Se sabe que a mí me gustan las sirenas. Tengo una historia donde Izuku es un sirenito y Kacchan es un pirata (Until I Breathe This Life, si quieren leerla). A partir de aquí es Katsudeku Mermay Week 2021, tengo ganas de explorar otras dinámicas sirenosas entre los dos.
Día 1: isla.
Tu nombre en la arena
"A mermaid found a swimming lad,
picked him for her own,
pressed her body to his body,
laughed; and plunging down
forgot in cruel happiness
that even lovers drown."
William Yeats
Los cañones volvieron a disparar. Los humanos, arriba en la superficie, no dejaban de agitar las aguas y de pelearse. Kirishima siempre insistía en acercarse. Tiburón inútil. Katsuki iba sólo por tentar al peligro, porque tenía específicamente prohibido acercarse a las playas, la superficie o cualquier lugar en el que hubiera humanos. Lo hacía para desafiar a su madre, para ir en contra de su tridente y quizá alentar su furia. La Reina de los Mares no estaba dispuesta a perder a su único hijo entre las redes de los pescadores.
—Quizá no deberías haber venido —dijo Kirishima. Tiburón inútil. Era parte de la guardia real y cargaba con un tridente a todas partes. Solía asustar humanos con su cola, que huían volando al ver a un tiburón rojo acercándose. Tenían fama de ser temibles—. Denki y yo estaremos bien…
—¿Le dijiste a ese idiota…?
—Él tuvo la idea —dice Kirishima—. Dice que le dan pena. Por eso quiere evitar que se ahoguen…
—Y tú, claro, vas a ayudarlo. —Katsuki chasquea la lengua—. Mi madre te arrojaría a los calabozos tan sólo por esto. —Cruza los brazos mientas mueve la cola, impulsándose para alcanzar a Kirishima—. Sabes que está prohibido ayudar a los humanos.
—Pero Kaminari… —Kirishima pone cara de pez tierno a medio morir y Katsuki sólo bufa—. Vamos, no nos vera nadie que no deba…
—Ya sé, ya sé, ¿dónde está la maldita anguila eléctrica?
Un tiburón y una anguila eléctrica. Katsuki no entiende cómo funciona —y quizá nadie que no sean Kirishima y Kaminari puedan entenderlo realmente—, pero tampoco lo cuestiona. Se quieren. Kirishima haría cualquier cosa que Kaminari le pidiera —evidencia: está dispuesto a rescatar humanos que le dan pena sólo porque la maldita anguila eléctrica le hace ojos adorables— y Kaminari se pondría enfrente de cualquier espada para proteger a Kirishima.
Quizá en sus actos y en la manera que hablan del otro haya una clave, algo, un modo diferente de ser. Katsuki no entiende. Llegado el momento, Mitsuki empezará a molestarlo para que busque consorte; o consortes, en plural, como es lo normal. Quizá eventualmente tenga que asegurar un tipo de descendencia o al menos tener un heredero —aunque no sea sanguíneo—, porque es el Príncipe de los Mares y como tal hay un rol que se espera de él.
Nunca le ha molestado ser un pez llamativo, pero algunas veces eso acarrea problemas: tiene una cola larga y anaranjada que brilla cuando le da el sol que se rompe en mil rayos contra el agua; sus aletas también son llamativas, un cúmulo de pequeñas manchas anaranjadas sobre negro que quizá, recuerdan a las noches estrelladas de verano sobre la superficie que se supone que Katsuki jamás ha visto. Por eso debe mantenerse a una distancia especial de los humanos. Podrían verlo. Podrían codiciarlo, como se codicia a los tesoros, al oro y a las joyas, que algunas veces acaban perdidas en el fondo de sus dominios. Podrían encerrarlo en una red para convertirlo en tan sólo un objeto, un adorno, quizá un experimento.
Pero la curiosidad puede más.
Los barcos que rompen con cargas de pólvora al resto de las embarcaciones, las peleas fútiles de los humanos que terminan enterradas en el fondo del mar. Quiere verlo todo.
—¡Eijiro!
La voz de Kaminari —también conocido como «maldita anguila eléctrica»— lo devuelve al mar, al agua, al mundo. Deja de pensar en todas las reglas que tiene que seguir y en todo lo que podría pasar. Pero necesita también sentirse vivo y correr los riesgos que corren otros, por eso está ahí.
Katsuki bufa cuando Kaminari se acerca.
—Mantén tu electricidad lejos de mí, imbécil.
—Ah, princesa, tan amable como siempre.
—¡No me digas princesa! —No debió permitirlo la primera vez que había salido de la boca de Kaminari y ahora es demasiado tarde.
—Oh, lo siento, quise decir «Su Alteza». —Kaminari sonríe sin vergüenza alguna y se acerca a Eijiro. Enreda su cola de anguila en la aleta del tiburón y allí es cuando Katsuki desvía la mirada, porque no planea ver como deciden que e curso sano de los acontecimientos es besarse mientras arriba, en la superficie, un barco se sigue peleando con otro.
El beso de los otros acaba con un estallido, porque las guerras humanas no esperan.
El mar es diferente.
Hay guerra, por supuesto, hay peleas. El mar es indómito y para vivir en él hay que conocer el ritmo de las corrientes, respetar a los peces grandes. Respetar el agua, por encima de todo, madre de todos. Las peleas humanas se les antojan más caóticas, más sin sentido. Quizá por eso Kaminari se llena de piedad al ver y quiere salvar a aquellos que son arrastrados por las corrientes.
Un par de marineros caen por la borda. Kaminari se encarga de ellos.
Y luego, el tercero, que cae directamente de la plancha.
Parece caer más lentamente que los demás, pero es sólo un efecto extraño que ocurre cuando los ojos de Katsuki se clavan en él. Mueve los pies y las manos intentando asirse al aire desesperadamente. Lleva un chaleco verde y verde todo en él. Sus rizos se mueven con el viento.
Katsuki, que usualmente se mantiene al margen de las obras de caridad de Kirishima y Kaminari, se lanza en su dirección y salta desdela superficie para alcanzarlo antes de que toque el agua. Lo rodea con sus brazos en un gesto brusco, porque todo es brusco en su ser. Salta en el agua y no duda que el resto lo ve, también. Ven su cola, que brilla bajo el sol con miles de destellos, las escamas a un lado de sus ojos. Si no estuvieran en peligro de muerte, los marineros se detendrían a verlo un momento. Los seres del mar rara vez se muestran ante los humanos.
—Agárrate —espeta Katsuki—, puedo hacerte volver a cubierta.
Eso parece despertar al marinero, que se aferra a los brazos de Katsuki y clava sin querer una mano en las membranas de sus aletas.
—¡No, a cubierta no, por favor, volverán a lanzarme! ¡Otra vez!
Patalea y casi lo hace perder el equilibrio en la superficie.
—¡No hay ningún lugar más! Perderé el tiempo si te acerco a la playa.
—¡La playa no! ¡Los soldados… me arrestarán! ¡Hay una isla! —grita el marinero, desesperado—. Cerca, está cerca… Está en los mapas… Cerca…
Katsuki sabe a qué isla se refiere. Los humanos no se acercan a ella. Se rumora que una de sus playas está llena de ondinas, que en el volcán que hay al centro dormita un dragón, que en sus árboles se esconden duendes. En general, es un lugar peligroso para los humanos. Katsuki frunce el ceño.
