BESOS SALVAJES
Fantasma Celta
El día presente
Naruto MacNamikaze apoyó las palmas contra la pared de ventanas y se quedó con la mirada fija en la noche, su cuerpo separado de una caída de cuarenta y tres pisos por un simple cristal de vidrio. El zumbido suave de la televisión se escuchaba casi perdido en el chapoteo de la lluvia contra las ventanas.
Unos pocos pies a su derecha, la pantalla de sesenta pulgadas reflejaba dentro del vidrio brillante a David Boreanaz, interpretando a Angel, el torturado vampiro con un alma. Naruto observó el tiempo suficiente como para ver que era un episodio repetido, luego dejó su mirada flotar suavemente de regreso a la noche.
El vampiro siempre encontraba al menos una resolución parcial, y Naruto había comenzado a temer que para él no habría ninguna. Nunca. Además, su problema era algo más complicado que el de Angel. El problema de Angel era tener un alma. El problema de Naruto era tener una legión de ellas.
Pasando una mano a través de su pelo, estudió la ciudad debajo. Manhattan: apenas unas veintidós millas cuadradas, habitada por casi dos millones de personas. Y estaba la metrópoli misma, con siete millones de personas apretujadas dentro de trescientas millas cuadradas.
Era una ciudad de proporciones grotescas para un Highlander del siglo dieciséis, una inmensidad puramente inconcebible. Cuando había llegado por primera vez a la ciudad de Nueva York, había paseado alrededor del Empire State Building por horas. Ciento dos pisos, diez millones de ladrillos, el interior de treinta y siete millones de pies cúbicos7, mil doscientos cincuenta pies8 de alto, golpeado por relámpagos en un promedio de quinientas veces al año.
¿Por qué el hombre construía tales monstruosidades?, se había preguntado. Por pura locura, se había respondido el Highlander. Y era un buen lugar para llamar hogar.
La ciudad de Nueva York había cautivado la oscuridad dentro de él. Había hecho su guarida en el corazón que pulsaba en ella.
Un hombre sin clan, paria, nómada, se había quitado al hombre del siglo dieciséis como un tartán demasiado raído por el uso y había ejercido su intelecto formidable de Druida para asimilar el siglo veintiuno: el lenguaje nuevo, las costumbres, la tecnología increíble.
Sin embargo, había todavía muchas cosas que no entendía: ciertas palabras y expresiones lo dejaban completamente perplejo, y la mayoría de las veces, pensaba en latín, gaélico o griego y traducía precipitadamente las palabras para adaptarlas con una notable exactitud.
Siendo un hombre que poseía el conocimiento esotérico para abrir un puente a través del tiempo, había esperado cinco siglos para encontrar al mundo convertido en un lugar vastamente diferente. Su comprensión de la tradición Druida, la geometría sagrada, la cosmología y las leyes naturales de lo que el siglo veintiuno llamaba física, habían simplificado las maravillas del mundo nuevo que él debía comprender.
Y no era porque frecuentemente no actuara como un estúpido. Lo hacía. Volar en un avión lo había conmocionado enormemente. La ingeniería y la construcción fabulosa de los puentes de Manhattan lo habían mantenido absorto durante días.
La gente, el abundante caudal de personas, lo desconcertaban. Sospechaba que siempre lo harían. Había una parte del Highlander del siglo dieciséis que nunca podría cambiar. Esa parte siempre extrañaba los espacios totalmente abiertos de cielo estrellado, leguas y leguas de colinas ondulantes, campos interminables de brezos y las muchachas escocesas alegres y bonitas.
Se había aventurado a América porque había esperado que peregrinando lejos de su amada Escocia, de los lugares llenos de poder como las piedras estáticas, podría disminuir la posesión del mal antiguo dentro de él.
Y los había afectado: aunque sólo había desacelerado su descenso a la oscuridad, no los había extinguido. Día a día, él continuaba cambiando... se sentía más frío, menos conectado, menos encadenado a la emoción humana. Más dios desligado, menos hombre.
Pero cuando hacía el amor... och, entonces estaba vivo. Entonces sentía. Sólo entonces, no iba a la deriva en un mar sin fondo, oscuro y violento, sin siquiera un trozo insignificante de madera al que aferrarse. Hacer el amor con una mujer alejaba la oscuridad, reestablecía su humanidad esencial. Alguna vez un hombre de apetitos inmensos, ahora era insaciable.
