Aunque no se quedaba a pasar la noche, Antonio seguía visitando día sí y día también aquel edificio alto y lúgubre. Acostumbraba a venir por la tarde, después del trabajo, que tenía finiquitado a eso de las cinco y media. También había escogido ese rato porque era cuando la madre de Francis salía a cenar, el único descanso que se permitía de su guardia constante. Rose se quedaba por la noche desde que le había relegado a él del cargo. Solía regresar cuando llevaban ya un buen rato hablando y no le pasaban desapercibidas esas miradas de desprecio que le dirigía y a las cuales ignoraba.

Antes de llegar al hospital, pasaba por una diminuta panadería familiar que preparaba las mejores pastas que había probado en toda su vida. También, con la excusa de que las paredes blanquecinas de la habitación podían ser consideradas las más sosas sobre la faz del planeta Tierra, de vez en cuando le regalaba flores. Sólo por su alegría, merecía la pena al precio al que las pagaba.

Mientras comían un bollo relleno de chocolate, que Francis había descrito como un manjar de los cielos, jugaban a las adivinanzas. Suponía cosas de Antonio y su vida y él le decía si eran ciertas. Por cada acierto, se llevaba un punto. Por ahora, su marcador estaba a cero.

— ¿No te gusta la música clásica? ¡Venga, no me engañes! —pidió Francis, que tenía entre los dedos manchados de cacao el que sería el último bocado de esa delicia.

— Te lo aseguro, no es mentira. ¿Me has visto cara de amante de la música clásica?

— No sé —murmuró aún perplejo por haber fallado—. Tienes un aire sofisticado y estaba casi seguro de que estas cosas te gustaban.

— ¿Sofisticado? ¡Eso sí que es nuevo!

Antonio se echó a reír y buscó en la bolsa un par de servilletas. Le pasó una a Francis para que se pudiera limpiar los dedos y él hizo lo propio con los suyos. Su suspiro desganado llamó la atención del castaño, que le dirigió una mirada interrogante.

— Ah, no te preocupes —se apresuró a añadir, intentando tranquilizarle. Cuando vio el gesto crítico de Antonio se dio cuenta de que estaba logrando el efecto contrario—. Llevo unos días en los que, a ratos, me duele bastante la cabeza.

— ¿Se lo has comentado al médico esta mañana? —le preguntó intentando ocultar en su interior la inquietud que hacía un rato le tenía pellizcado el corazón. Cualquier cosa que se saliera de lo ordinario le preocupaba.

— Sí y me ha dicho que me esfuerzo demasiado. Mira, son tonterías. No me voy a morir por una migraña y creo que es señal de que estoy recuperándome.

Antes de que pudiera expresar su desconformidad, la puerta de la habitación se abrió y por ésta asomaron las curvas de Rose. Sus afilados ojos pasearon de su hijo a su visitante. Aunque trató de ocultarlo, Antonio, que la conocía bien, pudo ver el hastío que la envenenaba por dentro con solo su presencia. Sus andares de reina la llevaron a su bolso, del cual sacó una barra de cacao que deslizó por sus labios resecos.

Mientras, Antonio bajó el volumen de su conversación con Francis. No quería que la dama de hielo tuviera motivos para llamarle ruidoso. Ya lo había hecho, el día anterior. Sin embargo, que le ignoraran la molestó incluso más. Su suspiro irritado llamó la atención de los dos jóvenes, que centraron la mirada en ella.

— ¿Podríamos hablar un momento fuera, Antonio? —le preguntó. Había movido sus labios de una manera curiosa, como si le diera asco pronunciar su nombre.

— Claro, por supuesto.

La idea de salir con su suegra a hablar al pasillo le producía repulsa. Si no quería que su hijo estuviera presente, algún motivo tendría. Francis, acostumbrado a que desde el accidente le ocultaran información, por su bien, no protestó. Incluso creía que el bueno de Antonio, a pesar de su usual honestidad, no podía ser sincero por completo con él. El médico lo había llamado estrés post-traumático y le había descrito una cantidad de síntomas que podría presentar si intentaba forzar demasiado rápido su recuperación o si le daban demasiada información de golpe. Le habían pedido que centrara sus esfuerzos en los agotadores ejercicios que buscaban devolverle la masa muscular. Ahora a duras penas podía mantenerse de pie sin notar que las piernas le flaqueaban.

Abandonaron el confort de la habitación, propiciado por la presencia de Francis, y caminaron por el pasillo en dirección a la sala de espera. Durante el corto camino, Antonio envió un mensaje de texto a Gilbert y le contó lo sucedido. Si esa arpía lo mataba, al menos alguien podría delatarla.

Como de costumbre, la pequeña sala estaba vacía y el único ruido que rompía esa inquietante paz era el zumbido de la máquina expendedora y el tenue rumor de la gente que hablaba en los pasillos. Rose se dio la vuelta y observó fijamente a Antonio. En ella ya no quedaba ningún retazo de la amabilidad y paciencia que pretendía delante de su hijo.

— Voy a ir directa al grano: no quiero que vuelvas a venir a verle —sentenció firme.

— ¿Disculpe? —a pesar del shock inicial, Antonio tuvo la paciencia suficiente como para tratarla de usted y con un respeto que no merecía. ¿Qué cuánto iba a durar eso? Pues no podía decirlo a ciencia cierta; Rose era experta en sacarle de quicio.

