CAPÍTULO 2
CAIDA EN DESGRACIA

Los años fueron pasando. Poco después de mi décimo noveno cumpleaños mi padre consiguió el rango de comandante del ejército imperial. Aquello suponía un sueldo mayor para él, y por tanto más dinero para la familia, pero también que tendría que pasar más tiempo fuera de casa, vigilando las entradas de la ciudad, o incluso supervisando las guarniciones que protegían las fronteras. Desde que tenía memoria siempre se habían dado conflictos y ataques entre China y algunos pueblos nómadas, pero normalmente no pasaban de escaramuzas que no llegaban a penetrar la ciudad.

Hacía un año que ya no iba a la escuela de niñas. Ahora recibía clases de etiqueta de una casamentera, contratada por mi madre para buscarme un buen marido. No había vuelto a saber nada de mis antiguas compañeras de la academia, nunca fui muy sociable ni tuve grandes habilidades sociales. Por su parte la maestra Wen ya se había jubilado, y catorce meses después de su jubilación había fallecido como resultado de una enfermedad pulmonar; mi madre y yo asistimos al funeral.

Ese día, después de desayunar mi padre se despidió de nosotras antes de partir hacía el palacio imperial. Según nos explicó el emperador se reuniría con los oficiales del ejército.

Pasaron varios días y recibimos una carta procedente de la frontera. Mi madre la leyó y tras dármela se puso a sollozar. Intenté consolarla, pero ella me apartó y me ordenó leer aquella misiva.

Se hace saber a la esposa del comandante Fa Zhou, que el oficial mencionado pasará el próximo año en la guarnición de la frontera del sur. Esto debido a los múltiples ataques de los Hunos a nuestro gran imperio de China...

Puede que la misiva dijese algo más pero ya no lo recuerdo. En cualquier caso mi padre nunca había estado fuera de casa durante tanto tiempo. ¡Un año entero! ¿Y por qué le enviaban a la frontera del sur en vez de a la puerta norte? Vi a mi madre muy angustiada y la abracé. Permanecimos abrazadas en silencio durante unos minutos hasta que ella se separó y me miró.

—No sé qué está pasando en las fronteras, hija, pero no puede ser bueno. Antes de un año quiero verte desposada, y en la casa de tu esposo.

— ¿Y tú, mamá?

—Rezaré por tu padre y te buscaré un marido digno. No quiero excusas.

No hubo excusas, pero las cosas no salieron como quería mi madre. Durante los ocho meses siguientes seguí con la casamentera. Un día del octavo mes se presentó en casa junto con varios jóvenes candidatos para convertirse en mi marido, pero cuando mi madre los vio y conoció dijo: "¿Es una broma? ¿La hija de un comandante militar casada con... esos?"

Señora, son buenos chicos.

Mi madre despidió sin miramientos a los pretendientes. Dijo que esos muchachos no tenían dote ni tampoco un apellido de prestigio. Muchas veces me he llegado a preguntar cómo hubiese sido mi vida casada con alguno de ellos, pero eso nunca sucedió. La casamentera se enfadó muchísimo con mi madre, y la respondió que desde ese momento ella se desentendía de mí, a lo que mi progenitora respondió "yo encantada, me basto sola para conseguir un esposo decente a mi hija".

Al noveno mes desde la partida de mi padre nos sucedió una desgracia. Estábamos las dos cenando cuando de pronto llamaron a la puerta; eran golpes muy fuertes.

¡ABRID! ¡ABRID AL EJÉRCITO IMPERIAL!

—Quédate sentada y en silencio, hija. No te muevas. Iré a abrir.

Simplemente asentí.

Mi madre fue a la entrada y abrió la puerta. De pronto, entraron varios soldados en la casa, justo antes de presentarse, otros dos llevaban una camilla improvisada donde estaba mi padre consciente, pero gravemente herido; tenía la mirada perdida. En eso, entró un oficial y miró a mi madre, quien estaba arrodillada junto a la camilla.

— ¿Es usted Fa Li?— preguntó el oficial con seriedad.

—Sí, señor— dijo mi madre con temor al ver a mi padre así.

—Su esposo ha salvado la vida, aunque no se lo merece.

— ¿Qué ha sucedido?

— ¡Silencio, mujer!

Mamá enmudeció. Yo no dije ni hice nada. Estaba paralizada ante la imagen de mi padre, postrado en esa camilla.

