Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)
CAPÍTULO 2
Diez años después, Chihuahua, México
Jessica Stanley se recostó en su novio, Mike Newton, cerrando los ojos mientras daba una larga calada al porro antes de pasárselo a él. Qué cosa, todos los bulos que había oído una y otra vez sobre las cosas malas que podían ocurrirle en México eran pura mentira. México era lo mejor. Quiero decir, ella no era idiota, no se le ocurriría encender un peta delante de un policía mexicano, aunque había oído que lo único que tenía que hacer era enseñarle un billete verde y el problema desaparecía. No estaba ella para gastar su dinero en sobornos.
Ya llevaban allí cinco días. Mike creía que Chihuahua era lo más. Tenía algún proyecto serio sobre Pancho Villa; hasta que llegaron allí, ella había pensado que sería algo así como una casa donde hacían ponchos. El único Pancho que había conocido en su vida estaba en una antiquísima película del oeste, donde un tío con cara de imbécil repetía sin cesar: «¡Oh, Pancho!», dirigiéndose a otro tío aún más idiota con sombrero tejano, pero Mike le dijo que no, que este Pancho era el auténtico. Como si hubiera falsos Panchos. Pero fuera lo que fuera, Mike lo había encontrado. Habían ido dos veces a ver el viejo Dodge lleno de agujeros, supuestamente el mismo donde habían hecho queso suizo al verdadero Pancho, igual que a Bonny y Clide.
Por lo que le concernía a ella, Pancho Villa no era más que un viejo pedorro muerto. Su estúpido Dodge no le importaba un comino. Pero si hubiera conducido un Hummer, entonces hubiera sido divertido.
—Si hubiera conducido un Hummer —dijo—, habría podido pasarles por encima a los gilipollas que le estaban disparando.
Mike salió de su ensimismamiento y parpadeó, confuso.
—¿Quién conduce un Hummer?
—Pancho Villa.
—No, era un Dodge.
—Eso es lo que digo —impaciente, le dio un codazo—. Si hubiera conducido un Hummer, podría haberlos hecho papilla.
—En aquellos tiempos no había nada parecido a un Hummer.
—¡Dios mío! —dijo ella, exasperada—. Eres tan literal. Dije «¡si!». —Agarró el porro y le dio otra calada, después se levantó de la cama—. Voy al baño.
—Muy bien.
Satisfecho por tener el porro para él solo, Mike se recostó en las almohadas y le hizo un gesto de despedida con la mano mientras ella abandonaba la habitación. La chica no le respondió. Ir al baño no la hacía feliz: en aquella planta sólo había uno, para limpiarse había una revista en lugar de papel higiénico, y el olor era asqueroso. Pero Mike había insistido en alojarse allí, en lugar de ir a uno de los buenos hoteles, porque las habitaciones eran muy baratas. Por supuesto que eran baratas: ¿quién sería tan idiota para pagar un precio alto por alojarse allí? Y estaba muy cerca del mercado, lo que era cómodo.
La maría la había reblandecido, pero no tanto como para que el baño no la irritara. Además, la cerradura estaba rota. Habían atado un cordón de zapatos en torno al pomo, y en el marco, junto al pomo, había un clavo. Para mantener cerrada la puerta, se ataba el extremo del cordón al clavo. La puerta se mantenía cerrada, pero ella no tenía mucha fe en el método. Así que cuando tenía que ir, se apresuraba a terminar lo antes posible.
Oh, mierda, se le había olvidado la linterna. Nunca se habían apagado las luces cuando ella estaba en el baño, pero todo el mundo insistía en que aquello pasaba de vez en cuando y ella tenía miedo de la oscuridad, por lo que había prestado atención a la advertencia. Intentó apresurarse, pero no es posible orinar más rápido, y había esperado hasta estar totalmente llena porque odiaba ir a ese baño. Agachada sobre el inodoro —por nada del mundo se sentaría en aquella cosa—, continuó orinando y orinando, y las piernas comenzaron a dolerle tanto que creyó no le quedaría más remedio que sentarse, ¿y qué haría luego, pondría a hervir su trasero?
Pero finalmente terminó, se secó con una hoja de la revista y gruñó con alivio mientras se levantaba de su molesta posición. Si alguna vez podía llevarse a Mike de Chihuahua y del Dodge agujereado a tiros de Pancho Villa para continuar su viaje de vacaciones, insistiría en que se alojaran en sitios mejores.
