Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)


CAPITULO 3

Los rayos del sol se filtraban a través de los ventanales, atravesando las gotas brillantes y diminutas de lluvia, y acariciando el rostro de Bella para anunciarle la llegada del nuevo día. Se estiró envuelta en un éxtasis semiinconsciente y volvió a acurrucarse, hundiéndose en la cama aterciopelada y abrazándose a una de las almohadas. Una vez más, había estado soñando que vivía en la casa de su padre. Una brisa suave y fresca se colaba por una ventana entreabierta y jugueteaba con las cortinas, subiendo hasta la cama y rozando las mejillas de la joven. Bella inspiró profundamente y soltó el aire agradecida. No sentía las molestas náuseas de cada mañana y podía disfrutar de los aromas otoñales que inundaban la habitación. Abrió los ojos y se sentó sobresaltada en la cama.

La capa del capitán Cullen estaba sobre el respaldo de una silla próxima al lecho. Los pensamientos de Bella se precipitaron a una velocidad que sólo el terror era capaz de provocar.

—¡Ese estúpido arrogante! —masculló entre dientes—. ¿Se cree que puede meterme en su casa y convertirme en su querida? ¡Estaría dispuesta a parir en la calle antes que aceptar su ridícula propuesta!

Probablemente debe estar imaginándose, especuló Bella malhumorada, lo tierno que resultará conducirme a su casa y llevarme a su alcoba. Creerá que le estoy agradecida por su generosidad y, en consecuencia, que me someteré a él. ¡Y si hiciera eso, no sería más que una ramera! ¡No! ¡Jamás me entregaré a él de esa manera!

Súbitamente se preguntó, desesperada, cuál sería su destino si obligaban al capitán a casarse con ella. Tendría que someterse a él y obedecerle. Y seguramente no sería tan amable con ella cuando la ira lo consumiese.

—Espero que no me haga demasiado daño —rogó la joven, sintiendo que un escalofrío recorría su cuerpo.

Minutos después llamaron a la puerta. En lugar de cubrirse de nuevo con la odiosa capa, lo hizo con la sábana. Abrió la puerta y se encontró con una mujer de cabello gris, seguida de dos muchachas no mayores que ella con una gran cantidad de paquetes.

—¿Ha desayunado ya, querida? —preguntó la mayor a Bella. Bella sacudió la cabeza.

—No —respondió.

—Bueno, no se preocupe por nada, querida —comentó la mujer—. Mandaré a una de las chicas a buscar el desayuno. No vamos a permitir que desfallezca de hambre mientras se celebran los esponsales, ¿verdad? Y tenemos mucho que hacer hasta entonces. Una mujercita tan menuda como usted va a necesitar de toda su energía.

—¿Cuándo va a ser la boda? —consiguió preguntar Bella.

La mujer no mostró sorpresa alguna ante la extraña pregunta que la futura novia acababa de formular.

—Esta tarde, querida —respondió. Bella se sentó en una silla, a punto de desvanecerse, y dejó escapar un suspiro.

—Deberían habérselo comunicado, querida —se enfadó—, pero con tantas prisas ya veo que nadie lo ha hecho. Su señoría dice que el novio está impaciente por casarse y no permitirá demora alguna. Con lo encantadora que es la novia, querida, entiendo perfectamente las razones de su impaciencia.

Bella no estaba escuchando. Su pensamiento estaba ya en la noche siguiente, cuando yacería junto al capitán Cullen y sentiría, una vez más, los jadeos y las manos fuertes e implacables de éste. Le ardía el rostro sólo de pensarlo. Sabía que el hombre no tomaría especial cuidado en no magullarla. Se preguntaba si sería capaz de apaciguar su cuerpo tembloroso y de no enfurecerle más con sus reacciones.

Con un movimiento rápido, saltó de la silla y se dirigió a la ventana. Temía ser incapaz de conservar la calma. La tensión estaba creciendo en su interior sin que pudiera hacer nada y sus dientes mordían su labio inferior como resultado de ello. Había creído que dispondría de más tiempo. No se había imaginado que prepararían la ceremonia tan rápido. ¿Cómo esperaban que se entregara a él serenamente y que le permitiera hacer con ella lo que le viniera en gana?

Sus últimos momentos de libertad se desvanecían a una velocidad aterradora. Como en una alucinación, se vio a sí misma alimentada, bañada, perfumada y acicalada. Todo ello contra su voluntad. Ni un momento de la mañana fue suyo. Mientras las mujeres tiraban de ella, la empujaban y pinchaban, estuvo a punto de gritarles que la dejaran en paz.

Llegó el mediodía y con el almuerzo. Aunque Bella estaba desganada, fingió comer para que la dejaran descansar un rato. Se las ingenió para, en un momento en que no la observaban, tirar la comida por la ventana a un hambriento perro callejero que vagabundeaba por allí. Tan pronto la bandeja fue retirada, todo empezó de nuevo.

Aquellas mujeres, a las que no les importaba lo avergonzada que Bella pudiera sentirse, no dejaron ni un solo centímetro de su cuerpo sin manosear. Cada vez que intentaba protestar, las tres decían:

—Pero muchacha, un toque de perfume aquí y ese hombre tímido y vergonzoso se convertirá en un caballero fuerte e imponente. —Cada vez que lo oía, Bella pensaba desesperada que eso era lo último que Edward necesitaba.

Cuando finalmente estuvo lista, se le permitió, por primera vez, contemplarse en el espejo. No era la misma Bella que había visto en otras ocasiones. Nunca había presentado un aspecto igual. Por un instante aterrador contempló la belleza que otros habían visto en ella y que habían encontrado extraordinaria. Su cabello, cepillado hasta lucir un brillo sedoso, estaba recogido en un complejo trenzado alrededor de la coronilla, en un peinado semejante al de una diosa griega. Una diadema de puntas doradas coronaba su cabeza. Sus felinos ojos azules contemplaron la imagen, asustados. El cabello retirado del rostro acentuaba el sesgo de sus ojos, rodeados de unas espesas pestañas negras. Sus pómulos, frágiles y altos, habían sido pellizcados para alejar la palidez de su semblante. Bella, sobrecogida, abrió su boca suave y rosada.

—No existe una muchacha más hermosa, señorita Bella —afirmó la mujer.

Bella volvió a contemplar su indumentaria. Con todo su amor, lady Jenks le había enviado como regalo de boda su propio vestido de novia. Era un traje elegante, muy parecido al hábito de un monje, ya que hasta tenía capucha. De color azul cielo, estaba confeccionado en un rico satén y tenía un corte sencillo y exquisito. Las mangas le llegaban hasta las muñecas y, al igual que la falda, eran ligeramente acampanadas.

Tanto la capucha como las mangas estaban adornadas con elaborados bordados dorados e innumerables perlas. Alrededor de las caderas llevaba una banda de gran belleza y considerable fortuna. Estaba hecha de piel dorada y lujosamente bordada con perlas y rubíes. Una larga cola esperaba a ser colocada mediante unas cadenas de oro; su grueso satén estaba bordado suntuosamente y decorado con perlas nacaradas y doradas.

Es el traje de una reina, pensó Bella con melancolía. De pronto, arrugó la frente y se acercó a la ventana. Se aproximaba la hora. El tiempo se acababa y ella todavía temblaba.

—Por una vez en mi vida —rezó en silencio—, oh Dios, por favor, deja que sea valiente.

La puerta se abrió bruscamente y tía Didyme entró con determinación.

—Bueno, ya veo que te han vestido de gala —espetó con desprecio—. Y supongo que crees que estás guapa, ¿no? Pero no tienes mejor aspecto que cuando llevas mis vestidos viejos.

La señora Todd se enderezó como si el insulto fuera dirigido a ella.

—¡Cuidado con lo que dice, señora! —exclamó.

—¡Cierre el pico! —replicó tía Didyme ásperamente.

—Por favor, tía Didyme —suplicó Bella—. La señora Todd ha trabajado mucho.

—Sí, me imagino que habrá tenido que hacerlo, tratándose de ti —replicó Didyme.

