo.
Un dragón. O lo que parecía ser un dragón.
Vestía una gran toga negra, y miraba a todos los presentes como si fueran suculentos trozos de carne asada.
El monstruo pegó un grave rugido y la gente entró en pánico de forma inmediata y se dirigió hacia la única salida, pero ésta se abrió de un golpe, revelando más sorpresas. Cinco criaturas estaban en el umbral, tres de ellas de tres metros y medio de alto, corpulentas, de piel gris, nariz chata y algo calvas. Las otras dos eran de un menor tamaño, como de un metro y noventa centímetros, fornidos, de piel grisácea, mandíbula sobresaliente, nariz algo deforme y pelo largo y un poco ralo. Las cinco vestían un overol café claro, y se notaba a leguas que se estaban muriendo de ansias.
El gran reptil comenzó a gritar cosas en un idioma desconocido para los humanos, y las criaturas más grandes se dirigieron hacia la multitud, para comenzar a tomar a las personas por los tobillos y ponerlas de cabeza, como si fueran pollos. Las otras dos se adentraron entre la multitud y, con ayuda del dragón, a arrear a los erdianos hacia el exterior. Pronto las personas se desesperaron, pues todas sus salidas estaban bloqueadas, y empezaron a tener dificultades para respirar.
Entre empujones y gritos, las personas fueron conducidas hacia el exterior. Hubo algunos que no resistían tanto ajetreo, como los niños y los ancianos, por lo que caían y eran pisoteados por la multitud. Una vez afuera, los humanos se quedaron impresionados por lo que tenían ante sus ojos. Tanto, que incluso olvidaron a los monstruos que los atacaban.
Un enorme camión estaba estacionado justo a seis metros de la salida. La caja tenía más de veinte metros de altura y unos cincuenta de largo. Los neumáticos fácilmente alcanzaban los tres metros de diámetro. La cabina también era igual de alta que la caja, e incluso podía sentirse el calor que emanaba el motor, el cual estaba apagado de momento. Un auténtico titán motorizado.
Los enormes monstruos seguían con su labor de tomar a la gente con los pies. Después de eso, se dirigían a la caja del camión y las arrojaban hacia el toldo de ésta, donde otro ser, muy parecido a los humanos en tamaño, a excepción de sus ojos, que eran algo más grandes, y sus orejas, más puntiagudas, los conducía hacia una trampilla, para ser arrojados al interior de la caja e iniciar el último viaje de sus vidas.
Los pocos kilómetros que separaban a Liberio del ejército de Mare parecían eternos para los soldados encerrados en los tanques y convoyes. Las agitadas respiraciones eran los únicos sonidos, siendo opacadas por los acelerados motores de los vehículos. La emoción que sentían era notoria, habían estado entrenando para este momento durante toda su vida y por fin le demostrarían a su país que podían luchar contra los demonios de la isla de Paradis y salir victoriosos sin problema alguno.
De repente, los convoyes frenaron abruptamente, mandando a los soldados en su interior al piso. Con un poco de esfuerzo se pusieron de pie y, movidos por la curiosidad, empezaron a salir del camión. Lo que tenían enfrente les cortó la respiración.
Ante ellos, un enorme ejército cubría los dos kilómetros que los separaban de Liberio, y estaba bombardeando la ciudad con grandes rocas de fuego lanzadas por colosales máquinas. Gracias a la luz de la luna, todo estaba cubierto de un pálido brillo, producto de las armaduras que portaban los soldados, y éstos eran los que más llamaban la atención. Ninguno de ellos era humano, ya que alcanzaban a ver unos pequeñitos gnomos de no más de cuarenta centímetros de estatura a gigantes que superaban los veintiún metros. E incluso había cientos de gigantescos elefantes de más de setenta metros a los hombros con castillos de acero de treinta metros de altura en sus lomos y decenas de titánicos gallos de aproximadamente trescientos cincuenta metros a la espalda. Y en el cielo había cientos de miles de criaturas con alas, desde vampiros hasta dragones de distintos tamaños. Todos hacían un terrible estruendo al golpear sus armaduras y entonar feroces cánticos de guerra.
Los soldados estaban estupefactos. Sólo en los cuentos y las leyendas habían oído hablar de criaturas así, pero lo que tenían enfrente era real, y las ansias de destrucción y muerte que emanaban eran palpables. Y antes de que pudieran reaccionar, a su izquierda y a unos quince metros de altura, aparecieron dieciséis reptiles alados, de unos quince metros de largo y protegidos por armadura negra. De inmediato, las criaturas se dirigieron hacia los vehículos y exhalaron varios torrentes de fuego de sus bocas, incendiándolos al momento.
El calor pronto alcanzó los tanques de combustible de los vehículos y éstos explotaron, aniquilando a los que estuvieran próximos a ellos. Los guivernos(1) no cesaban de soplar fuego contra todo lo que tenían a su alcance. Los guerreros que quedaban usaron sus rifles contra los reptiles, pero los metálicos sonidos indicaban que las balas rebotaban en sus armaduras, sin causarles ningún daño. Algunos reptiles, por su parte, cambiaron de táctica atacando ahora a los que aún quedaban en pie con sus dos únicas patas y dientes, mientras que otros seguían destruyendo los vehículos con fuego. Se elevaban algunos metros y embestían con brutalidad, cercenando brazos y piernas, y rebanando abdómenes y tórax. Los que no fueron cortados eran levantados del suelo para ser desmembrados y devorados en el aire, sembrando más el pánico en los que todavía quedaban con vida.
Entonces un feroz y ronco grito se escuchó muy próximo a ellos y la mitad de ese gigantesco mar de acero negro comenzó a moverse hacia ellos, junto con diez de los monstruosos elefantes. Pronto, los guerreros de Mare se vieron apabullados por un sinfín de criaturas y monstruos que atacaban con espadas, hachas y mazas. Y pese a que ellos tenían cierta ventaja por portar rifles, el gran número de enemigos y su ferocidad empezaron a provocarles numerosas bajas.
Mientras el ejército de Mare era atacado, la otra mitad de monstruos y criaturas seguían entonando cánticos y golpeando con fuerza sus armaduras y escudos. Miles de colosales lanzapiedras de acero, con brazos de más de ciento veinte metros de largo, ochenta de altura en su estructura y operados por gigantes, bombardeaban la ciudad con sus ígneas cargas. Situados a diferentes distancias, alcanzaban todas las partes de Liberio, desde las casas aledañas a las murallas hasta los departamentos situados al lado del mar. Cada cinco minutos, las inmensas máquinas soltaban un nuevo bólido de diez toneladas. Los gigantes los manipulaban sin mostrar descanso y parecían disfrutar su funesta tarea, animados por la terrible algarabía que había de ambiente.
Al frente del ejército, el voivoda Desmodov era el único que no portaba armadura. Observaba como las rocas caían en la ciudad, escuchaba el retumbar de los edificios desmoronarse, olía el miedo de la gente huyendo por las calles de la ciudad, sin ninguna estrategia de escape. Era la noche perfecta para destruir la capital de Mare, el preludio ideal antes de asolar la isla de Paradis.