Se levantó los pantalones cortos, se lavó las manos y se las secó en el trasero, pues había olvidado llevar una toalla. A continuación, desató el cordón del clavo. La puerta se abrió y ella apagó la tenue luz al salir al pasillo oscuro. Titubeó y se detuvo. Se suponía que había una luz en el pasillo. Estaba encendida cuando ella había entrado en el baño. Quizá la bombilla se había fundido.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Ella odiaba tanto la oscuridad. ¿Cómo iba a regresar a la habitación si no podía ver un pimiento?
Una tabla crujió a su izquierda. La chica dio un salto de casi medio metro e intentó gritar, pero el corazón se le salió por la boca y lo único que logró emitir fue un chillido.
Una mano callosa le tapó la boca; percibió un olor corporal realmente repulsivo, a continuación algo duro le golpeó la cabeza y cayó al suelo, inconsciente.
El Paso, Texas
El teléfono de Bella comenzó a sonar. Por un instante consideró la posibilidad de no responder: estaba exhausta, alicaída, y tenía una fuerte jaqueca. Fuera, la temperatura pasaba de 40°C, e incluso con el aire acondicionado del todoterreno al máximo, el calor que atravesaba el parabrisas le quemaba los brazos. La imagen del rostro maltrecho de Tiera Alverson y los ojos azules apagados de la chica de catorce años mirando hacia la nada, no se apartaban de su mente. Esa noche, en sus sueños, oiría los sollozos estremecedores de Regina Alverson al saber que su pequeña niña nunca más volvería a casa. Rastreadores tenía éxito en ocasiones, pero en otros casos tardaban demasiado. Ese día habían tardado demasiado.
Lo último que Bella quería hacer en ese preciso momento era cargar con el dolor de otra persona: tenía suficientes dolores propios. Pero nunca sabría quién estaba llamando o por qué, y después de todo era ella la que había convertido la búsqueda de personas en su propia cruzada. Así que abrió los ojos sólo lo suficiente para encontrar el botón adecuado y pulsarlo, y de inmediato los cerró de nuevo para aislarse del sol de última hora de la tarde, ferozmente brillante.
—¿Hola?
—¿Señora Black?
La voz en el altavoz, con un fuerte acento, llenó el todoterreno Chevy. Bella no la reconoció, pero hablaba todos los días con tanta gente diferente que no había forma de reconocer a cada uno de ellos. Era sin duda un asunto de trabajo, pensó, porque sólo se la conocía como Bella Black en relación con Rastreadores. Tras el divorcio había recuperado su apellido de soltera, Swan, pero el público asociaba hasta tal punto el apellido Black con la tarea de encontrar niños perdidos que ella se había sentido obligada a utilizarlo en toda la publicidad y cualquier otra cosa que tuviera que ver con Rastreadores.
—Sí, soy yo.
—Esta noche habrá un encuentro. Guadalupe, a las diez y media. Detrás de la iglesia.
—Y qué tipo de en... —comenzó ella, pero la voz la interrumpió.
—Masen va a estar allí.
El teléfono quedó mudo. Bella se irguió en el asiento, olvidando su jaqueca a medida que la adrenalina irrumpía en su sistema circulatorio. Colgó el teléfono y se quedó muy quieta, con la cabeza llena de pensamientos vertiginosos.
—¿Qué Guadalupe? —preguntó Emmet McCarty desde el asiento del chófer, en tono de frustración, pues había oído toda la conversación.
—Si no es en el que está más cerca, entonces no tiene sentido.
En México había unos cuantos Guadalupes, cuya población iba desde cincuenta mil habitantes hasta un par de centenares. El más cercano a la frontera alcanzaba la calificación de poblado.
—Mierda —dijo McCarty—, mierda.
—No estoy bromeando.
Eran más de las seis: no habría nadie en la oficina que pudiera apoyarlos. Ella podía intentar llamar a alguien a casa, pero no había tiempo que perder. Si el encuentro era a las diez y media, necesitaban estar en el sitio al menos con una hora de antelación. Guadalupe estaba a unos ochenta kilómetros de El Paso y Ciudad Juárez. Con el tráfico que había, llegar a la frontera les tomaría entre tres cuartos de hora y una hora. Sería menos engorroso aparcar el todo—terreno, cruzar caminando el puente que llevaba a México y buscar allí un transporte, que pasar por todo el papeleo relativo al cruce de la frontera con un vehículo, pero la frase operativa era «el menor engorro posible», y no «ningún engorro». Cuando había poco tiempo, cualquier engorro podía ser la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Los dos llevaban consigo sus pasaportes y sus visados de turistas para entrar varias veces en México; era algo habitual, pues nunca sabían cuando los llamarían para cruzar la frontera. Eso era todo lo que tenían, además de un par de instrumentos de visión nocturna que habían utilizado en la búsqueda del pequeño Dylan Peterson, una búsqueda exitosa, gracias a Dios, y que se habían quedado en el maletín cuando, de inmediato, se dedicaron a buscar a Tiera Alverson. No habían necesitado mucho en el caso Alverson: la misión los había llevado a Carlsbad, Nuevo México, y habían utilizado paciencia y tiempo, y no equipos de supervivencia.