No soy enteramente oscuro aún, gruñó provocadoramente a los demonios enroscados dentro de él. Los que aguardaban su momento con silenciosa certeza, su marea oscura corroyéndolo tan firme e indiscutiblemente como el océano cambiaba la forma de una orilla rocosa. Él entendía sus métodos: el mal verdadero no asaltaba agresivamente: permanecía tímidamente quieto y silencioso... y seductor.
Y estaba allí cada día la elevada prueba de lo que ganaban, en las cosas pequeñas de las que no se daba cuenta que estaba haciendo hasta después de que estuvieran hechas; cosas aparentemente inofensivas, como encender el fuego en su chimenea con un movimiento de su mano y un murmurado trino, o abrir una puerta o una persiana con un susurro manso, o el convocar impacientemente uno de sus medios de transporte favoritos, un taxi, sólo con una mirada.
Eran cosas pequeñas, incluso triviales, pero él sabía que cosas como esas estaban lejos de ser inofensivas. Sabía que cada vez que usaba magia, se volvía un poco más oscuro, perdía otro poco de sí mismo.
Cada día era una batalla para lograr tres cosas: usar sólo la cuota de magia absolutamente necesaria a pesar de la tentación en continuo aumento; tener sexo dura, rápida y frecuentemente; y continuar coleccionando y registrando los tomos donde podría yacer la respuesta a su pregunta más absorbente: ¿existía una forma de deshacerse de los Oscuros?
En caso de que no... bien, en caso de que no...
Pasó una mano a través de su pelo y suspiró profundamente. Sus ojos se estrecharon, observando las luces oscilantes más allá del parque, mientras tras de sí, en el sofá, la muchacha dormida soñaba el sueño de los completamente exhaustos. En la mañana, los círculos oscuros arruinarían los huecos delicados bajo sus ojos, grabando sus rasgos de fragilidad seductora. Sus juegos de cama siempre cobraban su precio en una mujer.
Dos noches atrás, Shizuka había mojado sus labios, y oh, tan casualmente, había dicho que él parecía estar aguardando algo. Él había sonreído y la había rodado encima de su estómago. Y ella, o había olvidado su pregunta, o había cambiado de opinión acerca de hacerla.
Shizuka O'Malley no era tonta. Sabía que había mucho más de él de lo que realmente querría conocer. Lo quería por el sexo, nada más. Lo cual era estupendo, porque él era incapaz de dar nada más.
Espero a mi hermano, muchacha, no le había dicho. Espero el día en que Menma se canse de mi negativa de regresar a Escocia. El día que su esposa no esté tan embarazada que él tema dejar su lado. El día en que finalmente admita lo que ya sabe en su corazón, y que sin embargo tan desesperadamente finge no escuchar en mis mentiras: que soy oscuro como el cielo de la noche, pero con unos pocos parpadeos de luz que aún brotan dentro de mí.
Och, sí, estaba esperando el día que su hermano gemelo cruzara el océano y viniera por él. Ver el animal en que se había convertido. Y si él permitía que ese día llegara, sabía que uno de ellos moriría.
Algunas semanas más tarde
Al otro lado del océano, no en Escocia sino en Inglaterra, una tierra donde Menma MacNamikaze una vez erróneamente había afirmado que los Druidas escasamente poseían el suficiente conocimiento para tramar un simple hechizo de sueño, una conversación baja y urgente tenía lugar.
—¿Has establecido contacto?
—No me atrevo, Obito. La transformación no está completa aún.
—¡Pero han pasado muchos meses desde que los Bijuu lo tomaron!
—Él es un Namikaze. Aunque no puede ganar, todavía resiste. Es el poder el que lo corromperá, y él se rehúsa a usarlo.
Un silencio largo. Entonces Obito dijo:
—Hemos esperado miles de años su regreso, como nos ha sido prometido en la Profecía. Estoy cansado de aguardar. Fuérzalo. Dale una razón para necesitar el poder, no perderemos la batalla esta vez.
Un rápido asentimiento de cabeza.
—Me encargaré de ello.
—Sé sutil, Pain. No lo alertes aún de nuestra existencia. Cuando el tiempo sea el adecuado, yo lo haré. Y si algo sale mal... bien, tú sabes qué hacer.
Otra inclinación de cabeza rápida, una sonrisa de anticipación, un revoloteo de tela y su compañero se había ido, dejándolo solo en el círculo de piedras bajo un rojo amanecer inglés.
