Todos los personajes de VA pertenecen a Richelle Mead


A UNA VIDA DE DISTANCIA

Brenda-I


Sinopsis: Vivir, amar, sufrir. Supuso que cada uno era consecuencia del anterior. Seguir era el siguiente paso de ese ciclo ineludible. Seguir a pesar del sufrimiento, seguir a pesar del dolor, seguir a pesar de las pesadillas.

En el que Rose ha muerto, y Dimitri debe aprender a lidiar con la vida.


It's just another night
And I'm staring at the moon
So I saw a shooting star and thought of you
I sang a lullaby by the waterside
And knew If you were here
I'd sing to you
You're on the other side
As the skyline splits in two
I'm miles away from seeing you […]

All of the stars- Ed Sheeran


I-

Vivir, amar, sufrir. Supongo que cada uno es consecuencia del anterior. Seguir es el siguiente paso de ese ciclo ineludible. Seguir a pesar del sufrimiento, seguir a pesar del dolor, seguir a pesar de las pesadillas.

Durante la primera semana es el movimiento lo que me mantiene en pie. No permito que la quietud llegue, ni que los sentimientos se desborden. Sé que si me permito sentir, aunque sea por un breve segundo, no podré detenerme. Sé que si me permito descansar jamás volveré a abandonar la cama.

Así que camino. Camino y recorro cada lugar de la academia hasta desgastarla con mis pies. Camino, y hablo con Alberta sobre su funeral. Camino, y empaco sus escasas pertenencias, porque no puedo soportar que nadie más invada su intimidad. Camino, y sigo caminando, porque si me detengo me convertiré en una represa desbordada, incapaz de contener ese horrible rugido de dolor que araña mi garganta desde que ella murió.

II.

No puedo soportar la idea de que el sol brille el día de su funeral. O el simple hecho de que la tierra siga girando cuando mi mundo personal ha visto su final. No parece natural. No cuando todavía puedo sentir sus ojos sobre mí, su pequeña mano sujetando firme la mía o sus respiraciones cuando se dormía sobre mi pecho.

No es normal. Y lo odio.

Odio que ella se haya marchado. Y odio que sea así como la muerte se la ha llevado. Si al menos tuviese a alguien a quién culpar… Si al menos tuviese una razón. Porque a veces la venganza es mejor que nada. A veces la venganza es un incentivo. ¿Pero como arremeto contra un enemigo invisible? ¿Cómo lucho contra la enfermedad que me la ha arrebatado? Y sin un propósito, ¿Qué será de mí ahora? ¿Qué soy sin ella? ¿Volveré a ser la misma persona monótona que era antes de ella? Apenas puedo soportar esa opción. Pero tampoco puedo ser el mismo hombre que era con ella, ahora que ella no está.

Su madre está aquí. Y Vasilisa. Y todos los que no estuvieron cuando ella estaba muriendo. Cuando ella todavía estaba viva. Están aquí, llorando, a pesar de que no saben cómo fueron esos últimos días. Cuán terribles fueron esos últimos días. Pretenden entender, compartir este dolor… como si llorar a un muerto fuese algo por lo que sentirse orgullosos. No los entiendo. No saben verdaderamente cuan doloroso es decirle adiós, porque no pueden decirle adiós a alguien que ya se ha ido.

―No lo hagas―había susurrado ese último día. Su voz era suave y cansada. Su rostro había adquirido una mirada nostálgica y serena. No había miedo, sin embargo. Solo una amarga resignación. Ella no quería partir más de lo que yo quería que me dejara, pero a diferencia de mí había hecho las paces con eso. Estaba acostada en la cama. Ya llevaba tres días sin poder sentarse por su cuenta, y muchos más desde que su cuerpo no puso soportar por última vez el peso de tal posición.

― ¿No hacer el qué? ― pregunté, tratando de sonreír para ella. Por la mirada que ella me devolvió, no había logrado mi cometido. Me acerqué, después de correr las cortinas, y deposité un beso sobre su frente.

―Estar triste. No estés triste―su voz era débil, pero sus palabras eran una orden.

Mi intento de sonrisa murió. Ante sus ojos pretendía mostrarme fuerte, pero a solas me desesperaba por la efimeridad del tiempo que nos quedaba juntos. No podía soportarlo. Y ya no podía ocultarlo. No estaba bien, y no quería fingir que lo estaba.

―No puedes pedirme eso―susurré. ―No puedes pedirme que esté bien. No puedes pedírmelo.

