Nada me pertenece, espero disfruten del capítulo y disculpen cualquier error
Capítulo 3
EMMA miró su reloj discretamente. Aún tenía tiempo, pero se había citado con la agente inmobiliaria en media hora, de modo que salió temprano del hostal para desayunar y luego dar un paseo por el parque.
Había ganado la rifa del bebé el día anterior.
–Muchas gracias por su apoyo. Por favor, dígale a la alcaldesa lo que piensa y yo le daré hora en mi caseta de la feria –se despidió de la peluquera Ruby que le había dado la noticia.
¿Para qué servía remover las aguas si uno no las removía en el sentido que más le convenía?
Hacía un bonito día. El cielo azul, la hierba recién cortada y una agradable brisa que levantaba el bajo de su falda azul turquesa la hacían pensar que aquél podría ser su hogar.
Una reacción extraña, ya que el único hogar que había conocido en toda su vida era una roulotte. Quizá estaba disfrutando demasiado de aquellos días en Storybrooke. El lugar, la gente, estaban empezando a gustarle demasiado.
–¡Señorita, aquí! ¡Señorita! –la llamó alguien entonces.
Era un hombre mayor, sentado en un banco del parque con un amigo de su misma edad. Los dos llevaban vaqueros y frente a ellos, en el suelo, había una lata de café a la que golpeaban con el pie.
Mientras se acercaba, Emma vio que tenían un brillo travieso en los ojos.
Esos dos se habían metido en más de un lío cuando eran jóvenes, pensó.
–Usted es de la feria, ¿verdad? ¿La echadora de cartas?
–Así es.
–Pues queremos que nos lea el futuro. Yo soy Malcom, él es Tilly. Con los brazos en jarras, Emma miró de uno a otro.
–Sí, muy bien. Pues predigo una nueva lata de café en su futuro.
–Vaya, menuda noticia –dijo Tilly, escéptico–. Eugenia, del Granny´s, nos da una lata nueva todas las semanas.
–Oye, espera. Ella no tenía por qué saber eso. Yo creo que es adivina de verdad –Malcom se frotó las manos–. Venga, léanos el futuro.
Emma tuvo que disimular una risita.
–Señores, ¿qué es lo que quieren saber exactamente?
Los dos hombres miraron primero a la derecha y luego a la izquierda.
–Hay una conspiración contra nosotros.
–¿En serio?
–Quieren que nos vayamos del parque. Esos idiotas de la moral –dijo Malcom–. Llevamos en este banco más tiempo que cualquiera de ellos en Storybrooke. No tienen por qué decirnos dónde podemos o no podemos sentarnos.
–Desde luego que no –asintió Tilly.
–Lo que queremos, señorita, es que mire en su bola de cristal y nos diga cómo quitarnos de encima al Comité ése de las narices.
Emma no sabía de qué Comité hablaba, pero suponía que tendría algo que ver con el Ayuntamiento.
–Bueno, vamos a ver. No he traído conmigo la bola de cristal, pero veremos lo que puedo hacer.
Luego, ceremoniosamente, rodeó el banco tres veces.
–Me estoy mareando, señorita –protestó Tilly–. ¿Tiene algo que decirnos o no?
Nada especial ocurrió mientras estaba rodeando el banco, pero le dio tiempo a pensar. Desgraciadamente, los dos hombres habían levantado demasiados escudos protectores durante sus años de vida como para que pudiera leerlos. De modo que debía fiarse del lenguaje corporal y del sentido común.
¿Qué daño podían hacer aquellos dos viejos?
–Malcom, Tilly –Emma hizo una pausa dramática–. Por lo que yo veo, nadie va a poder sacaros de aquí.
–¡Ji, ji! –se rió Malcom, golpeándose la rodilla con la mano–. ¿No te había dicho que esta chica sabía lo que se hacía?
–Desde luego que sí –Tilly se partía de risa. Un sonido inquietante, desde luego. Emma sentía pena por ese Comité.
