ANGEL CAÍDO


1| Aristócratas Arrogantes


Diez años después, Yamanaka House, Londres

Cuando revisó los acontecimientos ocurridos en su vigésimo séptimo año de vida, Hinata Hyûga estuvo segura de que la culpable de todo fue la caricatura.

Sí, aquel maldito dibujo.

Si hubiera aparecido en El folleto de los escándalos el año anterior, cinco años antes o media docena de años después no le hubiera importado. Pero había sido publicado en la revista de cotilleos más famosa de la capital justo el quince de marzo.

Lo que le hacía recordar por qué había que protegerse de los Idus famosos.

Por supuesto, la caricatura fue producto de otra fecha comprometida. Dos meses antes, el quince de enero, el día en que Hinata, la completamente arruinada, escándalo en ciernes, madre soltera hermana del duque de Hyûga, decidió tomar las riendas de su vida y volver a alternar en sociedad.

Y allí estaba, en un rincón del salón de baile de Yamanaka House, en el momento cumbre de su regreso a la vida social, muy consciente de que todos los ojos de la ciudad la miraban.

La juzgaban.

No era el primer baile al que asistía desde que se vio arruinada, pero sí el primero en el que la vio todo el mundo; el primero en el que no llevaba una máscara, ya fuera de tela o pintura. El primero en el que fue Hinata Hyûga, un diamante en bruto, pulverizado por un escándalo.

Y la primera vez que estuvo presente mientras era humillada públicamente.

Para ser clara, a Hinata no le importaba estar arruinada. De hecho, defendía a capa y espada ese estado por un sinnúmero de razones. La no menos importante de las cuales era que una vez arruinada, ya nadie espera que una dama se comporte de manera adecuada.

Lady Hinata Hyûga —aunque no reclamaba ese título y apenas lo merecía— estaba encantada de haber sido deshonrada y llevaba muchos años estándolo. Después de todo, eso la había hecho rica y poderosa, la había convertido en propietaria de El Ángel Caído, el más escandaloso y popular club de juego de Londres, y la persona más temida del país como Chase, el famoso «caballero» misterioso que fingía ser.

No importaba nada que fuera, de hecho, una mujer.

Así que sí, Hinata pensaba que el cielo le había sonreído aquel día, una década atrás, en el que se forjó su destino. Verse apartada de la sociedad —para bien o para mal— había significado que, a su vez, eliminaron la necesidad de sufrir la presencia de ejércitos de damas de compañía y conversaciones insustanciales regadas con limonada tibia. Ya no se vio obligada a mostrar interés por la Santa Trinidad de los temas que preocupaban a las mujeres de la aristocracia: chismes sin sentido, moda y solteros elegibles.

Los chismes le interesaban más bien poco, ya que rara vez eran ciertos y jamás contenían toda la verdad. Prefería enterarse de secretos; los que ofrecían los hombres poderosos y que eran auténticos escándalos en el mundo de los negocios.

Tampoco sentía gran inclinación por la moda. Las faldas se consideraban a menudo una señal de debilidad femenina, que relegaba a las damas a hacer poco más que alisarlas y a las hembras menos refinadas a poco más que levantarlas. Cuando pisaba el club de juego, se escondía detrás de sedas de brillantes colores propias de las prostitutas más hábiles de Londres, pero en los demás lugares prefería la libertad que otorgaban los pantalones.

Y no tenía interés por los solteros elegibles. Le daba igual que fueran guapos, inteligentes o con título si no poseían dinero que perder en el club. Durante años se había reído de los caballeros que eran considerados blancos en el mercado matrimonial por las mujeres; sus nombres aparecían en el libro de apuestas de El Ángel Caído y se especulaba sobre quiénes serían sus futuras esposas, cuándo se celebrarían sus bodas o en qué momento nacerían sus herederos. Desde la sala privada de los propietarios del club había visto cómo los más variados solteros de la ciudad —cada uno más guapo, rico y bien educado que el anterior— eran pescados, inmovilizados con grilletes y desposados.

Agradecía al creador no haberse visto obligada a pasar por esa farsa idiota, forzada a coquetear, obligada a casarse.

