~ ~~~~~~~~~Nueve meses y un bebé ~~~~~~~~~~

Capitulo: 2

CUANDO llegaron al vestíbulo, la mayor cantidad de oxígeno contribuyó a que Edward se burlara de sí mismo por haberse quedado tan prendado de una mujer. Pero hacía tiempo que no se sentía así de vivo.

Y, desde luego, ninguna mujer lo había excitado tanto. La condujo a una zona apartada y, en cuanto la miró, se dio cuenta de que le sería imposible controlar el deseo.

Ella tenía las mejillas arreboladas y respiraba deprisa. Edward necesitaba verla. Se quitó la máscara y la arrojó a una papelera cercana.

–Ahora tú. Quiero verte.

Ella asintió y se soltó de su mano para llevar las suyas a la nuca.

–Espera, quiero hacerlo yo. Date la vuelta.

Bella bajo los brazos lentamente y le dio la espalda. Edward tuvo que contenerse para no agarrarle los senos. Su deseo se disparó aún más solo con imaginarse los pezones endurecidos.

Desató el nudo de la máscara y la dejó caer. Ella la agarró y se dio la vuelta.

Y cuando alzó el rostro para que lo viera, Edward se quedó sin aliento. Era espectacular, pero de forma distinta a las hermosas mujeres a las que estaba acostumbrado. Era etérea, delicada.

Tenía leves pecas en su recta nariz, los pómulos altos y la boca carnosa, sin carmín. Lista para ser besada.

Sus ojos lo cautivaron. Eran verdes y enormes. Se miraron en silencio durante unos segundos, hasta que Edward se percató de que seguían en un lugar público. Respiró hondo y retrocedió. Ella parpadeó. De repente, él deseó verla en un entorno más actual, como si eso lo fuera a ayudar a dejar de sentirse como si no estuviese conectado a la realidad.

Volvió a tomarla de la mano y la condujo de nuevo al medio del vestíbulo al tiempo que hacía una señal al portero para que le llevara el coche.

–Espera –dijo ella–. ¿Adónde vamos?

Él se detuvo y vio recelo en sus ojos. Las mujeres a las que trataba no recelaban, sino que se mostraban confiadas y seductoras.

Se dijo que debía andarse con cuidado, pero el deseo era más fuerte que ese pensamiento. La deseaba más que a ninguna otra mujer.

–Vamos a uno de mis clubs.

Pareció que ella iba a negarse, pero asintió.

–¿No quieres saber a cuál? –al fin y al cabo, Edward era el dueño de tres de los clubes más famosos de Manhattan.

–¿Para qué?

Su pregunta lo pilló desprevenido. Era evidente que podía darle igual a cuál, pero la experiencia indicaba a Edward que la gente siempre quería ir al que estuviera más de moda.

–Elegiré yo –dijo al fin–. ¿Vamos?

Alguien tosió suavemente cerca de ellos.

–Señor Masen, su coche está listo.

Edward le dio las gracias y salieron. El portero había abierto la puerta del copiloto. Edward le dio una propina y ayudó a Bella a montarse en el coche deportivo. Cuando se sentó al volante y la miró, ella lo hacía hacia delante, con las manos en el regazo que aún sostenían la máscara. Estaba tensa.

–Puedo llevarte a casa, si lo prefieres –dijo él. Ella negó con la cabeza.

–No, quiero ir contigo.

Edward experimentó una intensa sensación de triunfo. La tomó de nuevo de la mano. Era un gesto casto, pero las pupilas de ella se dilataron. Se la llevó a la boca y le besó los nudillos. Sintió que el cuerpo se le tensaba al anticipar lo que podría suceder.

–Entonces, vamos.

Bella era consciente de que había tenido dos oportunidades de rechazar la invitación de Edward y marcharse dando por terminada aquella farsa, pero se lo había impedido su viril belleza.

¿Y qué excusa había tenido en el coche para aceptar? Ninguna. Mientras el vehículo recorría las calles de Manhattan, por primera vez en su vida, Bella sintió la necesidad de rebelarse, de hacer algo que deseara, que era pasar unos momentos en compañía de Edward.