Sonriendo para sí misma, les deseó un buen día y siguió adelante. Pero no había caminado mucho cuando sintió que alguien estaba mirándola.
Siempre sabía cuándo Regina Mills estaba cerca. Su mirada la envolvía como una mano, tan intensa como un beso.
Pero enseguida se espabiló al recordar que Regina representaba todo lo que ella no sería nunca: una vida estable, asentada.
También era una mujer decidida, protectora y que se movía por el sentido del deber. Todas cualidades admirables… salvo que a ella la dejaban fuera de
la feria.
Emma se dio la vuelta y miró alrededor.
Ah, allí estaba. En los escalones del ayuntamiento, hablando con un empleado del parque. Pero estaba mirándola a ella.
Emma se dirigió hacia ella, moviendo las caderas.
–Haz lo que puedas –le estaba diciendo Regina al empleado–. Y busca la pancarta de la feria donde haga falta. Quiero que esté colgada al final del día.
–Jo, Regina, no sé si podremos hacerlo –protestó el hombre–. Hemos buscado por todas partes y nadie la encuentra.
–Volved a buscar.
–¿Ha perdido algo, alcalde? –preguntó Emma, toda inocencia–. Ya sabe que se me da muy bien encontrar cosas.
–No, gracias –contestó ella.
–¡Qué buena idea! –exclamó, sin embargo, Anna Frost, que acababa de acercarse al grupo–. Deberías haberlo pensado antes. Lady Artemisa, ¿se acuerda de mí? Nos conocimos en el salón de belleza. Y estaba en Granny antes, cuando encontró las gafas de Archie. Soy del Comité organizador de la feria, la responsable de publicidad. Y le estaría muy agradecida si nos ayudase a encontrar la pancarta.
–Anna… –empezó a protestar Regina–. Encontraremos la pancarta. No necesitamos ayuda.
Anna puso las manos en sus caderas y se enfrentó con Su Excelencia.
–Llevamos un mes buscándola. Y si no la hemos encontrado hasta ahora, no vamos a encontrarla –le dijo, volviéndose luego hacia Emma–. Venga, cariño, búsquela por nosotros.
Anna se cruzó de brazos y esperó mientras Emma sonreía ante la expresión airada del alcalde. Iba a tener que echar mano de toda su profesionalidad.
–Normalmente trabajo con la persona que ha perdido el objeto, pero veremos qué puedo hacer. Aunque necesitaré su ayuda.
Emma subió un escalón y le pidió a Anna que se colocara delante de ella, un poco a la derecha. Regina, a regañadientes, se colocó a la izquierda y el empleado un poco más atrás.
–Ahora necesito que imaginen la pancarta mientras yo me concentro.
Emma cerró los ojos y, de inmediato, respiró el aroma de Regina, un olor a frutas cosquilleaba sus sentidos. Sin duda, aquella mujer era un bombón.
Intentando olvidar esa reacción física, abrió su mente buscando una visión de la pancarta perdida… sentía que la energía iba creciendo, conectándolos.
Pero la alcaldesa era como una pared.
Emma respiró profundamente y vio la pancarta colgando sobre el cenador. Se concentró de nuevo, pero su mente seguía sobre el cenador. Entonces abrió los ojos.
Anna estaba delante de ella, con los ojos cerrados y las palmas hacia arriba, como si estuviera haciendo un ofrecimiento a los dioses. El empleado tenía los ojos cerrados y la cabeza baja. No hacía falta ser adivino para saber que le gustaría estar en cualquier otro sitio.
Regina tenía los ojos abiertos, los pies separados y los brazos cruzados sobre el pecho, en posición de combate.
Emma le guiñó un ojo.
–¿Has terminado? –le espetó ella. Anna abrió los ojos entonces.
–¿Y bien?
Emma miró al alcalde.
–Si acierto, ¿consigo una caseta en la feria?
–Sí –contestó Anna.
–No –dijo Regina, fulminando a la mujer con la mirada–. Primero, aún no ha hecho nada. Segundo, tú no tienes autoridad para decidir eso.