—Señora —intervino la señora Todd fríamente—. La joven no se merece sus críticas. Es de lejos la muchacha más bonita a la que he tenido el placer de atender o ver.

—Es la hija de Satán —contestó tía Didyme con malicia—. Su belleza es obra del demonio, y por ello ningún hombre que la haya contemplado podrá hallar la paz. Es la forma que tiene el demonio de hacer que los hombres se queden prendados de una bruja. En mi opinión, es espantosa. El hombre con el que va a casarse es perfecto para ella.

¡Los dos son obra del diablo!

—¡Eso son tonterías! —gritó la señora Todd—. La chica es un ángel.

—¿Un ángel? —inquirió tía Didyme con ironía—. Supongo que no le ha contado por qué se casa tan apresuradamente, ¿verdad?

Desde la entrada, donde había permanecido escuchando, tío Marcus habló alto y claro.

—Es porque el capitán Cullen no puede esperar más, ¿verdad, Didyme? —dijo.

La obesa mujer se volvió malhumorada, lista para replicar, pero algo, quizá su miedo a aquel capitán yanqui, hizo que no profiriera los insultos que estaban a punto de salir por su boca. Se volvió hacia su sobrina e hizo ademán de pellizcarla. Bella retrocedió rápidamente, pensando que cuanto menos sufriera en ese momento, mejor preparada estaría luego.

—Te aseguro que voy a estar muy contenta cuando te haya perdido de vista — espetó tía Didyme—. Tu presencia no ha sido ningún placer para mí.

Bella se estremeció ante el cruel comentario. Se volvió hacia la ventana con los ojos arrasados en lágrimas. Toda su vida había sufrido la falta de amor de sus familiares. Todo lo que su padre le había dado, estaba ahora empañado por la desdicha. Sabía que estaba predestinada a vivir de ese modo. Incluso el hijo que llevaba en sus entrañas, si es que era varón, odiaría a su madre, alentado por un padre obligado a serlo. Ya nunca más tendría la oportunidad de conocer el amor.

Una hora más tarde, tensa y seria, Bella descendió las escaleras del carruaje alquilado con la ayuda de tío Marcus. La enorme catedral se elevaba imponente y Bella, pequeña e insignificante ante ella, ascendía por sus escaleras del brazo de su tío. Se la veía completamente ausente de todo cuanto acontecía a su alrededor. Actuaba mecánicamente. Colocaba un pie delante del otro como si estuviera siendo remolcada. La señora Todd, que había ido para ayudarla en los últimos retoques, caminaba a su lado, muy preocupada por la cola del vestido, que sostenía entre los brazos. La mujer se desmayaría si algo malo le ocurría al traje. Se preocupaba y cloqueaba como una gallina entre sus polluelos, pero Bella apenas si era consciente de su presencia. Caminaba con la cabeza erguida, mirando al frente, hacia el enorme pórtico de la catedral, que se acercaba a ella con cada paso que daba. Éste la contemplaba oscuro y siniestro, esperándola con exasperante paciencia para tragársela a ella y a su vida. Pasó por debajo de su arco y, entrando a la sacristía, se detuvo siguiendo a su tío. La música del órgano aceleraba su corazón y atronaba en sus oídos. La señora Todd revoloteaba a su alrededor, enderezándole la capucha, colocándole la cola sobre los hombros con las cadenas de oro y extendiéndola tras ella cuan larga era.

Alguien le entregó una pequeña Biblia blanca con una cruz dorada grabada en su suave piel. La joven la tomó sin pensárselo.

—Pellízcate las mejillas, Bella —la regañó severamente tía Didyme desde un lugar cercano—, y borra esa expresión de horror de la cara o seré yo quien te pellizque.

La señora Todd le lanzó a aquella mujer malvada una mirada llena de furia. Luego procedió a devolverle un poco de vida a su semblante.

—Eres la reina del día, querida —le susurró, dándole los últimos retoques a la corona y a la capucha.

La música cambió, al igual que los latidos del corazón de Bella, sacándola de su ensimismamiento.

—Es la hora, querida —anunció la señora Todd con calma.

—¿Está... está él allí? —preguntó en voz baja Bella, esperando que el capitán se hubiera negado finalmente a ir.

—¿Quién, querida? —inquirió la señora.

—Está hablando del yanqui —aclaró tía Didyme entre dientes.

—Sí, cielo —repuso la señora Todd amablemente—. Está de pie junto al altar, esperándote. Y es un hombre realmente atractivo, por lo que puedo ver desde aquí.

Bella se apoyó, muy débil, sobre la señora Todd. Ésta la sujetó con su brazo, animándola con una sonrisa y acompañándola hacia la puerta.

—Todo se habrá acabado en un momento, querida —afirmó, animándola de nuevo antes de que la puerta se abriera de par en par.

Enseguida se encontró con el brazo tendido de lord Jenks, al que se agarró mecánicamente. Caminó a lo largo del pasillo junto a él, con piernas temblorosas. Podía oír los latidos de su corazón y sentía la Biblia en sus manos. El peso de la cola tiraba de ella, casi derribándola, pero Bella continuó caminando mientras el órgano ahogaba cualquier otro sonido, incluyendo el de su propio corazón.

Las velas del altar ardían más allá del grupo de personas que aguardaban de pie. Pero Bella supo perfectamente quién era su futuro marido por la estatura. No había nadie en el mundo tan alto como él.

Se acercó y la luz de la vela iluminó su rostro. Durante un brevísimo instante, las facciones frías y marcadas del hombre la hicieron detenerse. Sintió el deseo abrumador de huir. Su labio inferior empezó a temblar. Bella se lo mordió, intentando serenarse. En ese instante lord Jenks se apartó de ella, dejándola a solas. Los ojos verdes que tenía delante la miraban fijamente despojándola de su vestido de novia con crueldad e insensibilidad, haciéndola estremecer violentamente. El yanqui extendió su mano fuerte y bronceada y se la ofreció. Le lanzó una mirada lasciva, que la hizo sonrojar. De mala gana, Bella levantó su mano, fría como el hielo, y la posó sobre la de él, más grande y tibia. Edward la guió el resto del camino hasta los escalones á el altar. Permaneció de pie, alto y poderoso, ataviado regiamente en terciopelo negro y blanco inmaculado. Para la joven, aquel hombre era el mismísimo Satanás. Atractivo, despiadado, demoníaco y capaz de arrancarle el alma sin sentir remordimientos.

Si fuera valiente, se dijo Bella, giraría sobre sus talones en ese mismo instante, antes de pronunciar los votos, y huiría de la aberración que estaban a punto de cometer. Cada día cientos de mujeres daban a luz niños bastardos. ¿Por qué no era igual de valiente que ellas? Seguro que pedir comida y vivir en la miseria era menos perverso que arrojarse por voluntad propia a las llamas del infierno.

Pero mientras discutía con ella misma sobre el paso que se disponía a dar, se arrodilló jumo al capitán y agachó la cabeza para rezar a Dios.

El tiempo se detuvo durante toda la ceremonia y, mientras ésta duró, cada nervio, cada poro de su piel repudió al hombre que permanecía arrodillado a su lado. Las manos delgadas y bien arregladas de Edward captaron durante unos instantes su atención, y la proximidad de su cuerpo dejó en su olfato el aroma de su perfume, en nada parecido a los que usaban muchos hombres para cubrir el hedor de sus cuerpos sucios. Se trataba de una fragancia fugaz, inofensiva, limpia y masculina.

Por lo menos está limpio, pensó.

De repente lo oyó decir ante el requerimiento del sacerdote, con voz firme y fuerte:

—Yo, Edward Anthony Cullen, te tomo a ti, Isabella Marie Swan, como mi legítima esposa...

Por fortuna, Bella pudo pronunciar similares palabras sin vacilar, en un tono suave. Un momento después, Edward le deslizó en el dedo un anillo de oro y, una vez más, ambos agacharon la cabeza ante el sacerdote.