No, Hinata se vio arruinada a la tierna edad de dieciséis años y llevaba una década siendo el ejemplo con el que advertían de los peligros a las incomparables de la sociedad. Aprendió temprano una gran lección sobre los hombres y, afortunadamente, escapó de la situación sin ninguna expectativa de pasar por la soga del párroco.

Hasta ese momento.

Los presentes se habían apresurado a susurrar, a ocultar sonrisas y risitas. Paseaban la mirada por ella fingiendo no verla —incluso los que se sentaban más cerca— mientras la maldecían por su pasado. Por su presencia. Y, sin duda, por su descaro. Por haberse atrevido a mancillar su purísimo mundo con un escándalo.

Esos ojos la juzgaban y, si pudieran, la matarían. Sabían por qué estaba allí y la despreciaban por ello. ¡Dios! Era una tortura.

Todo empezó con el vestido. El corsé la estaba matando poco a poco. Las capas de enaguas restringían todos sus movimientos. Si se viera obligada a huir, sin duda se tropezaría con ellas, caería de narices al suelo y sería tragada por una horda de cacareos de damas de la aristocracia envueltas en encajes.

La imagen ocupó su mente de manera inesperada y casi sonrió. Casi. La posibilidad de que ocurriera tal cosa hizo que esa expresión estuviera a punto de hacer acto de presencia.

Nunca había sentido tanta inquietud en su vida, pero no les daría el placer de jugar a ser su presa. Se concentraría en la tarea que le ocupaba.

Un marido.

Su objetivo era lord Gaara No Sabaku —un hombre honorable, con título, necesitado de fondos y de protección—. Un hombre que apenas tenía secretos que guardar, solo uno. Uno que si alguna vez llegaba a descubrirse no solo lo arruinaría, sino que le enviaría a la cárcel.

El marido perfecto para una dama que necesitaba la parafernalia que envolvía el matrimonio pero no el vínculo en sí.

Ojalá apareciera de una vez aquel maldito hombre...

—Una mujer sabia me dijo en una ocasión que los cobardes se ocultan en los rincones de las habitaciones.

Hinata contuvo el impulso de gemir mientras se negaba a volverse hacia la familiar voz del duque de Uchiha.

—Pensaba que no te importaba la sociedad —repuso ella.

—No digas tonterías. Me gusta lo suficiente e incluso si no fuera así, no me habría perdido el primer baile de lady Hinata. —Ella frunció el ceño —. Cuidado con tu expresión, o el resto de la ciudad se preguntará por qué despides a un duque.

El duque en cuestión, conocido por muchos como Sasuke, era su socio, copropietario de El Ángel Caído, y sumamente irritante cuando le daba por ahí. Por fin, se volvió hacia él con una brillante sonrisa.

—¿Has venido a regodearte?

—Creo que querías terminar esa pregunta con un «Su Excelencia» —la provocó él.

Ella entrecerró los ojos.

—Te aseguro que no.

—Si pretendes acabar con un aristócrata, deberías practicar el uso de los títulos.

—Prefiero practicar mis habilidades en otras áreas. —Comenzaban a dolerle las mejillas por mantener la expresión.

Él arqueó las cejas oscuras.

—¿Cómo por ejemplo?

—Vengarme de aristócratas arrogantes que se complacen con mi sufrimiento.

Él asintió muy serio.

—No es una habilidad precisamente femenina.

—En el tema de la feminidad estoy un poco desentrenada.

—Claro... —Sasuke esbozó una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes blancos y ella tuvo que resistir el impulso de borrársela del rostro. Murmuró una maldición por lo bajo y él se rio—. Eso tampoco es demasiado femenino.

—Cuando regresemos al club...

Él la interrumpió.

—Te aseguro que tu transformación es notable. Me ha costado reconocerte.

—Esa era la idea.

—¿Cómo lo has hecho?

—Usando menos maquillaje. —El personaje con el que Hinata se mostraba más en público era Lady, la madame de El Ángel Caído. Lady abusaba del maquillaje, las pelucas extravagantes y mostraba amplios escotes—. Los hombres solo ven lo que quieren ver.

—Mmm... —repuso él, poco de acuerdo con sus palabras—. ¿Qué demonios te has puesto?