Tendrían que arreglarse con lo que contaban, pues no era posible dejar pasar la oportunidad de pescar a Masen.
Masen. El hombre era tan huidizo como el humo en un día ventoso, pero quizá esta vez tuvieran suerte.
—No tenemos tiempo de conseguir armas —dijo Emmet con ecuanimidad, mientras buscaba un espacio libre y dejaba atrás con su enorme todoterreno un pequeño Toyota blanco con grandes manchas de orín en la portezuela.
—Tenemos que encontrar el tiempo.
Nunca corrían el riesgo de pasar ilegalmente armas por la frontera; en lugar de ello, tenían contactos para comprarlas una vez cruzaran al otro lado. En la mayoría de las ocasiones ella no necesitaba armas, lo único que hacía era conversar con otras personas, pero a veces el sentido común les decía que tenían que ser capaces de protegerse a sí mismos.
Probó con el número de Alice Brandon, con la esperanza de poder encontrar en casa a su lugarteniente, pero respondió el contestador. Rápidamente, Bella dejó un mensaje que le informaba a Al de los detalles necesarios para que supiera a dónde iban y por qué razón. Había establecido la regla de que ninguno de los Rastreadores se moviera en solitario o sin comunicarle a otro dónde se encontraba.
¡Después de dos años, su primer encuentro con Masen!
El corazón le latía fuertemente dentro del pecho. Quizá era la oportunidad que había estado buscando durante diez años.
El secuestro de William había quedado envuelto en el misterio, en rumores y sospechas. Nunca habían exigido rescate alguno, y los hombres que ese día le habían arrancado al bebé de los brazos en el mercado del pequeño pueblo habían desaparecido. Pero con el tiempo, comenzó a oír fragmentos de información sobre un hombre tuerto que nunca estaba allí cuando ella intentaba seguirle la pista. Entonces, hacía ya dos años, una mujer le había susurrado que un hombre llamado Masen podía saber algo de todo aquel asunto. Durante los últimos veinticinco meses, Bella le había seguido el rastro como un sabueso, pero no había logrado nada salvo rumores exasperantes.
Un anciano que quería asustarla para que no prosiguiera la pesquisa, le dijo que encontrar a Masen significaba encontrar la muerte. Lo mejor era mantenerse lejos de él. Masen sabía mucho, o quizá era quien estaba detrás de la desaparición de unos cuantos. Ella había oído que el tuerto se llamaba Masen. No, eso no era cierto, el tuerto trabajaba para Masen. O Masen había matado al tuerto por haber cometido el error de robar un niño estadounidense, causando un gran alboroto.
Bella había oído todo aquello, y mucho más. La gente parecía tener miedo de hablar sobre aquel hombre, pero ella preguntaba y esperaba, y después de un tiempo le llegaba alguna respuesta mascullada de mala gana. Incluso después de todo aquel tiempo, ella no tenía una idea clara de quién o qué era aquel hombre, sólo sabía que, de alguna manera, estaba implicado en la desaparición de William.
—Alguien le está tendiendo una trampa a Masen —dijo Emmet de repente.
—Lo sé.
No había ninguna otra razón para la llamada telefónica, y eso le preocupaba. No quería verse involucrada en una trama de traición y venganza. Lo primero, y por encima de todo, quería encontrar a William. Era en eso en lo que se concentraban los Rastreadores: encontrar a los desaparecidos, a los secuestrados. Si con ello se hacía un servicio a la justicia, perfecto, pero eso era asunto de la policía. Ella nunca interfería en una investigación, con frecuencia ayudaba, pero su objetivo era simplemente devolver los niños a sus familias.
—Si las cosas se ponen feas, nos mantendremos callados e invisibles —dijo.
—¿Y si resulta que es el hombre que has estado buscando todos estos años?
Bella cerró los ojos, incapaz de responder. Una cosa era decir que se mantendrían ajenos a los líos que se estuvieran incubando, pero ¿y si Masen era precisamente el tuerto que le había robado a William? Ella no sabía si sería capaz de controlar su rabia, que aún hervía y burbujeaba dentro de ella como un volcán oculto. No podía matarlo simplemente: necesitaba hablar con aquel hombre, aunque fuera el secuestrador, para saber qué había hecho con el bebé. Pero cuánto deseaba matarlo. Quería destrozarlo, de la misma manera que él la había destrozado a ella.