― Me prometiste. Prometiste que lo intentarías…

―Prometí que no me rendiría. Pero no puedes pedirme que no esté triste, Roza. No puedes pedirme que nada cambie. Estoy…―me ahogué. ―No quiero… no quiero que me dejes.

―Ya hemos hablado de esto. No voy a dejarte. Me iré… me iré por un tiempo.

Sonreí amargamente. Me estaba matando. Una parte de mi estaba, de forma irremediable, muriendo con ella.

―Así que no hagas esto. No estés triste. No me digas adiós. Sólo… solo hasta luego―Rose sonrió, pero su mirada estaba luchando contra la realidad. ―No puedes romper tu promesa, Camarada. No puedes. Cualquier otra…pero no ésta. Me prometiste vivir, vivir plenamente, por los dos. Y la tristeza no forma parte de esa promesa.

III.

Hay lugares muy sombríos de la mente que solo son visitados por aquellos a quienes les ha sido arrebatado un ser amado. Lo sé, porque viajo a ese sitio cada noche. Y a veces simplemente me aterra no ser capaz de volver de allí. A veces ese sitio es una pesadilla, pero la mayoría de los días ese lugar es la realidad.

Esa realidad que me impone un tipo de valentía para el que no estoy preparado. Una realidad que espera que siga adelante, que siga apreciando un mundo en el que ella ya no está. Una realidad donde despertar cada mañana, levantarme de la cama, y atravesar el día sin llorar es mi mayor desafío.

Después de su funeral todo parece hacerse más real. Las horas vacías hacen que su ausencia sea más evidente. Y es entonces cuando comienzo a extrañarla. Extraño incluso la horrible rutina de su agonía en el último tiempo; y aunque es terriblemente egoísta daría cualquier cosa para poder volver a vivir uno de esos días. Porque a pesar del dolor, porque a pesar de todo lo demás, todavía estaba aquí, todavía la tenía.

Las palabras de consuelo y los inútiles intentos ajenos de decirme que ella está ahora en un mejor lugar no me sirven de nada, más que para enojarme. No sé dónde está, y ellos tampoco lo saben. No sé si la muerte es la nada, o ese presente continuo del ideal de felicidad constituido por la vida terrenal al que Rose comenzó a aferrarse hacia el final de su vida. No lo sé. Pero sé que ella no está aquí. No está aquí, y eso está mal. Y no me importan sus palabras, ni sus consuelos, ni sus patéticos intentos de fingir que comprenden cómo me siento.

Porque ella no está, y lo único que quiero es gritar mi enojo. Quiero gritar hasta perder la voz. Hasta que el centro de la tierra escuche mi grito de agonía y se resquebraje desde el interior, justo como lo estoy haciendo yo. Pero no puedo hacerlo, porque me siento entumecido por el dolor, y siento que ese dolor me devora lentamente, dejándome vacío. Ausente. Y completamente inútil, incluso para gritar.

La extraño. Y sólo ha pasado una semana desde que me ha dejado. Y todo en lo que puedo pensar es en ella, en lo mucho que amaba la vida mientras aún estaba aquí, y en lo difícil que se hace respirar ahora que se ha ido. Y lo sé, con la misma certeza con la que sé que ya no volverá, que ninguna promesa de volver a verla cuando yo mismo ya no esté me ayudará a sobrellevar esta vida sin ella.

IV.

Siempre asocié el dolor con el frío. El frío es gris, es ausencia, y es soledad. El frío es monotonía y es miedo. Y es también tristeza.

Pero el dolor no es frío. El dolor es calor.

Cada vez que respiro mi garganta se quema, y el aire en mis pulmones se convierte en humo caliente. El dolor es fuego, y me está consumiendo. Es una agonía inefable. Me estoy ahogando, me estoy quemando, y ni siquiera sé por qué estoy intentando aferrarme a la orilla, cuando es el agua él me promete apagar las llamas que tanto me lastiman. Vivir duele. Duele físicamente. Duele cada respiración. Pero sigo aquí, viviendo y aferrándome al dolor.

Me estoy rompiendo en cientos de pedazos porque lo único que me mantenía unido se ha ido. Mis brazos se aferran fuertemente a mí, como si pudieran, precariamente, reconstruirme. Pero cuanto más me esfuerzo por mantenerme entero, más me rompo bajo la presión de mis brazos.

En días como este pienso que no podré cumplir mi promesa. Lo creo con certeza. Pero aún así me aferro.

V.