Luego de cuarenta minutos de ataque, Desmodov levantó al aire su puño derecho. Los gritos y golpes de los soldados se silenciaron de inmediato y los lanzapiedras dejaron de bombardear Liberio. El mutismo era casi absoluto, sólo roto por las agitadas respiraciones de los monstruos y criaturas, y el tintineo de las armaduras.
— ¡Primero van los rocs(2)! —exclamó el hombre de ojos amarillos— ¡Luego los basanes(3) y los gajendras(4)! ¡El resto va después de que ellos pasen cien metros las murallas! ¡Recuerden que deben aniquilar todo lo que se mueva, principalmente a los humanos-titanes! ¡Avanzada aérea híper pesada! —volvió a levantar su puño derecho—. ¡AL ATAQUE!
Los monstruos y criaturas gritaron enardecidos, y golpearon con más fervor sus armaduras y escudos. Pero todo el barullo se opacó con un tremendo chillido y el poderoso rugir de algo inmenso cruzando el aire, en dirección a la capital de Mare.
Mientras toda la gente corría sin sentido por Liberio, presa del pánico debido a la lluvia de rocas, tres mujeres andaban tranquilamente entre la muchedumbre, esquivando con sutileza a las personas desesperadas por escapar y los proyectiles que se impactaban. Una de aspecto vaquero, de pelo rosa y armada con dos revólveres; otra con un vestido victoriano de cabellera negra con una cimitarra a su flanco izquierdo; y una ataviada en kimono, de pelo lila y con una katana amarrada a su cintura.
— A Lajos le fascinó la carne de esta gente —comentó la mujer del vestido—. Y la verdá no lo culpo. Ha sio la carne más deliciosa que he provao en toa mi existencia.
— Espero que no tarde en llevarse el siguiente cargamento —dijo la fémina de sombrero—. Ya hace falta una carnita asada de erdiano
― Un buen bife de erdiano no vendría mal —habló la del kimono—. Aunque las empanadas rellenas de su carne tampoco les digo que no.
Las tres llegaron al malecón de la ciudad, que tenía una espléndida vista hacia la bahía. Al fondo, cientos de buques de guerra se aproximaban para atender el llamado de auxilio de Liberio.
— Bueno, hermanas, hasta aquí hemos llegao —dijo la mujer de la cimitarra
― Che, pero ¿que no íbamos a la isla esa? —cuestionó la de la katana.
— Por supuesto que vamo a ir a la isla de los erdianos —contestó la pelinegra—. Pero hasta aquí llegaron nuestros pasos. Porque a partir de este punto —metió su mano derecha en el escote de su vestido y sacó una botella diminuta, de no más de diez mililitros— tomaremos un ferri. Y yo sé con quién podemos conseguir el mejor —y se acercó hasta quedar justo en la orilla del malecón, a unos pasos del mar.
Las otras dos se miraron entre sí, sonriendo. La mujer del vestido destapó la botella y dejó que su contenido, una única gota de un líquido rojo oscuro, corriera hacia el exterior.
Nada más la sangre tocó el agua, provocó una tremenda explosión en medio de la bahía. La gente en tierra la miró con horror. Los barcos que se dirigían a la ciudad detuvieron su marcha, pues los capitanes y oficiales dedujeron que había sido una trampa de los erdianos. Y en medio de la agitada espuma, un colosal objeto emergió de lo profundo de las aguas.
Ante ellos, un gigantesco barco oscilaba suavemente. Una fragata de madera negra, con sus velas rojo sangre desplegadas, muy parecida a las antiguas naves del siglo XVII. Medía más de trescientos metros de eslora(5) y noventa de obra muerta(6), sumado a que sus mástiles superaban fácilmente la altura de ciento ochenta metros. En conjunto le daban un aspecto intimidante, el de una auténtica fortaleza flotante.
Los capitanes de los destructores y goletas se quedaron algo pasmados por el tamaño de la embarcación que tenían enfrente. Sin embargo, poco a poco su sorpresa fue disminuyendo y de nuevo se armaron de valor y confianza al observar mejor a su enemigo.
— Es de madera.
— ¡Contra él!
— ¡Hagámoslo trizas!
— ¡Vamos!
Los barcos volvieron a emprender la marcha, aumentando la velocidad y preparando sus armas. La enorme fragata viró y mostró su costado de estribor ante la armada. A lo largo y ancho de éste se abrieron las troneras, sacando trescientos treinta y dos cañones, de calibre medio, pesado y muy pesado. Sin advertencia, el gran navío comenzó a abrir fuego contra todo lo que avanzara hacia él.
Pese a tener un cuerpo de hierro, los proyectiles de la fragata causaban serias abolladuras en los cascos de los barcos de Mare y destruían los puentes de mando y las torres de ataque. Los destructores y goletas también comenzaron el combate, apuntando y disparando sus armas al casco y las troneras del enemigo.
Los impactos dieron de lleno en el costado de la fragata, provocándole melladuras algo serias y haciendo desaparecer algunos cañones, pero en cuestión de segundos éstos volvían a aparecer y reanudaban el bombardeo. Algunos proyectiles hicieron agujeros en el caso, con lo cual le empezó a entrar agua al navío, pero éste era tan grande que no parecía hundirse.
En el malecón, las mujeres observaban el combate naval. Pese a ser sólo un barco, la fragata tenía suficiente poder de fuego como para evitar que toda la armada de Mare se acercase a tierra. Y ésta comenzó a tener sus primeras bajas, pues los navíos que estaban más cerca del colosal buque no resistieron el bombardeo y se hundieron o explotaron, mandando a sus tripulantes al agua.
— ¿Crees que se tarde un poco? —preguntó la mujer del sombrero.
— Digamos que sí —respondió la del kimono.
— Bueno —dijo la del vestido—, en lo que se entretiene Buche Gordo vamo a conseguir el pago del viaje.
— ¿Pago? ¿A quién chingaos vamos a pagarle? —inquirió la de los revólveres, enfadada.
— Pues al capitán Buche Gordo, illa —contestó la de la cimitarra.
— ¿Y qué carajos vamos a darle, che? —cuestionó la de la katana.
La mujer del vestido sonrió: — Hace unos días vi a una mujer asiática en un hotel —respondió—. Y cuando la espié mejor, pue cerciórame que era una miembro del clan Azumabito. Ya saben lo que piensa Buche Gordo de ellos.
— Esto le va a gustar —dijo la del kimono.
— Vamos a tener viajes gratis por el resto de la eternidad —habló la del sombrero, frotándose las manos—. Pues vamos a partirle la madre, ¿o no? —agregó con entusiasmo.
Tanto la de la katana como la de la cimitarra sonrieron, y las tres se esfumaron del malecón, mientras el inmenso barco de madera hundía poco a poco la flota de Mare y avanzaba a paso muy lento hacia los muelles.
