CAPÍTULO 3.


Azkaban. Ocho años atrás.

Pansy observa la oscura habitación desde su esquina favorita. Tanto las paredes como el suelo son de piedra natural, excavadas directamente en la roca que conforma el enorme edificio lo que hace que parezca una cueva.

Y, en cierta parte, lo es.

En techo es irregular y bajo en algunas zonas, y de él se filtra algo de agua que cae en un incansable goteo formando un charco a sus pies. No hay muebles, ni siquiera tiene un catre donde tirarse a dormir, así que Pansy ha elegido ese lugar de su prisión como su sitio predilecto. Está lejos de la puerta formada por barrotes de hierro, lo cual le confiere cierta intimidad. Si se acerca a ella puede ver a los otros presos en sus celdas, y a Pansy no le gusta tener compañía.

Odia ver sus rostros cetrinos, sus ojos rojos y sus miradas tristes. Prefiere no mirarlos porque si lo hace sabe que podría verse reflejada a sí misma en ellos y no quiere derrumbarse ante aquella verdad. Al menos no tan pronto. Sabe que nunca saldrá de allí, que se pasará el resto de su miserable vida encerrada entre esas cuatro paredes. Y aunque preferiría estar muerta antes que vivir así, el instinto de supervivencia es más fuerte.

Acabará por romperse, pero al menos posee la elección de decidir cuándo lo hará. Podrán haberle arrebatado su libertad, pero eso todavía le pertenece a ella.

Otra de las razones por las que a Pansy le gusta esa esquina es porque puede "jugar" sin que nadie la vea. En Azkaban no se permiten los objetos personales así como tampoco está permitida el uso de la magia, aunque ella ha descubierto una excepción a las estrictas reglas de aquella prisión. Solo se permite hacerlo cuando siente que no puede más, que esa cueva se cierne sobre ella y que la soledad le pincha en el costado como un clavo ardiente.

Hoy es uno de esos días.

Así que espera que el auror que vigila su pabellón pase por delante de la puerta, con la punta de su varita encendida para observar el interior de la celda. Pansy le sonríe aunque sabe que no puede verla. La oscuridad en esa esquina es demasiado densa, y aún así el auror se para durante unos segundos y mira a través de los barrotes. Pansy estira una mano hacia la claridad, mientras agita los dedos en su dirección como si estuviera saludándolo, y el auror carraspea y sigue de largo.

Oye sus pasos alejándose y a los otros presos gritarle insultos, peticiones, ruegos y lamentos. Pero ella siempre se mantiene en silencio. No ha dicho una palabra desde que entró y de eso hacía seis meses.

Cuando repara que está lo suficientemente lejos, Pansy se pone de rodillas. La piedra del suelo se le clava en la piel y sisea por el dolor, y aún así se arrastra por él hasta situarse cerca del charco de agua. Se inclina hacia delante buscando el ángulo correcto donde la luz impacte y pueda ver mejor. Hay una pequeña ventana situada en una zona estratégica de la celda. Obviamente la ventana, que en realidad es un agujero en la piedra, no es real. Era una ilusión mágica.

Estaba tan cerca que si se pusiera de pie podría alcanzarla con la punta de los dedos. Por supuesto, Pansy lo ha intentado miles de veces, pero cada vez que lo hace la ventana se desliza hacia arriba evitando que pudiera observar el exterior o hacer que su cuerpo delgado se colara por ella hasta el exterior. Al principio lloraba de frustración y de rabia al verse privada de ese resquicio de libertad.

Con el paso del tiempo Pansy acabará por entender que Azkaban es un lugar dado al engaño, y ella se encargará de descubrir cada una de sus trampas a base de experimentar.

Pero el agua... El agua es real. Algo tangible a lo que puede aferrarse, lo único verdadero en aquella celda llena de sombra y oscuridad. Así que ha aprendido a sacarle el máximo partido: lo ha utilizado para saciar su sed cuando le han privado de beber o de comer durante días, y también para asearse y lavar su raído y asqueroso uniforme.

Aunque su función favorita es utilizarlo como espejo.

Cuando uno está encerrado durante tanto tiempo no solo pierde la noción de las horas, minutos y segundos, sino también sobre su propio ser. Y la primera vez que Pansy vio su rostro reflejado en el agua sintió tanto alivio que lloró desconsoladamente. Era la única prueba de que ella también existía, de que todavía no se había convertido en polvo y huesos.

Ahora utilizaba ese reflejo con otros propósitos muy diferentes. Por que observarse a sí misma ya no le bastaba, no era suficiente para llenar la soledad que la acompañaba diariamente.