— He dicho que quiero que dejes de venir a ver a mi hijo.

— No pienso hacerlo —respondió tajante. Había querido creer en el malentendido, pero Rose siempre le pisaba el cuello y le hacía sentir un iluso—. Suficiente has hecho apartándome de él por las noches, Rose.

— Es mi hijo, no puedes quitarme ese derecho.

— Oh, ¿y acaso yo no lo tengo? Soy su prometido, por mucho que tú no quieras aceptarlo. Hicimos todo lo posible para que nos entendierais y nos dierais vuestro visto bueno pero, como siempre, no podéis aprobar nada de lo que él hace, ¿verdad? Y, a pesar de todo, cuando habéis venido me he hecho a un lado porque sé que sería raro que me quedara cuando él piensa que no soy más que un amigo. Os he regalado la noche, no pienso dejar que me quitéis estas pocas horas al día que paso con él.

— Tú siempre así. Te encanta hacerte la víctima de todo lo que ocurre, porque te ha funcionado hasta la fecha con Francis. Pero se acabó, estoy harta de ver cómo se equivoca con su vida. Todo porque tienes muy buena labia para convencerle de las más grandes locuras. Sólo te importa tu beneficio propio y tan ciego estás que no ves que le estás haciendo daño. No quiero que te vuelvas a presentar por aquí, piltrafa.

— ¿Qué yo me hago la víctima? —dijo Antonio incrédulo, con una sonrisa en el rostro—. Visto el historial, diría que la que juega a hacerse la víctima es otra persona.

La cosa fue muy rápida: antes de darse cuenta, tenía a la mujer agarrándole con sus rollizos dedos por la pechera de su camisa blanca, arrugándola por su firme agarre. Antonio no se amedrentó ante su presencia tan próxima a él, como si fuera un león a punto de desgarrarle el cuello. La voz de la matriarca de la familia Bonnefoy pareció el siseo de una serpiente, que alza la cola amenazante antes de morder.

— ¿No ves lo que le haces con tu jueguecito? Cada vez que le visitas, cuando te marchas, Francis sufre unos dolores de cabeza tan intensos que le han tenido que administrar medicamentos por intravenosa. El médico lo ha dicho: si lo fuerza, puede causar otros daños a corto o largo plazo. Pero mi hijo es terco y no dejará de intentarlo mientras hagas acto de presencia. Quiero que te largues y que le dejes en paz. Mientras tú aparezcas, Francis no se va a recuperar.

Había estado muy seguro de sí mismo hasta ese momento, pero esa declaración le hizo perder las fuerzas. Francis había comentado lo de los dolores de cabeza, pero no había pensado que fueran tan fuertes como para tener que administrarle por la vía la medicación para aliviarlo. Había un peso en su pecho de nuevo, igual al que había sentido semanas atrás, mientras pensaba en que la culpa de que Francis estuviera allí echado, en coma, era toda suya.

— No pienso pedírtelo dos veces: no vuelvas a este hospital. Tus visitas no son bienvenidas.

— No conseguirás que abandone su lado. Nuestras vidas durante años han ido de la mano y no vas a separarlas con tanta facilidad, Rose. Me necesita para recordar quién es. Si el juego le hace daño, entonces lo pararé —se mordió el labio inferior, arrepentido ya por lo que iba a decir en cuanto su diente dejara de presionarse contra la piel algo agrietada—. Por favor, no puedes apartarme por completo. Te lo he dicho mil veces y te lo volveré a repetir: quiero a tu hijo con todo mi corazón.

— ¡Calla! ¡No quiero escucharlo, ¿de acuerdo?! Tú eres la fuente de todas las desgracias que le han ocurrido y sigues haciéndole daño. Estoy harta de que te escudes tras el amor cuando no haces más que arrastrarle a la miseria porque así es tu asquerosa vida. ¡Eres un hijo de puta!

Los ojos de Antonio, más brillantes de lo normal, descendieron durante cosa de un segundo a causa de la decepción que sentía. ¿Por qué lo intentaba? Siempre había sido así con ella. En cuanto sacaba sus sentimientos a la palestra e intentaba apelar por su compasión y empatía, ella reaccionaba como un gato acorralado contra una pared, sacando las garras para pegarle un buen arañazo donde pudiera. Su momento de tristeza duró poco y levantó la vista, aparentemente compuesto y sereno. Nunca sería aceptado por la familia de su novio y debería estar acostumbrado a que, ni en momentos de dificultad, tendría su apoyo.

Las voces de su suegra atrajeron la atención de muchas de las personas que estaban cerca, entre ellas el padre de Francis, que pronto acudió a respaldar a su mujer. Se puso a su lado, le acarició el brazo izquierdo a la altura del codo y, con un simple vistazo, comprendió lo que le pasaba a su esposa. Su criticismo cayó con todo su peso sobre Antonio. Ahora eran dos contra uno y él se sentía pequeño, insignificante, esperando al pisotón final.

— Ni se te ocurra volver, o a la próxima llamaremos a los guardias de seguridad para que te echen, aunque sea a rastras—amenazó Michel, siendo el protector y representante ahora de su alterada mujer, que tenía la tez roja de aguantarse las ganas de gritarle mil y una barbaridades a Fernández.

— Os reto a ello.