Finalmente, Bella consiguió levantarse a pesar de la debilidad de sus piernas y vio hacer lo propio a su nuevo marido, que la miró con desconsideración, helándole el alma.

—Creo que es costumbre que el novio bese a la novia —comentó. Ella contestó con voz tensa:

—Sí.

Bella temió desfallecer. Su corazón latía desaforadamente. Los largos y bronceados dedos del capitán se deslizaron por su rostro para sujetarlo firmemente y no dejar que lo rehuyera. Con la otra mano a la espalda, por debajo de la cola libre y ondulante del vestido, la atrajo hacia sí en un abrazo brutal y posesivo. Bella abrió los ojos de par en par y palideció. Sintió la mirada de los invitados sobre ellos, pero a Edward pareció no importarle en absoluto. Su brazo era como una barra de hierro que la aprisionaba con fuerza. Edward inclinó la cabeza y la besó apasionadamente. Sus labios ardientes estaban húmedos, reclamándola, insultándola y arrebatándole la dignidad. Bella alzó una mano para intentar separarse de él, sin conseguirlo.

La joven oyó a lord Jenks toser desde un lugar cercano y a su tío murmurar algo ininteligible. Finalmente, el sacerdote le tocó el brazo a Edward y dijo, incómodo:

—Tendrás tiempo para eso más tarde, hijo mío. Están esperando para felicitaros.

Edward aflojó el abrazo y Bella consiguió respirar. La boca le quemaba tras el contacto con los labios ardientes de Edward, las marcas de cuyos dedos aparecían, rojas, en su blanca piel. Se volvió sobre sus piernas débiles y sonrió débilmente mientras lord y lady Jenks se acercaban a ella. El dulce anciano la besó paternalmente en la frente.

—Espero no haberme equivocado, Bella—comentó echando un vistazo al capitán Cullen, que permanecía erguido e inflexible junto a ella—. Mi intención era que cuidaran de ti, pero...

—Por favor —murmuró la muchacha, colocando sus dedos frágiles sobre la boca del anciano.

No podía permitir que acabara la frase. Si oía todos sus temores en boca de lord Jenks, huiría de aquel lugar gritando y rasgándose las vestiduras en un arrebato de locura.

Lady Jenks observó con timidez al capitán. Éste miraba fríamente al frente, con las manos a la espalda. Parecía estar sobre la cubierta de su barco, escrutando el horizonte. La señora abrazó a Bella con lágrimas en los ojos. Ambas mujeres, menudas y delgadas, se apoyaron la una sobre la otra intentando calmar su angustia.

De repente, y como si se le acabara de ocurrir, lord Jenks hizo una propuesta:

—Pasaréis la noche en Hampshire Hall. Estaréis más cómodos que en el camarote del barco.

No añadió que de ese modo podría acceder fácilmente a cualquiera de las habitaciones de la mansión, si Bella pedía auxilio mientras yacía junto a su nuevo marido.

Edward dirigió una fría mirada al anciano.

—Y, por supuesto, supongo que insiste en ello —refunfuñó. Lord Jenks lo miró fijamente.

—Sí, insisto —dijo con calma.

Edward, cuyo rostro tembló de rabia, guardó silencio, y el anciano sugirió que ya era hora de marcharse al banquete en Hampshire Hall. Asió a la novia con fuerza y dejó que los demás les precedieran al salir de la iglesia.

Bella, nerviosa e inquieta, hubiera preferido salir del brazo de Lord Jenks, pero el capitán no tenía ninguna intención de permitirlo. Su dominio acababa de empezar, y en ese preciso instante Bella comprendió que su vida ya nunca más le pertenecería. Toda ella era de Edward, a excepción, quizá, de su alma, pero sabía que no se detendría hasta conseguir apoderarse también de ésta.

De pronto, y para su consternación, la cola del vestido le impidió proseguir la marcha a lo largo del pasillo. Miró hacia atrás, desesperada, y tiró con fuerza de ella.

—Por favor —susurró con voz trémula, levantando una mano para dar una explicación a Edward de su aparente reticencia a continuar.

Él la miró, se volvió y descubrió que la prenda se había enredado en uno de los bancos de la iglesia. Sonrió con sarcasmo y fue a liberarla. Bella lo observó angustiada, apretando la Biblia en sus manos. Sus palmas estaban húmedas y sus dedos se movían nerviosos. Echó una ojeada al anillo de oro que la distinguía como propiedad del capitán. Le iba grande y se deslizaba con facilidad. Al comprender el significado del objeto, sintió que el pánico se apoderaba de ella.

Edward desenganchó la cola del banco, se colocó el extremo sobre el brazo sin ningún cuidado y regresó de nuevo junto a ella.

—No hay por qué angustiarse, mi amor —dijo en tono de burla—. La prenda está intacta.

—Gracias —murmuró ella dulcemente, alzando vacilante los ojos para encontrar los de él—. Si fuera un hombre, te aseguro que no te reirías de ese modo —masculló de repente con todo su odio.

Edward enarcó una ceja y replicó despiadadamente:

—Si fueras un hombre, querida, no estarías aquí.

Bella se ruborizó intensamente. Encolerizada y humillada, intentó desasirse, pero lo único que consiguió fue que él la sujetara con más fuerza.

—No puedes volver a huir de mí, belleza mía —apuntó con calma, disfrutando de la angustia que había provocado en la joven—. Ahora eres mía para siempre. Casarte conmigo era lo que querías y eso es lo que tendrás hasta el resto de tus días... a menos que por alguna casualidad, te quedes viuda. Pero no temas, amor mío, no tengo intención de abandonarte demasiado pronto.

Bella palideció ante sus befas insensibles. Se mareó y tambaleó, casi desplomándose al suelo. Edward la sujetó, atrayéndola hacia él. Luego alzó su mentón para poderle mirar a los ojos. Los de él ardían en deseo.

—Ni tu lord Jenks podrá salvarte de mí ahora, aunque sé que lo intentará: pero

¿qué es una sola noche treme a todas las que tenemos por delante?

Esas palabras la turbaron profundamente. Estaba aterrada y se sentía tan débil que tuvo que apoyar su cabeza en los brazos de Edward.

—Qué bella eres, mi cielo —murmuró él con voz ronca—. No voy a cansarme de ti tan rápidamente.

Lord Jenks, nervioso y tenso ante la demora de los novios, no pudo esperar más y entró. Allí se encontró a Bella recostada en los brazos del novio, con los ojos cerrados y muy pálida.

—¿Se ha desmayado? —preguntó ansioso al novio, acercándose a ellos. La pasión se desvaneció y Edward echó una rápida ojeada al anciano.

—No —contestó y volvió a mirar a su esposa—. Estará bien dentro de un momento.

—Entonces vámonos —lo urgió el anciano, irritado—. El carruaje está esperando.

—Se volvió y se marchó. Edward abrazó a Bella intensamente.

—¿Quieres que te lleve, mi amor? —inquirió socarronamente, con una sonrisa sarcástica. Bella abrió los ojos.

—¡No! —gritó, apartándose de él con un repentino arranque de orgullo y energía. Edward estalló en carcajadas haciendo que Bella se enderezara todavía más. Ella le dio la espalda y se dispuso a alejarse de él. Pero la cola del vestido todavía estaba en posesión de su nuevo marido y cuando la longitud se agotó, no pudo seguir avanzando. Lanzó una mirada atrevida a su esposo y comprobó que no tenía intención de soltarla. Edward esbozó una sonrisa irónica y ella tuvo que regresar de nuevo junto a él.

—No podrás huir de mí, cariño —comentó—. Soy posesivo por naturaleza.

—Entonces tómame aquí mismo —escupió ella con odio—, pero, apresúrate porque los invitados esperan.

Las facciones de Edward se tensaron y su mirada se hizo más fría.

—No —respondió, asiéndola del brazo—. Te tomaré para mi goce lentamente y en mis ratos de ocio. Ahora vamos, pues como tú bien has dicho, nos esperan.