Como no tenía respuesta, se concentró en el momento y el lugar. Eso podía hacerlo; durante diez años había sobrevivido centrándose exactamente en lo que podía hacer en un momento preciso. Ella y Emmet estaban cansados, tenían hambre, y les esperaba una larga noche. No podía hacer nada con respecto a lo último, pero metió la mano en las reservas de barras de chocolate PayDay, y abrió una para cada uno. Los cacahuetes de aquella golosina les aportarían energía. Ahora que sabía que la chocolatina sería su cena en lugar del filete que había ocupado el centro de sus fantasías a lo largo de todo el día, Emmet agarró su PayDay y lo devoró de tres mordiscos. Bella le pasó otro, que apenas duró un poco más.
Cuando salían a trabajar, ella siempre llevaba fruta, pero como ese día pensaban que regresarían a casa, había dejado que las reservas disminuyeran, y apenas quedaba una banana. Le quitó la piel y la partió por la mitad. Emmet ya extendía la mano, incluso antes de que ella le quitara la piel.
—¿Algo más? —preguntó él, tras darle tiempo para que se comiera su mitad.
—Veamos. Dos barras más de PayDay. Un paquete de Life Savers. Y dos botellas de agua. Eso es todo.
Emmet gruñó. Necesitaban las chocolatinas para mantenerse despiertos en el camino de regreso a casa.
—Entonces, esto ha sido la cena.
Tenía un aspecto de total infelicidad. Emmet era un chico corpulento, que necesitaba reabastecimiento constante.
A ella misma la idea no le fascinaba. Abrió las botellas de agua, pero cada uno se limitó a beber varios sorbos. Lo último que cualquiera de los dos quería era una vejiga sobrecargada.
Habían estado antes en Guadalupe, pero Bella revisó el paquete de mapas hasta que encontró uno donde aparecía el poblado, y estudió el plano del lugar.
—Me pregunto cuántas iglesias habrá en Guadalupe. No me acuerdo.
—Por Dios, espero que haya una sola, ya que el tipo no nos dio ningún nombre. Dame el paquete de Life Savers.
Ella se lo tendió y Emmet lo abrió. No dejó que los caramelos se fundieran en su boca: tomó tres o cuatro de una sola vez y los trituró entre los dientes.
Bella tomó su teléfono móvil y llamó a Benito, su contacto en Juárez. Nunca les había dicho su apellido. Benito era un mago a la hora de conseguirles un vehículo cuando lo necesitaban, y no de los que había en las agencias de alquiler. Benito se especializaba en camionetas destartaladas, desvencijadas, a las que nadie prestaría la menor atención y que difícilmente atraería a los ladrones si se dejaban sin cuidado en la calle. Eso ocurría porque en los vehículos de Benito no había nada que se pudiera robar. Eran casi esqueletos que no valían la pena. Pero funcionaban y el que les entregaba a este lado de la frontera siempre tenía el tanque lleno. Los papeles siempre estaban en orden, en caso de que los detuviera la policía.
Conseguir armas era más difícil. Los Rastreadores no necesitaban armas con frecuencia, y era algo que siempre la inquietaba. México tenía leyes muy estrictas sobre las armas; no se trataba de que no hubiera muchísimas armas disponibles, era sólo que si los pescaban armados, estarían hundidos hasta el cuello. A ella no le gustaba infringir la ley, pero cuando uno trataba con serpientes humanas había que estar preparado. Se comunicó con su contacto para conseguir armas ilegales e hizo el pedido: nada especial, sólo para protegerse. Nunca sabía con exactitud qué le entregarían, pero esperaba que fueran revólveres calibre 22, de los que se desharían antes de regresar a Estados Unidos.
Como había calculado, cuando aparcaron el todoterreno y comenzaron a cruzar el puente caminando, eran las siete y treinta y oscurecía. Terminaron el papeleo y Benito los esperaba pacientemente, con algo que recordaba levemente a una camioneta, un Ford prehistórico que era más orín que metal pintado. No había puerta trasera, la puerta del pasajero estaba cerrada con un alambre —presumiblemente para que no pudiera bajarse del vehículo— y el parabrisas se mantenía en su lugar con cinta aislante. A pesar de la prisa, tanto Bella como Emmet se detuvieron a contemplar aquel derelicto.
—Esta vez te has superado a ti mismo, Benito —dijo Emmet, asombrado.
Benito sonrió ampliamente, mostrando el hueco que un diente había dejado en su dentadura. Era bajito, delgado y fuerte, de una edad entre cuarenta y setenta años, y tenía la expresión más alegre que Bella hubiera visto alguna vez.