— ¡Eh, Antonio, por fin te encuentro! —exclamó una cuarta voz, que ninguno de los presentes esperaba. Bueno, sería más correcto decir que Fernández debería de haberlo esperado pero que se había olvidado por completo, ahogado en el coraje.

La mirada de los presentes se centró en Gilbert. No había escuchado toda la conversación, pero había llegado justo a tiempo para presenciar la amenaza de Michel. Por las historias que le habían contado de la familia de Francis, Beilschmidt sabía que eran capaces de eso y más, por lo que tuvo que interceder por Antonio ahora que él había perdido la frialdad.

Con dos pasos se puso a su lado y descansó la mano derecha sobre su hombro izquierdo, poco a poco, evitando sobresaltarle. Apretó los dedos alrededor de él, amistoso, y eso por fin le logró la atención de su compañero, que había estado intentando fulminar a sus suegros con la mirada.

— Vámonos, Toño. Por hoy no hay nada más que hacer —dijo, intentando hacerle entrar en razón. Si se quedaban, la tormenta se desataría y no habría manera de pararla.

Aunque en los ojos de Gilbert se podía leer algo parecido a la compasión y a la pena, en sus labios se dibujó una sonrisa que duró unos segundos. Antonio asintió, al fin más calmado, y dejó que le guiara hacia la puerta. Le hubiera gustado ir a despedirse de Francis, pero eso hubiera sido como añadir leña al fuego. De camino al ascensor, volvió a escuchar a la voz de Rose por el pasillo, diciéndole que no regresara si quería evitar las consecuencias.

Odió la mirada que le ambos le dirigían a Antonio: como si fuera un paria de la sociedad, el peor engendro que hubiera sobre la faz de la Tierra. Ese hombre, amable, empático y bondadoso no merecía tal trato. Por eso, mientras las puertas se cerraban, Gilbert les mostró la mano, alzó el dedo corazón y dejó el resto apoyado contra la palma. Rose jadeó, escandalizada, y se cubrió la boca. En los labios de Michel ambos pudieron leer un "cabrón" que no llegó a pronunciar en voz alta.

Antonio, extrañado, entornó el rostro y vio la ofensa. Le observó sorprendido un par de segundos, mientras el ascensor ya descendía hacia la planta baja, y de repente se echó a reír con ganas. No mentiría, su corazón aún estaba dañado y entristecido por lo ocurrido, pero la aparición de Gilbert había hecho que todo fuera menos doloroso. Al menos por ahora. Ya le llegaría el golpe cuando se encontrara solo.

— No te rías, se lo merecen. Te voy a ser sincero: no entiendo cómo ha podido salir Francis tan centrado mentalmente cuando sus padres están locos. ¿Es que les han hecho una lobotomía y por eso no pueden pensar con normalidad?

— No sé de qué te extrañas, Gil, siempre han sido así. La primera vez que me armé de valor y le contesté a Rose, me dio tal bofetada que me marcó su anillo de compromiso en la cara. No te puedes ni imaginar lo que se llegó a enfadar Francis. Ni me dio tiempo a reaccionar, tuve que agarrarle de un brazo para que no se fuera hacia su madre.

— ¿Francis? ¿Estamos hablando del mismo Francis que siempre tiene que pararte a ti? Tú eres el que se calienta más.

— Ese mismo Francis. Cuando se trata de su familia, se despierta en él lo peor. No ha podido permitir nunca que me hablaran despectivamente, mucho menos pudo concebir la idea de que su madre me hubiera pegado. Si hubieses estado allí... Creo que no le había escuchado insultar tanto en la vida.

— Pero ese es el pan de cada día. Cuando el tema te involucra, Francis no puede mantener la cabeza fría. Igual que tú, él también movería cielos y montañas con tal de impedir que nada te haga daño. En eso sois ambos igual de protectores.

— ¿Lo somos? —preguntó Antonio con tristeza y algo parecido a la culpa—. Rose me ha dicho que cada vez que vengo de visita, Francis luego tiene dolores de cabeza tan fuertes que necesita medicación. Sé que le he dicho que no pienso dejar que me aparte de él, pero...

— ¿Pero? Eh, Toño, aquí no hay ningún pero. Tú y Francis habéis compartido los últimos años de vuestra vida, ¿cómo puedes pensar en dejarle atrás sólo por lo que te dice esa mujer? Sabes que es una víbora, ¿no crees que esta puede ser otra de sus mentiras?

— Claro que lo he pensado... Pero antes he hablado con Francis y me ha insinuado que tiene dolores de cabeza. ¿Y si le estoy haciendo daño? No quiero sentir ese peso, de nuevo, sobre mis espaldas. La idea de hacerle daño a Fran me destroza.

En silencio, atravesaron la puerta principal y salieron al parking.

— ¿Eres estúpido?¿De veras piensas que le haces mal? Os vi hace un par de días, charlando y comiendo esas pastas que siempre le traes. ¿En serio crees que tu presencia hace a Francis desgraciado? Porque lo que yo vi fue un hombre feliz. Entre vosotros hay una unión excepcional que, aunque él no recuerde, sigue existiendo y se hace patente al veros interactuar. ¿Me quieres decir que vas a rendirte?