—Tu esposo fue gravemente herido por los enemigos de nuestra gran nación, pero eso no es lo peor. Se sospecha que huyó y abandonó su posición para salvar su vida. Eso es traición. La acusación no se ha podido probar plenamente, por eso el tribunal militar no le ha condenado a muerte, pero ha sido expulsado del ejército— mencionó el oficial con un tono de desprecio.

—No hui. Ya dije en el tribunal que perseguí a un oficial enemigo. Quería capturarle para interrogarlo— se defiende mi padre con algo de dificultad.

—Claro, claro. Usted solo, se lanzó en solitario a la persecución del enemigo. Sin ningún soldado que le escoltase, sin testigos. Puede que parte del tribunal militar se tragase ese cuento, pero yo no.

—¿Cómo cree que acabé malherido?—preguntó con enojo.

—En batalla.

—Sí. Luchando por el emperador, por China— dijo con firmeza intentando sentarse.

—Mi esposo...—intentó hablar mi madre.

— ¡Silencio, mujer! Si vuelve a hablar sin mi permiso, la arrestaré por desacato.

—¡Respete a mi esposa!— exclamó mi padre enfadado de cómo le gritó a mi madre y yo también estaría enojada hasta pensaba en lanzarme a él para golpearlo, pero no era tan tonta como para montar una escena que a la larga podría costarle muy cara a mi familia y a mí misma.

Hubo un silencio incómodo.

—Si vuelve a hablar, no responderé de la seguridad de su familia.

Después de aquella advertencia, mi padre no volvió a abrir la boca.

—Tu esposo no cobrará las últimas pagas por su presunta traición. Hasta nuevo aviso tiene prohibido abandonar la capital. ¿Has comprendido, mujer?

Mi madre asintió.

— ¡Mi padre no es un traidor!—grité perdiendo los nervios al oír cómo ese oficial hablaba a mi madre. Llamé la atención de todos y el oficial me miró de forma intimidante, pero no quería dejarme intimidar por ese tipo. Aunque de haber sabido lo que sucedería a continuación hubiera mantenido la boca cerrada.

— ¿Esa niña es tu hija?—preguntó el oficial.

—Sí, señor.

—Dile que no hable en presencia de un oficial imperial— al oír eso me enfadé más.

—No tiene derecho a hablar mal de mi padre, ni a tratar así a mi madre— dije sin pensarlo. No quería que tratara mal a mis padres.

—¡Mulán, cállate! No digas nada más— me ordenó mi madre.

—Son unas mujeres ordinarias, que no saben guardar respeto ante un hombre. Ni siguiera saben comportarse ante un oficial. Aunque... ¿Qué se puede esperar de la familia de un traidor?

— ¡Mi padre no es un traidor!—exclamé de nuevo enojada.

—Ya veo. Quería tratar este asunto con elegancia, con un mínimo de tacto. Pero no se lo merecen. No se van a quedar tan tranquilas después de lo que este traidor hizo. Aunque el tribunal no viese claro el caso para mí está clarísimo. Su esposo fue un traidor y los tres van a pagar por ello— dijo ese oficial mirándonos con desprecio.

Lo que sucedió a continuación, me es demasiado doloroso para describirlo con todo lujo de detalles... así que lo resumiré.

El oficial levantó a mi padre a la fuerza sin importarle que estuviese herido y le ató las manos a la espalda. Después nos sujetaron los soldados a mi madre y a mí para atarnos las manos por delante. Aunque eso no fue suficiente. El oficial ordenó a uno de los soldados que desgarrase el vestido de mi madre dejándola con la barriga al aire... quedando ella tapada de cintura para arriba, de la parte baja solo conservaba su ropa interior. Luego el oficial dio la orden de que hiciesen lo mismo conmigo. Los soldados se miraron un poco confundidos, como si no esperasen esa orden.

—A ella no. Es una niña—dijo mi padre.

—No es tan joven—el oficial me tomó de la barbilla y me miró de arriba abajo—Tiene edad para casarse.—o cierto era que ya había cumplido los diecinueve—Si no sabe callar ante un oficial entonces es lo suficiente mayor para sufrir las consecuencia—yo seguía sujetada por dos soldados rasos, el oficial miró a otro de sus hombres—Tú, desnúdala como a su madre.