Nunca se había sentido tan embriagada. La forma en la que él le había quitado la máscara era lo más aproximado a un momento erótico que había vivido. Y la forma en que la había mirado…

No había tenido muchas ocasiones de flirtear. Siempre estaba ocupada trabajando o cuidando a su padre. ¿Tan malo era que deseara seguir disfrutando de la atención de aquel hombre?

«Sí, porque sabes muy bien que, si supiera quién eres y por qué estás aquí, te echaría inmediatamente del coche», se dijo.

Estuvo a punto de decirle que parara, pero estaban llegando al club, que se hallaba en el sótano de un moderno edificio. Edward la miró después de detener el coche.

–Me alegro de que me hayas acompañado.

Se bajó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta. Cuando la ayudó a bajarse, Bella vio una larga cola frente a las puertas del club. De pronto, varias voces gritaron:

–¡Edward ! ¡Edward !

Él le echó el brazo por los hombros para protegerla y la metió por una puerta adyacente a la principal, que había abierto uno de los porteros. Cuando la puerta se hubo cerrado, él se volvió hacia ella.

–¿Estás bien? Por suerte, hemos podido escaparnos de los paparazis.

–Creo que sí.

Él le sonrió.

–Estoy más habituado a que mis acompañantes quieran esperar hasta estar seguras de que las han fotografiado.

Bella se estremeció ante la idea de aparecer retratada en la prensa amarilla. Y, por supuesto, él se refería a la clase de mujeres que estaba acostumbrada a esas escenas, del mismo modo que ella lo estaba a su uniforme y a que nadie la mirara a los ojos.

Pero él lo hacía en aquel momento, por lo que se le hizo muy difícil lamentar estar allí, a pesar de que sabía que era un error.

–¿Vamos? –pregunto él.

Le indicó que lo precediera por un estrecho pasillo lujosamente alfombrado y de paredes negras.

El espíritu de rebelión volvió a surgir en Bella .

«Solo unos minutos más», se dijo. Después se iría. Enfiló el pasillo y sintió la música que los rodeaba. Llegaron a una puerta que, como por arte de magia, abrió un atractivo joven, que los saludó con un gesto de la cabeza.

Ella se detuvo en lo que claramente era la zona de personalidades, con bancos de terciopelo y mesas brillantes. Unos escalones conducían a la pista de baile, que estaba llena de hermosos cuerpos vestidos con ropa escasa.

Bella se quedó fascinada durante varios segundos. Después experimentó un cosquilleo en la piel y vio que Edward la miraba sonriendo, cos dos copas de champán en la mano. Le tendió una. Ella la asió y él propuso un brindis.

–Por los nuevos amigos.

Bella dio un sorbo y le encantó cómo las burbujas se le deslizaban por la garganta.

En la fiesta había estado demasiado nerviosa para beber champán. Él la tomó de la mano y la condujo hasta una mesa apartada. Al estar los dos solos en aquel espacio íntimo y débilmente iluminado, Bella se puso muy nerviosa. Señaló la pista de baile y preguntó con voz insegura:

–¿Desde aquí contemplas tu reino?

Edward se había soltado la pajarita y desabotonado el primer botón de la camisa, al igual que el chaleco. Tenía un brazo extendido sobre el respaldo del banco, muy cerca de la cabeza de ella. Él se encogió de hombros y una expresión indescifrable, como de desagrado, apareció en su rostro. Pero se evaporó antes de que ella pudiera analizarla.

–Es una vista más bonita que la del parqué de la Bolsa.

–No sé cómo es. Nunca he estado allí.

–Háblame de ti. No te había visto antes.

Ella lanzó una risita medio histérica.

–Es que no soy de aquí. Él frunció el ceño.

–Pero eres neoyorquina, ¿no?

Bella dio otro sorbo de champán y recordó las palabras de la señora Lyndon-Holt:

«No le mientas, porque lo descubrirá al momento. Sé sincera. No te relacionará con esta casa. Se marchó antes de que empezaras a trabajar aquí».