A ella le hormiguearon los dedos por la necesidad de alisarse las faldas.

—Un vestido.

Un vestido blanco y virginal, diseñado para una chica mucho más inocente que ella. Mucho menos escandalosa. Como era ella antes de que tomara las riendas de su vida.

—Te he visto con vestidos. Esto es... —Sasuke hizo una pausa para observarla de pies a cabeza y contuvo una risa—. Es totalmente diferente a cualquier otro vestido que te hayas puesto. —Se mantuvo en silencio un rato para estudiarla a fondo—. Llevas un matojo de plumas en la cabeza.

Hinata apretó los dientes.

—Me han asegurado que es la última moda.

—Estás ridícula.

Como si ella no lo supiera. Como si no se sintiera así.

—Tu encanto no conoce límites.

Él sonrió.

—No me gustaría que te mostraras demasiado complacida contigo misma.

No existía ninguna posibilidad de que se sintiera así en ese lugar, rodeada por el enemigo.

—¿No tienes que entretener a tu esposa?

Él entrecerró los ojos oscuros antes de buscar con la vista una cabeza con brillante cabello pelirosa en el centro del salón de baile.

—Tu hermano está bailando con ella. Dado que está protegiéndola con su reputación, he pensado que podría hacer lo mismo con su hermana.

Ella lo miró con incredulidad.

—¿Con tu reputación?

Unos meses atrás, Sasuke era conocido como el duque asesino, y todo el mundo estaba convencido de que había matado a su futura madrastra el día antes de la boda en un arrebato de pasión. La sociedad le había dado la bienvenida al redil cuando demostró que la acusación era falsa, y él se casó con la mujer que todo el mundo pensaba que había asesinado; un escándalo de los que hacían época, aunque él seguía siendo tan escandaloso como podía ser un duque que se había pasado años en las calles y luego en el ring de El Ángel Caído, donde luchaba como boxeador con los puños desnudos.

Sasuke tenía título de duque, pero su reputación estaba bastante empañada... al contrario que la de su hermano. Neji había sido educado para ese mundo; que bailara con la duquesa de Uchiha ayudaría a la restauración de su nombre y, de paso, del ducado de Sasuke.

—Tu reputación puede resultarme más dañina que beneficiosa.

—Tonterías. Los duques le gustan a todo el mundo. No somos demasiados, así que no tienen elección. —Él sonrió y le ofreció una mano —. ¿Te apetece bailar, lady Hinata?

Ella se quedó paralizada.

—Bromeas...

La sonrisa se extendió de oreja a oreja y los ojos negros de Sasuke brillaron de diversión.

—No se me ocurriría bromear sobre tu redención.

Hinata entrecerró los ojos.

—Sabes que tengo maneras de tomar represalias.

Él se inclinó.

—Las mujeres como tú no rechazan a un duque, Lady.

—No me llames así.

—¿Mujer?

Ella le dio una palmada a su mano, irritada.

—Debí dejarte morir en el ring.

Durante años, Sasuke había sido una de las atracciones de El Ángel Caído. Todo aquel que estuviera en deuda con el club tenía una manera de recuperar su fortuna: superar al invencible Sasuke en el ring. Una lesión y su esposa le habían apartado del boxeo.

—No lo dices en serio. —Sasuke tiró de ella hacia la luz—. Sonríe.

Ella lo hizo, pero se sintió imbécil.

—Lo digo de verdad.

Él la tomó entre sus brazos.

—No es cierto, pero como te aterroriza este mundo y lo que vas a hacer, no voy a presionarte sobre el tema.

—No estoy aterrada —repuso ella con rigidez.

Sasuke la acalló con la mirada.

—Claro que lo estás. ¿Crees que no lo entiendo? ¿Que no lo entiende Toneri? ¿O Kabuto? —agregó, refiriéndose a sus otros dos socios en el club de juego—. Todos hemos tenido que arrastrarnos fuera de la suciedad y regresar a la luz. Todos hemos tenido que luchar para que vuelvan a aceptarnos en este mundo.

