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III

¿Cuánto tiempo ha pasado? Perdí la cuenta se cumplió el noveno mes de encierro, hace mucho. No he vuelto a ver a nadie desde que Kenshiro cruzó por esa puerta dejando tras de sí la incógnita de qué había ocurrido con mi máscara, pues le fue imposible encontrarla a pesar de sus esfuerzos y aunque la extraño, sospecho que su pérdida también debe formar parte del deseo de los dioses para humillarme por mi pecado. O quizás no, ya no lo sé. No sé nada. Estoy sola en esta prisión. Ya ni siquiera me acompañan los cadáveres de los soldados del Ekecheiria, pues hace mucho que se hicieron polvo y se dispersaron a través de la abertura del techo. ¿Otro designio de los dioses para profundizar mi soledad? Imposible de saber, aunque los considero afortunados: a diferencia de mí, pudieron disfrutar de una muerte rápida. Morir…

Aunque debo estar muy alto en el cielo, desde mi celda puedo escuchar claramente el azote del mar y oler su salinidad húmeda con cada respiración. Los dioses son despiadados y saben que su presencia constante me recuerda a la libertad que tanto añoro y que me han arrebatado. Si bien sabía que era inútil, al comienzo, cuando aún mantenía algo de esperanza, intenté recuperarla en base a la fuerza que tuve en lo que ahora me parece una vida que vivió otra persona, pero quien construyó esta lugar sabía lo que hacía: la cepa de oricalco que utilizaron para las paredes fue traída directamente desde la Dimensión del Olimpo, bendecida por los mismos dioses que han castigado a nuestro mundo, y su naturaleza divina me emancipa de la conexión inherente que todos los seres vivos tenemos con el universo: el Cosmos. Por mi pecado me he convertido en el deseo cumplido de los dioses, en el ejemplo más claro del mundo que ellos han deseado construir desde la era del mito, un mundo donde los mortales somos simples sirvientes, poco más que mascotas inofensivas que mueven la cola ante cada una de sus peticiones.

Pero aunque desde aquí puedo escuchar y oler el mar, me es imposible verlo. La única conexión que tengo con el exterior es la abertura cuadricular que hay en el techo de piedra, y aunque esta no posee ninguna clase de barrotes, este lugar está diseñado para arrebatarte la fuerza. Ni cuando llegué aquí lograba alcanzarla de un salto, mucho menos ahora que debo estar echa un penoso desastre. Ken no consiguió dar con mi máscara, pero sí pudo encontrarme una nueva túnica, la que el tiempo ha convertido en un amasijo de género derruido que ya no brinda ninguna protección contra los elementos que me azotan desde aquella abertura que tan esperanzadora se ve en su posición sobre mi cabeza, pues me permite observar la libertad que nunca más tendré, pero que al final no es más que un espejismo; la peor parte del castigo. Durante las noches el frío que penetra desde aquel miserable agujero no deja dormir ni recuperar fuerzas. Al principio intenté resistir utilizando los viejos ejercicios que Adara nos enseñó desde pequeñas a mis hermanas y a mí, concentrando toda mi atención en las estrellas para buscar su cobijo o recordando las antiguas leyendas para distraer la mente, pero hace mucho que dejé de hacerlo; las estrellas, al igual que mi Cosmos, han perdido su luz para mí y solo me hacen recordar todo cuanto se me ha sido despojado. Pero lo peor es el día. Odio el sol como jamás pensé que llegaría a odiar a una esfera de gas quemándose a millones de kilómetros de distancia. Desde el amanecer hasta bien entrada la tarde el sol no se desprende del cielo, inmóvil en una misma posición antinatural, e inunda mi celda con un calor sofocante que se solo empeora debido a la humedad del ambiente. No puedo levantar la mirada debido a su brillo cegador, algo que estoy segura los dioses planificaron de adrede para recordarme cuál es mi sitio, y su calor me hace sudar constantemente, haciéndome sentir sucia y despojada. Sin lugar a dudas, esta celda ha sido construida para humillar a quien sufra el infortunio de caer aquí. Humillar y arrebatar la esperanza. Han hecho un excelente trabajo conmigo.