El hombre que había impartido la orden, Obito Drew, maestro de la secta Druida de los Bijuu, recostado contra una piedra musgosa, distraídamente acariciaba el tatuaje de la serpiente alada en su cuello, su mirada fija derramándose sobre los antiguos monolitos. Un hombre alto, delgado con pelo oscuro, el lado derecho del rostro marcado con profundas cicatrices y descontentos ojos oscuros que no dejaban escapar nada, había sido honrado con que el momento propicio hubiera llegado bajo su gobierno.
Había estado esperando treinta y dos años ese momento, desde el nacimiento de su primer hijo, que había coincidido con el día en que había sido iniciado en el santuario interior de la secta. Había algunos como los Namikaze, que habían servido a los Tuatha de Danaan, y algunos como él mismo, que servían a los Bijuu.
La secta Druida de los Bijuu había mantenido la fe por miles de años, dejando la Profecía en herencia de una generación a la siguiente: la promesa del regreso de sus líderes antiguos, la promesa de que ellos los conducirían hacia la gloria. La promesa de que les retornarían todo el poder que los Tuatha de Danaan les habían robado hacía tanto tiempo.
Él sonrió. Qué apropiado que uno de los valiosos Namikaze de los propios Tuatha de Danaan contuviera en su interior el poder de los Bijuu antiguos, la liga de los Trece Druidas más poderosos que alguna vez habían existido. Qué poético que aquellos protegidos de los Tuatha de Danaan finalmente fueran quienes los destruirían.
Y revindicarían el lugar por derecho de los Druidas en el mundo. No como habían permitido que el mundo creyera que habían sido, tontos que recogían el infame árbol de muérdago para abrazarse y besarse bajo él.
Sino como gobernantes del género humano.
.
.
—Tienes que estar bromeando— espetó Hinata Hyûga, apartando su largo cabello liso de la cara con ambas manos—. ¿Quieres que lleve el tercer Libro de Manannan (y sí, sé que es sólo una reproducción de una porción del original, pero aún así es invaluable), a un hombre en el East Side que probablemente comerá palomitas de maíz mientras lo manosea?.
» Porque no es como si realmente vaya a ponerse a leerlo. Las partes que no están en latín están en gaélico antiguo—. Con los puños en su cintura, miró encolerizadamente a su jefe, uno de los varios procuradores de la colección medieval instalada en Los Claustros y The Met—. ¿Para qué lo necesita? ¿Lo dijo?.
—No le pregunté—contestó Shino, encogiéndose de hombros.
—Oh, eso es genial. No preguntaste— Hinata meneó su cabeza incrédulamente.
Aunque la copia en la que sus dedos yacían delicadamente en ese momento no estaba iluminada, y tenía apenas unos cinco siglos de antigüedad —casi mil años menos que los textos originales que residían en el Museo Nacional de Irlanda—, eran un sagrado trozo de historia, y exigían extrema reverencia y respeto. No debía ser llevado por la ciudad, y confiado a las manos de un desconocido.
—¿Cuánto donó?— preguntó irritada. Sabía que un soborno de algún tipo debía haber cambiado de manos. Uno no "revisaba" cosas de Los Claustros más de lo que podía pasearse hasta el Trinity College y pedir prestado el Libro de Kells.
—Un skean dhu del siglo quince adornado con joyas y una invaluable espada de Damasco— dijo Shino, sonriendo beatíficamente—. La espada de Damasco data de las Cruzadas. Ambos han sido autenticados.
Una ceja delicada se levantó. La reverencia apagó de pronto el tono de ofensa.
—Wow. ¿Realmente? ¡Un skean dhu! —. Los dedos de la muchacha se ensortijaron de anticipación—. ¿Los tienes ya?
Antigüedades: amaba a todas y cada una de ellas, desde las singulares cuentas de un rosario con las escenas enteras de la Pasión esculpidas en ella, hasta los Tapices de Unicornios y la espléndida colección de espadas medievales.
Pero especialmente amaba todas las cosas escocesas, que le recordaban al abuelo que la había criado. Cuando sus padres habían muerto en un accidente automovilístico, Evan MacGregor había entrado en escena y se había llevado a la devastada niña de cuatro años de edad a un nuevo hogar.
Orgulloso de su herencia, dotado con un volátil temperamento escocés, él la había nutrido con su amor hacia todas las cosas celtas. Era el sueño de Hinata ir un día a Glengarry, ver el pueblo en el cual él había nacido, visitar la iglesia en la cual se había casado con su abuela, andar a lo largo de los páramos inundados de brezos bajo una luna plateada. Tenía su pasaporte listo, en espera de ese sello precioso; simplemente tenía que ahorrar suficiente dinero.