—Para los hombres es diferente. —Las palabras salieron de su boca antes de poder detenerlas. Al ver la expresión de sorpresa en la cara de Sasuke, supo que ella había aceptado su premisa—. Maldito seas.

Él bajó la voz.

—Vas a tener que controlar tu lengua si quieres que crean que eres más que un trágico escándalo.

—Lo estaba haciendo muy bien antes de que aparecieras.

—Te estabas escondiendo en un rincón.

—No me escondía.

—Entonces, ¿qué hacías?

—Esperaba.

—¿A que se acercaran a mostrarte una disculpa formal? —se regodeó él.

—Más bien a que los fulminara la peste —gruñó ella.

Sasuke se rio entre dientes.

—Ojalá bastara con desearlo... —La hizo girar por la pista y las velas encendidas por toda la estancia dejaron un rastro de luz en su campo de visión—. Ha llegado Lord Gaara.

El vizconde había llegado cinco minutos antes. Ella lo supo al momento.

—Lo vi entrar.

—No esperes un matrimonio de verdad con él —aseguró Sasuke.

—No lo espero.

—Entonces, ¿por qué no aspiras a algo mejor?

Hinata miró al apuesto hombre en el otro lado del salón y parpadeó.

Al que había elegido como consorte.

—¿Crees que el chantaje es la mejor manera de pescar marido?

Él sonrió.

—A mí me chantajearon para encontrar esposa.

—Sí, ya, pero la mayoría de los hombres no son tan masoquistas, Sasuke. Llevas tiempo diciendo que debería casarme. Lo mismo que Toneri o Kabuto —añadió, mencionando a sus socios—. Por no hablar de mi hermano.

—Ah, sí, he oído que el duque de Hyûga ha ofrecido una dote tan grande al que se case contigo que es notable que soportes el peso de tal fortuna. Pero ¿y el amor?

—¿El amor? —Le resultó difícil pronunciar la palabra sin desdén.

—Sin duda has oído mencionar el concepto. ¿No te suenan los sonetos y poemas sobre finales felices para siempre?

—Sí, he oído hablar sobre ello —repuso ella—. Pero estábamos hablando sobre matrimonio, lo que es más o menos conveniente, pagos de deudas y esas cosas, no creo que sea necesario incluir el amor en el tema — añadió—: Y, además, es una idiotez.

Sasuke la miró durante un buen rato.

—Entonces estás rodeada de tontos.

Ella le lanzó una mirada cortante.

—De todos vosotros. Brutos irrazonables. Y mira lo que ha ocurrido por eso.

Él arqueó las cejas oscuras.

—¿Qué? ¿Matrimonio? ¿Hijos? ¿Felicidad?

Hinata suspiró. Habían sostenido esa conversación cientos de veces. Miles. Sus socios estaban tan felizmente emparejados que no dejaban de intentar imponer su estado a todos los que les rodeaban. Lo que ellos no sabían era que el idilio no era para ella. Ignoró ese pensamiento.

—Soy feliz —mintió.

—No. Eres rica. Y poderosa. Pero no eres feliz.

—La felicidad está sobrevalorada —aseguró al tiempo que se encogía de hombros mientras él la hacía volar por el salón—. No vale la pena.

—Claro que vale la pena. —Bailaron en silencio durante un buen rato—.

Ya ves, no estarías aquí si no fuera por la felicidad.

—No por la mía, por la de Hanabi.

Su hija. Que crecía más cada segundo que pasaba. Había cumplido nueve años, pero luego serían diez... y muy pronto, veinte. Y ella era la razón de la que Hinata estuviera allí. Miró a su descomunal pareja de baile, el hombre que la había salvado tantas veces como ella a él.

—Pensaba que podría evitárselo —confesó ella en voz baja—. Que todo sería más fácil para ella.

Lo había hecho durante años, en detrimento de ambas.

—Lo sé —convino él con un murmullo. Ella agradeció que el baile impidiera tener que mirarlo a los ojos con frecuencia. Sabía que no podría haberlo hecho.

—Traté de mantenerla a salvo —repitió. Pero una madre solo puede mantener a un niño seguro durante un tiempo—. Pero no fue suficiente. Necesitará más para deshacerse de toda la mierda.