Al salir de la iglesia les aguardaba una lluvia de trigo. Lady Jenks no podía permitir que la ceremonia de Bella finalizara sin esa costumbre. Unos minutos más tarde, todos se dirigieron hacia el carruaje que les estaba esperando. Tía Didyme permaneció en silencio ante la proximidad del yanqui. Tío Marcus, dubitativo e inseguro, ayudó a lady Jenks a bajar por las escaleras de la catedral, y su marido, lord Jenks, quedó rezagado, observando cómo el capitán Cullen asistía a su joven esposa. Tío Marcus les ofreció la mano a su mujer y a lady Jenks para ayudarlas a ascender al carruaje; luego subió él.

Cuando Bella se aproximó al coche, vio a los tres apretujados en uno de los lados. Lady Jenks sufriendo por estar en medio, pero sin emitir ni una queja, sino, por el contrario, soportándolo estoicamente con una leve sonrisa. Bella se alzó las faldas para ascender al lando y, gratamente sorprendida por su marido, se vio elevada en sus brazos y acomodada en el coche. Sin darle las gracias por semejante bochorno, se hundió en el asiento y lo fulminó con la mirada. Pero Edward no se percató, pues también él estaba ocupado acomodándose en el asiento. Una vez arriba, se dejó caer al lado de Bella, quien fue aplastada sin piedad cuando lord Jenks se sentó a su otro costado. Trató de sentarse en el borde del asiento para estar más cómoda, pero comprobó que no podía moverse pues su marido se había sentado sobre sus faldas. Se volvió para protestar, pero Edward miraba por la ventanilla con expresión de ira. Un murmullo ininteligible escapó de sus labios mientras volvía a apoyarse en el asiento, muerta de miedo ante semejante visión. Sus cuerpos estaban muy juntos; el hombro de Edward sobre el de ella, la parte trasera de su brazo rozándole los senos y su recio muslo presionando el de la joven.

Mientras el carruaje recorría las calles adoquinadas, Bella hizo un tímido intento de conversar con lord y lady Jenks, igual de tensos que ella. El tono que finalmente consiguió emitir al hablar fue casi inaudible a causa del nerviosismo. Decidió permanecer en silencio el resto del interminable y tortuoso trayecto. Bella se preguntó si al llegar le quedaría algún hueso sano en el cuerpo. Aunque lord Jenks no era un hombre demasiado corpulento, era más grande que ella, y entre éste y su marido, cuya complexión ancha y alta no dejaba ni un centímetro libre, Bella dudaba que aguantara mucho más. La presión del brazo de Edward contra su pecho le impedía respirar con normalidad.

Finalmente, el carruaje se detuvo frente a Hampshire Hall. Primero descendió Edward, quien ágilmente abrazó a Bella y la bajó del coche. Una vez en tierra, la

joven se alisó el vestido y se echó la extensa cola sobre su brazo con un arrogante movimiento de cabeza. En el interior de la mansión, se detuvo para desprenderse de la pesada capa, pero, para su desazón, se encontró con que Edward estaba allí para ayudarla. Sus manos actuaron con gran destreza.

Al entrar en el comedor el banquete de bodas ya estaba dispuesto sobre la mesa. Lord y lady Jenks tomaron sus respectivos asientos a los extremos de la mesa e indicaron a Bella y a Edward que se sentaran a un lado, y a tío Marcus y tía Didyme al otro. Luego alzaron sus copas para brindar por la joven pareja.

—Por un feliz y próspero matrimonio, y olvidemos cuanto ha acontecido aquí anteriormente —propuso lord Jenks. Luego añadió—: Y por que el bebé sea un varón sano.

Bella se sonrojó mientras se llevaba la copa a los labios. No bebió. No deseaba un varón. Sabía que conferiría a Edward más confianza. Lo miró, y vio que se había bebido la copa de un trago. Eso hizo que sintiera todavía más repulsión hacia él.

Bella pensó que la cena había transcurrido demasiado rápido, a pesar de que para cuando abandonaron la mesa ya eran más de las once de la noche. Los hombres se dispusieron a tomar coñac en el salón, mientras lady Jenks empujaba a tía Didyme a sus aposentos y acompañaba a Bella a la alcoba preparada para ella y para el yanqui. Dos doncellas jóvenes y risueñas estaban esperando a la joven novia. Un camisón de gasa azul transparente yacía sobre la cama. Al verlo, Bella palideció, pero lady Jenks la condujo a un banco frente a un enorme espejo y le indicó que se sentara.

—Iré en busca de un par de copas de vino —murmuró besándole en la frente—.

Quizá te ayude.

Cuando una de las doncellas la despojó del vestido de novia y desenrolló su cabello, Bella comprendió que ya nada la protegería de su miedo. Tendría que estar inconsciente, de lo contrario el pánico se apoderaría de ella.

Le cepillaron el cabello un centenar de veces, hasta dejárselo suelto y ondulado. Le llegaba hasta las caderas. Las doncellas se llevaron todas sus ropas, sin dejarle siquiera una bata. Y allí, sentada sobre la cama, vestida con la gasa transparente que únicamente disimulaba su desnudez, intentó sosegarse y prepararse para la penosa experiencia que estaba a punto de padecer.

Oyó pasos fuera de la habitación, pero suspiró aliviada al comprobar que eran de una mujer.

Lady Jenks abrió la puerta y entró con una bandeja portando una licorera con vino y dos copas. La depositó sobre la mesa que había junto a la cama, y le sirvió una a Bella mientras inspeccionaba el trabajo que las doncellas habían hecho con ella.

Asintió en señal de aprobación.

—Ahora estás mucho más bella, querida, que con el vestido de novia, aunque parezca imposible —comentó—. Me he sentido muy orgullosa de ti. Hubiera deseado disponer de más tiempo para organizar una fiesta mejor. Estabas para lucirte. Cómo lamento que tu madre muriera tan pronto y ni siquiera te conociera. Habría estado muy orgullosa de ti.

—¿Orgullosa de mí? —preguntó Bella con tristeza mirándose el vientre—. Os he traído la desgracia a todos —añadió con lágrimas en los ojos.

Lady Jenks sonrió con dulzura.

—Tonterías, querida —le tranquilizó—. A veces una joven no puede evitar que le sucedan determinadas cosas. Es simplemente una víctima de las circunstancias.

—O de los yanquis —murmuró Bella. La señora se echó a reír.

—Sí, o de los yanquis —repitió—, pero por lo menos es joven, apuesto y limpio. Cuando mi marido me contó lo de tu embarazo y me dijo que el culpable era un marino

yanqui, me preocupé tanto que estuve a punto de enfermar. Pensé que se trataba de un viejo lascivo. Incluso tu tía me confió que esperaba a un hombre así. Seguramente se llevó un enorme disgusto cuando vio que no lo era, teniendo en cuenta cómo te ha hecho sufrir durante todo este tiempo. Pero él es tan apuesto. Evidentemente, vuestros hijos serán sanos y hermosos, e imagino que tendréis muchos.

Al recordar el abrazo apasionado que el capitán Cullen le había dedicado a la joven novia y la implacable expresión de su rostro momentos después, la voz de lady Jenks se fue apagando hasta convertirse en un suspiro.

—Sí —susurró Bella. Tragó saliva con dificultad y añadió levantando la voz—: Sí, supongo que tendremos muchos.

Pensó en la facilidad con que Edward había plantado su semilla en ella. No tenía la menor duda que daría a luz a muchos vástagos.

Lady Jenks se incorporó para marcharse. Bella la miró en actitud implorante.

—¿Debe irse ya? —preguntó con voz temblorosa. La mujer asintió lentamente.

—Sí, querida —repuso—. Ya no podemos contenerlo más tiempo. Estaremos cerca por si nos necesitas.

Las palabras de la mujer no pasaron inadvertidas. Bella sabía que si pedía auxilio, vendrían a socorrerla aun sin poseer el derecho a interferir en la pareja.

Se quedó sola y horrorizada una vez más. Después de haber saboreado las burlas amargas de su marido, estaba decidida a no acobardarse ante él. Que me encuentre dispuesta, pensó con picardía. Entonces no me hará daño.