—¡Por favor! —suplica el marinero.
En sus ojos se esconden una desesperación primigenia, un instinto que viene desde el principio de los tiempos. La supervivencia por encima de todo.
Katsuki no desprecia a los humanos.
No le importan, que es diferente. Los teme, porque asolan el mar creyendo que es suyo y sólo criaturas que no conozcan el miedo pueden atreverse a tal empresa. No muy lejos de allí están los islotes donde criaturas aladas, con hermosas figuras de mujer, se comen a los marineros que se atreven a descansar en sus costas rocosas y poco amigables. En las profundidades, en medio de las fosas más profundas, descansan los krakens, esperando su llamada. Sin duda, los seres humanos son las únicas personas capaces de acercarse a reinos donde son extraños.
—Por favor… —repite el marinero, con la voz más débil.
Es todo supervivencia y, por eso, Katsuki tiene curiosidad.
—Aguanta la respiración —dice.
Y después se sumerge.
Le hace una ceña a Kirishima y a Kaminari, que están intentando alejar a los dos barcos para detener la pelea y evitar que más cuerpos caigan al mar. Los dos miran con curiosidad al marinero que carga en sus brazos, casi desfallecido, pero nada comentan, con el clamor de la pelea. Katsuki sólo se aleja, moviendo su aleta con velocidad, hacia la isla más cercana. Si esa es la única oportunidad de supervivencia que encuentra, él no la cuestiona, porque nunca se había interesado por un humano; es revelador que el primero que le interese sea ese, dispuesto a todo, que cayó desde la plancha: no en medio de la pelea, si no probablemente traicionado por sus propios compañeros. Katsuki no entiende cómo funciona la vida humana. Sólo puede imaginar.
Sale a la superficie poco después, recordando que no puede ahogar al humano que acaba de rescatar.
Lo deja en la orilla, poco más allá, sobre una playa que parece paradisiaca y en la que, sin embargo, ninguna embarcación humana para.
El marinero parece desfallecido y Katsuki sólo distingue que está vivo porque su pecho sube y baja al ritmo de sus respiraciones. Por un momento se convence de que estará bien si lo deja en la playa, sólo. Antes estaba muy convencido de que quería ir allí. Vuelve al agua, tan sólo un momento y entonces piensa en los duendes. Le robarán hasta los calcetines si tienen oportunidad. Duda un momento.
Voltea a ver a los barcos.
Kirishima y Kaminari deben de estar por allí.
Voltea a ver al marinero. Su mirada se clava en su rostro y finalmente descubre las pecas en sus mejillas. Está lleno de ellas, parecen el cielo en una noche estrellada, cuando la cosa de Katsuki resplandece más. Duda.
No se laza al agua. Se queda en tierra, donde golpean las olas y su cola puede mantenerse húmeda. Vela el sueño del marinero.
Nunca nadie ha estado a la altura de Katsuki, pero quizá un hombre que se atreve a acercarse aquella isla merezca, al menos, que se quede a su lado, cuidando que los duendes no lo despojen de hasta su última prenda de ropa.
Se asoman, por supuesto. Katsuki distingue sus pequeñas cabezas entre los troncos de las palmeras en la playa. Los duendes quieren saber quién ha llegado a sus playas, pero Katsuki los mantiene lejos a todos, para que no le roben nada al marinero dormido. Apoya los brazos sobre su cola, seguro de que allí no se acercarán barcos ni balsas llenas de humanos. Mitsuki, su madre, seguramente se llevaría las manos a la cabeza al darse cuenta de que está en la playa, con la cola a simple vista, con las escamas anaranjadas que brillan tanto como el sol. «Eres un príncipe del mar, Katsuki», decía toda la vida. «Honra ese puesto». Y él siempre viendo a la superficie y al cielo y a lo más profundo del océano, buscando y jugando con las fronteras de su mundo, preguntándose si acaso no habría algo más.
«Algo más» en ese momento es un marinero suicida al que habían lanzado desde su propio barco y está dispuesto a internarse en aquella isla en la que es casi seguro que no sobrevivirá. Si caminaba más adentro, se encontraría a las hadas y era bien sabido que uno no debía aceptar nunca los frutos que éstas ofrecieran con sus propias manos. Los usaban para atar a otros. Antes, cuando a la isla todavía se acercaban los marineros, las hadas se llevaban a apuestos marineros hasta sus dominios, deseando experimentar el amor como lo hacían los humanos. Pero las hadas no eran humanas y había muy pocos hombres y mujeres que pudieran soportar todo el peso del amor que una sentía. Las hadas habían surgido milenios atrás, hijas de la tierra, los árboles y la naturaleza; amaban con una pasión que lo arrasaba todo, sin dejar nada atrás. Se decía que las sirenas como Katsuki eran también así. Hijos e hijas del agua, acostumbrados a la sal del mar. Tenían un amor diferente. Quizá más pasional, más extraño, más amplio, más grande. Un amor que se sentía como el golpe de una ola contra la arena en la tierra firme, como el romper del agua contra las rocas, como la gota solitaria sobre las rocas, que erosionaba la tierra y las partía dos con infinita paciencia, tras miles de años.
Quizá por eso es mejor que se mantengan alejados para siempre de los humanos, piensa Katsuki. Aunque a veces hay algunos que lo buscan, como aquel lunático marinero de cabello verde, quien se despierta tosiendo, arrojando toda el agua de mar de sus pulmones. Se queda mirándolo con curiosidad, incapaz de incorporarse más de lo que su cola permite.
Cuando el tosido termina, el marinero por fin lo mira. Sus ojos se detienen un momento en las orejas o branquias a un lado de su cabeza, pequeñas aletas que sobresalen, con detalles anaranjados y algunas manchas negras. Después en las pequeñas escamas que aparecen como vetas brillantes en sus pómulos, en su clavícula y en sus hombros. Pero quizá en lo que más se detienen los ojos verdes es en la larga cola que brilla con el sol y en la espectacular aleta que se mueve un poco, golpeando el agua de las olas, arrojando agua hacia el resto de las escamas.
—¡Sigues aquí!
Katsuki sólo bufa. No hace nada más, ni siquiera le dedica unas palabras en la lengua de los hombres, que Katsuki sabe hablar porque oyen las canciones que cantan en el mar y que el agua conduce hasta las profundidades. Es un lenguaje que le sale prácticamente instintivo, porque los seres del mar se han alimentado toda la vida de las historias que caen desde las bordas de los barcos y se vuelven gotas en el mar y también de las historias que las olas le arrebatan a la arena.
—Oh, ¡gracias! ¡Muchas gracias! —vuelve a decir el marinero, alisándose el chaleco verde lleno de arena—. ¡Muchas gracias! Mi mamá solía decir que no había que pedir favores a las sirenas, porque te llevarían al fondo del mar si no pagabas el precio…
—No hay precio —interrumpe Katsuki y su voz agresiva que usualmente parece gruñido sale lacónica.
—Pe-pero… siempre exigen… un…
—No hay precio —repite Katsuki—, está vez. Sólo está vez.
No uno que él esté pidiendo, al menos. Quizá el mundo reclame un precio para sí tras esa salvación. Todo tiene consecuencias. Los deseos, los anhelos, la desesperación. El llegar a una isla como ella.