—¿Yo? Digo… Sí, señor.

El aludido se acercó a mí y se me quedó mirando durante un instante.

—Espere, soldado. Mmm, tengo una idea mejor. Lo vas a hacer tú, niña. Desnúdate tu misma o no responderé de la vida de tu madre.

—Dejen en paz a mi familia. No han hecho nada.

—¡Ya estoy cansado! Amordazar al traidor.

Vi cómo mi padre era amordazado e incluso descalzado, al tiempo que yo me rompía mi propia ropa delante del oficial.

—Buena idea lo del calzado. Mujeres, descálcese.

Los tres fuimos sacados a la calle descalzos. Mi padre iba amordazado y con las manos atadas a la espalda. Mi madre y yo medio desnudas pero con las manos atadas por delante. El oficial nos obligó a caminar por la vecindad mientras gritaba a voces que mi padre era un traidor a la patria, y nosotras una familia miserable. Después de exponernos a la vergüenza ante todos los vecinos nos regresaron a casa y nos desataron para después irse de nuestra vivienda con una advertencia intimidante del oficial de que no debíamos abandonar la capital, después se marchó cerrando la puerta con un portazo.

Madre intentaba aguantarse las lágrimas y me explicó después lo que ese "paseo" significaba. Estábamos marcados ante la opinión pública con una humillación, pero más para la mujer del marido, y así fue.

En los días siguientes, la gente nos miraba mal en la calle; a mi madre no la servían en varias tiendas y si lo hacían, la cobraban más que a otras clientas. Por si esto fuese poco al no haber cobrado las pagas de mi padre no teníamos dinero, lo ahorrado se terminó en pocas semanas, pero a nadie le importaba. De cara a los vecinos, éramos una familia de traidores a la patria, un trío de escorias que no se merecían nada, les daba igual que nos muriésemos de hambre.

Mi padre nos explicó que él había perseguido a un rebelde que huyó en plena batalla, pretendía capturarle para interrogarle, pero al no conseguirlo y sin haber testigos el ejército había tomado aquella persecución por una huida del campo de batalla, el caso fue llevado ante un tribunal militar, los jueces no habían dictado una sentencia de muerte, pero le habían negado su paga y expulsado del ejército. Por si fuera poco, mi papá se había quedado cojo debido a sus heridas y por haber sido obligado a caminar a la fuerza.

—Todo esto es provisional. Los enemigos volverán a atacar, creo, algún día. Me llamaran de nuevo a filas, ya lo veréis, lo veréis.

—Querido, sabes que te respeto, pero piensa en ti, en nosotras. Los vecinos...

—Ah, sí, los vecinos. Los mismos que nos desprecian, pero es temporal. En cuanto me llamen de nuevo a filas limpiaré mi nombre en el campo de batalla, y esos vecinos lo sabrán, haré que lo sepan, y tendrán que disculparse.

—Papá, tus piernas... tu cojera...

—Tonterías, niña. Una herida leve y pasajera. En un año, antes incluso, ya estaré como nuevo.

Madre y yo nos miramos entre nosotras mientras comíamos nuestro pan. Hacía dos meses que no comíamos más que pan, sopa del mismo y agua. Ella había conseguido trabajo en una panadería del barrio, donde la pagaban poco y la dejaban llevarse a casa el excedente sobrante del día anterior.

—Vosotras no sois soldados. Os cuesta asimilar todo esto y lo entiendo. Confiad en mí, en cuanto me recupere de mis piernas apelaré al ejército y volveré a alistarme.

Nada de eso sucedió. No teníamos dinero para medicinas ni tratamientos, la cojera de mi padre fue a peor. Al cabo de medio año apenas podía caminar usando un bastón de madera.

Necesitábamos dinero así que busqué trabajo de sirvienta en algunas casas del barrio, nadie me quiso contratar, así que amplié la búsqueda a otras partes de la ciudad, y finalmente conseguí colocarme. Conviene aclarar que me contrató directamente el señor de la casa, un hombre viudo y, según él, con un hijo de mi edad que se encontraba como soldado raso en un cuartel militar. Recordé entonces el día de la entrevista, él era un general del ejército, cuando lo supe estuve a punto de rechazar el trabajo solo por eso, no tenía ganas de servir a un oficial, no después de lo que el ejército le había hecho a mi familia, pero cuando hay necesidad no conviene pecar de orgullosa. El amo de la casa estaba sentado frente a una mesa de té, levantó levemente la cabeza para mirarme.