—Me esmero —dijo, con acento de Nueva York.
Benito había nacido en México, pero sus padres cruzaron la frontera con él cuando aún era muy pequeño, y tenía pocos recuerdos de su tierra natal. Más tarde volvió a sus raíces y se estableció con todo éxito, pero no había podido perder el acento.
—El claxon no funciona, y si las luces de carretera no se encienden cuando tiras del botón, mételo de un tirón bien fuerte y Sí vuelve a sacarlo con suavidad. Tienes que poner el botón en la posición correcta.
—¿Tiene motor o tendremos que moverlo con los pies?
—preguntó Bella mientras revisaba el interior.
Estaba bromeando sólo a medias, porque el óxido había devorado parte del suelo y se podía ver el pavimento.
—El motor es una obra de arte. Ronronea como un gatito y hay mucha más potencia de lo que esperáis. Eso puede ser de gran utilidad.
Nunca preguntaba a dónde iban o qué estaban haciendo, pero sabía a qué se dedicaban los Rastreadores.
Bella abrió la puerta del chófer y subió al vehículo, deslizándose con cautela al otro asiento y evitando el agujero en el suelo. Emmet le pasó el maletín que contenía los dos aparatos de visión nocturna, la única manta que tenían en el todoterreno, de color verde oscuro y las dos botellas de agua. Ella lo acomodó todo con cuidado mientras él se sentaba tras el volante.
La camioneta era tan vieja que no tenía cinturones de seguridad; si la policía de tráfico los detenía sería inevitable pagar una multa. Sin embargo, como Benito había prometido, el motor se encendió al primer giro de la llave. Emmet maniobró por las calles abarrotadas de Ciudad Juárez y después se detuvo frente a una farmacia. Bella esperó en el camión mientras él entraba en el establecimiento, donde se reuniría con su contacto, una mujer que conocían sólo como Chela. Tenía un aspecto muy distinguido, vestía bien y parecía de una edad cercana a los cincuenta. Le dio a Emmet una bolsa de Sanborn's y él le pasó cierta cantidad de dinero con tanta rapidez que nadie se dio cuenta de que la transacción había tenido lugar; entonces regresó al camión y pudieron proseguir su camino a Guadalupe.
Ya había oscurecido del todo y Emmet trabajó con el botón de las luces delanteras hasta que se encendieron. Viajar por México de noche no era recomendable para nadie. No sólo era la hora a la que ocurrían la mayoría de los robos de carretera, sino que el calor retenido por el pavimento atraía el ganado a las autovías. Chocar con una vaca o un caballo no era bueno para nadie, ni para el animal ni para el vehículo. Había también baches y otros peligros más difíciles de detectar de noche. Para que conducir fuera aún más aventurado, los mexicanos a veces se movían de noche deliberadamente sin las luces encendidas, lo que era mejor para ver los coches que venían al encuentro en colinas y curvas, y eludirlos, lo que no era peligroso a no ser que los dos coches en dirección contraria tuvieran las luces apagadas. Entonces era algo parecido al juego de la gallinita ciega.
A Emmet le encantaba conducir en México. Todavía era lo bastante joven, apenas veinticinco años, para que le divirtiera probar su visión nocturna y sus reflejos ante lo que lo estuviera esperando en el camino. Era firme como una roca y no conocía el sentido de la palabra «pánico», por lo que Bella le dejaba conducir gustosa mientras ella se aguantaba con un miedo de muerte y rezaba.
Cuando llegaron por fin a Guadalupe eran casi las diez en punto, una hora peligrosamente cercana a la del encuentro. Era un pequeño poblado de quizá cuatrocientos habitantes, con una sola calle principal donde se alineaban varias tiendas, la inevitable cantina y una variedad de edificios muy diferentes. En algunos lugares aún se podían ver postes para atar los caballos. El pavimento se había deteriorado hasta quedar casi en fango y grava, aunque quedaban algunos trozos asfaltados.
Avanzaron por la calle principal, verificando que hubiera una sola iglesia; detrás de ella había un cementerio, repleto de cruces y lápidas. Bella no logró ver mucho al pasar; no podía decir si había un callejón entre la iglesia y el cementerio, aunque suponía que habría suficiente espacio para que pasara un coche.
—No hay donde aparcar —masculló Emmet.
Ella volvió a mirar a la calle. Emmet tenía razón: aunque había espacio para aparcar la camioneta, no se veía ningún lugar donde pudieran hacerlo sin llamar la atención de hombres a quienes no les gustaba que los espiaran.