— ¡No! ¡Claro que no! ¡Estamos hablando de Francis! Quiero estar con él, quiero que recupere la memoria, seguir a su lado y continuar adelante con lo de la boda. ¿Pero es justo hacer esto? Si le estoy induciendo más dolor forzándole a ir a un ritmo para el cual quizás no esté preparado, ¿acaso no es eso ser egoísta?

— ¿Y cuánto quieres esperar, Antonio? ¿Hasta que recupere la memoria? ¿O te basta con que salga del hospital? ¿Y si cuando sale aún tiene migrañas si intenta recordar? Si la cosa se pone peor, entonces entiendo, pero no vas a matarle por visitarle un par de horas al día. ¡Ni siquiera le has dicho que estáis prometidos!

— Los impactos emocionales intensos pueden ser muy negativos en él...

— ¿Y los impactos emocionales intensos sobre ti? Todos hemos estado centradísimos en su bienestar, ¿pero y el tuyo? Toño, no quiero tener que ver cómo te vas hundiendo y dejas de ser tú mismo. Estos días, con él, he visto que mejorabas. Cuando estás a su lado te brilla la mirada, sonríes de corazón, aunque seguro que por dentro estás muy triste porque no puede recordarte. ¿Quieres decirme que prefieres abandonar esos pequeños destellos que te hacen feliz?

Antonio tenía la vista fija en el suelo, con los labios apretados y los ojos brillantes otra vez. Gilbert era consciente de que había sido una manera muy agresiva de hablar de temas importantes, pero también conocía a su amigo y con él no funcionaba otra medicina. El hispano negó con la cabeza, respondiendo así a su última pregunta. Pues claro que no quería abandonar la felicidad que Bonnefoy le entregaba con su mera presencia, ¿pero estaba bien que fuera egoísta y permaneciera a su lado a pesar de las posibles consecuencias?

Notó que los brazos de Gilbert le rodeaban y apoyó el mentón sobre su hombro mientras cavilaba en las palabras de Rose. A pesar de todo, no podía hacerle caso. Mientras los dos se despedían en el aparcamiento, la esposa de Michel Bonnefoy había regresado a la habitación con su hijo. Los ojos de éste permanecieron en la puerta tras la aparición de su madre, esperando algo que al final no sucedió. Parpadeó anonadado y entornó el rostro para observar a su progenitora.

— ¿Dónde está Antonio?

No le había dicho que tuviera que marcharse pronto y esperaba poder hablar con él un poco más. Seguía sin recordarle, pero la compañía del joven le agradaba. Era muy simpático, amistoso y además tenía bonitos detalles con él. Las flores le alegraban la vista y las pastas el estómago. Rose se encogió de hombros, se sentó en el sillón y dejó el bolso sobre su regazo.

— Ha tenido que marcharse porque ha recibido una llamada muy importante.

— Vaya, pensaba que al menos vendría a despedirse—murmuró decepcionado mientras, con los dedos, jugueteaba con la servilleta que le había dado para que se los limpiara.

— Francis, cariño, creo que es hora de que hablemos de tu amigo. Quiero que sepas que te ha estado engañando.

— ¿Engañando? ¿Qué quieres decir?

— Es cierto que vive contigo desde hace tiempo, pero las circunstancias son un tanto peculiares. No te lo ha contado, ¿verdad? —preguntó con pena, a lo que su hijo respondió tan sólo negando con la cabeza—. Me lo suponía... Antonio llegó aquí hace un par de años, sin un euro en el bolsillo, pidiendo tu ayuda. Os habíais conocido antes, en un pub al parecer. Tú le contaste que tenías un buen trabajo y por eso vino a pedirte asilo. Tienes un buen corazón, cariño, por eso le dijiste que podía quedarse un par de días hasta que se asentara en la ciudad. Él te dijo que te daría un pago simbólico para el alquiler, pero tú insististe en que no hacía falta, porque poco dinero tenía en ese entonces. Ese... hombre se aprovechó de tu bondad y aunque ahora tiene un buen trabajo remunerado, aún no se ha marchado de tu apartamento. Te da una cantidad irrisoria como pago simbólico del alquiler. Hijo, ese hombre te está timando.

Quiso preguntarle mil cosas, pero su cabeza se sentía más embotada que antes después de tal revelación. Su madre fue capaz de ver el shock emocional que había provocado en su hijo, por eso apoyó la mano sobre su cabellera rubia, le atrajo contra su cuerpo y le dio un beso en la cabeza.

— Lo siento, mi niño. No quería que te enteraras de esta manera. Todo va a estar bien, nos encargaremos de ello.


El trabajo de Antonio a veces era muy sacrificado. Lo mismo estaba saliendo pronto durante un mes que, de repente, la faena se incrementaba de manera exponencial y no hacía casi otra cosa que trabajar. Aquella práctica había estado mal vista por su prometido desde incluso antes de que empezaran a salir juntos, pero no podía desprenderse de ella sin más.

Durante cosa de tres días, no tuvo posibilidad alguna de ir a visitar a su prometido y, por muchos mensajes que le mandó al teléfono móvil, fue inútil, ya que su madre lo tenía bajo custodia para evitar que viera todo lo que tenía almacenado en éste: mensajes, fotografías, vídeos y demás. Si no fuera porque Francis llevaba religiosamente al día la copia de seguridad de sus archivos, Antonio estaría sufriendo. Sabía que en cuanto averiguara como se hacía, la arpía de su suegra borraría todo el contenido sin titubear.