Anna le devolvió la mirada retadora.
–Tengo autoridad para llevarlo a la próxima reunión. Si el Comité lo aprueba, sólo tú estarás en contra. Y necesitamos esa pancarta, Regina.
–No me gustan los chantajes. Además, ¿qué pasa con Reul? Al Comité de Comportamiento Ético no le gustará que haya una echadora de cartas en la feria.
¿El Comité de Comportamiento Ético? Eso no sonaba nada bien. Y, por su expresión, Anna parecía pensar lo mismo.
El empleado se había puesto pálido.
¿Sería el mismo Comité que intentaba echar del parque a Malcom y Tilly?
A Emma no le gustaba nada cómo sonaba eso.
–Reul no quiere que haya feria y punto –dijo Anna entonces–. Lo hace con buena intención, pero a veces se pasa.
Emma decidió terminar con aquello antes de que la discusión aumentase de tono.
–No hay por qué ponerse dramático. Como tengo intención de cooperar, estoy dispuesta a compartir esta información… la pancarta está en el cenador.
–¿En el cenador? –repitió Anna, confusa.
–Hay un pequeño almacén en la base –dijo el empleado–. Pero ya he mirado allí.
–Pues tendrá que volver a mirar –sonrió Emma–. A la izquierda. Está doblada y apoyada en la pared.
El hombre la miró un momento y luego miró a Regina, como esperando indicaciones.
–Ve a ver –dijo la alcaldesa.
–Dame las llaves –sonrió Anna, bajando los escalones con expresión victoriosa. El empleado fue trotando tras ella.
Regina clavó los ojos en Emma.
–No entiendo por qué insistes en enfrentarte al fracaso delante de la gente.
–Y yo no entiendo por qué tú no tienes más fe en mí.
–Porque no puedes acertar siempre.
–No, es verdad –respondió ella honestamente–. Conozco mis limitaciones. Y eso significa que si hago algo en público, deberías confiar en mí.
Regina suspiró, incrédula y enfadada. Pobre mujer. La verdad era que estaba fuera de su elemento en lo que concernía al mundo de la adivinación. Mejor. Necesitaba toda la ventaja posible para luchar contra ella.
Pero, sintiéndose con ventaja, Emma bajó los escalones moviendo las caderas de manera provocativa.
–Esto ha sido de regalo.
Emma fue prácticamente dando saltos por la acera hacia la casa amarilla, la tercera desde la esquina en la calle. Esperaba que la agente inmobiliaria la hubiese esperado porque tenían que ver tres casas aquella mañana.
Su abuela había hecho tres demandas para su nuevo hogar: que tuviera jardín, una cocina grande y dos cuartos de baño. Se había pasado los últimos cincuenta años de su vida compartiendo una roulotte y no pensaba compartir baño otra vez.
Emma estaba de acuerdo.
El jardín fue lo primero que llamó su atención. Una alfombra de hierba verde que iba desde los macizos de flores del porche hasta la acera. Su abuela había mencionado también las rosas, pero Emma imaginaba que podrían plantarlas.
Contenta con esa primera impresión, empujó la verja de entrada y se dirigió hacia el porche por el caminito de ladrillo. La puerta se abrió entonces y una cosita morena de ojos azules salió corriendo a recibirla.
–Hola –la saludó, inclinando a un lado la cabeza–. ¿Tú eres el helado?
–Hola –respondió Emma–. ¿Cómo te llamas?
–Henry –contestó el niño, haciendo una pirueta para que viese su capa–. Mi cumpleaños es dentro de muchos días. Cumplo tres años –añadió, levantando tres deditos.
Emma sonrió. Era una monada.
–¿Tú vives aquí?
–No –contestó la cría–. ¿Tú eres el helado? –volvió a preguntarle.
¿El helado? Ah, ya.
–Sí, bueno, me llamo Emma.
–¡Ya está aquí, ya está aquí! –gritó el niño entonces, corriendo hacia el interior de la casa.
Emma entró tras él.
–¿Hola?
–¡Estoy aquí! –oyó una voz femenina.