—Tendremos que volver a la cantina —dijo ella.
Allí había varios coches y camionetas aparcadas, que servirían para camuflar su vehículo. Emmet asintió y dejó atrás la iglesia, manteniendo una velocidad baja y estable. Giró a la derecha en la próxima bocacalle, por una vía estrecha. En la esquina siguiente volvió a girar a la derecha y después hizo el camino de vuelta a la cantina.
Aparcó el camión entre un Chevrolet Montecarlo de 1978 y un escarabajo Volkswagen original. Esperaron y vigilaron, mirando a la gente en la calle. De la cantina salía ruido, pero el único movimiento que pudieron detectar fue el de un perro que olfateaba curioso las puertas de las casas. Cada uno de ellos tomó una pistola y un equipo de visión nocturna. Antes de que Emmet abriera la puerta, Bella levantó automáticamente la mano para apagar la luz de la cabina, sólo para descubrir que no existía.
Se deslizaron de la camioneta y se fundieron rápidamente con las sombras. El perro los siguió con la vista y soltó un ladrido de interrogación, esperó un momento a ver si obtenía respuesta y después prosiguió su misión de buscar y devorar.
No había aceras, sólo la calle con su campo de obstáculos formado por baches y trozos de pavimento. Por pura casualidad, estaban vestidos adecuadamente para trabajos nocturnos clandestinos. Emmet llevaba pantalones de campaña verdes y una camiseta negra, y Bella vestía vaqueros y una blusa sin mangas color vino; los dos llevaban botas con suela de goma, así como oscuras gorras de béisbol con las letras «AR», las iniciales de Asociación de Rastreadores, de color azul claro. Emmet estaba bastante bronceado, pero los brazos blancos y desnudos de Bella eran visibles, por lo que se cubrió los hombros con la manta. Ahora que había caído la noche, la temperatura había descendido de manera notable y la manta venía bien.
No echaron a correr ni pasaron sigilosamente de puerta en puerta; cualquiera de las dos cosas atraería la atención de un observador. Echaron a andar con decisión, pero sin mostrar apuro. La mala noticia era que faltaba menos de un cuarto de hora para que el supuesto encuentro tuviera lugar. La buena era que en México, donde la puntualidad se consideraba mala educación, sólo los turistas llegaban a su hora. Eso no quería decir que nadie estuviera vigilando la iglesia, pero les daba más oportunidades de llegar al sitio sin ser vistos.
A unos sesenta metros de la iglesia abandonaron la calle principal y echaron a andar por un estrecho caminito que los llevó a la zona más cercana del cementerio.
—¿Qué plan tenemos? —susurró Emmet mientras escondía la pistola en el bolsillo y después sacaba uno de los equipos de visión nocturna—. ¿Les saltamos encima, descubrimos quién es Masen y nos lo llevamos para interrogarlo?
—Dudo que sea tan fácil —replicó ella con sequedad. Como Emmet era joven, corpulento y fuerte, y rebosaba testosterona, hasta el momento había sido capaz de enfrentarse a todo lo que le había tocado. La frase crucial era «hasta el momento». Ella estaba mucho más apercibida de la rapidez con la que las cosas podían echarse a perder—. Eso es lo que haremos sólo si son dos hombres, pero si son más, no.
—¿Ni aunque sean sólo tres? —Ni siquiera.
Si fueran dos hombres, ella y Emmet podrían atraparlos por sorpresa y mantenerlos vigilados a los dos. A Bella no le importaba apuntarles con la pistola mientras Masen respondía a sus preguntas. Pero si fueran más de dos... ella no era una estúpida ni una suicida, y de ninguna manera iba a poner en peligro la vida de Emmet. Podrían transcurrir otros dos años o más antes de que tuviera otra oportunidad de hablar con Masen, pero eso era mejor que tener que enterrar a alguien.
—¿Puedes rodear el cementerio?
—¿Tienen cola los gatos?
Emmet no sólo era un ex militar, que había entrado en filas apenas acabar la enseñanza secundaria, sino también granjero del oriente de Texas que había crecido deslizándose como un fantasma por los bosques mientras cazaba venados.
—Entonces, encuentra un sitio desde donde puedas ver claramente toda la parte trasera de la iglesia, y yo haré lo mismo desde aquí. Recuerda, si son más de dos, lo único que haremos es observar.
—Está claro. Pero si sólo son dos, ¿cuál es la señal para atacarlos?
Bella vaciló. Habitualmente utilizaban radios, pero los habían sorprendido sin buena parte de su equipo.
—A los tres minutos de que aparezcan y comiencen a hablar, nos movemos. Si la reunión dura menos de eso, nos movemos cuando ellos lo hagan.