Hinata había hecho todo lo que pudo; envió a Hanabi a vivir a casa de su hermano, intentando no mancillarla con las circunstancias que rodeaban su nacimiento.

Y había funcionado... hasta que dejó de hacerlo.

Hasta el mes anterior.

—No puedes estar refiriéndote a la caricatura —dijo él.

—Por supuesto que me refiero a la caricatura.

—A nadie le importa una mierda esa revista.

Ella lo hizo callar con una mirada.

—Eso no es cierto, todo el mundo la lee.

Los rumores habían sido brutales desde su regreso. Que su hermano le había dicho que Hanabi no podía tener una presentación y ella se lo había rogado. Que había insistido en que, siendo ella madre soltera, debía permanecer oculta. Que ella le había suplicado. Que los vecinos la habían oído gritar. Lamentarse. Maldecir. Que el duque la había exiliado y que había regresado sin su permiso.

Las publicaciones sobre cotilleos fueron salvajes, cada una tratando de superar a las demás con historias sobre el retorno de Hinata Hyûga, «lady descocada».

La más popular de todas, El folleto de los escándalos, había recurrido a una legendaria viñeta escandalosa y algo blasfema. Hinata subida a un caballo, cubierta tan solo por su pelo mientras sostenía a una niña. Una sátira en la que la hacían parecer lady Godiva, pero con un bebé envuelto entre los brazos como si fuera la Virgen María, con un desdeñoso duque de Hyûga mirándolo todo con expresión horrorizada.

Hinata había ignorado la caricatura por completo hasta una semana antes, cuando un día extrañamente cálido había tentado a media ciudad a acudir a Hyde Park. Hanabi le había pedido que salieran a dar un paseo a caballo y ella había dejado su trabajo a regañadientes para acompañarla. No era la primera vez que aparecían en público, pero sí era la primera vez que lo hacían después de la publicación de la caricatura, y Hanabi fue consciente de las miradas.

Habían desmontado en lo alto de una de las laderas que conducía al Serpentine, cuyas aguas estaban embarradas y turbias como era usual a finales de invierno, y llevaron los caballos hasta el lago. Un grupo de chicas poco mayores que Hanabi habían comenzado a cuchichear mientras las miraban. Hinata había visto actitudes parecidas las veces suficientes como para saber que aquello no presagiaba nada bueno.

Sin embargo, la esperanza que brillaba en el inocente rostro de su hija hizo que no tuviera corazón para alejarla de allí, a pesar de que eso era lo que quería hacer con desesperación.

Hanabi se acercó a las niñas disimulando, intentando que no pareciera que lo hacía a propósito. Que no era un movimiento planeado. ¿Cómo era posible que todas las niñas del mundo conocieran ese gesto? ¿Uno que transmitía anhelo y miedo al mismo tiempo? ¿Cómo un silencioso ruego para que se dieran cuenta de que estaba allí?

Mostraba un coraje milagroso, nacido de la juventud y la locura.

Las chicas vieron primero a Hinata, sin duda la reconocieron a tenor de cómo abrieron los ojos y movieron las lenguas sus madres. A los pocos segundos hacían conjeturas sobre la identidad de Hanabi, mientras las miraban entre susurros estirando el cuello. Hinata se quedó atrás, resistiéndose para no interponerse entre los lobos y su cachorro. Quizá se había equivocado. Quizá mostrarían bondad. Bienvenida. Aceptación.

Y entonces la vio la líder del grupo.

Hanabi y ella rara vez eran identificadas como madre e hija. Hinata era lo suficientemente joven para que las consideraran hermanas y, aunque no se escondía de la sociedad, tampoco se relacionaba con ella.

Pero en el momento en que los ojos de aquella preciosa niña rubia se abrieron como platos, reconociéndolas —¡Malditas fueran todas las madres cotillas!—, supo que Hanabi no tenía nada que hacer. Quiso detenerla.

Abortar aquello antes de que comenzara.

Dio un paso adelante, hacia ellas.

Demasiado tarde.

—El parque ya no es lo que solía ser —dijo la niña con un saber estar y un desprecio que aventajaba con mucho a sus años—. Se permite que cualquiera pasee por aquí. Da igual su procedencia.