—Buenos días—hice una reverencia.

— ¿Quieres trabajar aquí como sirvienta?

—Sí, señor.

—Bueno... No es una mala sugerencia. Soy viudo desde hace dos años, y mi anterior sirvienta se retiró hace un mes. Ya era una anciana así que dejó el trabajo. ¿Qué tareas sabes hacer?

—A nivel doméstico de todo un poco.

— ¿Eres consciente de que vivirías aquí?

— ¿Interna?

—Sí.

—Preferiría por horas. No quisiera separarme tanto tiempo de mis padres.

—Entonces mejor busca otra casa. Nunca contrato por horas. Una vez lo hice estando recién casado. La chica cobró el primer mes y luego se fue sin despedirse, nunca más la volví a ver. Desde entonces solo contrato internas.

—Entendido, señor. Interna entonces.

—Soy viudo y con un hijo de tu edad a cargo. Básicamente te encargarás de todas las tareas de la casa, y nos servirás personalmente a nosotros dos. Tendrás una pequeña habitación para dormir. En cuanto a la comida, come lo que te apetezca salvo alcohol y tabaco, es muy desagradable ver a una jovencita consumiendo esas sustancias. Tendrás un día libre al mes, puedes aprovechar para visitar a tus padres. En cuanto a la paga...—anotó algo en un papel y me lo dio—Eso es lo que cobrarás. ¿Cuál es tu nombre?

Dudé en decirle mi nombre. El apellido Fa ahora estaba mal visto. ¿Y si no me daba el trabajo?

—Mulán, mi señor.

— ¿Y el apellido?

—No es necesario. Ahora soy su criada así que no necesita conocer mi apellido. Soy yo quien debe tratarle de usted.

—Mmm. No es una mala respuesta, pero tengo curiosidad. Dime tu apellido.

—Fa. Fa Mulán, mi señor.

Vi que él me miró de arriba abajo, pero de pronto sonrió.

Me dieron dos días para recoger mis cosas y despedirme del hogar familiar; ya no era una soltera, ni una casadera, era una sirvienta y posiblemente aquel oficio durase toda mi vida. Al despedirme de mi madre la prometí que los visitaría al menos una vez al mes, y le daría a ella todo el dinero que ganase, yo no necesitaba mucho, tendría un techo sobre el cual comer y dormir, y no necesitaba más ropa que el uniforme que me proporcionasen mis nuevos señores. Padre trató de disuadirme, me dijo que no era necesario que sirviese a nadie, pero yo sabía cuáles eran las necesidades de mi familia.

—Hija mía, no lo hagas. Estas sacrificándote por tu madre y por mí, eso puedo entenderlo, es propio de una buena hija, pero... en este caso... no hay necesidad.

—Ya he aceptado el trabajo, papá. Estaré relativamente cerca de casa. Me dijeron que puedo visitaros una vez al mes, te prometo que vendré.

Mi padre me tomó de las manos y me miró con lástima.

—Perdóname, hija. Lo siento, lo siento mucho.

— ¿Que me vaya?

—Sí, y en estas condiciones. Normalmente es al padre y al esposo al que le corresponde cuidar de las mujeres de su familia. En este caso tú tratas de cuidarme a mí; para ti es un sacrificio y una injusticia, para mí un deshonor. Debería haber muerto ese día.

—No digas eso.

—Es cierto. Tu madre sería la viuda de un comandante, cobraría una pensión del ejército. Y tú estarías ya casada y posiblemente embarazada. En cambio, nuestra familia es odiada y tú tienes que ponerte a trabajar. ¿Quién querrá casarse con una sirvienta? Nadie, y menos al ser la hija de un supuesto traidor a la patria. Tu futuro está roto por mi culpa.

—Papá, no pienses eso. He aceptado este empleo para poder ayudaros a mamá y a ti.

—Tu madre es digna de admiración y ayuda, pero yo no.

—No digas eso. No lo digas. No me puedo ir tranquila si no me prometes que se cuidarás.

—Te lo prometo. No por mí, yo debí morir ese día; pero me cuidaré por ti, solo por ti. Tu sacrificio lo merece. ¿Dónde trabajarás?

—En la residencia de un general.

— ¿Un general?