Ella esperaba que los tres minutos fueran suficientes para que los hombres que se reunirían allí solucionaran sus asuntos, si es que estaban alerta. No era el mejor método de sincronización, pero dadas las circunstancias era lo mejor que se le ocurría. Sólo Dios sabía cuánto tiempo tendrían que esperar.
Emmet se disolvió en la oscuridad y Bella se fue en la dirección contraria, primero alejándose del cementerio y después rodeándolo hasta la parte de atrás. Se escondió tras una gran lápida y utilizó el equipo de visión nocturna para examinar el entorno en busca de otra persona que no fuera Emmet, quien hacía en ese momento lo mismo que ella. No pudo detectar a nadie acechando en torno a la iglesia, ni a nadie escondido detrás de otra lápida.
De todos modos, esperó unos minutos y volvió a examinar la zona. Nada todavía. Se desplazó con precaución hacia otra lápida. Esta parte del estado de Chihuahua era un desierto con arbustos y cactos, por lo que no había hierba alguna para amortiguar cualquier sonido que hiciera. Puso una rodilla en el suelo y una piedra se le clavó en la pierna, sacándole un gesto de dolor, pero controló su reacción y no hizo ningún movimiento súbito. Se limitó a cambiar de posición con cautela.
Algo se arrastró por encima de su mano. Era pequeño, como una hormiga o una mosca. De nuevo controló sus reacciones, pero la piel se le erizó y tuvo que luchar contra el deseo de chillar y ponerse a saltar para alejar a ese bicho de su cuerpo. Odiaba a los insectos. Odiaba estar sucia. Odiaba yacer sobre el suelo, en estrecha cercanía con la suciedad y los insectos. De todos modos lo hacía, y se había preparado para no prestar atención a la suciedad y a los insectos. Lo que hacía era peligroso, y ella lo sabía; su corazón latía con agobiante violencia, pero ella había aprendido a no prestar atención tampoco a eso. Podía encogerse por dentro, pero en el exterior no aparecía ningún signo de timidez.
Agarró la piedra que se le había incrustado en la rodilla, sus dedos acariciaron la superficie plana y triangular, semejante a una pequeña pirámide. Hum, eso era interesante. De modo automático, se la guardó en el bolsillo delantero de los vaqueros. Tras un momento se dio cuenta de lo que había hecho y comenzó a sacar la piedra del bolsillo para tirarla a un lado, pero no pudo obligarse a hacerlo.
Llevaba varios años recogiendo piedras, siempre en busca de las más lisas, o de las que tenían formas poco comunes. En su casa tenía una buena colección. A los niños pequeños les gustaban las piedras, ¿no es verdad?
Después de examinar nuevamente el cementerio y la zona circundante, se desplazó agachada hacia la derecha, y se ocultó tras la lápida siguiente, asumiendo la posición con lentitud. Tapando la esfera del reloj con una mano, apretó el botón que la iluminaba: diez y treinta y nueve. O la información del que había llamado era falsa, o los hombres no tenían prisa por llegar allí. Esperaba que fuera esto último, y que tanto ella como Emmet no se hubieran afanado en vano.
No. No era en vano. Tarde o temprano, ella encontraría a su hijo. Todo lo que debía hacer era seguir todas las pistas. Lo había estado haciendo durante diez años y lo haría durante otros diez si era necesario. O veinte. No podía ni pensar que abandonaría a su pequeño hijo.
A lo largo de los años había tratado de imaginarse cuáles serían los intereses de William, cómo habrían cambiado mientras crecía, y había comprado juguetes que creía que le gustarían. ¿Se sentiría fascinado por las pelotas y los camiones de juguete? Para su tercer cumpleaños, se lo imaginó en un triciclo. Para el cuarto, pensó que estaría recogiendo piedras, gusanos y cosas como ésas, y metiéndoselas en los bolsillos. No podía obligarse a recoger un gusano, pero las piedras... sí, podía recoger piedras. Fue entonces cuando comenzó a coleccionarlas.
Cuando llegó el sexto cumpleaños, se preguntó si él estaría aprendiendo a jugar a fútbol o a béisbol. Probablemente a esa edad aún le gustaría recoger piedras. Pero, por si acaso, le compró una pelota de béisbol y un pequeño bate.
Al octavo cumpleaños se lo imaginó con los dientes de adulto creciéndole, demasiado grandes todavía para su rostro, aunque sus mejillas estuvieran ya perdiendo la gordura de la infancia. ¿A qué edad los niños comenzaban a jugar en la Liga Infantil? Seguramente, a estas alturas tendría su propio bate y su guante. Y quizá alguien le hubiera enseñado a lanzar una piedra plana sobre el agua; ella comenzó a buscar las piedras lisas y planas, para guardárselas por si acaso.