—¡Gracias, gracias! —repite el marinero y se pone rojo al sentarse frente a Katsuki, que no puede erguirse tan alto como él a causa de la cola—. ¡Muchas gracias! Puedo decirte mi nombre…
«¡No!»
No hay que entregar el nombre tan fácilmente, piensa Katsuki. Es sagrado, personal. Los humanos se lo dan los unos a los otros sin tener cuidado, entregan su alma sin pensar, pero incluso ellos, tan carentes de preocupaciones al ofrecer el nombre de sus almas, saben que no hay que entregarle el nombre de uno a las hadas o a la gente del mar. Nunca entregues tu nombre a los feéricos o a las sirenas.
Pero el marinero abre la boca y pronuncia un nombre.
—Izuku Midoriya —dice.
Y Katsuki sólo atina a mirarlo como si estuviera loco.
Dura un momento y Katsuki cree que seguirá hablando, pero parece tener curiosidad por el semblante confundido que tiene. Izuku Midoriya. Curioso nombre para alguien que casi sucumbió al azul del mar y rogó ser llevado ante el verde de la isla de los feéricos. Como su nombre en el lenguaje de los seres mágicos. Midori. 緑.
Katsuki tiene su nombre.
Podría quedarse con su alma.
Pero lo único que atina a hacer es volver de un salto al agua y alejarse mientras los gritos del marinero se pierden en la lejanía.
—¡Espera! ¡Al menos dime si volverás!
Mitsuki no se entera que él, Kirishima y Kaminari estuvieron dando vueltas cerca de los barcos en guerra. Tampoco sabe que salvaron humanos. Es bueno, porque le quitaría a Kirishima todos los privilegios que le da. Lo desterraría hasta las fosas si supiera que deja que Katsuki lo acompañe y se exponga a la superficie. Si se entera que hay momentos en los que lo pierde de su vista. Pero Mitsuki no se entera y Kirishima y Kaminari siguen jugando a ser peces enamorados que no se preocupan por nada. Katsuki, en cambio, pasa dos días pensando en las líneas que componen el verde y repasa las líneas, que parecen una espiga o una hoja verde. Catorce trazos. Verde como su cabello. Midori. 緑.No es una palabra humana. Pertenece al armonioso lenguaje de los seres mágicos. Curioso que alguien como el marinero acabara con ella en su nombre. Y luego el otro carácter que lo completa. 谷.Ya. Tan terrestre como el verde, en contraste con el azul del mar.
Ah, los humanos lo ofrecen con demasiada sencillez.
Dicen que los nombres son solo nombres, sin visualizar realmente que son las ventanas de su alma. Katsuki no entiende por que aquel marinero. Izuku Midoriya, corrige para sí. No sabe porque Izuku Midoriya le ofreció su nombre de aquella manera.
La duda lo come dos o tres días, hasta que vuelve a la orilla de aquella isla, después de convencer a Kirishima de que lo deje solo y se vaya un rato con Kaminari. Nadie tiene por qué enterarse si le dice a su madre que irán a explorar más profundo.
Y allí está el marinero, aunque ahora tiene sólo puesta la camisa y el chaleco se seca al sol.
Katsuki sale del agua haciendo que las gotas caigan por todos lados y acomoda su cola en la orilla para golpear con su aleta las olas.
—¡Has vuelto! —El marinero sonríe de oreja a oreja—. Realmente me preocupó que nunca quisieras volver. No conozco a nadie aquí y no puedo volver a la costa. —Sonríe nervioso—. Además, no me he atrevido a internarme demasiado en el bosque. No conozco a sus habitantes.
Bien, no es estúpido.
Katsuki además puede ver los restos de una fogata en la playa, una caña de pescar demasiado rudimentaria —que seguramente no pesca casi nada—, un intento de lanza fallido y algunos frutos como provisiones. Alza la ceja ante lo último. El marinero sigue su mirada para adivinar sus dudas.
—¡Oh! ¡Eso! Nadie me lo ofreció —aclara— y no me interné demasiado en la maleza para encontrarlo. Sé que a veces a los duendes les gusta gastar bromas y que las hadas ponen encantamientos sobre la comida para atraer a los humanos y convencerlos de que se queden para siempre y no sé si yo… —Se pasa una mano por el cabello nervioso—. No sé si realmente quiero vivir para siempre y quedarme con un hada y… esas cosas.
Katsuki bufa.
—Quieren que seas su sirviente, idiota.
—Bueno, igual dije que… —El marinero, Izuku Midoriya, se acerca aún más a Katsuki. Tiene los pies muy cerca de su cola y eso lo pone nervioso—. ¿Puedo sentarme?
Katsuki vuelve a bufar y el marinero lo interpreta como un sí.
—Digo, no sé si me voy a quedar en esta isla toda la vida. —Se encoge de hombros—. Era sólo un plan del momento. No podía volver a la costa. No puedo volver a la costa. Me colgarán por desertor.
—¿Desertor?
—De la armada naval —musita Izuku—. Perdí mi mosquete antes de caer, pero era un rifle de la armada naval. —Suspira—. Era un buen mosquete. Bastante exacto, si sabías a donde apuntar, aunque había que practicar mucho. De todos modos, bah, aquí no lo necesito. En general me negaba a usarlo seguido. Aunque me quedan… mira… —Y tira de su cinto para mostrarle un objeto que Katsuki algunas veces ha visto tirado en el fondo del mar—. Es una pistola, pero no tengo ni un poco de pólvora útil. Toda se mojó. La pólvora se arruina así. Además las pistolas son un engorro. Un solo balazo. Cada una. Si no puedes recargar… Da igual. —Recupera el objeto de las manos de Katsuki, que no atina qué hacer con él—. Es mejor una pistola sin balas, viendo como están las cosas. —Y hace un puchero entonces. Katsuki lo mira, curioso. No entiende a qué se refiere la mitad de lo que ha dicho, pero de todas maneras escucha, porque no conoce otras formas de vida que no sean las de los seres mágicos, especialmente de las sirenas, y éstas tienen vidas tan largas que no comprenden esa suerte de desesperación con la que pelean sus barcos—. En realidad, no deserté —confiesa, como si aquello tuviera importancia, como si tuviera que dejarlo en claro, ante Katsuki y el mundo—, me echaron. Por eso me tiraron por la plancha. Mi capitán decía que era demasiado bueno, que no se podía hacer la guerra cuando uno es alguien que está constantemente esperando que el enemigo se redima. Y, digo… ya sé que es…, bueno…, sé que a veces es imposible y que no hay redención posible. A veces los enemigos sólo disfrutan matar. Pero no creo que nosotros, todos los soldados y marinos disfrutemos de hacerlo. En cambio, nuestros gobernantes sí. El único problema es que no se matan entre ellos. Por ejemplo, nuestra Comisión Gobernante… ¡Porque no tenemos rey! Lo depusieron con la última revolución. Sólo a los Grandes Generales y Almirantes, pero ellos no… Bueno, ellos no forman parte de la Comisión Gobernante. A veces se oponen a ella, incluso, pero siempre encuentran la manera de hacerlos renunciar o retirarse antes de tiempo… Hay un rumor…
—Te gusta hablar. —Katsuki se ve en la necesidad de interrumpirlo porque empieza a perder el hilo de lo que Izuku Midoriya, el marinero de cabello verde, está diciendo. De por sí no entiende del todo el mundo humano, lejos de los barcos que se hunden o andan por la superficie, lanzando cañonazos, o de los objetos que caen por la borda o son arrojados desde las playas. ¿Comisión Gobernante? ¿Grandes Generales? No entiende absolutamente nada de eso—. Si quieres que oiga tu historia de mierda, tendrás que ir en un orden en que se pueda entender. O me largo y no volverás a ver mi cola emerger del agua. Ni siquiera sé por qué te salve, pedazo de…
—Bien, bien, en orden.