Le podría llevar otro año o dos, especialmente ahora con el costo de vida en Nueva York, pero lograría llegar. Y no podía esperar. Desde niña, había sido arrullada a la hora de dormir, en noches incontables, por el acento suave de su abuelo mientras tejía cuentos fantásticos de su tierra natal. Cuando había muerto cinco años atrás, había estado desolada.
Algunas veces, sola en la noche en Los Claustros, se encontraba a sí misma hablándole en voz alta, sabiendo que aunque él habría odiado la vida de ciudad más aún que ella misma, hubiese amado la carrera que había elegido: conservar las antigüedades y las viejas costumbres.
Sus ojos se estrecharon mientras la risa de Shino hacía pedazos su ensueño. Él reía ahogadamente por la transición veloz desde el tono de insulto hacia la admiración en su voz. La joven se contuvo y empastó una apariencia ceñuda en su cara otra vez. No era muy duro hacerlo: un desconocido iba a tocar un texto invaluable. Sin supervisión.
¿Quién sabía qué podría ocurrir?
—Sí, ya los tengo, Hinata. Y no pedí tu opinión de mis métodos. Tu trabajo es trabajar con los registros.
—Shino, tengo un Master en Civilizaciones Antiguas y hablo tantos idiomas como tú. Siempre has dicho que mi opinión cuenta. ¿Lo hace o no?
—Por supuesto que cuenta, Hinata— dijo Shino, poniéndose serio velozmente. Se quitó las gafas y empezó a pulirlas con una corbata que lucía su acumulación usual de manchas de café y migas de donas de jalea—. Pero si no hubiera estado de acuerdo, él iba a donar las espadas al Royal Museum de Escocia.
» Sabes cuán inflexible es la competición por las antigüedades de calidad. Entiendes la política. El hombre está bien económicamente, es generoso, y tiene una colección magnífica. Podríamos persuadirlo para dejarnos alguna suerte de herencia a su muerte. Si quiere algunos días con un texto de quinientos años de edad, uno de los menos apreciados en lo que a eso se refiere, va a tenerlo.
—Si llega a manchar con palomitas de maíz las páginas, voy a matarlo.
—Precisamente por eso te pedí que trabajaras para mí, Hinata; amas esas viejas cosas tanto como yo. Adquirí dos tesoros más hoy, así que sé una buena chica y entrega el texto.
Hinata bufó. Shino la conocía demasiado bien. Había sido su profesor de historia medieval en la Universidad de Kansas antes de que hubiera obtenido ese puesto como procurador. Un año atrás, la había buscado donde ella había estado trabajando en una deprimente excusa de museo, y le había ofrecido un empleo.
Había sido difícil dejar la casa en la que había crecido, llena de tantos recuerdos, no había podido rechazar la oportunidad de trabajar en Los Claustros, sin importar el impresionante choque cultural que había sufrido. Nueva York era fría, brillante, hambrienta y mundana, y en medio de su sofisticación impenetrable, la rural chica se había sentido desesperadamente torpe.
—¿Qué, se supone que simplemente caminaré por allí con esta cosa metida bajo mi brazo? ¿Con el Fantasma Celta acechando allí afuera?—. Últimamente había habido una erupción de robos de escritos célticos provenientes de colecciones privadas. Los medios noticiosos habían apodado al ladrón el Fantasma Celta, porque robaba sólo artículos celtas y no dejaba pistas, apareciendo y desapareciendo como un fantasma.
—Haz que Amelia lo empaquete para ti. Mi coche espera enfrente. Bill tiene el nombre del hombre y su dirección; te conducirá allí y rodeará la manzana mientras subes un momento. Y no acoses al hombre cuando lo entregues— agregó él.
Hinata rodó sus ojos y suspiró, pero recogió el texto con delicadeza. Cuando estaba casi fuera de la puerta, Shino dijo:
—Cuando regreses te mostraré las espadas, Hinata.
Su tono era amigable pero divertido, y demostraba que la conocía demasiado bien. Sabía que ella se apresuraría a regresar para verlas. Sabía que ella pasaría por alto sus engañosos métodos de adquisición una vez más.
—Un soborno. Un vergonzoso soborno— masculló ella—. Y no me hará aprobar lo que hiciste—. Pero ya ansiaba tocarlas, recorrer con un dedo el metal frío, soñar con las épocas remotas y los lugares antiguos.