Hanabi se quedó inmóvil, con las riendas de su querido caballo olvidadas en la mano, fingiendo no escuchar. Como si no fuera su intención oír lo que decía.

—... Y quien sea tu padre —añadió otra chica con cruel regocijo.

Y allí quedó, flotando en el aire, la palabra no dicha. «Bastarda». Hinata quiso abofetearlas.

Aquella manada de marionetas que se cubrían los labios con las manos enguantadas, ocultando las sonrisas; aunque incluso se veía cómo les brillaban los dientes. Hanabi se volvió hacia ella con sus ojos grises llenos de lágrimas.

«No llores —quiso decirle—. No dejes que sepan que te han hecho daño».

Pero no estaba segura de si esas palabras eran para ella o para su hija.

Hanabi no llegó a derramar las lágrimas, pero sus mejillas ardían con intensidad. Avergonzada de su nacimiento. De su madre. De una docena de cosas que no podía cambiar.

Regresó a su lado despacio y —bendita fuera— comenzó a acariciar el cuello de su montura con parsimonia, como si quisiera demostrar que no se sentía insultada.

Cuando vio su actitud, Hinata se había sentido tan orgullosa que no pudo hablar por el nudo que le obturaba la garganta. No había tenido necesidad de decir nada; fue Hanabi la que habló primero y lo suficientemente alto como para ser escuchada.

—... Ya no hay cortesía.

Hinata se había reído sorprendida mientras Hanabi se montaba en su caballo y la miraba.

—Te echo una carrera hasta Grosvenor Gate.

Habían volado sobre las monturas. Y Hanabi había ganado. Dos veces en una mañana.

Pero ¿cuántas veces iba a perder?

La pregunta la devolvió al presente. Al salón de baile, a la música, al ritmo con que giraba entre los brazos del duque de Uchiha, rodeada por los miembros de la aristocracia.

—Hanabi no tiene futuro —comentó en voz baja—. Yo lo destruí.

Sasuke suspiró. Ella continuó.

—Pensé que podría comprar su acceso a cualquier lugar que le gustara.

Me dije que Chase le abriría cualquier puerta que deseara traspasar.

Sus palabras eran tranquilas y el baile impedía que nadie la escuchara.

—La gente se hará preguntas sobre por qué el dueño de un club de juego está tan interesado por el futuro de la bastarda de una dama.

Hinata apretó los dientes con fuerza. Había hecho muchas promesas a lo largo de su vida... se había prometido enseñar a la sociedad una bien merecida lección. Se había prometido a sí misma que nunca se inclinaría ante ellos.

Se había prometido que jamás permitiría que afectaran a su hija.

Pero algunos votos, por muy firmes que fueran, no podían mantenerse.

—Ejerzo ese poder y, aun así, no es suficiente para salvar a una niña. — Hizo una pausa—. Si no llevo a cabo esto, ¿qué le ocurrirá a ella?

—Yo la mantendré a salvo —prometió el duque—. Y a ti. Y también los demás. —Un conde. Un marqués. Sus socios en el negocio, todos ricos, saludables, poderosos y con un título importante—. Tu hermano.

Y aun...

—¿Y cuándo no estemos? Entonces, ¿qué? Cuando nos hayamos ido, ella poseerá un legado producto del vicio y el pecado. Estará condenada a una vida en la oscuridad.

Hanabi se merecía algo mejor. Se lo merecía todo.

—Se merece la luz —susurró, tanto para sí misma como para Sasuke.

«Y ella se la daría». Hanabi querría una vida. Niños. Todo.

Y para asegurarse de que pudiera tener esas cosas, Hinata solo tenía una opción. Debía casarse. La idea la devolvió al momento; su mirada cayó en el hombre que había al otro extremo de la estancia, al que había elegido como futuro esposo.

—El título de vizconde ayudará.

—¿Es un título todo lo que necesita?

—Sí —repuso ella—. Un título digno de ella. Algo con lo que conseguirá la vida que quiere. Es posible que no lleguen a respetarla nunca, pero un título asegurará su futuro.

—Hay otras maneras —aseguró él.