—¿Cómo llegaste a la armada o… eso?
—¡Me enlisté! Vivía en la frontera. Hay valles hermosos. Todos verdes. —Katsuki no los conoce, pero supone que aquello explica su nombre. 緑. Midori. 谷. Ya. Valle y verde en un nombre familiar—. Pero siempre nos atacaban. A veces quemaban parte de nuestros cultivos y la gente pasaba hambre. Y los niños lloraban, porque a veces sus padres y madres no volvían de la guerra. Y yo no quería ver llorar a nadie más. —Katsuki asiente. En el fondo del mar no hay guerras, al menos no entre quienes lo habitan. Hay una paz tensa, cuidadosa. Tienen más miedo de los humanos y las redes con las que pescan que de ellos mismos—. Así que me enlisté. No quise hacerlo en el ejército, en tierra. No me gustan. Son crueles. Así que me uní a la armada, en el mar. No era malo. Y me gustaba mi escuadrón original. El capitán Aizawa era muy bueno. Se preocupaba porque todo el mundo sobreviviera, nunca alentaba la crueldad innecesaria. Nos entrenó a todos. Y al principio estaba bien. Solíamos hacer operaciones de rescate, sobre todo cuando hundían nuestros barcos mercantes. Así fue como conocí al almirante… Bueno, era un Gran Almirante. Uno de los cinco.
—¿Almirante?
—Es el rango mayor en la Armada Naval —dice Izuku—. Generales para el ejército en tierra. Hay cinco Grandes Almirantes y cinco Grandes Generales. Conocí a unos cuantos. Antes… Antes de… bueno, pasaron cosas.
Katsuki asiente.
—Me hace bien hablar de ello. Antes no tenía con quien hablar. Bueno, quedaba Shouto. Pero… era hijo del Almirante. Lo vigilaban más, por eso. —Izuku Midoriya parece asumir demasiado rápido que Katsuki entiende algo de lo que está hablando y Katsuki sólo elimina todas las cosas extrañas, concentrando su curiosidad en aquellos sentimientos que puede comprender: cierta desesperanza en su voz, acompañada de un fastidio extraño—. Bueno, al principio Toshinori Yagi era Gran Almirante. Yo le caía bien. Le gustaba. Decía que iba a lograr que me hicieran maestre y luego teniente. Al final nunca pasé de un simple marinero. El Almirante Toshinori Yagi siempre se oponía a algunas reglas de la Comisión Gobernante, sobre todo cuando querían hacer la guerra sólo por hacerla. Las arcas del tesoro estaban llenas, pero querían… —Izuku no termina aquella frase y sólo aprieta los labios—. Al final hubo una batalla y en la batalla hubo un accidente e hicieron terriblemente al Gran Almirante, así que tuvo que retirarse. Dejar su puesto. Pasamos a estar al mando de otro Gran Almirante. El padre de Shouto —y eso no le dice nada a Katsuki, porque no sabe quién es «Shouto»—. Pero no lo dejaban tener a sus propios capitanes. Al principio era Burnin. Bueno, le decíamos así. Capitana Moe Kamiji. Pero desapareció. Así que la Comisión puso a un Capitán que nunca dejó que yo pasara de marinero. Shouto ya era maestre, en ese entonces, pero logró quitarle todas sus medallas y sus logros como castigo porque el Gran Almirante se quejó. Lo tenían amenazado, me parece. Shouto decía que… su padre…, bueno… tenía historia. Había un hijo mayor que había traicionado a la república y… —Izuku se encoge de hombros—. Al final lo mandaron lejos. Y a mí me tenían vigilado. Se suponía que tenía que pelear. Pero la última vez me negué. No tenía sentido. Querían que atacáramos un barco mercante. Entonces me arrestaron y me encerraron. El capitán se burlaba de mí, todo el tiempo, decía que era un inútil. También decía que la próxima vez que entráramos en batalla, me tiraría por la plancha, para que fuera uno de los daños colaterales. Y… —Se encoge de hombros—. Tuve derecho a una pistola, unas cuantas balas y mi sable.
—¿Por qué te dieron… eso… si te iban a…?
Izuku se encoge de hombros.
—Se dice que, para que sea justo entregar a un hombre al mar, debes darle algo con qué defenderse —responde—. Una pistola —y vuelve a mostrársela— y un sable —termina, ante lo cual señala su cintura—. No muy útiles contra el agua, ¿eh? Dijeron que le contarían a todo el mundo que yo había desertado.
Y entonces se pone rojo, probablemente porque se da cuenta de que lleva hablando todo el tiempo, como desesperado. Katsuki espera que al menos note que hay muchas cosas que no entiende. Como todas esas palabras. «Maestre», «Capitán». Sabe que son rangos, oye como los humanos los gritan. Pero no le importan y no entiende su orden.
—Oh, lo siento, he hablado demasiado —dice, todavía del color de un pez carpa—. Debo ser el único imbécil que está frente a una sirena y… habla de él. Una criatura mítica y… Ugh. A veces pienso que tenían razón en decirme Deku, ¿sabes? Se supone que en el idioma del mar Deku es…
—Inútil.
Katsuki conoce esa palabra. Lo que Izuku Midoriya conoce como «idioma del mar» no es sino la lengua de todos los seres mágicos.
Dibuja las palabras en la arena.
デク.
Deku.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Izuku Midoriya, con los ojos muy abiertos, muy grandes.
—Soy una sirena, imbécil —espeta Katsuki—. Es la lengua de mi lengua, de mis pensamientos. ¿Creíste que hablaba la lengua humana, acaso? —Señala las líneas en la arena—. Deku. No es el idioma del mar, es sólo… lo que hablamos los seres mágicos. Pero es lógico que los marineros crean que es tan sólo el idioma del mar.
—¿Todos los seres mágicos?
—Todos. —Katsuki gruñe—. Las hadas y los duendes también. No sabía que los humanos podían…
—A veces hay gente que puede entenderlo. Bueno, no son gente —dice Izuku, apartando la mirada—. Los cambiados. Creen que son humanos, pero no lo son. Aquí supongo que como es una isla… no tienen cambiados. Pero en el valle había rumores. No estábamos lejos de un bosque y ¿sabes qué hay en los bosques?
—Nunca he estado en uno, ¡marinero idiota!
—¡Cierto! —E Izuku se ríe un poquito, cuando se da cuenta de que es inútil pensar en que Katsuki conoce nada en tierra firme—. Bueno, en todos los bosques hay hadas. Y a veces cambian a los niños. —Hay una pausa—. ¿Entonces todos los seres mágicos hablan la misma lengua?
—Sí. Tu nombre también tiene… Bueno.
Y Katsuki dibuja en la arena.
緑.
—Verde. Midori —dice—. Como tu cabello. Es la primera parte del nombre de tu familia.
—Mi-do-ri.
Katsuki sonríe a medias, nada más. No debería estar allí. No entiende a ese marinero, habla demasiado y se olvida del mundo. Pero es la primera vez que puede relajarse tranquilo, en la orilla de mar, sentado en la arena, sin temer acabar en una trampa.