Sin embargo, para demostrar que son magnánimos, los dioses también han impuesto la regla de no matar de hambre a su prisionera, ¡como si pudiera morir! Dos veces al día un ser misterioso hace descender por la abertura una cesta con un odre de vino dulce, fruta fresca y pan. Cuando aún llevaba la cuenta del tiempo de mi encierro, comía con diligencia para mantenerme fuerte y planificar la huida. Ahora no es extraño que ignore la comida y le permita pudrirse en una esquina para luego hacerse polvo y desaparecer. A veces me pregunto si la comida es real o si no son más que locuras que mi mente ha comenzado a inventar tras tanto tiempo en soledad. Pero de cualquier forma, ¿para qué comer si ya he abandonado la esperanza de salir de aquí? ¿Para qué buscar energías si ni siquiera ayunando por la eternidad se me permitirá morir? La comida solo sirve para mantener viva la esperanza de que aún tengo un destino. Tal es la 'magnanimidad' de los dioses.

Aunque creo que el tiempo me ha permitido llegar a entender por qué son tan despiadados con quienes los afrentan: debieron aprender muy bien la lección luego de que los Santos de Bronce, unos simples mortales fieles seguidores de una diosa rechazada por sus pares, llegaran a golpear directamente a su puerta y a robarles su sangre; una lección por la que hoy pagamos todos, y yo soy un ejemplo flacucho y moribundo de su castigo… Qué daría por tener frente a mí a uno de esos Santos para darles una paliza. Aunque en todos estos años en los que conocí al Patriarca jamás me atreví a tocarlo. ¿Amor? ¿Lealtad? Quizás simplemente me aterraba el poder que había detrás de su sonrisa. Shun de Virgo, Santo de Bronce que heredó una Constelación Dorada, Patriarca del Ekecheiria, enemigo jurado del antiguo Santuario, Santo Legendario y marioneta de los dioses que nos castigan… Me pregunto qué diría el resto de los Legendarios si lo vieran ahora… Se dice que tenía un hermano, ¿sufrirá también por él? ¿Anhelará verlo tanto como yo anhelo la presencia de mis hermanas?

Me llevo una mano a la frente, agotada de tanto pensar. Estoy tumbada de espaldas sobre las piedras baldosadas de esta celda. El sol sobre mí es tan abrasador como siempre y ni siquiera siento las fuerzas para buscar cobijo bajo la sombra que proyectan los pocos muebles que me han dejado y cuya madera ya se ha podrido por la exposición constante a la humedad salina del mar. Como suele pasarme cada vez que estoy desocupada —es decir, la mayor parte del tiempo—, vuelvo a preguntarme qué pensaría Adara si me viera en mi situación actual; qué pensarían mis hermanas al ver que la mayor de ellas habita entre sus propios desperdicios. Dudo que Palas se lo hubiera imaginado alguna vez. Y me pregunto qué pensarán los Santos del Ekecheiria de lo que he hecho, y peor, me imagino qué estarán pensando los Santos del Santuario de todo esto. ¡Qué se vayan todos al mismísimo infierno! Más de dos siglos de guerra civil y división y planean seguir luchando los unos contra los otros mientras los dioses y sus servidores se ríen de nuestro infortunio. Porque sé que lo hacen. Sé que esperan que desaparezca aquí y que el destino que mis hermanas y yo teníamos se olvide como ha de olvidarse mi recuerdo.

No es justo…

No me parece justo…

Esta no es la justicia que mencionó la Armadura de Libra…

Tal como yo, mis hermanas vinieron a este mundo de miseria para sufrir por culpa de Atenea, y sufrimos, y aún estamos sufriendo. ¿Acaso puedo permitir que su legado se olvide tan fácilmente? ¿Que su recuerdo se pudra en esta celda junto con mi cuerpo?

No…

No voy a permitir que mi legado se olvide de forma tan sencilla.

Nunca podría perdonármelo…

Los Santos del Ekecheiria y su Patriarca me consideran una «traidora», una rebelde.

Y quizás ha llegado el momento de mostrar un poco de rebeldía…

Me levanto con pesadez, pues ya no poseo las fuerzas que alguna vez me acompañaron, y mis piernas tiemblan mientras utilizo sus músculos atrofiados para arrastrar los pies descalzos hacia la mesa putrefacta. Llevo mis ojos cansados de un lado a otro de la celda buscando alguna idea, algo que me permita preservar un legado que moleste a los dioses y los insulte. Es entonces cuando lo veo. A pesar de que me acompaña constantemente desde que estoy aquí, vuelvo a prestar atención a la línea oscura de sangre reseca que manchó la pared cuando Kenshiro me protegió del soldado y casi me río al preguntarme cómo es que no se me ocurrió antes. Camino hacia ella y la toco con un dedo, pero ha pasado tanto tiempo que la sangre de aquel hombre se ha fusionado con la piedra y no me servirá para lo que tengo planeado. De todas formas, los ojos se me llenan de lágrimas. Puede parecer una tontería, pero siento el apoyo de mi amigo y recuerdo el calor de su mano sobre la mía. Sin fuerzas, apoyo la frente contra la pared ensangrentada y me permito llorar. Es irónico que lo primero que hago al recobrar aunque sea una pizca de mis fuerzas sea ponerme a llorar. En cualquier otro momento me hubiera parecido una debilidad, ahora me resulta reconfortante.

