Un rayo de luz iluminó su panorama, su completo alrededor, tan fuerte, que percibió como su corazón volvía a latir, como sí sus palabras le hubiesen devuelto de pronto a la vida. Tomó aire, sacudida por lo que había oído, nerviosa también ante su cercanía.

—Hotch... —susurró, en un débil gemido.

—Emily... —repitió su nombre, acercando su rostro hasta poder mezclarse con su acelerada respiración —¿Estás aquí conmigo?

—No lo sé... Yo... —Sus labios, finos, suaves, se posaron sobre los suyos, acabando con su balbuceo en un segundo.

Lo miró, sorprendida, y esta vez ni siquiera un balbuceo pudo salir, estaba muda, y el frenético latir de su corazón rompendo en su tímpano casi la dejaba sorda.

—Permiteme traerte de vuelta —le pidió, actuando sobre su sorpresa.

Emily no supo cómo interpretar su pregunta, pero de cualquier modo, había una sola respuesta para ello. Asintió, apartándose de él, para sacarlos de aquel espacio lleno de ruinas. Tiró de su mano para llevarlo hasta su habitación, cálida, ordenada, como había sido ella misma alguna vez.

En medio de esta, volvieron a quedar frente a frente, observándose, un poco nerviosos, después de todo lo que se habían esforzado para ocultar, para fingir, para no cruzar las líneas en el pasado, ahora, en el presente, era justo lo que necesitaban para seguir con vida, para mantenerse firmes.

Hotch fue quien volvió a cerrar la distancia, lo primero que hizo fue secar las lágrimas que corrían por sus mejillas, no le gustaba verla llorar, hacía mella en su corazón. Con cuidado, tiró de su peluca rosa, del rodete, liberando cada uno de sus cabellos negros un tanto más largos de lo que recordaba, e incluso su particular flequillo había desaparecido.

—¿Qué haces? —preguntó confundida, al verlo buscar algo por toda su habitación.

—Traer a Emily a la vida, me lo has concedido.

Se apartó de ella, para ir por las toallas húmedas que divisó sobre la mesita noche. Las tomó, pero antes de comenzar a descubrirla, decidió empezar por aquello que tanto había extrañado.

—Mira al techo —le pidió.

Con cuidado sacó los lentes de contacto, alegrándose de poder conectar con su avasallante mirada color chocolate, su brillo particular no estaba, pero era la mirada de Emily, de su Emily y eso le bastaba por ahora. Limpió el maquillaje de su rostro, dejando su piel libre de impurezas, e incluso, arrancó con delicadeza las pestañas postizas, todo su aspecto al natural le resultaba obnubilante, justo como la primera vez la vio al entrar a su oficina con una caja en las manos.

—¿Me permites? —susurró él, tomando el cierre de su vestido.

No dijo nada, al menos con palabras, porque su mirada le dio la respuesta que requería. Deslizó el cierre descubriendo primero sus pechos desnudos, luego tiró de él hasta reunirlo sobre sus pies, le siguieron las medias, y la despojó de ellas en conjunto con los tacones, dejándola solo en bragas.

Contenerse de no mirarla fue la prueba más difícil a la que se había sometido en su vida, pero por respeto a ella, no lo hizo, tomó la primera prenda que vio, una bata negra de satén con bordado y la ayudó a crubrise con ella.

Ahí estaba, físicamente estaba frente a Emily Prentiss, ahora solo debía conseguir que ella se lo creyera, que se decidiera a mantenerla viva, hasta que pudiese regresar. La tomó de las mejillas, otra vez, admirando sus labios rosados, alternándolos con sus ojos.

—Lauren Reynolds, Camille Dupont, o cualquier otro nombre que hayas tenido que usar, no existen, ellas son medios de supervivencia, un trabajo, aquí sólo existe la mujer real, Emily Prentiss.

En sus ojos se acumularon las lágrimas, ante sus palabras, su cercanía, y la profunda ternura, que de un hombre tan estoico como Aaron Hotchner, significaba demasiado para ella. Sus sentimientos, los que Emily Prentiss había albergado en el pasado, salían a flote, bailando a flor de piel, ora vez.

—Ahora mismo a esa mujer que tú llamas real todos la creen muerta —le explicó, otra vez, porque parecía olvidarse de ese gran detalle.

—Todos no, para mí tú estás viva, y todo lo que tiene que ver contigo está más vivo que nunca —le respondió.