—¿Cuáles? —preguntó—. Piensa en tu mujer. Apenas la aceptan, sin título serían un escándalo. —Él entrecerró los ojos al escucharla, pero ella continuó—. Es el título lo que la salva. ¡Maldita sea!, se suponía que tú habías matado a una mujer y no te echaron porque eres duque. Daba igual que fueras un presunto asesino, te hubieras podido casar con quien hubieras querido. El título es lo único que importa. Y siempre será así.

»Siempre habrá mujeres que vayan detrás de los títulos y hombres que ansíen las dotes. Bien sabe Dios que la dote de Hanabi será grande, pero no suficiente. Siempre será mi hija, e incluso aunque ella lo amara, ningún hombre decente querría casarse con ella. Pero ¿y si me caso con Lord Gaara?.

Se abrirá ante ella un futuro carente de mi pecado.

Sasuke permaneció en silencio durante largo rato, y ella se lo agradeció.

—Entonces, ¿por qué no implicar a Chase? —preguntó él cuando finalmente habló—. Es necesario el nombre, Lord Gaara necesita una esposa y nosotros somos las únicas personas de Londres que sabemos por qué. Se trata de un acuerdo beneficioso para las dos partes.

Bajo la fachada de Chase, fundador del club de juego al que todos los caballeros de la ciudad querían pertenecer, Hinata había manipulado a docenas de miembros de la sociedad. A cientos. Chase había destruido a algunos y ensalzado a otros. Chase había salvado y arruinado vidas. Podría manipular con facilidad a Lord Gaara para que contrajera matrimonio con solo mencionar el nombre de Chase y la información que poseía sobre el vizconde.

Pero necesitar no era querer, y quizá fuera la aguda comprensión de que ese equilibrio —que el vizconde necesitara casarse tanto como ella y lo quisiera tan poco— lo que la hacía dudar.

—Tengo la esperanza de que el vizconde se muestre de acuerdo por beneficio mutuo, y que no sea necesaria la interferencia de Chase.

Sasuke se mantuvo en silencio durante un buen rato.

—Pero su intervención aceleraría el proceso.

Cierto, pero también conduciría a un matrimonio horrible. Si podía conquistar a Lord Gaara sin chantajes, mejor que mejor.

—Tengo un plan —confesó.

—¿Y si no funciona?

Pensó en el expediente de Lord Gaara. No era muy grueso, pero sí sumamente condenatorio. Una lista de nombres, todos de varones.

Hinata ignoró el amargo sabor que inundó su boca.

—He chantajeado a hombres más poderosos.

Sasuke sacudió la cabeza.

—Cada vez que me acuerdo de que eres una mujer, dices algo así y... Chase vuelve.

—No es fácil de ocultar.

—Ni siquiera cuando eres tan... —Hizo una mueca al mirar el tocado de plumas—. Tan lady... ¿cómo se llama esta cosa?

Hinata se salvó de tener que responder a Sasuke o de discutir los extremos a los que estaba dispuesta a llegar para asegurar el futuro de su hija porque la orquesta tocó la nota final. Se apartó e hizo la reverencia esperada.

—Gracias, Su Excelencia. —Hizo hincapié en el título cuando se enderezó—. Creo que iré a tomar un poco el aire.

—¿Sola? —preguntó él con cierta preocupación en su tono.

Ella se sintió frustrada.

—¿Crees que no puedo cuidarme sola? —Era la fundadora del más notorio club de juego de la ciudad. Había destruido más hombres de los que podía recordar.

—Creo que debes cuidar tu reputación —dijo Sasuke.

—Te aseguro que si un caballero intenta tomarse alguna libertad, le daré un golpe en la mano. —Esbozó una sonrisa tan amplia como falsa y bajó la cabeza con timidez—. Ve con tu esposa, y gracias por el baile.

Él le sostuvo la mano con fuerza durante un instante hasta que volvió a mirarlo a los ojos.

—No podrás con ellos. Lo sabes, ¿verdad? No importa cuánto te esfuerces... La sociedad siempre ganará.

Aquella afirmación la hizo sentir demasiado furiosa.

—Te equivocas —respondió, conteniendo la emoción—. Y tengo la intención de demostrártelo.


Continuará...