La espera tuvo un fin repentino. Las fuertes pisadas de su esposo en el pasillo la sobresaltaron. Vio que se abría la puerta y su rostro ardió al topar con los ojos verdes. Una llama se encendió en el interior de Edward al contemplar el exquisito cuerpo de su mujer.

Bella se incorporó, muy incómoda, el corazón latiéndole salvajemente. La colcha había sido recogida a los pies de la cama, fuera de su alcance.

Anheló llegar hasta ella y echársela por encima. La prenda que llevaba, el suave velo azul, era más revelador que la propia desnudez. Estaba atado a la cintura por unas cintas, pero de la cintura para arriba y de la cintura para abajo llevaba una abertura sin ningún otro tipo de adorno que lo sujetara.

Como resultado de ello, los laterales de los pechos estaban desnudos, expuestos a su mirada, al igual que sus piernas largas y esbeltas. Lo más difícil que Bella había tenido que hacer en toda su vida era permanecer allí sentada, tranquilamente, frente a ese hombre, y dejar que la contemplara con expresión de deseo.

—Eres muy bella, mí amor —afirmó él con voz ronca acercándose a la cama. Sus ojos eran como llamas que la abrasaran. Llegó hasta ella y la atrajo hacia sí—. Eres incluso más hermosa de lo que recordaba.

Todavía arrodillada, permitió, aunque reticente, que Edward la abrazara. Sintió cómo sus manos se deslizaban sin ningún cuidado por debajo de la gasa, sobre sus nalgas, y cómo inclinaba la cabeza lentamente hacia ella. Esperó su beso, pero antes de recibirlo, el hombre la despojó de la prenda y se rió con tunantería.

—Estás más deseable ahora, mi amor —susurró—. ¿Realmente lo hace tan diferente el matrimonio? ¿Era esto lo que debías obtener por vender tu cuerpo? Y llegué a pensar que por fin había encontrado a una mujer pura de corazón, decidida a entregarse únicamente por amor e incapaz de vender su cuerpo a un hombre.

—¡Bastardo indeseable! —gritó furiosa, intentando desasirse de él—. ¿Y qué es lo que yo tengo que decir al respecto? Me violarás como lo hiciste la otra vez, da igual si peleo o no.

—Estáte quieta —le advirtió él, atrayéndola bruscamente e inmovilizándola—.¿Quieres que los demás te oigan y echen la puerta abajo? Lord Jenks está esperando la ocasión de hacerlo.

—¿Y a ti qué más te da? —lo provocó ella maliciosamente—. Eres más fuerte que él. ¿Qué más te da si tienes que echarlo de aquí antes de finalizar tus asuntos conmigo?

Uno de los músculos de la mejilla de Edward se tensó. Bella conocía muy bien el tic nervioso y sabía que conllevaba peligro. El hombre le miró fijamente con sus intensos y fríos ojos verdes.

—No ejercería mis derechos maritales esta noche ni aunque fueras la última mujer que quedase sobre la faz de la tierra —le espetó con desprecio.

Bella dejó de luchar de inmediato. Alzó la vista muy sorprendida y se preguntó si había oído correctamente. Edward entornó los párpados y esbozó una de sus sonrisas burlonas, mostrando una dentadura reluciente que contrastaba con su tez morena y su barba.

—Has oído bien, querida —repuso él—. No tengo intención de hacerte el amor en esta casa, esta noche. —Haciendo caso omiso de la expresión de alivio de la joven, añadió—: Cuando decida disfrutar de ti, mi amor, será a mi manera, en mi propia casa, o en mi propio barco, y no donde otro hombre esté esperando ansiosamente para irrumpir y separarnos. Y, por supuesto, no cuando ese hombre esté enarbolando un hacha sobre mi cabeza.

—¿Un hacha? —repitió inocentemente, relajándose contra él.

—No me digas que no sabes nada —apuntó Edward—. Claro que estabas enterada de su plan. No puedo creer que no estuvieras involucrada en él.

—No sé de qué me estás hablando —contestó ella con prudencia. Edward solió una carcajada llena de amargura.

—Siempre tan inocente ¿eh, mi cielo? —Bajó la mirada hacia sus senos, acariciando con los dedos uno de los laterales que la gasa delicada y fina no alcanzaba a cubrir. Luego le rozó el pezón con el pulgar y continuó suavemente—: Siempre inocente. Siempre bella. Siempre fría.

Bella permitió que Edward la acariciara. Estaba siendo muy tierno y decidió no irritarlo, siempre y cuando no llegara más lejos. Al fin y a la postre se trataba de su marido. La joven prosiguió con su interrogatorio. Quería saber de qué hacha hablaba.

—¿Cómo te obligaron a casarte conmigo? —preguntó dulcemente.

Edward le besó el cabello, luego el cuello. Bella se estremeció involuntariamente al sentir la intensidad de su deseo. Luego le acarició el pecho, parecía no querer detenerse. La muchacha se apartó nerviosa, temiendo que no cumpliera con su palabra. Alcanzó la colcha, tiró de ella y se cubrió.

—¿Vas a contármelo o no? —insistió mirándolo fijamente. Edward se ensañó con ella.

—¿Por qué debería hacerlo? Ya lo has oído todo. Pero si realmente es tan importante para ti, tendré que contártelo. Tu querido magistrado iba a declararme culpable de contrabando y venta de armas a los franceses, aunque sabe que soy completamente inocente. Me habría enviado a prisión, requisado el barco, y Dios sabe qué le hubiera ocurrido a mi plantación. Debo admitir que tu amiguito es muy astuto. — Se despojó del abrigo, lo lanzó sobre una silla y empezó a desabrocharse la capa—.¿Sabías que estoy... o mejor dicho estaba prometido y me iba a casar al regresar a casa? ¿Qué se supone que debo decirle ahora a ella, a mi prometida? ¿Que te vi y no pude resistirme? —Se detuvo por un instante para quitarse la camisa, dirigiéndole una mirada llena de rabia—. No me gusta que me obliguen, querida. Va en contra de mis principios. Si hubieras venido a mí cuando te enteraste de que estabas embarazada, te habría ayudado. Incluso me habría casado contigo, si eso es lo que deseabas de verdad, pero enviarme a tu poderoso amigo para que me amenazara, no ha sido una acción muy inteligente de tu parte.

Con los ojos completamente abiertos y aterrada, Bella se encogió bajo las sábanas como si éstas pudieran protegerla de las manos salvajes de aquel hombre. Edward recorrió la habitación, apagando las velas. Ella lo observó cautamente. Se había desnudado hasta la cintura y parecía no tener intención de detenerse ahí, sin embargo, se sentó en una silla próxima a la cama.

—Sabes que eres muy hermosa ¿verdad? —comentó examinándola fríamente—.Podrías haber conseguido a cualquier hombre que hubieras elegido y a pesar de ello, he tenido que ser yo. Me gustaría, si no te importa, que me contaras la verdad. ¿Sabías, quizá, que poseo una fortuna importante?

Ella lo miró extrañada. No entendía por qué le formulaba esa pregunta.

—No sé nada de tu situación financiera —repuso con suavidad—. Eras simplemente el hombre que... que me había robado la virginidad. No podía ir a otro hombre, mancillada como estaba y con un hijo en mi vientre. Habría dado a luz a un bastardo antes de rebajarme tanto.

—Tu honestidad es digna de encomio señora mía —afirmó él en tono de broma, con lo que consiguió encolerizar a Bella, que gritó:

—¿Por qué motivo deberían haber permitido que siguieras tu camino tan alegremente sin enmendar el daño que has hecho?

Edward corrió a su lado al instante.

—Por favor, querida —suplicó, nervioso—, abstente de levantar la voz si no quieres que vengan a hacernos compañía. No tengo ninguna intención de que tu lord Jenks me envíe a prisión porque piense que te estoy maltratando, especialmente después de haberte convertido en mi esposa.

Su ansiedad complació a Bella, que en vez de dejar el interrogatorio, siguió hablando con la voz muy baja.