—Sí. Hubiese preferido a cualquier otro, incluso a un panadero. Después de cómo nos ha traicionado el ejército no tengo ganas de servir a esos tipos; pero el sueldo no está mal y me dejarán visitaros una vez al mes.

—No pienses así, hija. El ejército no es tan malo. Comprendo que no lo entiendas dada nuestra situación, pero ser militar es un honor. Si hubieses nacido hombre te hubiera entrenado como soldado desde muy pequeño.

—Sí, pero como por fortuna nací chica me he ahorrado vestir un traje de hierro, y llevar un palo metálico en vez de un abanico.

Ambos nos reímos. En ese entonces no me podía imaginar que en el futuro yo misma vestiría una armadura militar.

Había pasado un mes desde que empecé a trabajar como sirvienta, siempre la misma rutina. Me levantaba al amanecer, me aseaba, me vestía, desayunaba... aclaro que en las últimas semanas había estado mejor alimentada en la casa de mis señores que en el hogar paterno, en serio. Desde que la opinión pública se puso en contra de mis padres y de mí solo habíamos podido comer pan; pero en la casa de los Li podía comer también arroz, legumbres y té. Después de desayunar comenzaba a realizar varias faenas domésticas, desde la limpieza de las diez habitaciones más un baño, pasando por sacar agua del pozo y llevarla hasta unos barriles que hacían de depósito para lavar la ropa. Deberían inventar una máquina para lavarla en vez de tener que hacerlo todo a mano; cocinar, me reservaba una parte para mi alimentación, etc. Ya había cobrado mi primer sueldo y como era mi día libre me fui a casa de mis padres. Mi madre no estaba y mi padre se extrañó al verme.

—Hija, ¿qué haces aquí? No te habrán despedido. ¿O sí? Dime al menos que no has renunciado al trabajo.

«Menudo recibimiento» pensé.

—No, padre. Es mi día libre al mes. He venido a veros. Mi patrón sabe que estoy aquí.

Mis palabras resultaron tranquilizadoras.

—Menos mal. Perdona, hija. No te esperábamos. Tu madre ha salido. Anda, dale un abrazo a este viejo.

Por edad no era un anciano, pero se le veía envejecido. A lo largo de la vida he podido observar cómo hay gente que envejece más rápido, quizás por alguna enfermedad o porque pierden la fuerza mental que les servía para mantenerse jóvenes. Mi padre solo era dos años mayor que mi madre, pero cualquiera que los viese en ese momento le echaría a él unos diez años más que a ella. Le abracé y permanecimos en ese estado durante unos segundos.

—Cuéntame cómo te van las cosas, hija.

—Bien. No me puedo quejar. Trabajo casi todo el día, pero hay buen ambiente en la casa, y tengo una habitación cómoda para dormir.

—Comes bien.

—Sí, papá.

—No era una pregunta. Estás menos delgada que cuando te fuiste.

— ¿He engordado?

Mi madre siempre me había dicho que las mujeres no debíamos engordar demasiado, pero tampoco estar muy delgadas. Había un término medio y debíamos respetarlo. Mi madre decía que los kilos eran una cuestión de salud, pero también de estética y por tanto de educación.

—No, no tanto. Te prefiero así. Antes parecías un palo de escoba.

— ¿Gracias?

No se explicar el por qué, pero en ese momento ambos nos reímos. No creo que llamarle a alguien "palo de escoba" sea un piropo, pero sienta genial echarse unas risas con los padres.

— ¿Qué comes en la casa donde trabajas?

—Arroz, legumbres, algunas verduras, pan y té. Preparo toda la comida y me quedo con una parte para mí.

— ¿Cómo me dijiste que se llamaba el señor de la casa?

—El nombre no lo sé, pero su apellido es…

— ¿Él? Me dijiste que era un general, pero no ese.

— ¿Le conoces?

—Todo el ejército le conoce. Es el más valeroso líder militar a las órdenes del emperador. Tiene un hijo de tu edad que está terminando su formación militar. Cuando tú tenías seis años, en cierta ocasión tu madre y yo nos entrevistamos con el general y su esposa, ya fallecida, le propusimos la idea de que su hijo y tú os desposaseis cuando crecierais un poco, pero el chico ya había sido prometido a otra familia. Pero hace unos meses la novia murió de una enfermedad, entonces cuando yo me fui por última vez al frente intenté hablar con el general para ofrecerte a su hijo de nuevo, pero no conseguí verle y luego a mí me acusaron de traición y nuestra familia cayó en desgracia.