Criada con los valores del medio oeste, idealista hasta la médula, Hinata Hyûga tenía una debilidad, y Shino la conocía. Pon algo antiguo en sus manos y se convierte en arcilla. ¿Y si era antiguo y escocés? Jesús, estaba desahuciada.
.
.
Algunos días, Naruto se sentía tan viejo como el mal dentro de él.
Mientras hacía señas a un taxi para que lo llevara hacia Los Claustros para recoger la copia de uno de los últimos tomos que necesitaba examinar en Nueva York, no advirtió las miradas fascinadas de las mujeres que caminaban en la acera que se volvían al verlo pasar. No se dio cuenta de que, incluso en una metrópoli que bullía de diversidad, él sobresalía.
No era nada que él dijera o hiciera; en apariencia no era sino otro hombre rico, pecadoramente guapo. Era simplemente la esencia del hombre, la forma en que se movía. Cada gesto que exudaba poder, algo oscuro y... prohibido. Era sexual de un modo que provocaba que las mujeres tejieran fantasías profundamente reprimidas para contar a sus terapeutas, y las feministas, del mismo modo, se encogieran de miedo al oírlas.
Pero él no se percataba de nada de eso. Sus pensamientos eran fuera de lo común, todavía cavilando sobre las tonterías escritas en el Libro de Leinster.
Och, lo que no daría por la biblioteca de su Pa.
En lugar de eso, había obtenido sistemáticamente los escritos que todavía existían, agotando sus posibilidades antes de continuar corriendo más riesgos. Riesgos tales como pisar las islas de sus antepasados otra vez, algo que rápidamente empezaba a parecer inevitable.
Pensando en los riesgos, hizo una nota mental de devolver algunos de los volúmenes que había tomado prestados de colecciones privadas cuando los sobornos no lo habían logrado. No había razón para tenerlos en su poder mucho más tiempo.
Miró hacia arriba el reloj por encima del banco. Doce cuarenta y cinco. El procurador de Los Claustros le había asegurado que le entregarían el texto a primera hora de la mañana, pero aún no había llegado y Naruto se aburría de esperar.
Necesitaba información, información precisa acerca de los antiguos benefactores de los Namikaze, los Tuatha de Danaan, esos "dioses y no dioses", como el Libro de Cow Dun los llamaba. Habían sido quienes originalmente habían encarcelado a los Druidas Oscuros entre dimensiones, por lo tanto, deducía, habría una forma de reencarcelarlos.
Era imperativo que descubriera esa forma.
Mientras se deslizaba dentro del taxi, su atención fue atraída por una muchacha que salía de un coche en la cuneta, frente a ellos.
Ella era diferente, y fue esa diferencia la que atrajo su mirada. No tenía nada del brillo de la ciudad y era más preciosa por ello. Refrescantemente despeinada, encantadoramente libre de los artificios con los cuales las mujeres modernas realzaban sus caras, ella era una visión.
—Un momento— gruñó al conductor, observándola ávidamente.
Cada uno de sus sentidos se intensificó dolorosamente. Sus manos se convirtieron en puños a medida que el deseo, nunca saciado, lo inundaba.
En alguna parte de su ascendencia, la muchacha tenía sangre escocesa. Estaba allí, en las mechas lisas de cabello negro medianoche que enmarcaban una cara delicada, con una mandíbula sorprendentemente firme. Estaba allí, en el color melocotón y crema del cutis y en los enormes ojos perlas gris malva que todavía miraban el mundo con admiración, advirtió él con una sonrisa débilmente burlona.
Estaba allí, en un fuego que hervía lentamente, apenas bajo la superficie, de su piel perfecta. Pequeñita, deliciosamente redondeada donde contaba, con una cintura fina y piernas bien proporcionadas ceñidas por una falda ajustada, la muchacha era el sueño de un Highlander desterrado.
Él mojó sus labios y se quedó mirando, haciendo un ruido intenso en su garganta que era más animal que humano.
Cuando ella se inclinó a través de la ventana abierta del coche para decirle algo al conductor, la parte trasera de su falda se subió unas pocas pulgadas. Él inspiró agudamente, visualizándose a sí mismo detrás de ella. Su cuerpo entero se volvió tenso de lujuria.
Cristo, ella es adorable. Sus curvas exuberantes podrían hacer revivir a un muerto.