Los miembros de la Legión de Reconocimiento veían con horror cómo la lluvia de rocas incandescentes destruía Liberio, y el camino que habían marcado se esfumaba en medio de los escombros. Los soldados en tierra se alejaban lo más rápido posible de los edificios que se derrumbaban y de los enormes proyectiles que caían, pero unos cuantos eran alcanzados por las rocas o se veían aplastados por los escombros. Mientras que Olangobo intentaba por todos los medios controlar el dirigible en medio del caos, virando rápidamente hacia cualquier lado libre. Jean, Mikasa, Eren, Sasha, Connie, Hange, Levi, Zeke, Folch y otros soldados se aferraron a los barandales, tubos y arneses que encontraron para evitar ser azotados en el interior de la cabina o ser despedidos de ella.
Hasta que, por fin, luego de varios minutos, la lluvia de rocas cesó. Todos dejaron de aferrarse a lo que encontraron y se dirigieron hacia las ventanas y puertas de la cabina. El panorama era desolador, pues casi toda Liberio estaba en ruinas y las flamas se encontraban por todas partes. Sin embargo, esto les daba una pequeña oportunidad de escape.
— ¡Sácanos de aquí, Olangobo! —exclamó Hange.
— Por supuesto, comandante —respondió el hombre, enfilando el dirigible hacia los muelles.
Pero una enorme sombra oscureció el cielo e hizo a los fuegos de las ruinas más brillantes. Los soldados observaron hacia arriba, con un mal presentimiento, y no les gustó nada lo que notaron.
Nueve águilas volaban sobre ellos, a más de quinientos metros de altitud. Eran titánicas, pues medían setecientos metros del pico a la cola y mil cuatrocientos de envergadura. Gracias a los incendios, pudieron apreciar su plumaje, unas de color marrón oscuro, otras de gris pizarra, alguna de color negro. Todas ellas estaban protegidas por armaduras y cascos negros, a excepción de sus enormes alas y sus temibles patas.
Las monumentales aves se dejaron caer en picado y, a cien metros del suelo, abrieron de golpe sus alas, provocando una corriente de viento equivalente o más fuerte a la de un huracán. Los incendios se apagaron, las ventanas de los pocos edificios que aún seguían de pie se rompieron, incluso algunas toneladas de escombro volaron por la potencia eólica desprendida de las aves, y las personas que seguían vivas en el suelo, entre ellos los soldados de Paradis, fueron levantados y azotados contra las ruinas.
Para horror de los sobrevivientes erdianos, el dirigible fue sacado violentamente de su ruta, dando muchas vueltas hacia todos lados. En la cabina, Olangobo se esforzaba por mantenerlo estable, pero le era imposible. Nuevamente los demás tripulantes se vieron en la obligación de aferrarse a algo mientras eran zarandeados. Afortunadamente, se mantuvieron siempre en el aire y no chocaron con ninguna de las ruinas.
Pero las aves no pararon. Justo después de crear sus terribles vientos, se elevaron unos cientos de metros, planearon un poco, y cayeron en picada estirando sus gigantescas patas, de más de ciento cincuenta metros de apertura y garras de setenta metros, dispuestas a destruir los pocos inmuebles que aún seguían de pie.
El impacto fue tremendo. Las aves volaban tan cerca del suelo y sus garras deshacían los edificios y ruinas como si fueran de tierra. Además, el viento provocaba enormes tolvaneras, opacando totalmente el panorama para los sobrevivientes. El dirigible, que todavía estaba intentando retomar su curso, fue alcanzado por una nueva e intensa ráfaga eólica. Y nuevamente dieron violentos tumbos por cerca de quince largos segundos.
Una vez que pararon, una momentánea calma se instaló, siendo acompañada de las agitadas respiraciones de todos, pero un violento golpe los mandó al piso de la cabina y los tripulantes sintieron ese nudo en el estómago que antecede a una larga caída, por lo que se aferraron más a los tubos, barandales y arneses.
Una de las águilas partió el dirigible como si fuera una salchicha. E inmediatamente las dos mitades se precipitaron al suelo, siendo la mitad de la cabina la que cayó más rápido y se impactó en el suelo de forma estrepitosa. Transcurridos unos segundos, Jean fue el primero en salir, seguido de Mikasa, Eren, Sasha, Connie, Folch y Hange. Los seis tenían heridas en sus rostros, pero aún seguían de pie.
Cuando el polvo se disipó, Jean pudo ver a las enormes aves alejarse hacia la bahía, justo por encima de los muelles. Se elevaron cientos de metros y viraron de nuevo hacia ellos. Sin embargo, las águilas pasaron de largo, para alivio de los soldados. Pero un ligero temblor los puso en alerta nuevamente, y Jean se dio la media vuelta para contemplar, con mucho asombro, lo que provocaba las vibraciones.
A doscientos metros de ellos treinta gallos, de más de trescientos cincuenta metros de alto a la espalda y protegidos por armadura negra, avanzaban lentamente por las ruinas, pisoteándolas con fuerza. Pero lo que más sorprendió a todos fue que uno de ellos se agachó, abrió el pico y exhaló un potente chorro de fuego a los escombros, poniéndolos al rojo vivo en pocos segundos, y los otros animales le siguieron. Los soldados de Paradis inmediatamente se alarmaron.
— ¡El dirigible fue destruido! ¡Tenemos que largarnos de aquí cuánto antes! —gritó Connie.
— ¡A los muelles! —mandó Hange, apuntando con su índice derecho hacia el lugar.
—¡Tenemos que sacar a Zeke y a Levi! —dijo Sasha.
Jean pasó su vista de la destruida cabina, a los soldados expectantes y a los monstruos que ya estaban a casi nada de llegar con ellos.
— Yo me quedó —dijo Hange, de manera firme.
— Pero comandante… —empezó Jean.
— ¡Vete Kirstein! ¡Váyanse todos!¡Es una orden! —gritó la mujer.
Jean pasó su vista a sus compañeros y amigos, después a su superior y luego a las gigantescas aves, que seguían incinerando todo a su paso.
— ¡Vámonos! —exclamó el hombre de pelo cenizo, y el resto echó a correr con dirección a los muelles.
Hange regresó en busca de Levi y de Zeke, pero una enorme pata de ave cayó encima de la cabina, y provocó un pequeño temblor que la mandó al suelo. A los demás los hizo trastabillar, pero aun así continuaron con su huida.
El hombre de pelo cenizo alternaba su vista entre el camino que tenía enfrente y el tremendo gallo a sus espaldas. El ave parecía haberlos visto, por lo que aceleró el ritmo de sus pasos, haciendo vibrar el piso, y exhaló una gigantesca llamarada directo a unos escombros, justo a cien metros al frente de los erdianos.
— ¡ALTO! —gritó Jean, y todos frenaron para cubrirse del calor abrasador del muro de llamas.
Jean volteó hacia todos lados, buscando un escape. El gallo estaba a unos pasos de aplastarlos, pero afortunadamente pudo notar que la pared de fuego era alta, pero no larga, pues se extendía veinte metros en el suelo y era cortada por grandes escombros a su derecha.