—Ya es valle.
谷.
Lo dibuja también en la arena, a un lado del otro carácter.
緑谷.
—Tu nombre también está en eso que llamas el idioma del mar.
Izuku Midoriya sonríe, complacido. Y luego hace una pregunta que el considera inocente, pero que para Katsuki es como pedirle que revele su intimidad.
—¿Y cuál es el tuyo?
Se mete en el agua sin pensar, dando un coletazo.
—¡Ey, vuelve!
No regresa hasta tres o cuatro caídas del sol después. Siempre es demasiado abrupto y acaba demostrando lo poco que le interesa entender a los humanos y lo poco que le gustan en general. Tiene que obligarse a pensar a Izuku Midoriya por fuera del concepto de «humanidad» para hacerse a la idea de que no es como el resto. Katsuki lo considera un lunático por su interés en los seres mágico, todo lo que sabe de ellos y la cantidad de palabras que dice por minuto, es imposible seguirle el paso.
La siguiente vez que convence a Kirishima de que finjan salir a explorar para que Kirishima se largue con Kaminari, lo encuentra intentando pescar algo, con los pantalones subidos hasta las rodillas.
—No puedo decirte mi nombre —es lo único que dice—. Podrías… Decirte mi nombre verdadero sería exponer a que pudieras hacer lo que quieras conmigo. Si lo pronuncias, podrías darme cualquier orden.
Izuku asiente, comprensivo, sin soltar su rudimentaria lanza para pescar en la orilla (al parecer se rindió con su caña). Katsuki bufa al verlo y es el quien le consigue un par de pescados para asar. Después Izuku lo ayuda a acercarse hasta la fogata que hace y Katsuki intenta que eso no se vea patético y le lleva un cubo de agua —mal hecho y que gotea— para que pueda mojar las escamas de su cola. «Lo siento», se excusa una y otra vez, «no puedo hacer la fogata cerca de la orilla.
—Al menos tendrás que decirme algún apodo para que pueda llamarte —dice Izuku, finalmente.
Katsuki frunce el ceño. Piensa en negarse, no decirle nada.
Pero recuerda la voz de su madre, dulce hace tanto tiempo que él era un niño y su cola no brillaba tanto. Una voz llena de promesas que hace tiempo no escucha. Una voz más feliz, menos preocupada por la superficie. Una voz llena de descubrimientos y tesoros.
—Kacchan —dice.
—¿Kacchan? —pregunta Izuku.
Asiente sin explicar de dónde salió.
—Aunque puedo enseñarte mi nombre. De todos modos, no lo entenderás. No puedes leer los caracteres.
—Sólo si quieres, Kacchan. —Izuku Midoriya sonríe al decir aquello.
Katsuki se queda turbado al ver aquella sonrisa y acaba con dibujar con sus dedos en la arena. Primero katsu. 勝. La acción de ganar, salir victorioso. Un nombre con buena estrella y buena corriente para el príncipe de los mares. Y luego ki. 己. El ser. Un ser victorioso. No lo dice en voz alta, pero es consciente de que Izuku ve sus dedos deslizarse por la arena. Debajo pone el nombre heredó de su madre, que los humanos interpretan como el nombre familiar —aunque es consciente que, por razones extrañas, usan el paterno—. Primero baku. 爆. Carácter que puede encontrarse en la palabra explosión. Mitsuki dice que a eso se debe su temperamento corto, su furia constante. «Eres el preludio de la explosión, Katsuki». 豪. Poder. Poderoso. Un nombre digno de un príncipe heredero.
—Me gusta —dice Izuku.
—No puedo decirte lo que significa —dice Katsuki.
—No importa, te queda.
Y con sus dedos traza, por encima de la arena en el aire, los mismos caracteres que dibujó Katsuki. Y lo hace con cuidado, trazo tras trazo, símbolo de ternura y comprensión y Katsuki se siente a gusto en aquella playa y en aquella isla, fuera de su mundo. Apenas en la frontera. Quizá el único lugar en el que puede producirse un encuentro entre un hijo del agua y un ser humano.
Los dedos de Izuku recorren sus trazos, en la arena, uno detrás de otro, hacen lo mismo que sus dedos hasta que Katsuki los atrapa entre sus manos, buscando sentir aquella piel sin agua, preguntándose en qué son diferentes sirenas y humanos.
Izuku se queda viéndolo, mientras siente sus palmas y hace los trazos de las líneas de sus manos.
—Kacchan —murmura, mientras Katsuki todavía analiza las yemas de sus dedos—, me alegra que no me hayas abandonado.
Podría decir que es tan sólo una víctima del aburrimiento del príncipe de los océanos, pero sería una mentira. No es aburrimiento, sino curiosidad. Notar por primera vez que su mundo es un poco menos vasto de lo que se había imaginado. Junta su mano con la de Izuku. A simple vista no son tan diferentes.
—¡¿Dónde estabas, Katsuki?!
El huracán que lo espera al llegar es cruel. Alza la vista y busca a Kirishima, que se esconde, abrazando a Kaminari, detrás de su madre. En sus ojos ve la traición obligada que lo forzaron a cometer y se prepara para la furia de Mitsuki. Arrasa con todo, hace que todos los peces se alejen.
—No tengo por qué decírtelo, vieja bruja…
—¡Kirishima dice que salvaste a un marinero! ¡Dijo que han estado yendo a buscar los barcos!
Eso es una sorpresa. Con la primera mirada tan sólo había esperado que le hubiera contado que lo había convencido de mirar para otro lado mientras él se iba a explorar. Eso hubiera sido muy más fácil de resolver. Pero Mitsuki teme a los humanos. En tiempos antiguos era al revés: las sirenas se apostaban en las playas de islas vírgenes para cantar a los marineros y estos las temían, pues eran hipnotizados por el poder de su canto y las sirenas acababan con ellos o los arrastraban al fondo del mar. Pero ahora los humanos tenían esa… «pólvora»; ni siquiera había un carácter exacto en su lenguaje para condensar su significado. 硝. Ese era tan sólo el más parecido. Había historias de sirenas pescadas, con las escamas arrancadas. Mitsuki no iba a dejarlo al azar, no iba a poner en peligro a Katsuki.
—Lo siento, Katsuki, ella…
Supone que amenazó a Kaminari o algo parecido. La única cosa capaz de hacer que Kirishima se rinda completamente es amenazar a Kaminari.
—¡¿Dónde estabas, Katsuki?!
—¡No te importa!
Una mano le cruza la cara de una cachetada. Antes de que pueda llevarse una mano hasta la marca roja que quedó, Mitsuki lo abraza, como si estuviera intentando ahorcarlo en un gesto desesperado. Katsuki no se sorprende, no le extraña. Así es Mitsuki y así es su amor. No podría decir si está bien o mal, porque no conoce otro, pero su preocupación es infinita. Esta decidida a mantenerlo con vida cueste lo que cueste, lejos de todo peligro. Katsuki puede explorar lo que desee mientras esté en las aguas.
—Lo siento —dice Mitsuki, en su oído, en medio del abrazo, cuando él deja de resistirse—, lo siento.
Katsuki no responde.
Mitsuki se separa de él y por fin parece más calmada. Eso, quizá, es más terrorífico que la pérdida de estribos que Katsuki acaba de vivir.