–Sí, soy neoyorquina, de Queens. La verdad es… –vaciló durante unos segundos, dispuesta a contárselo todo, pero recordó que había firmado un acuerdo de confidencialidad. No podía decirle toda la verdad, pero sí una parte. –La realidad es que trabajo de criada. No debería haber estado en la fiesta, pero mi jefe me regaló una entrada. Este no es mi mundo. No soy nadie especial.

Bella esperaba que aquello fuera suficiente para que Edward retrocediera horrorizado y fuera a reunirse con los de su clase. Pero se le endureció la expresión de un modo que Bella supo que no estaba dirigido a ella.

–Es tu mundo tanto como el de cualquier otra persona.

Bella no esperaba que se solidarizase con ella. Le sorprendió la vehemencia de su voz. Edward le quitó la copa de la mano, la dejó en la mesa y se levantó.

–Quiero enseñarte algo.

Bella no quería prolongar más aquello.

–Pero acabamos de llegar –alegó con voz débil.

–¿Quieres quedarte?

Bella miró la pista: era espectacular y seductora, pero la dejaba fría.

–No.

Él sonrió y la condujo de vuelta al pasillo por el que habían llegado, pero no fueron hasta la salida, ya que él abrió una puerta que daba a un enorme y silencioso vestíbulo. Un hombre uniformado, sentado a una mesa, se puso en pie de un salto en cuanto vio a Edward .

–Tranquilo, George.

–Buenas noches, señor Masen. Buenas noches, señora.

Se montaron en un ascensor. Bella seguía siendo incapaz de hacer lo que debía: marcharse. Se enfadó consigo misma por su debilidad.

–¿Adónde vamos?

–Ya lo verás. Confía en mí.

Ya se lo había dicho dos veces. Aquel hombre era un completo desconocido y, sin embargo, ella lo había seguido sin dudar.

–Apenas te conozco –afirmó con irritación.

–¿Crees que habría dejado que nos vieran juntos si realmente fuera a cometer alguna fechoría?

Bella se sintió muy acalorada al ver en sus ojos que tenía la cabeza llena de toda clase de deliciosas fechorías. Pero era ella la que realmente se estaba comportando de forma malvada. Las puertas del ascensor se abrieron y él le dijo:

–Te prometo que no te retendré si no quieres quedarte.

«¿Quedarme dónde?», pensó ella.

Bella salió del ascensor y parpadeó varias veces. Era un jardín con praderas de césped y parterres con flores. A lo lejos se veía la mancha oscura de Central Park y las luces parpadeantes de los edificios de alrededor, lo cual lo hacía parecer suspendido en el aire, entre las altas estructuras.

–Es lo más bonito que he visto en mi vida –dijo ella, admirada.

–Tardé un tiempo en perfeccionarlo.

–¿Lo has creado tú? ¿Cuánto tiempo tardaste?

«Cinco años, para ser exactos», pensó Edward . Pero no lo dijo, sino que condujo a Bella a una terraza elevada que daba al lado opuesto de la ciudad. Cuando llegaron a la barandilla, él se puso detrás de Bella y colocó las manos en la barandilla, a ambos lados de ella, dejándola atrapada.

Apretó los dientes, pero su cuerpo reaccionó a la tentación de las nalgas femeninas que lo rozaban. Ella estaba tensa. Era una reacción que a Edward volvía a resultarle desacostumbrada en las mujeres. Se inclinó hacia delante y le señaló algo.

–¿Ves aquello? Es el Rockefeller Center.

Bella giró la cabeza hacia la izquierda y él tuvo que contenerse para no besarla en la nuca, que despedía un aroma dulce, floral, embriagador. Sexy. Señaló a la derecha.

–Aquello es Carnegie Hall. Times Square está un poco más allá.

Bella miró en aquella dirección. Temblaba levemente y se aferraba con fuerza a la barandilla.

–¿Así impresionas a las mujeres? –preguntó con voz ronca–. Tengo que reconocer que funciona.