—No sabía nada de eso. Gracias por decírmelo, padre.

—La posibilidad de unir a ambas casas ya es imposible. Pero si trabajas bien para él allí estarás a salvo.

— ¿A salvo de qué?

—De las habladurías en contra de nuestra familia. Nadie se fijará en una criada.

Continuamos hablando un poco más hasta que llegó mi madre, solamente había comprado un poco de arroz. Al verme dejo el paquete en el suelo y fue hacía mí para abrazarme.

—Mamá, aquí tienes. Este es el dinero de mi primer mes como sirvienta—le di una bolsa.

—Gracias pero… te habrás quedado con algo.

—No, mamá.

— ¿Qué? Tienes que guardar la mitad para ti, hija. Es tu dinero, tú lo has ganado.

—Lo gané para vosotros.

—Lo sé pero… debes quedarte con algo.

La discusión entre las dos se prolongó varios minutos más. Mi padre no dijo nada al respecto, simplemente permaneció mirándonos en silencio. Me pregunté qué hubiera hecho mi padre hacía tan solo un año. ¿Nos habría llamado la atención, o llamado al orden? Posiblemente pero permaneció callado y su silencio me resultó doloroso. Al final mi madre aceptó todo el dinero. La verdad era que si nos hubiésemos dejado tentar por el deseo, con ese sueldo nos hubiésemos ido los tres a comer fuera, pero entre el estado de mi padre y nuestra educación austera decidimos ahorrarlo.

Por una vez mi madre había comprado un poco de arroz, o eso creí al principio. La realidad era que se lo había dado una vecina a cambio de que le limpiase la casa.

—No lo vuelvas hacer, mamá. Prométeme que no lo harás otra vez. Estoy trabajando fuera precisamente para que no hagas esas faenas, y menos entre la gente que nos desprecia.

Nunca me había enfadado con mi madre, pero no me gustó nada que ella cambiase su trabajo por comida. En realidad no era una situación tan extraña; muchas vecinas a menudo intercambiaban comida a modo de trueque, o realizaban trabajos a cambio de alimentos u otros bienes. La diferencia era que mi familia era odiada por toda la vecindad, de cara a mi madre ese arroz era una humillación.

—Hija… ha pasado casi un mes. Algo había que hacer mientras…

— ¿Mientras llegaba mi primer sueldo?

—Bueno, sí.

— ¿Y la panadería?

—Me despidieron.

— ¿Qué? ¿Por qué?

—No lo sé. Dijeron que… no me querían cerca de las clientes.

—Esto es un abuso. ¿Hasta cuándo van a seguir así?

—Pueden seguir infinitamente, hija. Nos han tachado de traidores, es normal que nos desprecien—respondió mi padre.

—No lo somos.

—Tienes razón pero no tenemos pruebas de nuestra inocencia.

— ¿Las tienen ellos de nuestra presunta culpabilidad?

—De cara a nosotros no. Pero de cara a ellos sí. Fuimos señalados y humillados por el ejército, para la opinión pública eso prueba nuestra culpabilidad.

— ¡ES INJUSTO!

—Hija, tranquila. Tu padre está bien, yo estoy bien. No pasa nada.

—Algún día…

— ¿El qué?

—Algún día lo haré, mamá. No hoy ni mañana, no sé cómo pero algún día demostraré que somos inocentes. Se lo demostraré a esos idiotas, a todos y cada uno de ellos. ¡Lo haré!

—Muy bien, hija. Mientras tanto come algo.

—Sí, mamá.