—Dices que no te gusta la fuerza. Bueno, yo también la odio, pero no pude evitar que me utilizaras para darte placer. Ahora estás furioso porque has tenido que pagar por ello. Y tampoco piensas en el niño que llevo dentro, en lo que habría tenido que sufrir si hubiera sido un bastardo.

—El niño habría estado bien atendido, igual que tú —repuso Edward. Bella rió con displicencia.

—¿Como tu amante y tu bastardo? No, gracias. Antes me cortaría el cuello.

Volvió a aparecer el tic nervioso en la mejilla de Edward, que la contempló fijamente durante un largo rato, haciendo que quedara paralizada como un pajarillo frente a una serpiente. Luego entornó los ojos con expresión burlona.

—Las amantes están mucho mejor atendidas que las esposas —observó—. Habría sido muy amable y generoso contigo.

—O sea, que eso significa que ahora no lo vas a ser —le espetó con sarcasmo.

—Exacto —respondió él suave pero cruelmente, aterrorizándola. Se levantó de la cama y la miró—. Como ya te he dicho, no me gusta que me chantajeen y ya he escogido el castigo que voy a infligirte. Querías seguridad y un padre para nuestro hijo. Lo tendrás, querida, pero no obtendrás ni una cosa más. En mi casa no se te tratará mejor que a una sirvienta. Tendrás el apellido que querías, pero deberás rogarme y suplicarme para que te conceda el menor deseo. No tendrás ni un penique ni llevarás una vida normal. Pero me encargaré de que no tengas que pasar por el bochorno de que se enteren de tu situación. En otras palabras, querida, la posición que creías era tan respetable, no será más que tu propia prisión. No tendrás ni el placer de compartir los momentos más tiernos del matrimonio. Sólo serás una simple sirvienta para mí. Si hubieras sido mi amante, te habría tratado como a una reina, pero ahora sólo me conocerás como tu amo.

—¿Quieres decir que no tendremos... relaciones íntimas? —inquirió muy sorprendida.

—Lo has cogido muy rápido, mi amor —replicó—. No tienes de qué preocuparte en ese sentido. No voy a tirar piedras contra mi propio tejado. Tú sólo eres una mujer entre cientos. Para un hombre es muy fácil encontrar una mujer que satisfaga sus necesidades más básicas.

Bella suspiró aliviada, feliz y sonriente, regodeándose con su buena fortuna.

—Señor, nada me podría complacer más, se lo aseguro —concluyó. Edward la miró fríamente y con desprecio.

—Sí, ya veo que estás muy agradecida, por ahora —apuntó el hombre—. Pero tu infierno sólo acaba de empezar, milady. No me describiría como un tipo agradable con el que convivir. Tengo un humor de perros y podría deshacerme de una fulana como tú sin que nadie se diera cuenta. Así que te aviso, hermosura. No tientes al destino. Ándate con mucho ojo y quizá sobrevivas. ¿Lo has entendido?

Bella asintió sin dar ya las gracias por su buena suerte.

—Ahora, acuéstate —ordenó—. Yo tardaré un rato antes de poder hacer lo mismo.

La muchacha obedeció en el acto. No deseaba enojarle tan pronto. Se deslizó en la cama y se tapó con la colcha, observando con cautela cómo Edward cruzaba la habitación hasta el balcón. Lo abrió y salió. Sin apartar la mirada de él, Bella se retiró hacia su lado de la cama con sumo cuidado, para no atraer la atención de su esposo de nuevo. Al contemplarlo, su postura le recordó, una vez más, a la de un marinero escrutando el horizonte. La luna iluminaba su atractivo rostro y complexión corpulenta. Su piel suave y bronceada resplandecía bajo la luz y Bella se dispuso a dormir con la mirada clavada en él.

Bella se despertó repentinamente al notar que Edward se recostaba en la almohada junto a ella y, adormilada, pensó que la iba a agredir. Se incorporó gritando sobresaltada y levantando un brazo para defenderse de él. Pero el hombre se lo agarró con un gruñido y la volvió a tumbar bruscamente.

—¡Estáte quieta, pequeña insensata! —protestó apoyándose sobre ella—. No tengo la menor intención de pasar la noche sentado en una silla, ni de dejarte la cama a ti sola.

El miedo volvió a apoderarse de ella. Edward se había colocado encima y, en la oscuridad, podía sentir su aliento cálido. La luz de la luna se filtraba por uno de los balcones, dibujando su perfil encolerizado.

—No quería gritar —susurró Bella atemorizada—. Es que me sobresalté.

—¡Por el amor de Dios, sobresáltate en otro momento! —exclamó Edward—.Tengo aversión a los calabozos.

—Lord Jenks no lo haría... —empezó a decir suavemente.

—¡Un cuerno no lo haría ahora que ya tienes mi apellido y tu honor está restablecido! —gruñó—. Pero si tu lord ahora decidiera que haberte entregado a mí había sido una imprudencia, no dudes que continuaría con su amenaza y me metería en prisión con la única intención de alejarme de ti. Así que, a pesar de lo que sientas por mí, si quieres que tu hijo crezca con un padre, por favor, no le animes.

—No era ésa mi intención —replicó Bella en voz baja.

—Tampoco hubiera permitido que lo hicieses —espetó Edward.

—¡Sinvergüenza! —resopló, casi sin aliento—. ¡Vil, grosero, odioso violador y mancillador de mujeres! Te odio y te detesto.

Edward la atrajo hacia él con fuerza, amenazándola con su cuerpo delgado y fuerte y dándole un rápido y recio abrazo silenciador.

—Ten cuidado, hermosura, o te mantendré realmente ocupada —la previno—. Puedo detener tus gritos fácilmente. No me desagradaría lo más mínimo ejercer mis obligaciones maritales.

Bella exhaló un gemido ante el fuerte abrazo de su esposo, creyendo que sus brazos iban a aplastarla. Pudo sentir los muslos del hombre presionando sus piernas, percatándose de que ella era la única que estaba parcialmente vestida. Pero la gasa era un consuelo demasiado ínfimo, pues dejaba al aire uno de sus senos, ahora aplastado contra su torso. No había duda de cuáles eran sus intenciones.

—Por favor —suplicó mientras el abrazo se hacía todavía más intenso—. Me portaré bien. No me hagas daño.

Las fuertes carcajadas de Edward la estremecieron. Continuaba abrazándola. De pronto la soltó y la recostó sobre la almohada.

—Duérmete. No te molestaré.

Bella se tapó hasta el cuello y se hizo un ovillo en su lado de la cama, mirándolo mientras temblaba violentamente. La luz de la luna iluminaba la habitación. Bella pudo ver a Edward, estirado boca arriba con los brazos detrás de la cabeza con los ojos abiertos mirando al techo. A pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, creyó distinguir el tic nervioso en la mejilla de su esposo.

—¿Dónde vives? —preguntó la muchacha después de un rato.

—En Charleston, en las Carolinas —contestó con un profundo suspiro.

—¿Es bonito? —se aventuró a preguntar de nuevo.

—Para mí, sí. A ti seguramente no te gustará —contestó con frialdad.

Bella no se atrevió a preguntar nada más sobre su nuevo hogar. Ya había sido lo suficientemente valiente por el momento.

Al romper el alba, una brisa helada se coló por las puertas abiertas del balcón y despertó a Bella. Al principio, sintiéndose indispuesta, no reconoció el lugar en el que se encontraba. Pero rápidamente identificó al hombre que yacía junto a ella y al que se había abrazado, seguramente en busca de calor. Tenía la mano izquierda sobre el vello negro y rizado del torso de Edward y la mejilla apoyada contra su robusto hombro. Él dormía profundamente, con el rostro relajado, ligeramente entornado hacia ella. Sin moverse por miedo a despertarlo, la joven se dedicó a estudiarlo a su antojo.

Sus ojos siguieron los labios firmes y rectos, ahora suavizados por el sueño, las pestañas largas y oscuras y las mejillas bien bronceadas.