—Kirishima dice que salvaste a un marinero —dice Mitsuki. No espera confirmación, porque ya sabe que es verdad y de todos modos Katsuki no va a admitir nada—. No debes… Su mundo es peligroso, Katsuki. No vayas…, no puedes… No puedes volver a ir. A donde sea que esté. ¿Entendiste?
Katsuki no responde, terco.
—Y sabes que lo que hiciste… Sabes que no puedo perdonarlo. Soy la Reina de los Mares, de los Océanos, no puedo dejarlo pasar. Si no…
—Lo sé.
—Esto me duele, Katsuki, en serio.
—Deja fuera a Kirishima y a Kaminari —pide Katsuki—. Ellos no… Yo los convencí de que voltearan para otro lado para que nadie sospechara que yo no estaba con ellos. Esa responsabilidad es mía. No los castigues por perderme de vista.
Mitsuki se queda mirándolo. Katsuki le sostiene la mirada de pura terquedad, pero su madre es imponente. Prácticamente una copia de él mismo. Cabello rubio en picos, apenas un poco más largo. Cola anaranjada y brillante. El pecho lleno de collares de conchas que tintinean allá a donde va. Le hace honor a su nombre. 光. Brillo. Mitsu. Lleva un tridente en sus manos, símbolo del poder que se ha conferido en los mares.
—No puedo perdonar que se expusieran de esa manera ante las naves de los humanos —repone Mitsuki y entonces los mira de nuevo, por fin. Kirishima suelta a Kaminari para ofrecer sus manos—. Creí que eras la única persona en que podía confiar para cuidar a mi hijo, Eijiro Kirishima. Si no puedo hacerlo en ti… ¿en quién? —Katsuki lo ve rojo de vergüenza cuando Mitsuki apunta con el tridente a sus muñecas y aparecen allí los grilletes—. Espero que aprendan la lección. Podrían acabar como exhibiciones de los humanos, que ahora no tienen respeto por las aguas y por sus criaturas. Podrían acabar muertos si siguen acercándose a los navíos. —Kaminari, un poco después, también alza las manos; su cola se mueve, nerviosa—. Dejen que los humanos arreglen sus asuntos, las sirenas tenemos los propios.
Y se vuelve de nuevo hacia Katsuki, que alza los brazos, ofreciéndole también las muñecas.
—¿Y bien? ¿Vas a encerrarme, también?
Es un reto. Mitsuki y él saben que es un castigo que no da resultados. Que podría encerrarlo miles de veces en las cuevas debajo del mar y él encontraría la manera de escapar y escabullirse entre los barrotes.
—No, Katsuki —repone ella. Se acerca hasta él, que no se aparta, porque no tiene caso. No elude el castigo. Sabe que rompió todas las reglas; no se arrepiente: los dedos de Izuku Midoriya siguiendo sus trazos en la arena hacen que valga la pena—. Me temo que no. —Pone una mano en su pecho y con la otra aprieta el tridente—. Establecer contacto con seres humanos tiene un castigo muy diferente a rescatarlos.
Katsuki siente la magia en su pecho, y en su garganta, incómoda. Abre los ojos, sorprendido, cuando comprende. Pero entonces es demasiado tarde y, al intentar replicar, nada sale de su garganta. La mano de Mitsuki se posa sobre su mejilla, en un gesto de cariño.
—No será mucho tiempo.
Su voz. Su magia. No la usa demasiado, pero para una sirena la sensación de pérdida es horrible. Es una suerte de abandono que se siente en todo su ser.
—No intentes huir de mis guardias, Katsuki —dice Mitsuki—. Volveré tras ir a los calabozos.
Kirishima y Kaminari la siguen. No replican.
Katsuki se lleva las manos a la garganta, buscando las vibraciones de su propia voz, sin encontrarla. Y entonces, cuando ni Mitsuki ni su tridente pueden seguirlo, huye. Lo siente por los guardias a los que noqueó a puño limpio para nadar tan rápido su cola se lo permite. Escapa sin una dirección fija hasta que nota que está haciendo de nuevo el camino hasta la isla. Sube hasta la superficie y sale en medio de una explosión de agua.
—¡Kacchan!
Se lanza hasta la playa.
Algo dentro de sí está buscando desesperadamente algún resquicio de magia, el otro está desesperado porque sabe que, después de ese impulso, será tremendamente difícil volver a burlar la seguridad de Mitsuki. Y todavía tiene demasiada curiosidad por Izuku. Es demasiado pronto para dejarlo ir.
—¡Kacchan!
Abre la boca sin que salga ningún sonido.
—¡No sabía que volverías, Kacchan!
Es, al final, una suerte que Izuku Midoriya hable por los dos.
—¿Estás bien?
Y Katsuki abre la boca y la cierra sin decir nada, aunque lo intenta, pero Izuku entiende.
—Tu voz… —Su semblante se preocupa inmediatamente—. Oh, dios mío…, tu voz… ¿Volverá? —pregunta y a Katsuki le parece que está al borde de las lágrimas. Tan solo por eso asiente e Izuku suspira. Su mano se dirige hasta su mejilla, donde sospecha que está la marca de la mano de Mitsuki. Él aparta la mirada e Izuku entiende que no quiere hablar de eso—. Bien, entonces…, entonces… Puedo contarte yo cosas. Ya casi es el crepúsculo. Podemos ver les estrellas. La marea subirá, así que podemos recorrernos cada tanto y aun así tu cola seguirá mojada. ¿Has visto las estrellas desde una playa? —Katsuki niega con la cabeza—. Bien, entonces, veremos las estrellas. Conozco todos sus nombres. Un buen marino debe saber hablar el lenguaje del cielo. Las estrellas, las estrellas tienen formas, dibujos que se mueven en el firmamento. No importa lo que pase, las estrellas siempre nos llevan a casa.
Katsuki lo mira. La furia y la pérdida dentro de sí disminuyen. Quizá Izuku es tan sólo un parche para la falta de la poca magia que tiene, pero no importa. Se queda a su lado. Miran el crepúsculo e Izuku le pone nombre a cada uno de los colores que se pintan en el cielo con él. Después le enseña todas las constelaciones y las dibuja en la arena, mostrándole los dibujos de todas ellas. La marea borra constantemente sus dibujos, pero Izuku sólo los vuelve a hacer. Una y otra vez, hasta que el sueño se lo lleva. Katsuki lo cuida mirando al cielo mientras la marea empieza a bajar de nuevo.
Observa al firmamento, insondable.
Las estrellas a las que desea hacerles todas las preguntas le devuelven la mirada. Finalmente, en la madrugada, dibuja en la arena, lejos de donde llega el agua, los caracteres que componen el nombre de Izuku y después el suyo propio. Entonces se lanza al agua, de vuelta al mar, consciente que no volverá hasta que Mitsuki decida levantar su castigo. Y aún después de eso, sabe que burlar su vigilancia será complicado.
Nada de nuevo hasta la guarida de su madre, que lo espera despierta y pálida, con el tridente en las piernas.
—Katsuki —es lo único que dice.
«Mamá».
Él no tiene voz que le responda.
Mitsuki lo abraza y sus manos se vuelven puños, quizá evitando el impulso de golpearlo de nuevo y decirle que es un estúpido. De gritarle otra vez. Pero tan solo hay silencio un rato, hasta que Mitsuki lo suelta.