Finalmente llegó la hora de marcharme. Me despedí de mis padres y me encaminé a la casa de mis señores. Era un trayecto de quince lises y medio, aproximadamente cinco kilómetros según el formato occidental; así que entre ida y vuelta había una distancia total de treinta y un lises o diez kilómetros. Si hubiera usado mi sueldo hubiera podido ir en transporte, pero como todo se lo di a mi madre tuve que ir a pie. Si por mi gusto fuese me hubiera pasado por la panadería a decirle algo al panadero y la clientela, pero no era tan tonta como para montar un escándalo siendo una mujer de escaso recursos, y que además era una sirvienta y como tal debía dar buena imagen. Siempre se debe dar buena imagen, si se quiere poner en su sitio a los demás entonces tienes que hacer que ellos queden mal y tú permanezcas limpia y con dignidad. La razón siempre la tiene o el más poderoso, o quien tiene mejor imagen y por tanto mejor fama; por eso desde que mi familia fue tachada de traidores a la patria nuestra imagen, y por tanto fama, era tan pésima que todos nos odiaban; daba igual que mis padres y yo negásemos todo, que intentásemos explicar que la acusación de mi padre fue un error, daba igual que fuésemos amables, que nunca hubiésemos hecho ningún daño a la comunidad, etc. Todo daba igual porque nuestra cabeza no estaba a la altura de nuestra comunidad. En el barrio de la casa de mis señores la gente no me conocía, o solo me conocían como una criada del general, así que nadie me criticaba porque tampoco me hacían caso; pero en el barrio de mis padres yo era la hija de un traidor. Y encima yo les había prometido a mis padres cambiar esta situación, les había prometido restablecer nuestro honor e imagen ante la opinión pública, era una tonta, como si estuviese en mi mano hacer eso.

Llegué agotada a la casa de mi señor. Sorprendentemente él me recibió y me ordenó acompañarlo al salón. Entró él primero y seguidamente yo mirando al suelo. Se encontraba en la instancia un joven más o menos de mi edad, tal vez un poco mayor que yo; supuse quien era, el otro señor de la casa.

—Hijo, te presento a nuestra nueva sirvienta. Acaba de regresar de visitar a su familia. Creo que alguna vez te he hablado de su padre. Fa Mulán, él es mi hijo y aspirante a capitán de la guardia imperial, Li Shang.

—Es un honor conocerle, joven señor—respondí haciendo una reverencia.

—Hola. Me agrada que contratases a alguien, padre. Paso poco tiempo en casa dado que casi siempre estoy en el cuartel. Me alegra que tengas a alguien que te cuide.

— ¿Estás insinuando que no me sé cuidar, hijo?—respondió fingiendo estar ofendido.

—Sí, en el campo de batalla; pero en casa no tanto—Shang soltó una risita y casi estuve a punto de reírme yo también pero me contuve.

—Bueno… tengo un mes de permiso, papá. Estaré un tiempo en casa—se volvió hacía mí—Preparadnos un poco de té.

—Sí, joven señor.

— ¿Joven señor? Mmm. Me gusta. Sí, me gusta. Llamadme siempre así. Ahora puedes retirarte.

Esa orden fue la excusa para abandonar la habitación. Una vez en la cocina y estando a solas no pude evitar soltar la risa que tenía acumulada.

FIN DEL CAPÍTULO 2.


Hola a todos/as.

¡Sorpresa! El hijo del general resultó ser Shang. ¿Se lo esperaban? Por tanto su padre es el General Li. Al principio estaba dudoso en poner a Shang o no, por un lado la relación señor—sirvienta me parece un poco cliché a estas alturas; pero de alguna manera tenía que meterle a él.

La reacción inicial de Shang al conocer a Mulán fue un poco fría, pero no tendría sentido que ellos conectasen desde el principio. Prefiero un acercamiento un poco más lento.

LI. Medida de longitud empleada tanto en la antigua China, como en la actual. El Li ha tenido varios cambios a lo largo de la historia. Actualmente un Li son 500 metros, es decir, medio kilómetro (1000 metros es igual a 1 kilómetro). Sin embargo, durante la Dinastía Tang en donde se desarrolla esta historia el Li medía 323 metros, así 15,5 lis en aquel entonces eran aproximadamente 5000 metros o 5 kilómetros; así que 10 kilómetros equivaldrían a 31 lis.

LI ACTUAL

1 LI = 500 metros.

10 LIS = 5000 metros, o 5 kilómetros.

LI DE LA ÉPOCA DE MULÁN

1 LI = 323 metros.

15,5 LIS = 5000 metros, o 5 kilómetros.

31 LIS = 10 kilómetros.

La escena del oficial del ejército humillando a la familia Fa fue escrita en colaboración con Comet Galaxy. Gracias por tu ayuda, amigo.

¿Qué les pareció el capítulo? Dejen sus votos y comentarios para motivarme a seguir escribiendo. XD

Eso es todo por ahora.

Un saludo.

Nos leemos.