Es un hombre realmente atractivo, pensó. Tal vez no sea tan malo tener un hijo suyo.

Edward se revolvió ligeramente y apartó su rostro, dejándola con la mirada puesta en su desgreñada cabellera. Se miró el anillo que llevaba en el dedo anular y se maravilló del brillo del oro. Quedaba muy raro en su mano, y la hacía sentirse extraña. La idea de ser la mujer del capitán Cullen adquirió una nueva dimensión. Era lo que él había dicho la noche anterior; sería suya hasta el resto de sus días. Seré suya para la eternidad, rumió para sus adentros.

Bella le cubrió el torso con las sábanas, con cuidado para no despertarlo.

Enseguida se dio cuenta del error que había cometido al pensar que tenía frío, pues al cabo de un momento. Edward apartó las sábanas de una patada haciendo que Bella se ruborizara intensamente.

Su cuerpo yacía completamente desnudo ante ella. Bella no apartó la mirada, sino todo lo contrario. Permaneció con sus ojos puestos en él, estudiando su cuerpo pausadamente y con interés, saciando su curiosidad.

No veía la necesidad de tener que escuchar de otros lo que podía comprobar por ella misma; era perfecto, igual que una bestia enorme y salvaje de la jungla. Músculos largos y flexibles espléndidamente trabajados, un vientre fuerte y liso y caderas estrechas. La mano fina y blanca de Bella quedaba totalmente fuera de lugar sobre el torso bronceado y poblado.

Perturbada por la extraña excitación que se había despertado en su interior, la joven se separó de él y se acurrucó en su lado de la cama. Luego se volvió, intentando no pensar en la forma en que sus ojos se habían regocijado con su cuerpo. Miró a través del balcón y vio caer una hoja. Se arrebujó en la colcha deseando tener la sangre tan caliente como la del hombre que tenía a su lado.

Hacía rato que el reloj de la repisa había dado las nueve cuando las dos risueñas doncellas regresaron a vestirla. Llamaron con suavidad a la puerta y Bella pudo oír sus risas. Realmente la exasperaban. Se levantó y, sonrojada, se volvió para contemplar a su marido. Comprobó que seguía dormido y destapado. Se aproximó a la cama con cautela para ocultar su desnudez con la sábana. Edward despertó inmediatamente. La joven retrocedió sobresaltada. Al sentir la mirada rabiosa de Edward y darse cuenta de las reveladoras aberturas de la fina gasa, se ruborizó todavía más.

Una sonrisa lenta y divertida cruzó el semblante del hombre. Bella, incómoda, se dirigió a la puerta sabiéndose observada.

Las dos doncellas entraron a la vez, una de ellas con una bandeja repleta de comida. Echaron una ojeada a la habitación con curiosidad, esperando descubrir algún secreto de la noche anterior. Volvieron a reír al ver a Edward recostado sobre los cojines y tapado únicamente hasta la cintura. Él también rió divertido ante el nerviosismo de las jóvenes. Sin embargo, Bella deseaba pellizcarlas a las dos, sobre todo cuando se quedaron contemplando el cuerpo de su marido con una mirada hambrienta, haciéndole dudar de que fueran realmente dos doncellas castas tal y como implicaba semejante agitación.

Ambas se dirigieron hacia Edward para mostrarle la variedad de alimentos que había en la bandeja. Bella esperó con impaciencia a que acabaran de arrullarlo, de extender una servilleta sobre su regazo con exasperante lentitud y de servir el té.

Entretanto, el capitán observó el rostro furioso de Bella y le hizo una mueca de burla. Ella se volvió enfadada.

Al final las doncellas parecieron recordar cuáles eran sus obligaciones y regresaron a atender a Bella. Le prepararon un baño con esencia de rosas y sacaron de nuevo su vestido de novia, pues era el único que poseía. La despojaron de la fina gasa azul ante la mirada interesada y atenta de su marido y la ayudaron a introducirse en la bañera.

Sus risillas continuaron mientras le frotaban los brazos y la espalda, pero al lavarle los hombros y el pecho, Bella no aguantó más. Les arrebató la esponja y el jabón de las manos con impaciencia y les gritó que la dejaran en paz. Al oír a Edward burlarse de ella, se lamentó por no haber sido más tolerante. Le lanzó una mirada colérica, el odio creciendo una vez más en su interior. No se atrevió a insultarlo por temor a que utilizara sus crueles manos para acallarla. Además, no tenía ninguna intención de darles a esas muchachas delgaduchas y simples la satisfacción de saber que entre el atractivo hombre y ella, no existía el amor de dos recién casados.

Se levantó de la bañera, con un resplandor húmedo y tenue, y permitió que las doncellas volvieran a asistirla. Permaneció inmóvil mientras la secaban ante el examen despiadado de Edward. La intensidad y calma de su mirada hicieron que se ruborizara. Deseaba volver a ponerse la prenda, aunque su transparencia y escote apenas la

reconfortaban. Una vez la hubieron peinado, se sintió igual de agitada que sus asistentes y se maldijo en silencio por dejar que la aprobación de Edward la pusiera tan nerviosa.

Pero era lo mínimo que podía sentir con el hombre estudiándola minuciosamente apoyado contra los almohadones de satén y con esas muchachas importunándola.

Bella suspiró aliviada cuando terminaron y se apartaron congratulándose por la maestría con la que habían desempeñado su trabajo. Pero su tranquilidad se vio truncada de repente cuando Edward se incorporó arrastrando una de las sábanas que se enrolló hábilmente sin revelar más partes de su anatomía a las doncellas; la sujetó alrededor de sus caderas estrechas y besó a su mujer en uno de los senos voluptuosos que sobresalían por encima del encaje de la excitante prenda.

—Una experiencia gratificante, mi amor —susurró—. Debo admitir que nunca antes había tenido el placer de presenciar el aseo de una dama.

Durante unos instantes, sus ojos se encontraron en el espejo, los de él, cálidos y devoradores; los de ella, nerviosos e indecisos. Pero ante la mirada de admiración de su esposo, Bella bajó la vista y se sonrojó sintiendo, una vez más, de roce de sus labios sobre su seno y una agitación extraña.

Oyó su suave risa y vio cómo se volvía para besar la mano de las doncellas, actuando como si estuviera completamente vestido. Se mostraba sosegado y terriblemente seguro de sí mismo.

—Lo han hecho verdaderamente bien, señoritas —las felicitó—. Mi esposa está muy agradecida.

Las dos muchachas casi se desmayaron. Nunca las habían tratado de esa manera, y menos un espécimen tan magnífico como aquél. Se apoyaron la una sobre la otra sin cesar de reír y se apresuraron a prepararle el baño.

Cuando finalmente salieron de la habitación, Bella se levantó airosa del banco y se dirigió a la cama hecha una furia en busca de su vestido.

—¿Qué necesidad tenías de hacer eso? —espetó—. Deberías haberlas reprendido severamente por la forma en que han actuado y, en vez de eso, las has animado para que lo hicieran incluso peor.

Edward esbozó una sonrisa lentamente, mirando agradecido la delicada espalda de Bella.

—Lo siento, mi amor —se disculpó—. No me he dado cuenta de que estuvieras tan celosa.

Con los ojos echando chispas, la joven se dio media vuelta, encolerizada, preparada para proferirle una retahíla de insultos, pero Edward simplemente rió dejando caer la sábana a sus pies.

—¿Me ayudas a bañarme, mi cielo? —inquirió con sarcasmo—. Tengo verdaderos problemas para frotarme la espalda.

Bella tartamudeó y se ruborizó. Sus odiosos modales le hacían hervir la sangre.

Tal como estaba, allí, de pie, totalmente desnudo frente a ella y hablándole con esa tranquilidad pasmosa que tanto le divertía, Bella no pudo más que darse la vuelta y bajar la vista. No podía quedarse delante de él y maldecir su conducta vergonzosa, estando él desnudo. Edward esperó su respuesta relajado, con las manos en las caderas y una rodilla doblada. Ella lo odiaba por su frialdad, por su mirada burlona, pero no era capaz de insultarle.