Su trabajo empezaba antes de la hora de visita en el hospital y cuando salía de la oficina ya se había acabado. Cuando pensó en que quizás Rose había tomado su ausencia como una victoria, experimentó un vacío en su estómago. Cuando su trabajo se lo permitió, lo primero que hizo Antonio fue correr a la panadería, comprarle algo para merendar e ir hacia el centro sanitario. Se sentía con energía a pesar de que había estado durmiendo mal, incómodo en aquella cama que aún seguía siendo demasiado grande para su gusto.

Dejó el coche aparcado en el parking del hospital, fue a sacar el ticket, lo dejó a la vista sobre el salpicadero y fue animoso hacia el interior. Apretó el botón del ascensor y esperó paciente, con una sonrisa en el rostro. ¿Le habría echado de menos? Si lo había hecho, seguro que no iba a poder controlarse y se iba a pasar todo el día con una sonrisa idiota en el rostro.

Cuando el ascensor abrió sus puertas, salió al pasillo y caminó hacia la habitación. Su estómago era un manojo de nervios y no dejaba de pensar en cómo iba a saludarle. ¿Debería constatar que le había echado de menos o eso quedaría fuera de lugar? Intentaría no hacerlo a no ser que él no lo dijera, pero tampoco prometía nada. Una cosa era imaginar cómo iba a reaccionar y la otra era realmente hacerlo, con Francis delante de él. La madre de su prometido estaría cenando, así que tendrían unos minutos para charlar en silencio. Dudaba que Rose hiciera nada fuera de lo normal, puesto que eso llamaría la atención de su hijo. Estaba seguro de que no tenía ganas de contestar a ninguna de las preguntas de Francis, porque sus versiones se contradirían por completo.

Golpeó suavemente con los nudillos sobre la puerta y escuchó la voz suave y melodiosa del francés dándole paso. Abrió, cruzó el marco con una sonrisa y, entonces, se quedó quieto a un par de pasos. Había alguien a quien no conocía, una chica. Estaba sentada en aquella butaca en la que Antonio había estado durmiendo antaño, pegada al filo, con la espalda recta. Sus brazos descansaban sobre sus muslos de una manera poco natural y los dedos de sus manos estaban entrelazados. Al escucharle, había entornado el rostro, delgado y con un cutis libre de impurezas. Sus ojos grandes y azules estaban enmarcados por largas pestañas oscuras. Sus párpados tenían una sombra de color pastel que avivaba sus facciones y sus labios, carnosos, entreabiertos, protegidos por un brillo cereza, dejaban ver unos dientes blancos perfectamente alineados. Tenía la cabellera corta, levemente ondulada, y llevaba una horquilla en uno de los lados, con un delicado adorno floral de color lila hecho en metal.

— Hola, he venido de visita —anunció Antonio, sintiéndose fuera de lugar

Despegó la vista de esa mujer, que le miraba con una familiaridad que le extrañaba, y la centró en Francis. Aunque sus labios estaban curvados en una sonrisa, Antonio se quedó chocado ante la frialdad que percibía. En otras ocasiones le había dado la sensación de que había en sus ojos la felicidad de verle por allí, pero ahora no podía leer más que el intento por aparentar cordialidad. Asumió que en realidad estaba enfadado porque su larga y no anunciada ausencia. ¿Se habría preocupado por él? Notó una punzada de culpabilidad por dentro y se aproximó, a pesar de que algo le decía que no es que fuera bienvenido, al menos no con efusividad.

— He traído algo de merienda, como siempre, pero no contaba con que tendrías visita... —murmuró con una sonrisa culpable.

— No te preocupes, no hace falta. Tampoco tengo tanta hambre —respondió la mujer con una voz suave y cariñosa.

— ¿Qué? No, no, no, tú come. Total, ya he picoteado en la oficina antes de salir —mintió Fernández, mientras se frotaba con la mano izquierda la nuca, en un gesto despreocupado. Le tendió la bolsa a la chica y ésta, por compromiso, se hizo con una de las dos piezas de repostería que se encontraban en el interior.

— Gracias.

— No me las des. La que queda es para ti, Francis.

El rubio tomó la bolsa blanca de papel con el logo de la panadería que Antonio le tendía, pero no sacó por el momento la comida. Su atención estaba centrada en la presencia del hispano en la habitación después de más de media semana desaparecido. Bajo su escrutinio Fernández parecía nervioso y, al final, terminó por rehuirle la mirada. Él mismo no sabía por qué lo hacía, pero había en los ojos de Francis algo que no había visto hasta ahora y que de alguna forma le incomodaba. Estaba molesto, casi podía decirlo sin temor a equivocarse, así que ahora debía de ser valiente y dar la cara.

— Siento no haber podido venir antes. Te envié mensajes, pero creo que no los recibiste, ¿verdad? —tampoco sería tan estúpido. No acusaría a Rose sin más cuando ahora parecía que se llevaban tan bien—. He tenido muchísimo trabajo estos días, pero por suerte ya soy libre.

— No pasa nada, no tienes que disculparte —le dijo Bonnefoy, agitando una de las manos para quitarle importancia—. He estado bastante ocupado con el tema de la recuperación. Ya ando con más soltura y los médicos dicen que se aprecia una notable mejoría. Me quieren dar el alta pronto.