— ¡Por acá! —indicó el hombre de pelo cenizo, hacia la derecha del muro de fuego. Y todos echaron a correr, justo a tiempo para evitar un tremendo pisotón, que nuevamente los hizo trastabillar. El ave, al verlos que se alejaban, se detuvo un momento y prosiguió en avanzar a pasos lentos. Así, les dio algo de ventaja, pues le habían enseñado que siempre era divertido darle un poco de esperanza al enemigo antes de masacrarlo con todas las fuerzas.
Metros más atrás y ajena a la destrucción de los gallos, la comandante Zoe removía fierros retorcidos y escombros para abrirse camino y encontrar a Levi, sin que las grandes aves le prestasen atención. Y finalmente, después de algunos minutos de trabajo, dio con el soldado más fuerte de la humanidad. Éste tenía el labio inferior partido y un moretón en su mejilla izquierda, aunque estaba inconsciente y sin heridas más serias.
— Despierta, enano —dijo Hange, tomándolo por los hombros y zarandeándolo—. ¡Vamos Levi! ¡De pie!
— No tan fuerte, cuatro ojos —masculló Levi, haciendo una mueca de desagrado y parpadeó lentamente.
La comandante sonrió y se agachó para que Levi se sostuviera de sus hombros y lo sacara de los restos de la cabina. Al ponerse de pie, el hombre no apoyó la pierna derecha en su totalidad, y Hange se dirigió nuevamente hacia lo que quedaba del dirigible para sacar a Zeke.
Pero una enorme mole gris y negra cayó a su lado, enviándolos al suelo. Hange alzó la vista y pudo notar que era una pata, perteneciente a una criatura muy parecida a los elefantes, sólo que, de setenta metros de alto a los hombros, cubierto de una armadura negra y con una gran estructura metálica en su lomo de más de treinta metros de alto.
La bestia movió su cabeza hacia la izquierda, y esto hizo que sus grandes colmillos destrozaran las incandescentes ruinas que los gallos provocaron. También pisoteaba y pateaba todo aquello que estaba a su alcance, haciendo volar enormes trozos de roca al rojo vivo por todos lados. Además, de la estructura a sus espaldas se escuchaban cañonazos, los cuales impactaban en los escombros, mandando ardientes esquirlas a lo largo del panorama.
Y no venía solo. Alrededor de ochenta de los mismos seres iban pisoteando y destruyendo todo lo que podían. Y la lluvia de cañonazos era intensa, pues cientos de ellos se escuchaban, siendo amortiguados por los retumbantes barritares de las bestias y los sonidos de las ruinas siendo destruidas y arrojadas en miles de pedazos.
Hange tomó a Levi de la cintura y se lo echó a su hombro izquierdo como si fuera un costal de papas.
— ¿Qué demonios estás haciendo cuatro ojos? —inquirió el hombre, con una mueca de desagrado
— Salvando tu enano trasero, ¿no lo notas? —respondió la mujer, irónica.
— Debemos volver por Zeke —ordenó Levi—. El plan es llevarlo con nosotros y que nos explique mejor su engañosa treta.
Antes de que la comandante respondiera algo, un susurró se escuchó, un punzante dolor la invadió y le hizo arrojar a Levi al suelo. Éste se incorporó con trabajo, y pudo notar la causa. Una flecha se le había incrustado en el hombro derecho de ella, y era grande pues cerca de setenta centímetros estaban fuera del cuerpo de la comandante.
Entonces, varios susurros volvieron a escucharse por encima de ellos. Levi alzó la vista y una lluvia de cientos de flechas, procedentes de las estructuras metálicas en los lomos de los elefantes, cayó sobre ellos. Él se apartó lo mejor que pudo, pero su pierna lastimada se lo impidió y doce flechas se le incrustaron en el brazo izquierdo, la espalda y su extremidad mala. A Hange le fue peor, pues alrededor de veintitrés flechas se le clavaron en la espalda, provocando que cayera de bruces al suelo.
Los titánicos elefantes siguieron el mismo camino que los gallos, sin dejar de desolar lo poco que quedaba de Liberio con su fuerza bruta y los cañones en su espalda. Levi, resistiendo lo mejor que podía, se acercó cojeando a Hange. Un mal presentimiento invadió al hombre al verla, pero un pequeño alivio llegó al notarla que respiraba muy suavemente.
— Cuatro ojos, despierta —dijo el hombre, zarandeándola.
— Vaya, vaya, vaya ¿Pero qué tenemos aquí? —habló una voz algo ronca
Levi levantó la vista y notó que tenían compañía. Era un hombre, mucho más bajo que él, fornido, de piel cetrina, y pelo negro y ralo; con una nariz prominente y grandes dientes, además de unos ojos pequeños e intimidantes de color naranja. Vestía una armadura negra, un sombrero de paja triangular y alto, y sostenía en su mano derecha un hacha de piedra. Detrás de él había otros ciento veinte seres iguales, además de otras criaturas que sólo había escuchado de su existencia en las leyendas y los mitos. Protegidos por armaduras negras y armados con espadas y escudos de igual color, lo miraban con bastante detenimiento y algo de cautela.
Levi se puso en guardia, con todo el esfuerzo que pudo. El ser, con rápidos pasos, se aproximó a él y atacó. Tanto la espada como el hacha se cruzaron. Levi pudo percibir su fuerza, la cual era bastante equiparable a la de él.
— Pareces sorprendido humano —dijo el hombrecillo.
— Debo decir que en este mundo hay de todo tipo de pestes —habló Levi—. Me especializo en las gigantes, pero no dudo en que acabaré contigo.
El hombrecillo deshizo el cruce de armas y le propinó una cuchillada que Levi logró interceptar con una de sus espadas. Durante cerca de cinco minutos estuvieron intercambiando ataques. Levi no tenía duda de que ese hombrecillo era muy poderoso, y que su cuerpo estaba empezando a punzar de dolor. En un momento de distracción del humano, el ser giró con la velocidad del rayo y le dio una patada en ambas espinillas, logrando desestabilizarlo y que cayera al suelo. Levi rodó rápidamente, justo a tiempo para esquivar un hachazo, tan fuerte que el arma se hundió en su totalidad en la tierra.
― Pero seguramente no pestes como yo, ¿verdad? —comentó el hombrecillo, sacando el hacha del suelo como si nada.
— Me importa un bledo lo que seas si puedo matarte —siseó el soldado más fuerte de la humanidad, sin bajar la guardia.
— ¡Ah, pero yo no soy cualquier cosa! —exclamó el hombre, abriendo sus brazos—. Yo soy Carlos Agüi, general de los batallones de traucos(7) del Ejército Oscuro.
Levi aprovechó el momento para írsele encima al trauco, pero éste fue rápido. Antes de que ambas espadas del humano le rebanaran la garganta, Carlos las interceptó con su hacha y, de un fuerte revés, pudo desprender el arma de la mano derecha de Levi y mandarla lejos. Éste no se amedrentó, pues le imprimió más fuerza al ataque. El hombrecillo acercó su feo rostro al del humano.