Recogió la esponja y el jabón, haciendo rechinar los dientes, y se dirigió a la bañera, luego lo esperó muy tiesa junto a ésta sintiendo sus burlas. Finalmente, Edward se metió en el barreño lleno de agua caliente. Bella dudó durante unos instantes apostada sobre su espalda, luego, con fría determinación, se inclinó y empezó a

enjabonársela. Se la restregó con fuerza, descargando toda su rabia en ella. Cuando hubo concluido, satisfecha, la tarea. Edward esbozó una sonrisa y observó:

—Todavía no has terminado, cielo. Me gustaría que me lavaras el cuerpo entero.

—¡El cuerpo entero! —exclamó, incrédula ante lo que acababa de oír.

—Por supuesto, cariño. Soy un hombre realmente perezoso —afirmó. Bella lo maldijo en voz baja. Sabía que la había obligado a bañarlo porque necesitaba saciar su sed de venganza. Lo único que pretendía con esa excusa era hacer ostentación de su poder. Edward sabía perfectamente que para Bella tocarlo era una verdadera agonía. Había escogido la tarea íntima del aseo como castigo; y ella hubiera preferido recibir una paliza antes que tener que hacerlo. Él lo sabía muy bien.

Con gran desprecio, asió bruscamente la esponja y se inclinó para continuar mientras él se recostaba en la bañera. Restregó la pastilla de jabón por el vello del pecho y los hombros anchos. Le ardía el rostro ante el tranquilo análisis al que estaba siendo sometida. La mirada impávida de Edward acarició los brazos blancos, el cuello largo y delgado y finalmente el busto, cuya belleza se revelaba con cada movimiento, al mostrar parte de uno de sus senos redondeados.

—¿Te gustaba alguien en el pueblo de tu tío? —preguntó Edward de repente con la frente arrugada.

—No —respondió secamente. Un segundo después, se arrepintió de no haber sido un poco más astuta.

La arruga de la frente de Edward se desvaneció. Con uno de sus dedos mojados le acarició los pechos y luego sonrió.

—Estoy seguro de que había muchos hombres que estaban locos por ti — afirmó.

Muy enfadada, la muchacha se subió la gasa para ocultar sus senos y secarse las gotas que le caían por el escote. Reanudó la actividad y, una vez más, la gasa se deslizó, ya bastante mojada.

—Había unos cuantos, pero no tienes de que preocuparte —le aseguró—. No eran como tú. Ellos eran unos caballeros.

—No estoy preocupado en absoluto, mi cielo —respondió con calma—. Sé que estabas muy bien protegida.

—Sí—replicó con sarcasmo—. De todos menos de ti.

Edward soltó una carcajada y le dirigió una mirada arrolladora.

—Fue todo un placer, cariño. Bella se puso hecha una furia.

—¡Y supongo que haberme dejado embarazada también complace tu ego masculino! ¡Debes de estar muy orgulloso de ti mismo! —gritó.

Edward esbozó una sonrisa burlona.

—No me desagrada. Resulta que me gustan bastante los niños —afirmó.

—Oh, eres... eres... —farfulló furiosa. La sonrisa se desvaneció con una velocidad aterradora.

—Acaba con el baño de tu marido, querida —ordenó con sarcasmo.

Bella ahogó un sollozo y apretó la esponja contra la rodilla de Edward. Ya le había aseado toda la parte superior. Ahora restaba la parte inferior del cuerpo y no se sentía tan familiarizada con él como para hacerlo. Las lágrimas empezaron a brotar y descender por sus mejillas.

—No puedo —gimió.

Edward levantó su rostro con suavidad y la miró intensamente a los ojos.

—Si elijo yo, sabes que tendrás que hacerlo ¿verdad? —la previno. Bella cerró los ojos casi agonizando y asintió con la cabeza.

—Sí —afirmó con tristeza llorando a lágrima viva. Edward la acarició.

—Entonces recoge mis ropas, ¿lo harás, cielo? Estoy seguro de que todo el mundo está esperando a ver cómo has pasado la noche.

Bella, agradecida, empezó a recoger la ropa esparcida por el suelo de la habitación. Estaba realmente complacida por la indulgencia de su esposo. Pasaría mucho tiempo hasta que volviera a insultarlo o a importunarlo. Debía recordar que a Edward le disgustaba la insolencia y que no la toleraría. Había sido indisciplinada y, de ahora en adelante, complacería su voluntad como una esposa obediente. Era demasiado cobarde. No tenía el valor para actuar de otro modo.

Dejaron la habitación, caminando uno junto al otro en silencio. Bella, muy dócil, incluso le dedicó una tímida sonrisa cuando Edward deslizó la mano por detrás de su cintura.

En el salón, las dos parejas los esperaban con ansiedad, aunque tía Didyme por una razón completamente distinta. Esperaba lo peor, pero al ver a su sobrina entrar tranquilamente junto al hombre, frunció el entrecejo sombríamente. Su señoría se acercó a Bella y la abrazó.

—Estás radiante como siempre, pequeña —afirmó aliviado.

—¿Acaso esperaba otra cosa, milord? —inquinó Edward fríamente. Lord Jenks se echó a reír.

—No me guarde rencor, hijo —le pidió—. Para mí, la felicidad de Bella es lo primero.

—Sí, lo ha dejado perfectamente claro —replicó Edward—. Ahora ¿me está permitido llevármela a mi barco hoy o debemos aceptar de nuevo su obligada hospitalidad?

Era muy difícil enojar a lord Jenks cuando estaba de buen humor.

—Por supuesto, puede llevársela con mi bendición. Pero antes ¿se opondrá a tomar el almuerzo con nosotros? No es una orden, sino una invitación. Si no se siente con ganas, lo entenderemos. Es que simplemente detestamos ver partir a Bella. Es como si se tratara de nuestra propia hija.

—Supongo que no nos hará ningún mal si nos quedamos —contestó Edward secamente—. Pero debo regresar a mi barco tan pronto acabemos. He estado demasiado tiempo alejado de él.

—Por supuesto, por supuesto. Nos hacemos cargo —replicó lord Jenks—. Pero desearía discutir con usted el tema de la dote de Bella. Estamos dispuestos a arreglar este asunto generosamente.

—No quiero nada de ustedes, señor —replicó Edward.

Su respuesta dejó a todos perplejos. A Bella a la que más. Su señoría se quedó mirando fijamente al capitán yanqui durante unos instantes, completamente desconcertado.

—¿He oído bien, señor? —preguntó.

—Sí —contestó Edward muy serio—. No tengo ninguna intención de percibir nada por desposarme con mi mujer.

—¡Pero es la costumbre! —insistió el anciano—. Quiero decir, una mujer debe aportar a su marido una dote. Estoy más que dispuesto...

—La dote que me va a aportar es el hijo que lleva dentro, nada más —concluyó—.Soy perfectamente capaz de cuidar de los míos, sin regalos de ningún tipo. De todas formas, gracias por el ofrecimiento.

Bella cerró la boca y se sentó, completamente atónita.

—Loco yanqui —murmuró tía Didyme.

Edward se cuadró ante ella y le hizo una reverencia.

—Viniendo de usted, señora, es todo un cumplido —observó.

Tía Didyme se lo quedó mirando a punto de proferir un insulto, pero se lo pensó mejor. Se mordió la lengua y apartó el rostro de la mirada burlona.

—Como usted bien sabe, señora —prosiguió Edward a sus espaldas—, lo que digo es cierto. Sé cuidar muy bien de los míos y de sus deudas.

Bella no entendió el significado de sus últimas palabras, pero Didyme Swan se puso muy pálida y nerviosa. Se negó a mirarlo. Todavía permanecía en silencio cuando uno de los sirvientes irrumpió en la sala para anunciarles que el almuerzo estaba servido.


bueno se casaron pero Edward no esta muy contento... esperemos que no la haga sufrir mucho ya veremos

porque creen que al final Didyme se puso nerviosa? que le insinuó Edward?

leo sus teorias

besos y abrazos