Tomándose su tiempo para echar un vistazo, Emma atravesó el salón, que era bastante grande y estaba lleno de luz. La cocina no era muy amplia pero, además de un gran ventanal con asiento, que podría convertirse en la zona de desayuno, tenía una puerta corredera que daba a un pequeño jardín.
Las paredes estaban pintadas en un tono amarillo muy alegre. Los electrodomésticos, la encimera y los armarios eran blancos, como la cenefa que había alrededor de la ventana.
Muy bien, no era una cocina demasiado grande, como había estipulado su abuela, pero el asiento en la ventana le daba amplitud. Además, cuando una estaba acostumbrada a una cocina del tamaño de un sello, el adjetivo «grande» era más bien relativo.
Henry bailoteaba alrededor de una mujer alta y delgada, con el cabello de color zanahoria, que estaba inclinada sobre la encimera mirando un montón de papeles. La mujer levantó la cabeza y Emma se percató de que tenía los mismos ojos azules que Henry.
–Señorita Swan, soy Zelena Locksley–se presentó. Llevaba una chaqueta verde sobre una camiseta blanca y vaqueros, cómoda pero chic a la vez.
–Yo soy Emma.
En cuanto tocó su mano, Emma sintió alegría, esperanza y miedo; emociones que la mujer ocultaba bajo una fachada de serenidad.
–Siento llegar tarde.
Recuperó su mano en cuanto pudo, como hacía siempre, pero en esos segundos había descubierto que Zelena estaba embarazada… y la ansiedad de una madre temiendo perder otro hijo.
Raramente se permitía la intimidad de un contacto piel con piel para prevenir tales intrusiones, pero había ocurrido sin que pudiera evitarlo. Además, unas personas emitían más vibraciones que otras.
–¿Señorita Swan? ¿Emma? –la llamó la pelirroja, evidentemente no por primera vez.
–Este sitio es estupendo –dijo ella rápidamente, como si la distracción fuera a causa de la casa y no porque acababa de descubrir que aquella mujer tenía un problema.
No le gustaba que pasara eso. Porque ahora no sabía si olvidar lo que había visto o decirle algo.
–Tiene todo lo que necesitas: un pequeño jardín delantero, un jardín trasero, una cocina más o menos grande, dos baños y un aseo. Sólo tiene dos dormitorios, pero los dos son grandes, con baño incorporado y vestidor.
–¿Vestidor? –repitió Emma. Demonios, aquello casi era suficiente para hacer que se olvidase de la carretera.
–Por aquí, por aquí –dijo el niño, llevándola hacia el pasillo.
–Es una monada –sonrió Emma–. Y parece muy listo.
–Desde luego que sí –se rió Zelena–. Es listísimo, pero sólo me lo han dejado prestado. Es mi sobrino, estoy cuidándolo por mi hermana. Mi marido y yo aún no tenemos hijos.
Emma leyó el anhelo que había en su voz. Sabía que podía darle una alegría, pero decidió esperar.
Dos horas más tarde, cuando estaban de vuelta en la casa amarilla, había tomado una decisión: quería comprar aquella casa, quería vivir allí. Pero sabía que no debía mostrarse muy ilusionada. Aquélla era una decisión importante y no iba a tomarla ella sola. Lo pensaría por la noche y llamaría a su abuela por la mañana.
Pero todo eso era una formalidad. Porque aquélla sería la nueva casa de su abuela.
–Gracias por todo. Has sido de gran ayuda.
–Para eso me pagan –sonrió Zelena–. Además, veo que te gusta esta casa y me alegro –dijo, ofreciéndole las llaves–. Si tú abres la puerta, yo me encargo del pequeño.
Mientras estaban viendo casas, Henry se había quedado dormido en brazos de su tía. Ahora estaba dormidito sobre el asiento de la ventana, mientras Emma le decía a Zelena que le gustaría pensárselo unos días.
Como profesional que era, ella asintió sin protestar.
–Si quieres seguir mirando casas, dímelo.