— Debo reconocer que eres fuerte humano —habló el trauco—. Pero ni siquiera el hombre más fuerte de la humanidad puede detener el pago de la deuda de Ymir Fritz ante el demonio de las sombras.
Levi alzó la ceja derecha, pero Carlos se separó de él y emitió un grito bastante espeluznante. Seis traucos se le fueron encima a Levi. Con todo lo que pudo, se defendió de ellos. Pero su pierna mala ya estaba llegando a su límite, y esos seres atacaban con demasiado fervor. Incluso, tres que estaban apartados del combate le lanzaron sus hachas. Levi pudo interceptar dos de ellas, pero la tercera se le encajó en el hombro derecho, frenándolo un poco en su defensa. Esto lo aprovecho uno de los traucos e inmediatamente le cortó su pierna derecha, mandándolo al suelo y provocando que las otras criaturas comenzaran a llenarlo de cortes a diestra y siniestra.
Fueron cerca de treinta segundos de tortura para Levi, quien sólo pudo cubrir su rostro de la lluvia de ataques mientras los monstruos lo mutilaban. Otro de los traucos arrastró a una moribunda Hange, a los pies del general y poco después arrojaron a Levi, sin piernas y sin su mano derecha. El trauco de más rango los observó detenidamente y sonrió, como si hubiera obtenido un valioso botín en medio de aquella desolación.
— Llévenlos con el voivoda Desmodov —ordenó Carlos, haciendo un gesto despreocupado con la mano.
Mientras cuatro traucos se llevaban a Levi y a Hange por donde habían llegado, el resto de los hombrecillos olfateaban ruidosamente el aire y volteaban los escombros, ya fríos, en busca de sobrevivientes humanos para llenar sus estómagos.
— ¡General, aquí hay uno vivo! —gritó uno de los traucos, después de veinte minutos de búsqueda. Estaba encima de un montón de fierros retorcidos y vidrios rotos, cubiertos con un pedazo enorme de lona.
Otras criaturas se acercaron y removieron los fierros y la lona para ver que habían descubierto. Y a los pocos minutos, el rostro inconsciente de un hombre con barba rubia y gruesos anteojos apareció debajo de la lona.
Zeke comenzó a removerse cuando sintió el aire en el rostro y los recuerdos de hace unos momentos le vinieron como golpe. Se incorporó rapidísimo y abrió abruptamente los ojos, pensando que se encontraría con Eren y sus compañeros. Pero al ver el panorama, se puso inmediatamente en alerta.
Sólo en los cuentos que su abuelo le contaba había escuchado acerca de las criaturas que lo rodeaban, y siempre se le antojaron como seres benevolentes que combatían al mal y se ayudaban entre sí y a otros. Pero los que tenía frente a él distaban mucho de lo que él conocía, pues no tenían nada de bondad en sus rostros, y dudaba mucho que ellos fueran a sacarlo de esa situación de buena manera.
Lentamente, fue moviendo su mano derecha hacia su boca. Los monstruos y criaturas sólo atinaron a observar, algo desconcertados. Hasta que uno de ellos, un enano, gritó algo bastante alarmado, y fue cuando Zeke le pegó el mordisco a su mano.
La transformación resultó. Con un potente flamazo, Zeke se vio convertido en el Titán Bestia. Muchos seres a su alrededor perecieron calcinados, pero el resto de las criaturas y monstruos no se amedrentó por el cambio de Zeke. Al contrario, parecía que eso los había encolerizado, pues la mayoría se le fue encima, sin tener en cuenta la diferencia de tamaño. Incluso tres elefantes y uno de los gallos dieron media vuelta y avanzaron contra él lo más rápido que pudieron, totalmente fúricos.
Zeke observó mejor el panorama. Prácticamente Liberio estaba en ruinas, siendo desolado por los elefantes y los gallos además de estar cubierta por un mar de acero negro, producto de las armaduras de los cientos de miles de monstruos que invadían la ciudad. En el cielo las gigantescas águilas sobrevolaban la destruida ciudad, junto con otros miles de criaturas aladas muchísimo más pequeñas que de vez en cuando se dejaban caer en picada al suelo.
El Titán Bestia de inmediato pegó carrera, internándose en el mar de criaturas. Las flechas, lanzas, mazas y hachas no tardaron en volar contra él, e incluso varios seres comenzaron a trepársele a los pies, haciéndoselos más pesados. Zeke sintió que el esfuerzo era mayor a cada paso, pero estaba decidido en avanzar. Hasta que un enorme hombre, de más de veintiún metros de alto, de rostro hosco y portando armadura negra, salió a su encuentro y paró su huida.
Ambos gigantes trabaron son manos, comenzando el empuje. Si bien la fuerza del Titán Bestia era tremenda, Zeke sintió que estaba perdiendo terreno contra su contrincante, el cual parecía decidido a aniquilarlo. Así que pegó un grito, con la esperanza de controlar a su adversario. Sin embargo, éste sólo alzó la ceja derecha y dio un bramido mucho más terrible y grave que el de él, preocupando a Zeke.
En medio del forcejeo, un segundo gigante tomó a Zeke por la cintura, lo separó de su contrincante y lo arrojó al suelo. De inmediato, un nutrido tropel de criaturas y monstruos se le vino encima. Zeke pudo quitarse a varios de ellos, pero los otros dos gigantes comenzaron a golpearlo brutalmente. Lo único que pudo hacer el humano-titán fue cubrirse.
Pero un terrible garrotazo, dado por otro gigante aún más grande que los otros dos, le voló la cabeza. Esta aterrizó cerca de donde horas antes fue montado el espectáculo de Willy Tybur y comenzó a vaporizarse. Zeke salió de inmediato de la ardiente carne, pensando en escapar de inmediato. Sin embargo, no estaba solo.
Varias criaturas se le fueron encima. Zeke sintió un sinfín de cortes por todo su cuerpo, además de un contundente golpe en el estómago y un puño de acero se estampó contra su cara, siendo este último el que lo sumió en la oscuridad.
Cerca del malecón de Liberio se encontraba un hotel, el más grande y magnífico de la capital, en donde se alojaban personas bastante importantes y distinguidas. Kiyomi Azumabito y su séquito habían encontrado en él el más cómodo de los alojamientos. Pero con la llegada de los monstruos, el lujoso hotel quedó reducido a escombros en pocos minutos y sus huéspedes sepultados entre ellos, sin ninguna oportunidad de huir.
Pero un montoncito de escombros se removió, y la diplomática asiática salió de él. Tenía muchos raspones en su rostro y manos, su traje hecho girones y un fino hilo de sangre le escurría de la comisura izquierda de la boca. Se incorporó y dio algunos pasos tambaleantes, pero un fuerte ataque de tos acompañado de secreciones sanguinolentas y verdes hizo que detuviera sus pasos.
Fue tan violenta la tos que Kiyomi cayó de rodillas, respirando con mucha dificultad y con los ojos bien abiertos. Se llevó sus manos al pecho y fue a dar de cara al suelo, donde fuertes estertores la comenzaron a ahogar. Y sólo segundos después los feos gargarismos se dejaron oír, señal de que la mujer ya estaba muerta.