Con el tiempo aprendo a evadir esa realidad, refugiándome en otro mundo, un mundo en el que ella aún persiste en algo más que en mi memoria. Cada pensamiento me acerca un poco más a ella y me deja un poco más lejos de la realidad… Y un poco más lejos de la cordura, creen algunos. Pero está bien, porque es mejor que despertar en un mundo en donde no existe.

Abandono la academia semanas después de su muerte. Al principio me cuesta, porque creo que aquel lugar me hará sentir más cerca de ella, pero no es así. Su recuerdo es verdaderamente todo lo que tengo ahora y lo único que me hace sentir, al menos por un breve periodo de tiempo, que aún está aquí. Es duro, sin embargo, cuando la verdad me golpea con fuerza. Su recuerdo es demasiado… y aún así no es suficiente. Nunca es suficiente.

No puedo cumplir esa parte de mi promesa, la de proteger a Vasilisa. No puedo ver a la princesa, y no ver a Rose a su lado, asechado como una sombra. No puedo verla, y protegerla, y olvidar que no estuvo allí cuando ella la necesitaba. Así que pido una reasignación. Y un tiempo. Ambos me son concedidos sin cuestionamientos por parte de nadie.

Visito una vez más su tumba antes de marcharme. Su lápida es sencilla. Una simple piedra cuadrada, con su nombre inscripto, y el epitafio estándar de todos los guardianes caídos. Las palabras "servicio eterno" están labradas en tres idiomas, incluyendo mi lengua natal.

Hay unas pocas flores secas esparcidas a su alrededor. Alguien dejó rosas. Ella odiaba las rosas.

No le dejo flores muertas, que se marchitarán una vez que me marche. En cambio, siembro la maceta de begonias que estuvieron en su mesa de luz durante los últimos días.

Está resistiendo. Ahora es pequeña y frágil, Roza, pero en poco tiempo será más deslumbrante y fuerte que todas las demás plantas.

Aquellas palabras habían sido una súplica. Una súplica a ella, para que resistiera. A las personas que debían curarla, para que no hicieran por ella menos de lo que hacían por los pacientes Moroi. Al destino, para que nos diera más tiempo. Solo un poco más.

Pero ella se fue de todas formas.

Ella se fue, y duele. Duele tanto. Y las palabras son simplemente inútiles para expresar ese dolor. Porque he perdido algo importante, y sé que ya no puedo recuperarlo. Y eso duele. Duele y asusta, aunque no tenga sentido temer perder lo que ya se ha perdido.

VI.

Me dicen que debo pasar página, que debo superarla, como si su recuerdo fuese algo que desease dejar en el pasado, como si el duelo se tratase de borrar todo rastro de su existencia.

No quiero olvidarla. Al menos no a menudo. Su recuerdo me hiere, en la medida que mi consciencia reconoce que eso es todo lo que ella es ahora… un recuerdo, una sola memoria. Su recuerdo me daña, porque es una reminiscencia de su ausencia permanente.

Su recuerdo me lastima, pero nunca tanto como la posibilidad de olvidarla.

Me aterra olvidar el sonido de su voz, o los rasgos de su mirada, los momentos que compartimos juntos o la sensación de sus manos deslizándose entre las mías. Me aterra, así que me aferro al único sentimiento que en estos días me hace sentirme cerca de ella. Me aferro al dolor.

Me aferro al dolor e ignoro a todos los que me dicen que debo intentar superarla. Los ignoro para no gritarles cuan repulsiva y ofensiva me parece esa palabra. Superar. Como si ella no valiera la pena. Como si ella no valiera el dolor. Me aferro al dolor porque no deseo sobreponerme, porque temo olvidarla, porque sufrir su pérdida es la única forma que he encontrado para honrar su memoria.

VI.

Tres años después de su muerte la vida a mi alrededor sigue su rumbo. Las personas siguen viviendo, las personas siguen amando, y las personas siguen perdiendo. El mundo sigue cambiando, pero la imagen de ella en mi mente permanece inalterable. Yo también he cambiado, envejecido, como es natural con el tiempo; pero ella siempre tiene diecisiete años en mi memoria.

Ella siempre tendrá diecisiete años.

A veces siento que nunca podré recuperarme ¿Cómo recuperar la esperanza en un mundo donde lo que más amamos ya no existe? Es difícil encontrar una respuesta a eso. Y es aún más difícil intentar buscarla. Porque intentar darle resolución a esa incógnita es intentar vivir. Y justo ahora, lo que estoy haciendo, no se siente como vida.