Ahora tendría diez años, quizá demasiado mayor para tirar piedras. Tendría una bicicleta de diez marchas, una por cada año, pensó.
Quizá le gustaban los ordenadores. Ahora, sería demasiado mayor para la Liga Infantil, sin lugar a dudas. Y posiblemente tuviera un acuario. Quizá pudiera colocar algunas de las piedras más hermosas en su acuario. Ella había dejado de comprar juguetes, y aunque tenía un ordenador no compró una bicicleta ni un acuario. Los peces simplemente se morirían, porque ella no pasaba por su casa con la suficiente frecuencia como para alimentarlos.
Su mandíbula asumió una expresión adusta y recorrió con mirada de ciego el cementerio, oscuro en la noche. No podía permitirse pensar que el niño quizá no estuviera vivo, así que lo imaginaba viviendo una vida normal y feliz, soñaba que había sido hallado o comprado o adoptado por personas que lo amaban y lo cuidaban con esmero.
De todos modos, ésa era la teoría, que había sido robado y vendido a una red de adopciones ilegales que trabajaba en el mercado negro, suministrando bebés a personas que querían adoptar en Estados Unidos y Canadá. Aquellas personas no tenían ni idea de que los niños que habían adoptado habían sido robados, que sus familias habían sido destruidas y los padres despojados. Intentaba creer en eso. Trataba de consolarse imaginando cómo William crecía, jugaba, se reía. Lo peor era no saber con certeza qué le había ocurrido, y cualquier cosa era mejor que pensar que estaba muerto.
Muchos de los niños robados morían. Los escondían en maleteros de coches para pasarlos de contrabando por la frontera, y si el calor mataba a ocho de cada diez, los diez no habían costado más que el esfuerzo, y los dos sobrevivientes podían ser vendidos por diez o veinte mil dólares cada uno, quizá incluso por más, dependiendo de quién quisiera un bebé y cuánto podía permitirse pagar. Los Federales habían intentado consolarla diciéndole que harían un esfuerzo extra con William porque era rubio y de ojos azules, y por esa razón era más valioso. Extrañamente era un consuelo, aunque su corazón sangraba por los pequeños bebés hispanos que no recibirían esa atención adicional porque eran de piel oscura.
Pero, y si... ¿y si él hubiera sido uno de los desafortunados? ¿Los hijos de perra que traficaban con bebés robados y destrozaban vidas se tomaban el tiempo suficiente para enterrar a sus pequeñas víctimas? ¿O simplemente los tiraban en algún agujero, para que los devoraran los...?
No. Ella no podía seguir por ahí. No podía dejar que esa idea monstruosa terminara de formarse en su cerebro. Si lo hiciera, perdería el control y ésa era la única cosa que no podía permitirse precisamente en ese momento. Si la pista era auténtica y alguien aparecía en aquel encuentro secreto, ella tenía que estar preparada.
Examinó una vez más el cementerio y eligió la lápida siguiente, una más pesada y ornamentada que las otras, con una gran base que la ocultaría del todo si se tendía. Se echó al suelo y se arrastró sobre el vientre el resto del camino, manteniéndose boca abajo y tomando posición tras la lápida de manera de quedara algo inclinada para poder mover la cabeza con facilidad hacia la derecha, lo que le permitía ver a todo lo ancho de la iglesia, así como su costado derecho. Ahora, lo único que tenía que hacer era esperar.
El minutero de su reloj de muñeca se arrastraba con lentitud. Pero la busca llegó a las once y siguió adelante. Finalmente, a las once y treinta y cinco, oyó el sonido del motor de un coche. Se puso de inmediato en alerta, aunque sabía que podía tratarse de un campesino que volvía a casa desde la cantina. Vigiló atentamente, pero no hubo ningún destello de faros delanteros, sólo el ruido de un motor que se acercaba cada vez más.
El contorno oscuro de un coche apareció por el extremo más lejano de la iglesia y avanzó un tercio del camino hasta detenerse.
Bella respiró profundamente intentando controlar el súbito salto de su corazón. La mayoría de las veces, las pistas no llevaban a ninguna parte, pero en esta ocasión las presas estaban a su alcance. Con un poco de suerte, estaría a punto de ponerle las manos encima a Masen.
Podra encontrarse con Masen?
uds que creen que pase?
10 años buscando a su bebe... me parece terrible pero eso demuestra el amor de una madre
leo sus teorias
besos y abrazos