Edward se irguió, sorprendido ante la indignación que sentía. No era un angelito, pero le dolió que ella insinuara que aquello era una rutina. Giró a Bella para que lo mirara.

–No traigo a mujeres aquí. Eres la primera.

Bella quería creer que Edward se había limitado a soltarle una mentira, ya que ello contribuiría a que se sintiera asqueada consigo misma y con él, lo cual le daría la fuerza necesaria para marcharse.

Pero no se movió. ¿Le estaba mintiendo? ¿Por qué iba a mentirle? No necesitaba un jardín para impresionar a una mujer, aunque este se alzara mágicamente por encima de una de las ciudades más vibrantes del mundo. La idea de que ella fuera de verdad la primera mujer que lo veía la abrumó y sedujo.

Él, como si percibiera sus dudas, la agarró de la barbilla.

–No he conocido a nadie como tú, Bella. Eres distinta.

El corazón de Bella comenzó a latir desbocado, y ella dejo de percibir cualquier cosa que no fuera la forma en que él la miraba, como si realmente fuera especial.

Pero no se podía ser una mujer del siglo XXI en Nueva York y no saber que los cuentos de hadas solo existían en las películas o en los libros. Edward Masen era peligroso porque la hacía añorar algo cuya existencia había visto en sus padres; la hacía pensar que el cuento de hadas podía hacerse realidad.

Edward inclinó la cabeza y, antes de que Bella se diera cuenta, había pegado su boca a la de ella, por lo que todas sus ideas y sentimientos se evaporaron…

Ante el experto contacto de la boca de Edward , Bella , dejó de pensar en los cuentos de hadas mientras el deseo se apoderaba de ella. Él tomó su rostro entre las manos y le introdujo la lengua para explorarla, a lo que ella opuso escasa resistencia.

El poder de su beso la dejó sin aliento y la volvió loca.

Solo se percató de que estaba aferrada a su cintura al tocar con las manos sus duros músculos. Cuando Edward dejó de besarla en la boca para comenzar a hacerlo en la mandíbula, ella jadeaba.

Él la atrajo hacia sí con más fuerza pasándole el brazo por la espalda e introduciendo la mano por debajo del vestido. Sus dedos se hallaban muy cerca de uno de sus senos. Con la otra mano, le soltó el moño, le introdujo los dedos en el cabello y se lo acarició.

Ella echó la cabeza hacia atrás para que pudiera besarle el cuello, y la boca masculina dejó un reguero de fuego en su piel.

Bella era vagamente consciente de que debía detener aquello, pero la tentación de ir más allá era irresistible. Se sentía poderosa, femenina, deseada.

Edward alzó la cabeza y ella lo miró, aturdida. Los ojos de él brillaban, estaba sofocado y un mechón de cabello le caía sobre la frente. Movió las caderas y el contacto con su poderosa masculinidad hizo darse cuenta a Bella de lo real que era todo aquello.

–Te deseo –dijo él con voz ronca. Ella trató de reprimir la insana necesidad de decirle que sí. Le puso las manos en el pecho para que hubiera un mínimo espacio entre ambos.

–Yo no hago estas cosas –dijo intentando, sin conseguirlo, manifestar su confusión.

Por fin, Edward se irguió y se separó un poco de ella.

–¿Me creerías si te dijera que yo tampoco?

El espacio entre ellos contribuyó a que algunas neuronas del cerebro de Bella comenzaran a funcionar. Sabía muy bien que, aunque Edward no hubiera llevado allí a ninguna otra mujer, indudablemente hacía esas cosas. Y con mucha frecuencia, a juzgar por las columnas de cotilleo periodístico. Al tiempo que se percataba de la humedad entre sus muslos se cruzó de brazos.

–Puede que no hagas estas cosas aquí, pero seduces a las mujeres en cualquier otro sitio, así que no te creo.

La expresión de Edward se endureció.

–No soy un monje, pero tampoco un playboy. Las mujeres saben a qué atenerse conmigo, y cuando tengo una amante le soy fiel mientras dura. Nos divertimos y nos separamos. No me comprometo.

Ella alzó la barbilla.