Ella se inclinó hacia adelante un poco más, mostrando más de esa curva dulce de la parte trasera de sus muslos.
La boca de Naruto se quedó ferozmente seca.
No es para mí, se advirtió a sí mismo, apretando los dientes y moviéndose para reducir la presión en su miembro repentina y dolorosamente duro. Sólo llevaba a muchachas experimentadas a su cama. Muchachas mayores en mente y cuerpo. No apestando, como lo hacía ella, a inocencia. A sueños brillantes y un bello futuro.
Frías y mundanas, con paladares y corazones cínicos, eran de la clase que un hombre podía tumbar y alejarse con una chuchería al amanecer.
Ella era del tipo que un hombre conservaba.
—Vamos— murmuró al conductor, arrancando a la fuerza su mirada fija de ella.
.
.
Hinata golpeó ligeramente su pie con impaciencia, apoyándose contra la pared al lado del escritorio de recepción. El maldito hombre no estaba allí. Había estado esperando durante quince minutos que se dignase a aparecer. Unos pocos momentos antes, le había dicho finalmente a Bill que siguiera sin ella, que tomaría un taxi de regreso a Los Claustros y se lo cargaría a la cuenta del Departamento.
Tamborileó impacientemente en el mostrador. Simplemente quería entregar su paquete e irse. Mientras más pronto se desembarazara de él, más pronto podría olvidar su parte en ese sórdido asunto.
Se le ocurrió que a menos que pudiera encontrar una alternativa, probablemente terminaría desaprovechando el día entero. Un hombre que vivía en la calle East sería un hombre acostumbrado a que otros esperaran a que a él le conviniera verlos.
Paseando la mirada alrededor, contempló una posible alternativa. Haciendo una respiración profunda y alisando su traje, remetió el paquete bajo su brazo y caminó a grandes pasos, enérgicamente, a través del elegante vestíbulo hacia el escritorio de Seguridad. Dos hombres musculosos tras él que lucían uniformes blancos y negros la observaron mientras ella se acercaba.
Cuando había llegado a Nueva York por primera vez el año anterior, había sabido instantáneamente que nunca estaría en la misma liga que mujeres de la ciudad. Pulidas y elegantes, eran como Mercedes, BMWs y Jaguares, y Hinata Hyûga era un... Jeep, o tal vez un Toyota Highlander en un buen día.
Su bolso nunca hacía juego con sus zapatos, aunque se consideraba afortunada si sus zapatos hacían juego entre sí. A pesar de todo, creía en trabajar con lo que uno tenía, así que hacía lo mejor que podía para meter un poco de encanto femenino en su forma de caminar, rezando que no se rompiera un tobillo en el proceso.
—Tengo una entrega para el señor MacNamikaze— anunció, curvando sus labios en lo que esperaba fuera una sonrisa coqueta, tratando de suavizarlos lo suficiente para que le permitieran dejar la maldita cosa en algún lugar un poco más seguro. De ninguna manera se lo daría al adolescente cubierto de granos detrás del escritorio de recepción. Ni a esos brutos musculosos.
Dos miradas lascivas la barrieron de pies a cabeza.
—Estoy seguro que sí, cariño— pronunció el hombre rubio con lentitud. Le dirigió otra mirada minuciosa—. Tú no eres su tipo usual, sin embargo.
—El señor MacNamikaze recibe montones de entregas— sonrió su compañero de pelo oscuro burlonamente.
Oh, genial. Simplemente genial. El hombre es un mujeriego. Palomitas de maíz y sólo Dios sabe qué más en las páginas. Grr.
Pero supuso que debería estar agradecida, se dijo a sí misma unos pocos minutos más tarde, mientras subía en el ascensor hasta el piso cuarenta y tres. La habían dejado acercarse al piso del penthouse sin acompañamiento, lo cual era asombroso en una lujosa propiedad del East Side.
Déjalo en su antecámara; es lo suficientemente seguro, había dicho el rubio, aunque su mirada, ofensivamente pegajosa, claramente le había dicho que creía que el paquete real era ella, y que no planeaba verla otra vez por algunos días, al menos.
Si Hinata hubiera sabido qué tan cierto era que realmente él no la vería otra vez durante días, nunca se hubiese subido a ese ascensor.