Tres figuras salieron detrás de la pila más grande de escombros. Una mujer de vestido victoriano guinda, otra de aspecto vaquero con camisa a cuadros negros y blancos y jeans, y la última con un kimono pardo de bordes negros. Sonreían de manera muy marcada, pareciendo bastante satisfechas de algo.
— La última del clan Azumabito —dijo la del vestido, abriendo sus brazos—. Buche Gordo va a estar muy feliz con este botín. Paradis allá vamo.
— Somos grosas, che —comentó la del kimono—. Yo creí que, por el quilombó de los monstruos, no la íbamos a encontrar.
— Pos lo bueno que la encontramos, carnala —habló la de aspecto vaquero—. Si no, los puñetas estos de los monstruos nos dan gane.
— ¿Y qué esperamo? Vamo a cargar con ella —intervino la del vestido—. Tenemo que llegar antes que el Ejército Negro a la isla para poer servirnos como Dio dice.
La del sombrero se echó el cuerpo de la asiática al hombro cual saco de papas y se esfumaron en un parpadeo.
La carrera que estaban dando los soldados de Paradis por escapar del gigantesco gallo y su tormenta de fuego era frenética. La adrenalina les impedía sentir el cansancio, pues sólo tenían en mente salir del alcance de las patas y el fuego del ave. Mikasa iba a la delantera, seguida de Sasha y Connie, después Eren y Folch y por último Jean.
Al llegar a los muelles, la esperanza se les desvaneció un poco, pues Armin, en su forma de Titán Colosal, había arrasado con los astilleros y embarcaciones, destruyendo toda embarcación y abriéndose paso hacia la destruida Liberio. Además, el gallo estaba a menos de cien metros, justo al alcance de su tormenta de fuego.
— ¡Dispérsense y busquen un barco! —gritó Jean, viendo cómo el ave echaba su cabeza hacia atrás.
Los demás obedecieron y se separaron, justo a tiempo para alcanzar a escapar de las flamas del gallo. El fuego impactó contra el suelo en un golpe sordo pero poderoso, esparciéndose rápidamente. Con los humanos separándose, fue difícil para el ave escoger un blanco, pero vio al Titán Colosal y de inmediato fue hacia él.
Mientras el gallo se dirigía hacia su nuevo objetivo, los erdianos intentaban encontrar una embarcación que hubiera sobrevivido a la destrucción de Armin, quien avanzaba lentamente hacia ellos. Era demasiado desesperanzador el panorama como para tener optimismo en esos momentos.
— ¡Por acá, capitán! —gritó Folch, apuntando a un pequeño remolcador que lucía en buen estado, a unos doscientos metros de ellos.
Antes de que pudieran ir a donde señaló Folch, un gruñido profundo y cientos de cañonazos se escucharon, incluso el enorme gallo paró su caminata. Armin se estaba convulsionando, además de que varios impactos contra su cuerpo se escucharon y su espalda estaba envuelta en un humo denso y blanco. Lentamente, el Titán Colosal fue a dar al suelo, y los erdianos pudieron observar lo que había derribado a su amigo.
En el agua, bastante lejos de donde estaba el remolcador, había un barco de madera negra, idéntico a las naves que describían los libros de historia. Medía más de trescientos metros de eslora y era más alto que Armin, de unos noventa metros del borde del agua a la cubierta, y mástiles de unos ciento ochenta metros de alto, equipados con velas rojas. Jean visualizó que a lo largo de su costado tenía muchísimos cañones de distinto calibre, todos ellos humeando ligeramente. Y, pasando saliva, se formuló algunas preguntas.
¿Qué rayos estaba ocurriendo? ¿Por qué, justo en medio de su intervención, sucedían estas cosas? ¿Sería acaso… una especie de castigo por buscar la justicia y libertad? ¿O eran señales de que había algo más grande, complejo y perverso en el mundo que Mare y sus titanes?
En cuanto Armin impactó en el suelo, Jean, Mikasa, Sasha y Connie fueron a sacar a su amigo del humeante cuerpo del titán, mientras que Folch y Eren se dirigieron hacia la pequeña embarcación. El gigantesco gallo se quedó quieto, observando fijamente el enorme barco. Luego de unos segundos, agitó las alas, provocando una poderosa tolvanera, y cantó.
Una vez que se acercaron al cuerpo del titán, los cuatro treparon hasta la nuca, donde Armin había emergido. Lo ayudaron a salir de la ardiente carne a base de unos cuantos tirones y una vez liberado Jean lo tomó por los hombros. Pudo notar que respiraba agitadamente y su semblante estaba más soñoliento que en transformaciones anteriores, quizá producto de los cientos de impactos que recibió.
— ¿Armin, estás bien? —preguntó Jean, mirándolo con cierta preocupación.
— No te pre…ocupes. Estoy bien —respondió el rubio, moviendo perezosamente su mano derecha—. Sólo… necesito más aire…
Mikasa se acercó a ellos y, con ayuda de Jean, bajaron a Armin. Pero tres poderosas sacudidas de la tierra hicieron que todos cayeran abruptamente del cuerpo del colosal junto a los hombros, ya que la enorme ave comenzó a correr al barco. Y el derribado gigante estaba, para horror de los erdianos, en medio del camino.
Sin dar tiempo para reaccionar ni correr, el gallo aplastó la cabeza y los hombros del titán. Afortunadamente, los cuatro quedaron justo en uno de los espacios interdigitales de la pata. A salvo, pero demasiado aturdidos como para procesar lo que acababa de pasar.
Mientras los erdianos se recuperaban de lo iba a ser una muerte casi segura, miles de seres voladores despegaron desde el barco, además de que los cañones de nuevo comenzaron a disparar, apuntando hacia las patas del gigante emplumado. El gallo, otrora envalentonado, tuvo que dar media vuelta debido a los cientos de proyectiles que estaba recibiendo y a las criaturas que se abalanzaban sobre él, y corrió a todo lo que pudo hacia la destruida ciudad, provocando potentes temblores con sus pasos.
Aprovechando la huida del gallo y que los otros seres no habían notado su presencia, Jean se echó a Armin a los hombros y los cuatro erdianos se dirigieron hacia donde estaban Folch y Eren, quienes habían logrado arrancar la embarcación. Mikasa, Sasha y Connie saltaron a la cubierta ágilmente, a Jean le costó un poco debido a su situación, pero lo consiguió sin caer ni tambalearse y dejó a Armin sobre unos sacos que tenía a su derecha.
— ¡Todo listo! —gritó Folch, en el pequeño puente de mando.
— ¡Larguémonos, de aquí! —exclamó Jean, y el soldado puso en marcha el bote.
El barco comenzó a separarse del muelle a todo lo que su maquinaria podía, y una sensación de alivio comenzó a reconfortarlos. Pero no duró mucho, ya que algo acababa de estrellarse en la cubierta.
Era uno de los seres que Jean vio salir del barco. De la misma altura y complexión de Connie, pero con la cabeza de una gaviota. Sus brazos prácticamente eran alas, sus pies estaban desnudos y con forma de ave y vestía como un marinero antiguo, con camisa holgada, chaleco y pantalón.