—No te metas en asuntos humanos, Katsuki —ruega, es un tono de desesperación pura—, todas las sirenas que lo han hecho…, todas se han perdido a sí mismas. No hagas eso. La curiosidad se vuelve obsesión. Los humanos no son como nosotros. Sus vidas son más cortas, más intensas, no conocen las pausas. No sienten como nosotros, que somos capaz de destruirnos unos a otros por los deseos del corazón. Deseamos ser como ellos, aunque sea un momento. Y ese deseo… Oh, Katsuki, prométeme que nunca desearás ser como ellos. Promételo. Eso es demasiado caro. Te perderás a ti mismo.
Katsuki no puede decir nada. Solo la mira con fría furia, pero ella no cede.
—Promételo. Hagas lo que hagas… Hagas lo que hagas nunca entregues tu cola y tu magia a cambio se sentir, aunque sea por un día, ser humano.
Y Katsuki asiente ante la desesperación y Mitsuki vuelve a abrazarlo. Las sirenas no lloran.
En ese momento, se pregunta qué se siente.
Mitsuki no vuelve a dejarlo escapar de su vista ni un momento, siempre tiene a alguien pegado. Pasa un tiempo en los calabozos, apostado fuera de donde Kirishima pasa su castigo, junto a Kaminari. Al menos Mitsuki tuvo la piedad de no separarlos y la cola de Kaminari, anguila eléctrica, se enrolla en la de Kirishima en un intento de reconfortarlo de alguna manera.
Kirishima le asegura a Katsuki que si Mitsuki los descubrió no es su culpa, pero Katsuki sabe que, si no hubiera estado yendo a la isla a buscar a Izuku, aquella debacle nunca hubiera ocurrido. Así que se queda afuera de los barrotes y Kirishima y Kaminari le platican cosas y él hace el esfuerzo de reírse sin voz.
Los otros dos le aseguran que no lo resienten, que no tiene la culpa. Ellos fueron los que decidieron intentar acabar con las batallas navales con la menor cantidad de bajas posible y saben que Mitsuki prohíbe aquella clase de interferencia, intentando proteger a las sirenas que aún quedan en el mar. Aceptan el castigo con resignación, igual que Katsuki acepta el suyo, aunque no deja de mostrarse irritado ante la vigilancia. Pasan más de siete puestas y salidas de sol antes de que Mitsuki decida devolverse su voz, por fin y que deje libres a Kirishima y a Kaminari. Katsuki la ve amenazar a Kirishima. Si vuelve a perderlo de vista, lo desterrará. El tiburón asiente, muy serio, ante la amenaza que pende sobre su cabeza.
Y aún así, en cuanto están solos, Kirishima hace una pregunta.
—¿Quieres ir a verlo?
—¿Qué?
—Al marinero —dice Kirishima—. Siempre ves a la superficie. Pensé…
Katsuki aprieta los labios.
—Podemos ir —sigue Kirishima—; la orden es que no te pierda de vista. Nadie dijo a dónde debemos ir.
—Te volverá a castigar —espeta Katsuki— si lo descubre. Dudo que tenga tanta piedad una segunda vez, Kirishima.
—¿Quieres verlo? No volveré a hacer este ofrecimiento, Katsuki, sé muy bien lo que estoy arriesgando. —Es muy serio, solemne de una manera en la que Katsuki no está acostumbrado a verlo—. Sólo pienso que tienes añoranza en los ojos. Y jamás había visto eso en ti. Si acaso furia.
Katsuki empieza a nadar en dirección a la isla, Kirishima lo sigue.
Midoriya Izuku se lanza encima de él en cuanto sale a la superficie. Casi se ahoga con él en brazos.
Kirishima se quedó a unos metros, todavía en las profundidades. Insiste que, mientras pueda ver dónde está, por esa vez, estará cumpliendo las órdenes de Mitsuki Bakugo. Lo dice muy seguro de sí mismo, pero no puede evitar que le tiemble la voz y Katsuki adivina el miedo que le da eso y le agradece todavía más que se esté arriesgando.
—¡Kacchan! —exclama—. ¡Creí que no volverías, te fuiste sin avisar! —Suelta lágrimas que no puede contener en sus ojos—. Y cómo dejaste escrito en la arena… No sé leerlo. Pero sé que es tu nombre. Y el mío y…
—Idiota, vas a romperme el cuello.
Pero lo deja llorar y emocionarse. Lo hace de una manera visceral, pero también demasiado breve. Katsuki compararía sus sentimientos a la facilidad con la que surge su ira, pero no tiene demasiado sentido cuando su ira se mantiene, es grande, extensa y arrasa el mundo. No cualquiera puede ser capaz de soportarla. En cambio, los sentimientos de Izuku tan solo arrasan con él de una manera extraña.
—No habías venido, ¡me preocupé!
—¡Pero ya estoy aquí!
E Izuku Midoriya sonríe y se ríe a medias.
—Es cierto, Kacchan…, ya estás aquí.
Izuku no pregunta qué ocurrió o por qué no sé acerco a la isla. Asume que quizá no es de su incumbencia o es complicado como para explicarlo. Después de todo, Katsuki es sólo una criatura a la que no entiende completamente, pero trata. Katsuki intenta adivinar a qué se refiere cuando habla de las cosas de la tierra firme e Izuku pregunta, curioso, todo lo que hay que saber sobre las criaturas marinas. Algunas veces, ven a algún duende asomarse entre las palmeras, pero Katsuki los asusta a todos con su ceño fruncido. De ellos es toda la isla, excepto aquel pedazo de playa, en el que va a visitar a Izuku.
—Kacchan —dice el marinero y sonríe con los ojos—, ¿es cierto que las sirenas tienen voces hermosas?
Y Katsuki se ríe, por supuesto, porque quizá no es cierto que sus voces son hermosas —al menos no todas: al cantar la suya es ronca y no es lo que las historias cuentan cuando hablan de las voces que maravillaban a los marineros—, pero sí son la fuente de toda su magia.
—Hermosas, no —responde—, pero mágicas…
—¿Puedes hacer magia con ella? —Los ojos de Izuku se iluminan, emocionados.
—No como dices que lo hacen las brujas. No como las hadas. No como… —En realidad no sabe cómo. Para él la magia es tan sólo un instinto, acude a su voz y a su llamado. Nació con ella o de ella, no sabe bien, las historias son viejas—. A veces las sirenas cantan. —Él no, pero de todas maneras siente la ausencia de su voz como un abandono desesperado—. Y a veces, cuando cantan, el mundo es más bello. Tenemos una magia más sutil. Sin… ¿cómo dijiste antes? Encantamientos o hechizos o pócimas. Nuestra magia es la que hace que el agua corra y cante al correr en los ríos hasta llegar al mar.
El rostro de Izuku se ilumina y por la mente de Katsuki pasa la idea de que quizá quiera oírlo cantar.
(Y eso no pasará).
Pero Izuku no pregunta, sólo asiente.
Es un marinero curioso y quizá un poco suicida. Se las ha arreglado para vivir en aquella playa, con frutos y pescados y no habla solo, como dicen las historias que hacen los marineros varados. Cuando habla siempre se dirige a Katsuki, «Kacchan», y le cuenta historias que no entiende del todo, pero que Katsuki igual escucha, súbitamente curioso por ese mundo que Mitsuki teme tanto.