Más tarde, también reflexionaría que si sólo la puerta no hubiera estado sin llave, ella habría estado bien. Pero cuando llegó a la antecámara del señor MacNamikaze, que desbordaba con frescas flores exóticas y estaba provista con sillas elegantes y alfombras magníficas, en todo lo que había podido pensar era que la Seguridad podría dejar entrar a alguna chica bonita y tonta, tal como lo habían hecho con ella, y la hipotética chica bonita podría arrancar una página del invaluable texto para envolver su goma de mascar, o algo igualmente sacrílego.
Entonces, suspirando, alisó su cabello y probó una de las contrapuertas.
Se deslizó silenciosamente al abrirse... cielos, ¿eran esos goznes enchapados en oro? Divisó su reflejo boquiabierto en uno de ellos. Algunas personas tenían más dinero que sentido común. Simplemente uno de esos estúpidos goznes pagaría la renta de su diminuto apartamento por meses.
Negando con la cabeza, entró y se aclaró la voz.
—¿Hola?— llamó, mientras se le ocurría que podría estar sin llave porque él había dejado a una de sus mujeres, aparentemente innumerables, allí. —¡Hola, hola!— llamó de nuevo. Silencio.
Y lujo. Como nunca había visto.
Recorrió con la mirada su entorno, e incluso entonces podría haber seguido bien si no hubiera divisado el glorioso claymore escocés pendiendo por encima de la chimenea en la sala de estar. Se acercó a ella como una polilla a la llama.
—Oh, tú, cosa primorosa, preciosa, espléndida y pequeña... tú...— tartamudeó, apresurándose a acercarse, prometiéndose a sí misma que iba a colocar el texto en la mesa para café de mármol, echar un rápido vistazo, y marcharse.
Veinte minutos más tarde, estaba en medio de una exploración cabal de la casa del hombre, su corazón martillando con nerviosismo, pero demasiado cautivado para detenerse.
—¿Cómo se atreve a permitir que su puerta esté abierta mientras no está?— se quejó, mirando ceñudamente un magnífico sable medieval casualmente sostenido contra la pared en una esquina. Maduro para ser desplumado. Aunque Hinata estaba orgullosa de sus principios morales, sufrió un deseo chocante de remeterlo bajo su brazo y salir a toda prisa.
¡El lugar estaba lleno de antigüedades, todas celtas, para el caso! Armas escocesas del siglo quince, si no erraba en sus cálculos —y raramente lo hacía—, adornaban una pared de la biblioteca. Un regalia escocés sin precio: sporran, insignia, y broches en perfecto estado, estaba colocado junto a una pila de monedas antiguas sobre un escritorio.
Ella lo tocó, lo examinó, y meneó incrédulamente la cabeza.
Aunque previamente había sentido poco menos que aversión hacia el hombre, se sentía más cercana a él por momentos, desvergonzadamente seducida por su gusto excelente. Y sintiendo más curiosidad acerca de él con cada nuevo descubrimiento.
Nada de fotos, advirtió, paseando la mirada alrededor de los cuartos. Ni una. Le gustaría saber cómo sería el tipo.
Naruto MacNamikaze. Qué nombre.
No tengo nada contra Hyûga, el abuelo a menudo había dicho, es un buen nombre, pero es tan fácil enamorarse de un escocés como de un inglés, muchacha. Una pausa , inevitable como la salida del sol: Mucho más fácil, realmente.
Sonrió, recordando cómo la había animado interminablemente a que ella se consiguiera un "apellido".
Su sonrisa se congeló mientras entraba en el dormitorio.
Su deseo de saber cómo era él escaló al territorio de la obsesión.
Su dormitorio, su pecaminoso y decadente dormitorio, tenía una enorme cama esculpida a mano, rodeada de cortinas y cubierta con sedas y terciopelos, con una chimenea exquisitamente enlosada, un Jacuzzi de mármol negro en el cual podría sentarse sorbiendo champaña, contemplando el anochecer sobre Manhattan a través de una pared de ventanas. Docenas de candelas rodeaban la tina. Dos vasos yacían descuidadamente derrumbados sobre la alfombra berberisca.
Su perfume permanecía en el cuarto, perfume de hombre, especias y virilidad. Su corazón tronó mientras la enormidad de lo que estaba haciendo la golpeaba.
¡Estaba fisgoneando en el penthouse de un hombre muy rico, y en ese momento estaba de pie en el dormitorio del hombre, por el bien del cielo! En la mismísima guarida donde él seducía a sus mujeres.