O tal vez sí. Tal vez la vida es este círculo vicioso de dolor y desesperanza. Tal vez la vida es este enjambre de desaliento, desamor y desamparo. Tal vez la vida no está destinada a ser buena. Y tal vez en eso radica la valentía. En vivir. En vivir a pesar de lo que la vida implica.

VII.

A veces no todo es dolor. A veces hay un poco de esperanza. Y a veces creo que puedo sentirla. Está allí, cuando vuelvo a Rusia y veo a mi familia sentada junta en la mesa del comedor, o cuando mis sobrinas corren frente a mis ojos mientras sus risas resuenan dentro de la casa como estruendos. A veces la vida no sólo apesta, no solo es esfuerzo, y no solo es temor. Pero reconocer esos breves momentos se hace muy difícil porque se ha ido. Se ha ido y todo lo demás se siente como un consuelo insuficiente.

Así que la vida no solo es dolor, pero la mayoría de los días lo es.

En el tercer aniversario de su muerte no puedo dejar mi cama. No puedo, por más que lo intento. No puedo, porque la noche anterior me duermo sollozando, como lo hice la noche previa a su partida cuando supe que el tiempo era mezquino y egoísta, y estaba luchando con más empeño por quitármela. Así que ese día me despierto, agotado y adolorido, y absolutamente aterrorizado. No sé a qué le temo y no entiendo cómo puedo sentir temor a algo cuando mi mayor miedo ya se ha hecho realidad. Pero estoy asustado. Muy asustado.

Ese día es malo. Apenas puedo ver algo, porque mi vista está nublada por la perdida, por el dolor, y por su recuerdo. Es como aquellos primeros días después de ella. Pero a diferencia de esa época esta vez lo intento. Porque el dolor es tan fuerte y tan abrumador que no puedo resistirme a luchar contra él. Pero nada funciona. Y hacia el final del día solo estoy allí, soportando.

Sueño con ella ese día. Sueño con ella muchas veces antes, durante el primer año, pero paulatinamente ese de alivio o pesadilla nocturna también desaparece. Así que cuando me duermo y la veo esa noche sentada en la única silla que solía haber en la cabaña de St. Vladimir estoy sorprendido.

Ella está allí, en mis sueños, en nuestra cabaña.

Es ella, y sus rasgos y su apariencia están mucho mejor definidos de lo que lo han estado en mis recuerdos los últimos años. Puedo ver su cabello marrón, casi negro, a través de los rayos de sol que entran por la ventana. Sus ojos relucen con aquel brillo que había perdido hacia el final de sus días. Es hermosa. Etérea. E inflexible.

Es Roza, y todo lo que puedo hacer al verla sonreírme es caer de rodillas y llorar, porque las lágrimas son el único lenguaje que recuerdo.

Y es tan real, tan…tangible, cuando se acerca y se arrodilla a mi lado, y antes de que pueda procesar lo que está haciendo me rodea con sus brazos, susurrando palabras de otra vida.

― La muerte es atemporal, ¿lo recuerdas? Una eternidad en aquel lugar donde hemos sido más felices. Tú dijiste…

― El ideal de felicidad terrenal. Para siempre―digo con la voz ahogada, e inmediatamente me arrepiento, porque interrumpirla implica dejar de oírla. Y necesito escucharla, necesito recordar cómo sonaba.

―Y yo te dije que si eso era la muerte, la mía sería volver aquí una y otra vez. A nuestra cabaña, a tus brazos―murmura. Y por Dios, había extrañado tanto su voz.

― ¿Es eso? ¿Estoy muerto?―susurro, con temor a que mis palabras rompan la armonía de su presencia y me devuelvan a la realidad.

¿Estoy muerto al fin? Quiero saber. ¿Ya puedo quedarme contigo? ¿Ya ha sido suficiente? ¿Ya puedo descansar?

Ella ríe, como si la idea fuera absurda, y se aleja solo lo suficiente para que pueda ver su rostro ponerse serio. ―No. Por supuesto que no. Tu no morirás hoy… no lo harás pronto.

―Pero lo prometiste. Prometiste que estaríamos juntos otra vez.

―Y lo haremos. Pero no puedo cumplir mi promesa si tú no cumples con la tuya primero―me regaña, pero su mirada sigue siendo suave, amable. No porque ella piense que pueda romperme ante su exigencia, sino porque esto es ella. Esto…era.

―No puedo―me lamento, ahogando otro sollozo. ―Roza. No puedo, te extraño. Te extraño tanto.