Cuando está a punto de irse, Izuku parece nervioso.
Sus manos se enroscan la una en la otra, sus dedos se mueven, deseando poder retenerlo. Pero Katsuki es una sirena y necesita el agua y el mar. Las profundidades. Su hogar. Incluso puede añorar a su madre, aunque le parezca cruel algunas veces. Entiende aquella desesperación que viene de un amor milenario, aunque no la comparta y aunque a veces desea que todo fuera diferente y quizá Mitsuki fuera más comprensiva.
Entonces le diría que no le importan los humanos en lo más absoluto. Sólo Izuku. Midoriya Izuku. Escribiría su nombre en el fondo del mar.
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Buscaría un valle en las profundidades y trazaría allí los caracteres de su nombre para contarle al agua que Izuku Midoriya existe y está un poco loco, deseando vivir en la isla de las hadas, los duendes y todos los seres feéricos que existen en la tierra. No le importa el resto. Ningún Gran Almirante o Gran General. Ningún otro marinero de los que Kirishima y Kaminari salvan, sacando dentro de sí una benevolencia de la que Katsuki no se cree capaz.
—¿Volverás pronto?
Y la pregunta en sus ojos es otra.
«¿Volverás a no-estar?»
Y Katsuki no puede explicarle, pero abre los brazos, buscando un abrazo como no lo ha hecho con nadie más. Nunca ha deseado aquel gesto, ni lo ha añorado, ni se le ha cruzado por la cabeza pedírselo a Mitsuki en los últimos años. Pero de repente se pregunta, con la curiosidad de una criatura como él lo es, si no son diferentes los abrazos humanos. Diferentes. Más apasionados o menos. Más desesperados, sabiendo que nunca podrán dar tantos como las criaturas que viven cientos de años; sabiendo que el tiempo es limitado y sus vidas son cortas.
También lo busca porque es un consuelo y no sabe lo que les depara el futuro. Mitsuki evitará aquello a como de lugar. No porque odie a Izuku —si ni siquiera lo conoce— sino porque desea proteger a Katsuki a como de lugar. Quizá lo sueña preso en las redes, destazado entre los cuchillos de los marineros de los barcos pesqueros. Katsuki no sueña que desee saber quién es Izuku o cambie su opinión. No sueña con que lo castigue sólo una vez.
Pero dice mucho de él estar dispuesto a aceptar uno y mil castigos con tal de poder ver a Izuku.
—Volveré —le dice, al tenerlo entre sus brazos—, no lo dudes. Y si algún día no vuelvo, entonces podrás llamarme y te escucharé.
—Kacchan, no creo tener un encantamiento para eso. —Izuku sonríe, nervioso, resistiéndose a dejarlo ir.
—Lo escucharé si dices mi nombre, Izuku —dice Katsuki—, desde el fondo de tu corazón.
Con Izuku Midoriya es más fácil intentar ser gentil o aunque sea amable. Acallar la furia y el sentirse fuera del mundo, como siempre se ha sentido Katsuki, príncipe sobreprotegido en el fondo del mar.
—¿Kacchan…?
—Katsuki Bakugo, mi nombre —revela—, si lo dices desde el fondo de tu corazón, lo escucharé.
Su nombre es su esencia. Su nombre verdadero, su corazón, su alma. Izuku podría controlarlo con él, pero tiene la impresión de que no va a hacerlo.
Katsuki lleva sus dedos a la arena y lo dibuja poco a poco, carácter a carácter. Es un nombre adecuado, con una cadencia perfecta. Bajo el suyo dibuja el de Izuku Midoriya y se detiene a admirar los dos nombres juntos, caracteres que combinan, perfectos. Una marca efímera en la playa que se borrará tan pronto como suba la manera. Katsuki Bakugo e Izuku Midoriya, unidos los caracteres.
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Es lo más íntimo que ha hecho nunca Katsuki, revelar sin nombre sin pedir ni llevarse nada a cambio.
—Kacchan… —murmura Izuku y hay en sus ojos una emoción que no alcanza a comprender del todo bien. Los humanos son curiosos, después de todo. Izuku sólo es un humano capaz de guardar dentro de sí el alma de una sirena, sin dañarla, sin cambiarla, sin pedir por deseos imposibles. Dice entonces su nombre, saboreándolo lentamente—. Katsuki Bakugo —y suena en sus labios como música y hay un poco de magia en la voz de un siempre marinero.
—Es mi alma, no lo olvides.
Están muy cerca.
Sus nombres en la arena, sus labios tan cerca y los dedos de Izuku rozan sus labios mojados y lo ven, brillantes. Ojos que se atreven a mirar con atención algo que brilla como el sol. Katsuki no se atreve a moverse cuando Izuku se acerca un poco más. Un poco más. Un poco más. Cierra la distancia entre ellos como si no hubiera ninguna diferencia entre un humano y una sirena. Toma el rostro de Katsuki entre sus manos como si sostuviera el mundo entero con ternura infinita. Entre ambos cabe un universo entero y Katsuki se ahoga en aquella sensación de infinito, preludio de un beso.
Nunca antes ha besado nadie.
Nunca antes.
Los labios de Izuku saben a playa y arena, saben a lo que Katsuki piensa que saben los valles en la tierra y en el aire vaga el aroma que Katsuki piensa debe tener el pasto fresco por el rocío que él jamás pisará. Se juntan con el sabor salado del mar y las olas, el movimiento de la espuma y el romper del agua contra las rocas. Soportan el alma de una criatura más vieja pero no más sabia en sus manos. El mundo entre sus dedos. Katsuki. Katsuki es el mundo entero. Los mares y la sal de mar.
Sus labios tienen la alegría de los niños la primera vez que ven la paya y hunden sus dedos en la arena, pero también la melancolía de las mujeres y los hombres que dirigen su vista hacia el mar, esperando barcos que nunca habrán de llegar. La añoranza de quienes pintan y escriben poemas azules, intentando comprender el universo a sus pies, tan amplio que nunca terminaran de explorarlo o asomarse a él. Y así lo besa Izuku, abrazando esa bella incomprensión.
Se separan y Katsuki lo abraza. La única certeza que tiene es que ni siquiera Mitsuki podrá mantenerlos separados. Cumplirá su promesa, no olvidará su esencia. Pero tampoco se mantendrá apartado de Izuku.
—No lo olvides, ahora puedes llamar a mi alma —dice en su oído.
—Kacchan…
Izuku se aferra a él.
Y luego pronuncia, en melodía perfecta, las dos palabras que para el describen el mundo y de las que ahora es dueño. Tiene la seguridad de que Katsuki lo escuchará allá donde quiera que esté y acudirá a su llamado, sin importar qué tan lejos deba ir. Se detiene el universo a escucharlo y de entre sus labios brota la magia de un amor tan grande que palidecen a su lado las estrellas.
—爆豪 勝己.
Notas:
1) Incluir los kanjis en japonés me vino especialmente bien para hablar de «otro idioma». Además todo lenguaje basado en ideogramas es capaz de crear muchas imágenes por la manera en que los usa (nada más hay que fijarse en cómo Horikoshi decide nombrar a sus personajes).
2) Esta vez el epígrafe es un poema, no una canción. Es de William Yeats. Tiene unos poemas de fantasía muy buenos.
3) ¡Feliz mermay! ¡Feliz día del orgullo friki!
Andrea Poulain