— ¡Vaya! ¡Eso es genial! —respondió emocionado. Su rápida mejoría le hacía muy feliz. La perspectiva de tenerle de regreso era prometedora. Las oportunidades de hablar con él se incrementarían, al igual que las de que recordara algo.

— Sí, el fruto del trabajo duro. Además, estoy contento porque mi madre ha dado el paso y me ha presentado por fin a Jeanne —apuntó el rubio, ahora mirando a la muchacha, que sonrió con timidez y apartó los ojos y los fijó en sus propias manos.

— Ah, ya —balbuceó Fernández con una sonrisa.

No sabía quién era esa chica y el nombre no le decía nada. Esperó que alguien le diera más información sobre ella. Tenía la sensación de que algo se estaba perdiendo.

— No sé si os conocíais de antes, creo que no.

— La verdad es que no he tenido el placer de conocerla —admitió pasando la mirada de uno a otro, como si estuviera en un partido de tenis.

— Ella es Jeanne Darc, es mi prometida.

Nunca antes había experimentado la sensación de que le pegaran una patada en el estómago pero juraría que debía de ser algo similar a lo que acababa de sentir. A ese dolor fantasma se le añadió el peso del colgante con los anillos que llevaba al cuello, que de repente parecía haber aumentado a una tonelada, si no es que más. Su mente, a gran velocidad, mientras él permanecía físicamente quieto como si fuera una estatua, repasó toda la información que conocía acerca de Francis Bonnefoy.

Recordaba una historia que éste le había contado en la que su madre le había dicho que si olvidaba toda esa locura de Antonio, le presentaría a la que sería su media naranja de veras. Algo sobre una mujer de la que Francis no había querido ni escuchar el nombre. Con todo el coraje del mundo, Fernández le había preguntado que por qué no se había quedado a oír el nombre de la fulana con la que su madre quería juntarle. La rabia que había envenenado su cuerpo no había ido dirigida a su novio, cosa que él sabía de sobras, con esa sonrisa resignada que le dirigía. Por ese motivo se acercó a Antonio, que permanecía tenso, con los puños apretados y un gesto pasivo-agresivo que pondría la piel de punta a cualquiera.

En ese momento, Francis le abrazó, le besó la mejilla y parte del cuello y le respondió que no quería escuchar el nombre de alguien cuando ahora mismo ya tenía todo lo que le hacía falta. ¿Sería aquella misteriosa mujer que le quería presentar la misma que estaba sentada en un lugar que antes había ocupado él? Las desagradables nauseas no desaparecían; es más, no dejaban de aumentar.

— No sabía que estabas prometido con una mujer tan guapa.

Se odió por haber soltado ese último comentario. Anheló ver arrepentimiento, indecisión, algo que le demostrara que Francis no creía estar prometido a esa mujer, pero sólo vio que se encogía de hombros.

— Pues ya ves, soy un hombre afortunado —dijo con una sonrisa, ahora mirando a Jeanne. Un pequeño espasmo sacudió la mano derecha de Antonio y éste apretó los dedos para que no volviera a ocurrir. Aquello sucedió al darse cuenta de que estaba mirándola a ella como le había mirado a él en los inicios de su relación. Francis estaba planteándose en serio la relación con Jeanne.

Caminó con las piernas temblándole, aunque no se apreciara a simple vista, hacia uno de los lados y se apoyó contra la pared de manera casual. Era un gesto calculado, porque sentía que perdía las fuerzas y ya que el único sillón estaba ocupado, no quería desplomarse. No estaba seguro de que fuera a hacerlo, pero por prevenir.

Era en ocasiones como esas cuando Antonio no comprendía cómo lo hacía. Estaba allí, escuchando a Francis hablar de cómo la había conocido, una sarta de mentiras a las que tuvo que asentir como si fueran las reglas universales inalterables. Ella asentía, pero en sus ojos Antonio entreveía la culpa y eso le revenía por dentro. Al final carraspeó, haciéndose oír por encima de la charla insustancial y miró a Jeanne.

— ¿Podríamos hablar un momento? Fuera.

— ¿Fuera? Cualquier cosa que puedas decir creo que podemos escucharla los dos, ¿no? —comentó Francis extrañado por la petición. Su madre tenía razón, Antonio tenía arranques inesperados. Según lo que ella le había dicho, era cuando aprovechaba para manipular a los demás a su antojo.

— No, yo creo que no —le respondió tajante pero amable—. ¿Por favor, Jeanne?

La joven dejó el bolso sobre el asiento después de levantarse y miró al rubio, que esperaba cualquier señal por su parte para impedir que aquello pasara. Le sonrió para tranquilizarle y fue hacia Antonio. Éste se había dado la vuelta después de ver el afán protector de Bonnefoy hacia la muchacha. El corazón le iba a mil, le dolía, y a ratos le parecía que sus pulmones no podían coger el suficiente aire.

La sala de espera les concedió la intimidad que necesitaban. Antonio se giró, serio, y decidió hablar sin rodeos. La palidez de su rostro le daba la certeza: sabía quién era él.

— Ahora que no nos escucha, ¿me vas a decir quién eres? ¿Su prometida? Francis, no tiene ninguna prometida —dijo Antonio, tratando de mantener el mismo tono de voz calmado. Si fuera por él, ya estaría gritándole y llamándole de embustera para arriba. Y bien arriba que podía llegar él.