Y por el aspecto general de las cosas, sentía una marcada seducción por las bellas artes. La alfombra de lana virgen, el terciopelo negro que encortinaba la cama monstruosa, las sábanas de seda bajo una suntuosa colcha de terciopelo color perla, espejos adornados meticulosamente y dignos de un museo, enmarcados en plata y obsidiana.
A pesar de las campanillas de advertencia en su cabeza, no podía obligarse a salir.
Fascinada, abrió un armario, arrastrando sus dedos sobre la ropa hecha a medida, inspirando el perfume sutil, innegablemente sexual del hombre. Zapatos italianos exquisitos y botas revestían el piso.
Empezó a conjurar una imagen de fantasía de él.
Era alto (¡ella no iba a tener bebés pequeños!) y bien parecido, con un buen cuerpo, sin embargo no demasiado excepcional, y un ronco acento.
Sería inteligente, hablaría varios idiomas, (así podría ronronear palabras gaélicas de amor en su oreja), pero no demasiado pulido, e incluso un poco rudo: se olvidaría de afeitarse, cosas como esa. Sería un poco introvertido y dulce. Le gustarían las mujeres pequeñas y curvilíneas, cuyas narices estaban dentro de los libros tanto tiempo que se olvidaban de depilarse las cejas y peinarse y ponerse maquillaje. Mujeres cuyos zapatos no siempre hacían juego.
Como si existieran. La voz de la razón groseramente hizo estallar su burbuja de fantasía. El tipo escaleras abajo dijo que tú no eras su tipo usual. Ahora sal de aquí, Hyûga.
E incluso entonces no habría sido demasiado tarde, todavía podría haber escapado si no se hubiera movido más cerca de esa cama pecaminosa, hubiera mirado a hurtadillas curiosamente y no sin un poquito de fascinación los sedosos pañuelos anudados alrededor de los postes de la cama, del tamaño de pequeños troncos de árbol.
La Hinata que había crecido comiendo hojuelas de maíz se escandalizó. Nunca-en-toda-la-vida-un-hombre-iba-a... repentinamente, Hinata se sintió respirar superficialmente, por no decir más.
Temblorosamente evitando esa visión, y retrocediendo sobre unas piernas tambaleantes, casi no vio la esquina del libro asomando de debajo de su cama.
Pero Hinata nunca dejaba pasar un libro. Y menos uno antiguo, para el caso.
Momentos más tarde, con la falda retorcida alrededor de sus caderas, su paquete abandonado en una silla, la chaqueta del traje lanzada al piso, ella había excavado en su reserva escondida: siete volúmenes medievales.
Todos lo que había sido recientemente denunciado como robado por diversos coleccionistas.
¡Buen Dios, estaba en la guarida del demoníaco Fantasma Celta! Y no era extraño que tuviera tantas antigüedades: robaba cualquier cosa que quisiera. Sobre sus manos y rodillas, husmeando bajo su cama por más pruebas de sus delitos atroces, la opinión de Hinata Hyûga sobre el hombre había dado una curva cerradísima hacia lo peor.
—Promiscuo, despreciable ratero— masculló en voz baja—. Increíble.
Cautelosamente, con el pulgar y la punta de dedo índice, arrastró un tanga de encaje negro de debajo de la cama. Ewww...Una envoltura de condón. Otra envoltura de condón. Otra envoltura de condón. ¡Jesús! ¿Cuántas personas viven aquí?. Magnum, la envoltura anunciaba con aire satisfecho, para el hombre Extragrande.
Hinata parpadeó.
—Aún no lo he intentado debajo de la cama, muchacha— un profundo acento escocés ronroneó detrás de ella—, pero si lo prefieres así... y si el resto de ti es la mitad de precioso como lo que estoy viendo... podría ser persuadido para complacerte.
El corazón de Hinata dejó de palpitar.
Se congeló, su cerebro vacilando en el dilema de pelear o fugarse. Con cinco pies y tres pulgadas de estatura11, pelear no era la opción más alentadora. Desafortunadamente, su cerebro no había procesado el hecho de que estaba todavía bajo la cama cuando descargó la oleada de adrenalina necesaria para escapar, así que sólo logró golpearse la parte trasera de la cabeza contra el sólido armazón de madera.
Mareada, viendo las estrellas, comenzó a tener hipo, algo muy mortificante que siempre le ocurría cuando se ponía nerviosa, como si simplemente estar nervioso no fuera lo suficientemente malo.
Pero no tenía que salir de debajo de la cama para saber que estaba metida hasta el cuello en un lío, muy, muy grande.
Continuará...