–Lo haré –sonrió Emma. Pero en lugar de tomar su bolso, tomó la mano de Zelena–. Tú me has ayudado y ahora yo quiero ayudarte a ti. Verás, yo tengo un don para… ver la dirección en la que va el futuro de la gente. No es algo completamente seguro al cien por cien, pero sí lo que puede pasar si tu vida sigue yendo en la misma dirección. ¿Me permites que te lea la mano?
Zelena la miró, sorprendida.
–Tú eres Lady Artemisa, ¿verdad?
–Sí, ése es mi nombre profesional.
–Tú ganaste ayer la rifa del niño de Aurora… bueno, de la niña. Pero le has dado el dinero a ella. Eso ha sido muy generoso por tu parte.
Emma se encogió de hombros modestamente.
–Tengo un don para adivinar cosas. Por ejemplo, sé que tú esperas un niño. Zelena parpadeó.
–Sí, es verdad. Pero aún no se lo he contado a nadie.
–Tienes miedo de perderlo. La joven se puso pálida.
–Sí. He sufrido dos abortos espontáneos y no podría soportar… Dime la verdad, ¿mi hijo nacerá esta vez?
–Recuerda –le advirtió Emma–. Lo que yo veo es un posible futuro, pero si sigues las indicaciones de tu médico, yo diría que sí.
–¿Qué cuernos está pasando aquí? –oyeron entonces una voz suave pero fuerte desde atrás.
Emma hizo una mueca.
–¿Conoces a la alcaldesa?
–Claro que le conozco, es mi hermana –contestó Zelena.
–Oh, no.
Emma maldijo el don que servía para ayudar a los demás, pero nunca le advertía cuando estaba pisando una trampa.
–Por favor, dime que no es tan peligrosa como parece. Zelena se mordió los labios aguantándose la risa.
–Cuando se refiere a la familia, es feroz.
–Vaya por Dios –Emma se volvió para mirar a la mujer que acababa de entrar en la cocina–. Buenas tardes, Regina.
–Quiero hablar contigo…
–Yo ya me iba…
–Tú no vas a ninguna parte –la interrumpió–. Zelena, no hagas ningún caso de lo que te ha dicho. Llévate a Henry al coche, yo iré enseguida. Después de tener unas palabras con Lady Artemisa.
–Regina, ella no ha hecho nada malo…
–Está jugando contigo, Zelena, fingiendo interés por una propiedad que no piensa comprar. Y jugando conmigo gracias a ti…
–¡Eso no es verdad! –exclamó Emma.
–Claro que no es verdad –la defendió Zelena–. Va a comprar esta casa y no pienso dejar que te metas con ella. Es una mujer de lo más encantadora.
En lugar de calmarle, aquello pareció enfurecerla aún más.
–Por favor, llévate a Henry al coche –repitió–. Luego hablaremos.
–¿Te importaría dejar de tratarme como si fuera tu hija? No lo soy, Regina. Soy tu hermana mayor.
–Sólo está intentando protegerte. Yo hablaré con ella –intervino Emma, desafiante–. Y no te preocupes, seguro que se portará con la elegancia de la realeza.
Zelena miró a su hermana con un brillo de advertencia en los ojos.
–Regina…
–Seré el encanto personificado –dijo ella, entre dientes.
–Eso espero –suspiró su hermana, tomando a Henry en brazos–. Cierra con llave cuando salgas.
Emma la vio salir de la casa e hizo un esfuerzo para no dar un paso atrás, especialmente cuando Regina dio un paso hacia ella.
–¿Se puede saber qué estás haciendo?
–Nada malo, que yo sepa. Sentí la ansiedad de tu hermana y quise darle algo de consuelo.
–No te acerques a mi hermana. Ha sufrido mucho y ahora mismo está en una situación delicada… no quiero que le des falsas esperanzas. Si lo que querías era impresionarme, te has equivocado de medio a medio.
–¿Cómo sabes que está embarazada? No se lo ha contado a nadie.