Miró sus ojos, encontrando la batalla de Emily por salir, por volver a la vida, por recuperar lo que siempre había sido suyo, eso que una vez Lauren Reynolds le había intentado arrebatar, y ahora Camille Dupont se dirigia al mismo camino.

Miró su boca, y decidió ayudarla en su pelea, porque esta vez no estaba sola. Llevó sus labios hasta los de ella, con lentitud, dándole el tiempo para apartarse, escapar de sus brazos, pero ella solo suspiró esperando su varonil hoguera encendida.

En su mente había pensando un solo toque, pero tantos años deseando aquel contacto, le hicieron ir por más. Entreabrió sus labios succionando el inferior de ella, saboreando el dulce en su piel, que no pudo abandonar tan fácilmente, dejó que su mano sujetara su nuca, enrollando sus dedos en sus cabellos mientras su lengua acariciaba cada centímetro de su húmeda cavidad.

La besó hasta que sus pulmones dolieron por la falta de oxígeno, quería morir en su boca, o quizá, ambos estaban comenzando a vivir tras ese beso.

—Aaron... —expulsó sin aliento, sus pestañas revolotearon para encontrarse con su mirada ardiendo —Hazme sentir viva, por favor —le pidió agitada, sin pensarlo demasiado.

Lo había deseado desde hace tanto, qué, quizá después de todo lo que había pasado, aquello era como en el yin yang, el bien dentro de todo ese mal, y quizás, era su única oportunidad para poder tenerlo.

Fue su turno para buscar su boca, besándolo esta vez con más frenesí en un ritmo más acelerado, mientras sus manos abrazaban su cuello, y sus dedos jugueteaban con los cabellos negros en su nuca. Entre el calor de su lazo, cerraron cada centímetro de distancia, estrechándose, evitando hasta que el aire se colase entre ellos, permitiéndose sentir sin barreras el deseo que habían acumulado a través de los años que habían laborado juntos.

Ninguno se detuvo a pensar si era lo correcto, si el otro estaba seguro de lo que sucedía, porque la verdad era que no lo necesitaban, sus miradas, sus caricias, estaban en la misma línea. No había nada que decir en ese instante, no cuando el amor, el deseo, tenían su propio lenguaje.

Emily le quitó la americana, seguida de su camisa, botón a botón, hasta poder palpar su pecho duro, cubierto de cicatrices, a las que conocía la triste historia detrás, y las que le hacían admirarlo un poco más.

Levantó sus brazos dejandose despojar del vestido que él mismo le había colacado, aunque esta vez Aaron se permitió admirar cada centímetro de su cuerpo, sus pechos, sus recientes cicatrices, y el trébol que le habían tatuado. Sus dedos ásperos comenzaron a trazar firmes caricias, como si pudiese borrar cada golpe en él, cada huella de sus antiguos amantes para plasmar las suyas en un lienzo puro, y todo suyo.

A sus manos le acompañaron sus labios, en un apasionado viaje río abajo, surcando la curvatura de su cuello, para llegar a la dulce planicie de su pecho, como una corta antesala para comer sus dos montañas lechosas, adornadas con sus turgentes pezones, succionándolos con fervor, puesto que era su premio tras alcanzar la cima de su recorrido.

Deseoso de poder materializar las morbosas imágenes que le habían azotado los pensamientos durante años, la alzó al tirar de sus muslos, obligándola a enrollar sus piernas de sus caderas, donde percibió la dureza que guardaba bajo sus pantalones.

La guió hasta la cama, la posó con delicadeza para seguir venerando cada centímetro de su sublime estructura, sin perder su dirección, hacía el sur, hasta llegar al preciado pozo que le aguardaba entre sus muslos, entre los pétalos de su flor, que succionó hasta arrancarle los más roncos gemidos de su garganta.

Su arte amatorio no terminó allí, se desnudó y se enfundó entre sus carnes, respetando sus tiempos para que se acoplara a su tamaño, a su vitalidad, y luego, hizo realidad los deseos de ambos empujando sus caderas con fuerza contra su cintura, haciendo un baile, en sincronía con sus labios que se movían sobre los de ella, y sus manos que acariciaban sin pudor cada curvatura que alcanzaba.

Ese noche no hubo impedimentos, no había un reglamento, no existían muros, solo estaban ellos dos y un montón de deseos reprimidos, qué, como el vino, solo habían perfeccionado su sabor tras el paso de los años.

Sus besos, la suma de su unión, tenían un sabor inigualable para ambos, la noche se hizo exigua para amarse, les llegó la madrugada entre plácidas caricias, donde terminaron rindiéndose entre los brazos y el calor del otro.