— Claro, porque su prometido eres tú, ¿verdad? Mi nombre es Jeanne Darc. Tienes razón, no soy su prometida, nunca nos habíamos visto hasta hace cosa de unos días.

— ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué quieres de él? ¿Qué te han ofrecido? Déjale en paz, te lo ruego. Francis no necesita esto. Lo que necesita es recordar la verdad para poder volver a ser feliz —le suplicó. No entendía cómo había acabado rogando, pero en los orbes azulados de Jeanne podía ver algo, una pizca de bondad, de compasión, y quiso apelar a ella.

— Lo siento, de veras, pero no puedo hacer lo que me pides. Francis parece muy buen hombre, pero no confesar mi engaño —respondió con angustia. Al ver que el desconcierto de Fernández no dejaba de aumentar, ladeó su cuerpo y levantó la mano derecha hasta cubrir parcialmente su boca. La culpabilidad había alcanzado su máximo al ver, de frente, al prometido de Francis—. Mi padre le debe mucho dinero a Rose Bonnefoy. Tiene una enfermedad extraña y gracias a sus contactos conseguimos pagar un tratamiento en un hospital de renombre. Ahora mismo, sin su ayuda, mi padre estaría muriéndose en la calle. Me ha dicho que quiere una esposa para su hijo. Me habló de ti y me aconsejó que si te ponías violento, fingiera ser una víctima y alegase que estás loco, pero no puedo hacerte eso, Antonio.

— ¡Entonces dile la verdad! —le rogó.

— Si no hago lo que me ha dicho, mi padre morirá porque ella le retirará todas las ayudas. No tengo elección. ¿Es que quieres que deje que muera? No tendría ni que estar hablando contigo.

Jeanne se dio la vuelta, cerró los ojos y con ambas manos se apartó un par de mechones de pelo de cada lado y los llevó detrás de sus orejas. No estaba hecha para mentir de esa manera y se le partía el corazón cada vez que Francis mostraba amabilidad hacia ella o se interesaba por su vida. El hijo de los Bonnefoy le había dicho que si seguían adelante con lo suyo, se ocuparía de que nada le pasara a su padre. El peso de su mentira a ratos le dificultaba el mantenerse erguida.

— Rose Bonnefoy es una mujer horrible. Sabe encontrar los puntos débiles de uno no duda en usarlos para pegar donde más duele. Me tiene donde ella quiere y no tengo salida, pero no voy a hacer que seas el malo de la película. Se nota que le quieres, que esto te ha afectado y aunque no puedo reparar el daño que he hecho, no voy a hacer más. Sin embargo, no busques mi ayuda, no te la puedo dar.

Antonio suspiró y recuperó la fuerza en sus extremidades. Durante ese rato en el que había dejado que Jeanne hablara, había tenido tiempo para reflexionar acerca de lo que le estaba diciendo. Estaba claro que aunque estuviera bailando al son de Rose, tampoco es que tuviera mucha alternativa. Por Francis, él mismo sería capaz de transformarse en quien hiciese falta. Jeanne se encontraba en una situación similar.

— Lo entiendo.

—Rose quiere destruirte y sacarte del tablero de juego, así que ten cuidado. Hay dos momentos en los que no está en el hospital: por la mañana cuando va a cambiarse, ducharse y a buscar comida y a esta hora. Fuera de esos ratos, no deberías pasar por aquí. Está buscando la excusa ideal para vetarte por completo.

Cómo no sabía qué más decirle, Jeanne regresó a la habitación para que Francis no se preocupara. Antonio se quedó solo, sacó el teléfono y le envió un mensaje a Gilbert pidiéndole que viniera. Las cosas se habían complicado. No esperó a su respuesta, porque confiaba en él lo suficiente como para saber que estaría allí en cosa de escasos minutos. Regresó a la habitación para despedirse aunque fuera, temeroso por ver a Rose y que ésta utilizara su presencia allí en su contra.

Cuando entró, Francis hablaba con Jeanne, la cual estaba sentada en su cama. Tenía agarrada su mano delicada en la suya y le contaba que su madre Rose ya venía en camino y que le traía cena para ella. ¿Así hubiera sido su vida si Antonio fuera una mujer? Seguramente, de haber sido fémina, Rose le hubiera aceptado. Con tal de estar con su amado, habría cedido a los caprichos de su suegra. Fuera como fuera, mujer u hombre, Rose Bonnefoy siempre tenía que salirse con la suya. Tragó saliva y se acercó hasta quedar al lado de la cama. Carraspeó y por fin atrajo la atención de Francis. Su mirada tenía un matiz que no le gustaba y que se reflejaba en su comportamiento. Algo más había hecho la madre de su prometido y no sabía qué era.

— Bueno, me voy a ir.

— Gracias por venir de visita, Antonio —le dijo, aunque el agradecimiento no lo percibió de corazón, eran palabras huecas. De repente, para su sorpresa, Francis le tendió la bolsa de papel y se la apretó contra el torso. Dentro aún tenía lo que le había comprado—. Toma, mejor llévatela. No me gusta mucho.

Antonio levantó la mano, temblorosa aunque de manera imperceptible, y tomó la bolsa. Sus vías respiratorias parecían cerrarse y le daba la sensación de que no le estaba llegando todo el oxígeno que le gustaría recibir. Permaneció quieto, mirando fijo un punto en su horizonte, aunque no es que lo estuviera viendo en realidad.