—Gracias, Ken… —murmuro, y siento que hace tanto que no decía palabra que la voz me sale rasposa y me araña la garganta. Pero es un dolor que tolero, aunque al final termino llorando y tosiendo. Debe verse patético.

Me doy un momento para recuperarme y aunque tengo la cabeza abombada por el calor y la humedad, me las arreglo para buscar cualquier artilugio que pueda servirme de cincel. Al comienzo no veo nada, pero luego reparo en el lugar donde Ken estrelló al otro hombre: aún puede verse el daño que su cabeza provocó al impactar contra la piedra. Me acerco ahí a duras penas y meto una mano en la cavidad del oricalco, pero no hay nada que me sirva. No me rindo y hurgo con los dedos una y otra vez hasta que por fin siento que un trozo de piedra cede y se desprende. Caemos al suelo juntos y no puedo evitar sorprenderme de haberlo conseguido, pues el oricalco es uno de los materiales más difíciles de romper debido a sus propiedades divinas. De pronto me doy cuenta que estoy riendo a carcajadas, nuevamente con el rostro enfrentando al sol que se cuela por la abertura, pues he caído de espaldas. Ahora estoy llorando y riendo. También debe verse patético.

Me giro sobre mí misma con las fuerzas de las que dispongo y me arrastro hacia la pared más lejana de la celda. Me apoyo en ella para ponerme de pie y cuando he alcanzado la altura suficiente, pruebo haciendo una raya sobre el oricalco con el pedazo que he desprendido. El primer intento es inocuo y la piedra se muestra impasible ante mi esfuerzo. El segundo intento resulta mejor, ya que aplico más fuerza y perforo la piedra un par de milímetros, los suficientes para dibujar una raya en su superficie de un oxidado tono anaranjado. Me sonrío abiertamente; es una extraña sensación de victoria después de tanto tiempo con la cabeza gacha. Y es con esa sonrisa que me doy el lujo de levantar con esfuerzo la vista hacia el sol que me mira a través de la abertura. Me ciega, pero por primera vez en mucho tiempo siento que estoy haciendo algo que incomoda a los dioses que me pusieron en este sitio: muestro una pizca del espíritu desafiante que me caracterizó en el pasado remoto. Si lo que los dioses desean es que mi legado desaparezca conmigo, les daré una última bofetada escribiendo mi historia para que alguna vez alguien llegue a leerla en esta piedra imperecedera. Poseo pinceles de piedra y amplias paredes que serán mi lienzo. Vuelvo a reír sin despegar los ojos del sol y dejo caer el cuerpo contra la pared. De pronto los rostros de mis hermanas me visitan en la mente. Recuerdo la sensación de su Cosmos en cada fibra de mi ser. Sonrío abiertamente pensando en que si me vieran ahora creerían que finalmente me he vuelto loca, y quizás así sea, pero de igual manera será aquí donde comenzaré a escribir mi historia para que quede algo de ella, aunque sea en este rincón oculto de este mundo perdido. Me volteo y entierro con fuerza la piedra para hacer una muesca sobre mi lienzo. Sé por dónde empezar: con los hechos que me llevaron a encontrarla. Mi máscara. La máscara dorada que perteneció a Atenea…

«A quien lea esto, sepa que contempla el Testamento de Minerva, la portadora de la Máscara de Oro,quien alcanzó el rango de Santo del Ekecheiria y luchó contra el Santuario vistiendo el Ropaje Dorado de Libra en nombre de una diosa falsa, siendo tachada de traidora por aquellos que se niegan a ver la injusticia en el mundo y condenada a vivir por la eternidad bajo el castigo divino. Que quien lea esto sepa que lo he perdido todo por culpa de Atenea, la diosa que junto a los Santos Legendarios osó desafiar a los dioses".


SAINT SEIYA © Masami Kurumada, Toei Animation, Shueisha