El ser dirigió su vista a Armin, pues era el más cansado del todos. Inmediatamente alzó el vuelo y tomó con ambos pies el brazo izquierdo de Armin. Éste reaccionó, y tomó al ser de la rabadilla logrando sacarle un alarido, pero no por ello lo soltó, si no que aleteó más fuerte, ganando un par de metros de altura.
Los otros no se quedaron de brazos cruzados. Mikasa inmediatamente saltó y logró tomar el pie derecho de Armin, después Sasha se abrazó a las pantorrillas de Mikasa, Connie a los pies de Sasha y Jean abrazó por completo a Connie, intentando hacer todo el contrapeso posible. El ser aleteó más fuerte y el hombre de pelo cenizo intentaba no ceder. Incluso Folch le exigió más al barco.
Finalmente, el esfuerzo conjunto logró que el ser cediera y soltara a Armin, provocando que todos cayeran en la cubierta. El ser al verse sin su presa se dirigió hacia la destruida Liberio.
— ¡Derríbalo, Sasha! —gritó Jean.
La chica, ni lerda ni perezosa, tomó su rifle y apuntó. Esperó unos segundos y disparó. Sólo pasó un rato, casi un parpadeo, para que el ser se paralizara en medio del aire y cayera en el agua.
Los soldados suspiraron aliviados, y dirigieron su vista hacia Mare. Pudieron observar como las titánicas águilas volaban en lo alto de la ahora destruida capital, y en el suelo los gallos y elefantes continuaban con su desolación, y un mar de criaturas husmeaba entre las ruinas de los edificios. En los muelles, el enorme barco de madera negra no dejaba de bombardear y los seres voladores no dejaban de emerger de él.
A todos les surgió un pequeño malestar en la boca del estómago. Como si ellos fueran el precursor del infierno que se acababa de desatar.
La textura de la arena fina y el reconfortante clima hicieron que Zeke abriera los ojos. Era bastante conocida esa sensación, ya que estaba en la dimensión de Ymir, el mundo en donde ella había forjado los poderes de los titanes. Mirando hacia todos lados, buscó a la chica de la triste mirada.
En vez de entrarla, pudo ver un trono enorme, como de unos treinta metros de alto, hecho de acero negro y decorado con demonios y otras criaturas de pesadilla. Y sentado en éste una mujer, mirándolo fijamente. Por el tamaño del trono, era enorme en estatura. Algo demacrada, pálida como el mármol, de finos labios color carmín y un cabello largo, negro y brillante, con un fleco tapándole la frente. Usaba un vestido rojo como la sangre con encajes y olanes negros, un gran cuello posterior y una corona, con un gran rubí, cubría su cabeza.
En sus manos tenía firmemente sujetado a un enorme gusano blanco, del cual salían muchos tentáculos. La criatura se retorcía frenéticamente, chillando desesperadamente como si algo horrible le estuviera esperando.
La mujer se levantó del trono y caminó lentamente hasta Zeke. Él sintió un miedo sobrenatural ante ella, y prácticamente estaba paralizado. Además, los espantosos ruidos del gusano no lo ayudaban mucho a disimular su temor.
— ¿A quién esperabas, Zeke Jaeger? —cuestionó la fémina, y sonrió con burla. Su tono de voz era redondo y suave.
— ¿Cómo es que… —respondió dudoso el hombre, tragando saliva
— ¿Sé tu nombre? —interrumpió la mujer—. Muy fácil, Ymir Fritz pidió poder para ayudar a sus descendientes así que se lo concedí. Y como moneda de cambio, me ofreció a todos ellos cuando ese poder fuera usado para la destrucción. Conozco a todos y cada uno de ustedes, sé cuántos han nacidos, cuántos han perecido, y lo que han hecho. Y hablando de ello, ¿sabes qué ha pasado en todos estos años? ¿Verdad?
— Pero… nosotros… —contestó Zeke.
La mujer soltó una fría carcajada, que le heló el cuerpo a Zeke: — Exactamente —dijo—. Mi pequeño sirviente —apretó al gusano, logrando sacarle un espantoso chillido— ha estado viviendo en este mundo, vigilando los movimientos de Ymir, aconsejándola, atormentándola en mi nombre. Pero ahora que Ymir ya no existe en ningún plano, este pequeño ya no me sirve para nada más.
El gusano volvió a chillar, sólo que esta vez muchísimo más desesperado, logrando contagiarle a Zeke su miedo. Un sonido profundo, como si algo enorme respirara, se escuchó y de las manos de la mujer surgió un líquido, negro y brillante como la obsidiana. Antes de que tocara el suelo, la sustancia formó alrededor de treinta manos, de largos y puntiagudos dedos, y rápidamente se dirigieron contra el gusano.
El ser profirió un horrible grito, pues todas las manos le incrustaron sus puntiagudos dedos en su blando cuerpo. Se retorcía frenéticamente, pero las oscuras extremidades no parecían aflojar nada, e iba oscureciéndose poco a poco mientras dejaba de moverse. Una vez quieto, su cuerpo se fracturó múltiples veces, hasta quedar convertido en arena, la cual cayó y se mezcló con la que había en el suelo.
— Este es el destino de todos los erdianos, Zeke Jaeger —habló la fémina, sacudiéndose las manos—. No me importa cuánto tiempo me lleve en acabar con todos ustedes. Mi especie los cazará, uno a uno hasta que no quede nadie de la raza de Ymir. Sólo así, su deuda será saldada.
De la espalda de la mujer brotaron de golpe dos alas de murciélago negras, de unos treinta y cinco metros de envergadura. Con un par de pasos alcanzó al rubio, lo apretó firmemente y lo acercó a su rostro. El hombre sintió su aliento, y no había duda alguna que el olor era mil veces peor que cualquier campo de batalla que haya pisado.
— Nos vemos muy pronto, Zeke Jaeger —dijo la mujer. Tomó impulso y, con fuerza, arrojó al hombre hacia el cielo, donde las tinieblas lo consumieron una vez más.
Cuando Zeke volvió a abrir los ojos, sintió una fuerte opresión alrededor del cuello y tosió un poco. Pronto, se dio cuenta de la situación en la que se encontraba.
Estaba en el suelo, con cuerdas alrededor de sus muñecas, tobillos y cuello. A su alrededor había monstruos y criaturas de diversos tipos, que sólo creía reales en las novelas y cuentos de fantasía, protegidos con armadura negra y observándolo muy atentamente. Cinco enormes trolls sujetaban firmemente las cuerdas que lo mantenían cautivo.
Y a su lado izquierdo, un hombre de pie. Era alto, delgado, con el rostro demacrado, de pelo negro y vestía un esmoquin negro. Pero lo más llamativo de él eran sus ojos, amarillos, brillantes y penetrantes.
— Que bien que despiertas, Zeke Jaeger —habló el hombre, y sonrió. Su voz era suave y masculina, además de que lucía unos grandes caninos en su dentadura.