— Te estás equivocando con todo esto... —murmuró.

— ¿Qué? —inquirió Francis. No había podido escucharle ya que su voz había sido a duras penas un hilo frágil.

— Te estás equivocando, Francis.

— No sé de qué me estás hablando —rebatió después de un par de segundos en silencio. Aquella era la vez que se había dirigido a él con más frialdad y pudo sentir hasta un escalofrío. Antonio sonrió, aunque no supo si se veía creíble o más bien como el reflejo que un espejo roto produce.

— Lo siento, no he dicho nada.

Jeanne, apenada, fue testigo de cómo el muchacho se daba la vuelta y se marchaba de la habitación todo lo rápido que podía. Cuando llegó al ascensor, el derecho acababa de cerrarse y bajar. Apretó los botones, resollando, y miró los números que había sobre las puertas metálicas. El izquierdo estaba subiendo y cuando se abrió, se encontró de frente con Rose. En ese momento deseó morirse, de veras. ¿Cuántos golpes más podría recibir?

La mujer sonrió con malicia al ver su gesto descompuesto. Comprendió que si estaba así, ya había conocido a Jeanne y había visto lo bien que su hijo y ésta se llevaban. No le dijo nada, se cruzó con ella y se metió en el pequeño cubículo. Su suegra salió, se dio la vuelta y le observó. El dedo índice de Antonio apretó el botón del cero con insistencia, rogando que las puertas se cerraran de una vez. Entonces escuchó la voz de ella.

— Te voy a extirpar de su vida por completo y lo voy a conseguir.

Por suerte, las puertas se cerraron y Antonio apretó las manos contra una de las paredes de esa caja metálica que ahora descendía. El corazón le iba a mil, tenía una helada sensación de inquietud, de peligro, de que algo se estaba desmoronando e iba a quedar sepultado bajo las ruinas y ésta no desapareció cuando llegó a la planta baja. Empezó a respirar agitadamente, mientras sus grandes zancadas le llevaban hacia la puerta principal del hospital.

Fuera, Gilbert estaba esperando apoyado contra uno de los parquímetros. Cuando vio a Antonio a lo lejos, sonrió y se apartó. Se dirigió hacia él, preguntándose qué había ocurrido, hasta que entonces se dio cuenta del aspecto pálido, sudoroso y alterado de su amigo, y eso le alertó. Se apresuró a llegar a su lado y le pasó un brazo por la espalda, sobre la cual apoyó la mano.

— Eh, tranquilo. Estás hiperventilando. Antonio, céntrate en respirar lento.

— No puedo... —dijo en un murmullo asfixiado, mientras su pecho seguía subiendo y bajando con rapidez—. Me ahogo.

— Joder. Me cago en la puta, Antonio. Como te desmayes te voy a patear mientras estés inconsciente.

Gilbert le arrebató la bolsa de papel, tiró lo que había en su interior a una papelera cercana y se la acercó a la boca. Antonio aferró el papel blanco con sus manos temblorosas y cerró los ojos, espantando de su mente la imagen mental de Francis mirando de aquella forma a Jeanne, de Francis diciéndole que no le gustaba lo que le traía, de Francis diciéndole fríamente que no sabía de qué estaba hablando.

Gracias a los dioses, Beilschmidt vio que Antonio iba tranquilizándose y recuperando un ritmo de respiración normal. Durante un rato, había temido que tendrían que meterse a urgencias para que los médicos impidieran que se ahogara. No había visto nunca a su mejor amigo sufrir un ataque de ansiedad y menos de esas características, lo cual decía mucho de su estado de ánimo.

— Me vas a matar un día de estos con tantos sustos, ¿lo sabes? —le dijo en un tono tranquilizador mientras le frotaba la espalda—. ¿Qué te ha pasado?

Y entonces, sin anestesia, sin rodeos, Antonio soltó la bomba:

— La madre de Francis quiere eliminarme de su vida y le ha buscado una prometida. Lo peor de todo es que algo le ha dicho, yo lo sé. Algo le ha tenido que decir, porque Francis me mira extraño, me mira como si no le cayera bien, como si le hubiera decepcionado... Gilbert, está mirando a esa mujer como me miraba a mí. Le estoy perdiendo...

Lo que al rubio le extrañaba no eran las lágrimas de Antonio, más bien la falta de ellas. Su amigo estaba sereno después del ataque, perdido, algo descompuesto, pero tranquilo. Eso le llevó a un pensamiento que hacía mucho que no había tenido: le llevó a maldecir a Francis Bonnefoy, por no darse cuenta de lo que sucedía. Siempre había presumido de lo mucho que podía leer a Antonio y ahora no discernía que éste se estaba desmoronando. Temía que no pudiera recomponerse. Su mejor amigo corría el riesgo de quedar roto para siempre.

Ojalá no fuera ilegal, si no subiría y le pegaría una paliza a esa mujer.

— No seas idiota, no le vas a perder. Vamos a tu casa. Como soy tan increíble, te prepararé algo de cenar y después a la cama. Hasta que no te vea durmiendo, no pienso irme. Aún menos después de este ataque de ansiedad que te ha dado. Eres un pequeño irresponsable, no me fío de que te cuides bien.