Respirando hondo observó su rostro reflejado en aquel espejo improvisado. Estaba tan pálida que parecía un fantasma, el pelo negro y sucio se le pegaba a las mejillas y los ojos azules parecían tan negros como el carbón. Durante unos segundos pensó en quién le apetecería ser esa noche y su mente viajó a casa, a la cocina de su mansión. Al cuerpo cálido y amable de su madre.

Así que Pansy cerró los ojos y cambió. Notó cómo su piel le cosquilleaba por todas partes, como pequeñas agujas clavándose por todo su cuerpo. Sintió como su nariz se volvía más pequeña, como su cara se alargaba y se volvía más fina y más elegante. Su pelo ya no era corto sino que le caía espeso y seco por los hombros.

Y entonces, Pansy abrió los ojos.

Y no eran los suyos los que le devolvían la mirada, sino los de la señora Parkinson. Eran muy comunes, pero a Pansy siempre le gustó su color: similar al café tostado y al chocolate amargo. Por un instante se quedó sin aliento al observarla a ella, a sí misma encerrada bajo su apariencia, y Pansy viaja directamente al pasado, cuando esos mismos ojos la miraban desde el otro extremo de la cocina y le preguntaba: "¿Quieres un poco de chocolate caliente, cariño?"

Ha intentado recrearla lo mejor que ha podido y aunque ha practicado un centenar de veces, Pansy nunca será capaz de ser exactamente ella. Jamás podría alcanzar a definir todos y cada uno de sus detalles porque poco a poco ha ido olvidándose de ellos. Vuelve a mirarse y se da cuenta de que su mentón no era tan alargado así que frunce el ceño mientras se concentra y siente un pequeño cosquilleo en la piel.

La imagen en el reflejo se desdibuja y entonces Pansy cambia de nuevo. Su mentón se vuelve más redondo y suave y ella sonríe con satisfacción ante el resultado.

No está mal, nada mal.

Ser metamorfamaga no es tan terrible como pensaba en el pasado, cuando ocultaba su don al mundo porque ser diferente, especial, no era algo que un Parkinson estuviera destinado a ser. Nunca supo de quién había heredado ese poder y llegados a ese punto tampoco es que fuera algo relevante.

Sabía que no era un poder útil que pudiera hacerla salir de allí, pero al menos era lo único que lograba mantenerla cuerda dentro de aquel infierno.

Convertirse en otras personas hace que la soledad fuera más llevadera y un poquito menos dura. Durante todos esos meses Pansy se ha transformado en cada uno de sus amigos: en Blaise, en Daphne con sus mejillas plagadas de pecas, en algunos de sus profesores en Hogwarts solo para poder burlarse de ellos y cambiar su apariencia hasta desformarlos y hacerlos prácticamente irreconocibles, lo cual le confería un resquicio de diversión aunque la risa nunca llegaba a brotar de entre sus labios.

En los días malos, Pansy siempre recurría a su madre. La única persona que nunca le había fallado, la única que nunca esperó que ella fuera algo que realmente no quería ser. Que le dio amor donde no lo había, hasta que fue arrebatada de su lado y Pansy tuvo que aprender a moverse sola por el mundo. A tomar decisiones que la habían llevado hasta donde estaba ahora.

Pero su madre ya no estaba, y Pansy tenía que recurrir a su secreto para poder verla aunque fuera por unos segundos. Con las manos temblorosas, acarició la superficie del agua con suavidad, evitando que las ondas disiparan su imagen y así poder contemplarla mejor. Y por un momento sintió que estaba en casa, a salvo, como siempre debió estarlo.

A veces hablaba con las personas en las que se transformaba, mantenía conversaciones en su mente con ellas y hacía tiempo que había dejado de sentirse estúpida por ello. Así que comenzó a hablar en susurros sobre lo mucho que la echaba de menos, de que no se arrepentía de nada de lo que había hecho porque todo lo hizo por ella. Para mantenerla a salvo de él.

Y así, Pansy pasaba sus horas, acurrucada sobre ese charco de agua con un rostro que no era el suyo, siendo por unas horas otra persona diferente porque no soportaba ser ella misma. Hablándole al vacío para calmar su soledad y su dolor.

No sería hasta años después cuando Pansy Parkinson descubrirá que ese poder se convertirá en su liberación y, al mismo tiempo, en su condena.


Nota de autora:

Sé que es un capítulo algo corto, pero habrán varios flashback como este a lo largo de todo el fic, para que podamos entender un poquito mejor a Pansy y las verdaderas razones que la llevaron a donde está ahora. De momento, parece que la figura de su madre tiene mucho que ver en esto... ¿Qué pensáis sobre su don? ¿Os lo esperábais?

Como siempre, un saludo enorme y espero leeros en comentarios!