— ¿Nos conocemos? —cuestionó el rubio, intentando sonar tranquilo.
— Lo dudo mucho —respondió el otro, sin dejar de sonreír—. Aunque, por otro lado, me gustaría saber más de ti si eres tan amable. Si no, tendré que arrancártelo de tu misma garganta.
Zeke sólo giró su cabeza del lado contrario del hombre de esmoquin, y Desmodov volteó hacia sus tropas y afirmó con la cabeza. Un enano y un elfo asintieron, se dieron la media vuelta y se internaron en el mar de monstruos. A los pocos segundos volvieron con dos personas que él conocía muy bien, y las arrojaron cerca del pelinegro.
Eran Pieck y Falco. Estaban encadenados, amordazados y muy maltratados. Tenían cortes y hematomas en su rostro, y el chico tenía el ojo derecho bastante hinchado y amoratado.
Esta vez Zeke se asombró bastante, y el voivoda no pasó por alto esa reacción.
— Muy bien Zeke, te escucho —dijo Desmodov—. Quiero aprender todo acerca de la isla de Paradis y sus peculiares habitantes.
Zeke giró su rostro una vez más. El voivoda volvió a asentir. Uno de los traucos sacó de una bolsa a sus pies un frasco que contenía algo oscuro. Al destaparlo, el hombre rubio se dio cuenta que era un polvo, pues el hombrecillo tomó un puñado de éste y se lo arrojó a la cara a la mujer. Inmediatamente, una nube de vapor salió del cuerpo de Pieck y opacó todo el panorama.
El hombre rubio pensó que ella se había transformado en titán. Pero no distinguió la enorme y típica sombra, y eso le asustó un poco. Para cuando el vapor se disipó, notó el cuerpo de la chica envuelto en algo parecido a la gamuza sólo que en color negro.
— Esto, Zeke Jaeger, es Aspergillus gigacaedera —dijo el hombre pelinegro—. Un hongo que se aisló de los cuerpos de algunos titanes que se internaron en las penumbras de Rumania. María Umyzwariotowlzy lo sometió y consiguió cultivarlo de manera masiva para usarlo contra los gigantes de Mare. Esto les espera a tus amigos si no me dices algo de la isla de Paradis en este momento, y tengo toneladas de él como munición.
Zeke volvió a voltear, y esta vez Desmodov adoptó un semblante muy serio.
Sin advertencia alguna, el voivoda le tomó el rostro con ambas manos y le miró a los ojos. Zeke pudo sentir su fuerza, como le estrujaban la cara y sus filosas uñas encajándose en la mandíbula, mejillas y sienes. Y vio como esos temibles ojos amarillos brillaban, y todo a su alrededor despareció.
Ya no estaba en Mare, ya no estaba rodeado por monstruos, y ya no estaba atado ni siendo apretujado de la cara. Ahora estaba libre en la oscuridad.
— Para las sombras no existen secretos, Zeke Jaeger —habló la voz de Desmodov—. Ellas pueden leer lo que escondes en tu mente y percibir lo que corre por tus venas. Que, por cierto, es curioso cómo los soldados tuvieron la suerte de encontrar a un semihumano como tú.
Zeke miró para todos lados, intentando encontrar al voivoda. Pero todo lo que veía era la eterna negrura.
— ¿Qué cómo sé que no eres humano totalmente? —preguntó la voz de Rotunslav, y rio suavemente, provocándole un punzante escalofrío en la nuca—. Puedo oler a aquellos que llevan el corrupto poder de Ymir en sus venas. Además, ni siquiera tus pensamientos pueden estar a salvo de las sombras. Por lo tanto, veo que conociste a la Reina de la Oscuridad.
— ¿Reina?
Otra suave risa salió de las penumbras: — ¿No conoces la leyenda de Ymir y el demonio? —cuestionó.
— Eso es sólo una leyenda —respondió Zeke—. Algo para ocultar el origen de los titanes.
Desmodov volvió a reír: — Vaya, parece que la ciencia se ha encargado de sepultar la verdad tras esto —dijo—. Verás, Carmilûte Taipez, la Reina Oscura, le dio un poder a Ymir Fritz para ayudar a su raza. Ella fue el demonio con el que Ymir hizo el trato. Pero ustedes corrompieron el poder de Ymir por su ambición, y ahora todos sus descendientes tendrán que pagar ello.
Zeke recordó a todos los habitantes de Paradis y los erdianos de Mare. Reiner, Bertold, Annie, Eren…
— Vaya, pero que interesante, tienes un medio hermano, ¿eh? —comentó la voz—. Bueno, será cuestión de tiempo el conocerlo. Por lo mientras, ya tengo lo que necesito de ti, así que volvamos al mundo terrenal.
Zeke sintió una opresión en la boca del estómago y cayó a la negrura infinita. La oscuridad desapareció, y volvía a estar en medio del mar de monstruos, atado de los pies, manos y cuello.
— Bien Zeke Jaeger. Tu mente ha aportado datos muy valiosos —dijo Desmodov—. Junto con la información que le sacamos a la mujer tuerta servirá. Y ha sido un placer conocerte. Me quedaría más tiempo platicando contigo, pero tengo una isla que tomar y una raza que extinguir. Así que —alzó su mano derecha—, nos vemos pronto.
El voivoda asintió con la cabeza. Uno de los trolls, el que tenía la soga del cuello, rugió. Los otros se prepararon al reafirmar el agarre.
— ¡Unul!
— ¡Două!
— ¡Trei¡
Y los cinco trolls tiraron de sus respectivas cuerdas.
Notas del autor:
*Hola buen día. Aquí les traigo el tercer capítulo de este fanfic. La obra de Hajime Isayama pudo haber terminado, pero la imaginación sigue a tope.
*Los comentarios siempre son bienvenidos.
Glosario:
(1)Guiverno: Monstruo de los folklores europeos. Un reptil de aspecto semejante al dragón, se diferencia de éste al poseer sólo dos patas y un par de alas. Es un símbolo muy recurrente en la heráldica.
(2)Roc: Monstruo de la mitología persa. Es un águila gigantesca, tan grande como para cargar un elefante entre sus patas o despedazar un barco con ellas. Aparece en los relatos de Simbad el Marino.
(3)Basan: Monstruo de la mitología japonesa. Un gallo del tamaño de una montaña y que escupe fuego fatuo (fuego que sólo ilumina pero no quema). Los de esta historia exhalan fuego auténtico, es decir del que hace daño.
(4)Gajendra: En la mitología hindú, es el rey de los elefantes. En esta historia, son gigantescos elefantes hallados en las selvas, llanuras y pantanos del sudeste asiático continental.
(5)Eslora: En náutica, es el largo de un barco
(6)Obra muerta: En náutica, es la distancia entre la superficie del agua y la cubierta de un barco.
(7)Trauco: Monstruo del folklor chileno, en específico de la isla de Chiloe. Es una especie de duende, de fuerza extrema y que llega a seducir a las mujeres gracias al uso de la magia onírica (de los sueños).
Muchas gracias por leer