–¿Está embarazada? –exclamó Regina, sorprendida–. Pues espero que no le hayas dicho nada que pueda hacerle daño.
Maldito sea. La había obligado a contarle el secreto de Zelena… Sí, bueno, le preocupaba su hermana y no quería que sufriera. Genial. Pero aquel ataque era tan infundado como imprevisto. No sabía de qué estaba hablando y la había puesto a la defensiva, haciendo que revelara algo que no debería haber revelado nunca. En fin, se estaba hartando un poco de la alcaldesa de Storybrooke.
–No te me acerques tanto majestad–le dijo, poniendo un dedo en su pecho y notando, a la vez, la cantidad de energía que generaba ese contacto–. Me has engañado.
–¿Yo?
–Has dicho lo de que tu hermana estaba en una situación delicada y… pensé que ya lo sabías. Así que será mejor que te muestres sorprendida cuando Zelena te dé la noticia. Esa conversación era absolutamente privada y no te concierne en absoluto.
–No me digas lo que tengo que hacer –replicó Regina–. Estamos hablando de mi hermana.
–¿Y qué? Sigue sin ser asunto tuyo que vaya a tener un hijo. Además, es una mujer muy fuerte y sabe cuidar de sí misma.
–No me gusta que hables con ella. ¿Y por qué ha dicho que ibas a comprar esta casa?
–Eso tampoco es asunto tuyo.
–¿Cómo que no? Es mi hermana y éste es mi pueblo…
–Qué pesada –suspiró Emma, poniendo los ojos en blanco–. Pareces del comité de ética.
–¿Vas a comprar la casa o no?
–Es posible –contestó ella–. Me lo estoy pensando.
–Pues será mejor que te lo pienses bien. Porque si la oferta no es seria, haré que te detengan por fraude.
–Eso te encantaría, ¿verdad? Pues lo siento, pero no va a ser tan fácil librarse de mí.
–Lo que me gustaría saber es lo que le has dicho a mi hermana –dijo Regina entonces–. ¿Me lo vas a contar o no?
–No –respondió Emma–. Y por si acaso compro esta casa, me gustaría que te fueras cuanto antes.
Luego se dio la vuelta y salió dando un portazo. Aquella rubia la ponía de los nervios.
Por supuesto, Aurora Rose había tenido a su niña el día anterior y, por supuesto, la noticia había salido en el periódico local. En primera página. Y, además, decían que le había dado el dinero de la rifa a Aurora y hablaban de su decepción por no tener una caseta en la feria.
No menos de cuatro personas lo habían parado por la calle para preguntar por qué Lady Artemisa no podía tener una caseta. Y luego, para rematar el día, cuando iba a buscar a su hijo… se encontraba con la propia Lady Artemisa de los demonios dándole consejos a su hermana.
Pero, dijera Emma lo que dijera, Zelena luego de sus abortos se había vuelto frágil. Había esperado para tener hijos hasta tener una economía saneada, pero entonces Danielle murió y, como si hubiera visto de repente lo precioso que era el tiempo, su hermana decidió tener familia. Estaba loca de alegría cuando se quedó embarazada por primera vez. Y desolada cuando perdió al niño.
Dos veces.
Perder a alguien había sido parte de sus vidas durante los últimos tres años.
No podía verla sufrir otra vez. Y no dejaría que Emma Swan la animase para que volviera a pasar por esa experiencia.
Aunque su hermana no parecía disgustada mientras hablaba con Emma, todo lo contrario. Se había mostrado enfadada con ella. Con ella.
De repente, la vida no era tan sencilla. Y todo era culpa de Emma Swan. Nunca había experimentado tal confusión a causa de una mujer… salvo cuando conoció a Danielle.
Pero sabía que no debería dejar que esa atracción la desviase de su camino.
¿No había sufrido el dolor de la pérdida y no sabía cómo eso podía destrozar a cualquiera?
Quería que aquella adivinadora se fuera de Storybrooke. Porque si no se iba pronto, tendría que hacer algo drástico.
Como tomarla entre sus brazos y besar esos labios.