–¿Eso es lo que me estás ofreciendo?

Bella se maldijo por su torpeza. Bastaba con mostrar a una chica de Queens una elegante discoteca y un jardín secreto para que comiera de tu mano como un pajarito. Si a eso se añadía a uno de los solteros más guapos y cotizados de la ciudad, estaría dispuesta a mucho más. «Pero para eso estás aquí», se dijo. Entonces, ¿quién era ella para juzgarlo? Bella se dio la vuelta para apartarse de aquellos penetrantes ojos azules antes de que vieran algo en los suyos. Se le hizo un nudo en el estómago al pensar en lo cerca que había estado de cumplir el encargo que había recibido.

Edward lanzó una maldición detrás de ella.

–Lo siento –dijo ella con voz glacial–. Seguro que estás acostumbrado a otro tipo de reacción.

–No es eso. Estoy enfadado conmigo mismo. No tengo por costumbre invitar a la cama a una mujer a las pocas horas de conocerla.

Ella se dio la vuelta lentamente. La expresión del rostro masculino era inescrutable, pero le brillaban los ojos. No dudó de su sinceridad. Era un hombre orgulloso, más que cualquier otro que hubiera conocido.

–Apenas te conozco.

–La mayor parte de la gente cree conocerme.

–Supongo que es comprensible. Él le contestó en tono resignado.

–¿Qué te parece si nos tomamos un café y luego le pido al chófer que te lleve a casa?

Bella se sintió decepcionada, a pesar de que debería estar contenta. Era evidente que Edward se aburría, pero pensarlo no la impulsó a aprovechar la oportunidad de hacer lo correcto. Deseaba estar unos segundos más con él.

–Me parece bien.

Edward asintió y deshicieron el camino andado por el jardín. Esa vez, Edward le indicó una puerta distinta a la del ascensor. La abrió y Bella entró primero. Bajó por una escalera en espiral y, después, él la adelantó para abrir otra pesada puerta. Cuando ella entró contempló un enorme espacio con ventanas que llegaban hasta el suelo.

–Es mi piso.

Era de esperar que el piso estuviera debajo del jardín y encima de la discoteca. Probablemente todo el edificio fuera suyo. –Ponte cómoda. ¿Cómo quieres el café?

–Con leche y una cucharadita de azúcar.

La habitación estaba decorada con lujosos sofás y mesitas de centro en las que había libros de arte y de fotografía. En las estanterías había libros y DVD.

–Aquí está.

Bella se sobresaltó al oír su voz. Estaba mirando las estanterías cuando él había vuelto con el café. Agarró la taza que le tendía y observó que se había quitado la chaqueta y el chaleco. Él indicó la estantería con un movimiento de la cabeza.

–No vayas por ahí contando que me encantan las películas de kung-fu.

Bella se obligó a sonreír.

–No lo haré. Se acercó a una ventana para alejarse de él.

«Tómate el café y lárgate antes de que vuelvas a perder el control», se dijo. La maravillaba la vida privilegiada que llevaba Edward, aunque no tenía el aire de complacencia ni de sentirse con derecho a ella que había visto en otros, como sus padres; su madre, sobre todo.

–Entonces, cuando dices que trabajas de criada…

Bella lo miró y tuvo que reprimir una sonrisa al contemplar su expresión de curiosidad.

–Significa que soy uno de los trabajadores invisibles que limpian y ordenan tu mundo para que cuando te des la vuelta todo esté en su sitio. Él hizo una mueca.

–No pareces amargada.

No lo estaba. No la molestaba proceder de una familia de clase obrera. Había tenido el amor de sus padres y sabía que eso era lo más importante. Por ello debía salvar a su padre. Evitó su mirada y volvió a sentirse enferma y culpable. No iba a poder hacerlo. Dejó la taza de café en una mesita y se dijo con desesperación:

«Dale las gracias por el café y dile que debes marcharte y que nunca lo hubieras conocido si no hubiera sido por…». Y entonces, Edward dijo:

–Me parece que estás a punto de largarte y que, si lo haces, no volveré a verte.