―Lo sé. Lo sé mi amor―me tranquiliza. Sus manos, tiernas y fuertes como recordaba, se apoyan sobre mi pecho. ―Pero yo estoy contigo. Yo estoy siempre aquí. No estás solo. No temas vivir, Camarada. Me lo prometiste. Hicimos muchos planes, pero el hecho de que yo no esté no significa que ya no podamos concretarlos. Me llevas en ti, yo lo sé. Entonces vive, vive por ambos. Viaja, ríe, sé libre. Vuelve a leer esas absurdas historias del lejano oeste, vaquero. Ve a casa, más que solo una vez cada tantos años, y disfruta de tu familia, y nos les ocultes tu dolor. Aleja el rencor de tu corazón. Ya no llores por mí. Y cada tanto come una rosquilla en mi nombre―sonríe, acariciando mi mejilla. Sus labios se acercan, susurrando en mi oreja como si sus palabras fueran un secreto. ―Y vive, mi amor. Vive.

No temas vivir.

Sus palabras me acompañan toda la mañana al despertar. Entiendo, por fin, qué es aquello que tanto me asusta. Mi miedo no es sobre perderla, pues ya lo he hecho. Mi miedo es seguir ahora que eso ha ocurrido. Por muchas razones, la vida me aterraba.

No quiero vivir, porque vivir implica avanzar, moverme. Y una parte de mi está absolutamente horrorizado por la perspectiva de que dejar ir el dolor la alejara de mi mente de forma permanente. Pero eso no ocurrirá, entiendo. Nunca la olvidaré. Sus ojos nunca dejarán de mirarme, hermosos y brillantes, desde mi memoria. Nunca podré olvidar su nombre o lo que ella significó para mí. Aunque todo lo demás se fuese.

No podría, porque ella brilló con una intensidad demasiado poderosa. Existen cosas demasiado buenas para este mundo imperfecto. Rose fue una de ellas. Y aunque el mundo no hubiera podido lidiar con su inefable existencia, yo la recordaba. Ella vivía en mí, y en las personas que la habían amado. Ella vivía en mí, y por eso yo no podía morir.

La amé durante toda su vida. Ese es un hecho. Y la amaré durante toda mi vida. Esa es más que una promesa. Pero me pidió que mi vida no terminara junto con su existencia. Y no puedo traicionarla. No puedo traicionarla. No puedo hacerlo.

VIII.

Mis recuerdos de ella comienzan a entorpecerse con los años. El tiempo arroja un velo de opacidad a su imagen. Aquellos detalles que la hacían especial comienzan a perder nitidez. Al principio me atormentaba, y en cierta medida, aún lo hace. La forma en que mi mente comenzaba a traicionarme, arrebatándome lo único que me quedaba de ella. Luego entendí que eso es lo que pasa con los recuerdos, por muy preciados que sean para nosotros.

Como con todo lo demás que me fue impuesto en la vida, aprendí a convivir con eso.

Durante mucho tiempo creí que anclarme en la tristeza era la única forma de honrar su memoria. Como si el tiempo que durase mi duelo de alguna forma equivaldría al amor que sentía por ella. Al amor que aún siento. Pero es mucho más complicado que eso. Con el tiempo, esa tristeza solo había comenzado a mancillar aquellos buenos momentos que habíamos vivido juntos. Esa insistencia de permanecer aferrado a la ira, al dolor y a la angustia comenzó a asimilar su nombre solo con estos sentimientos. Y no quería que aquello ocurriese, porque ella era más que solo dolor. Era mucho más.

Aprendí que la gran mentira de la historia es que el tiempo lo cura todo. El tiempo no cura nada. Simplemente hace que el dolor se vuelva más y más fácil de soportar. El resto depende de nosotros. No solo sanamos por estar y resistir, sanamos al caminar, al elegir, y al avanzar. Cada decisión, cada palabra, y cada paso son nuestra cura. Las personas que elegimos para ser parte de nuestras vidas, los sentimientos a los que nos abrazamos, aquello que decidimos hacer con lo que nos toca. Eso es sanar.

Adrian se convierte, con el tiempo, en una de esas personas. Lo vuelvo a encontrar en el decimo quinto aniversario de la muerte de Rose, en el cementerio de St. Vladimir, junto a su tumba. Estoy allí como cada año, asegurándome de que sus begonias nunca mueran. El está cambiado, más viejo, más centrado, y menos solemne. Se ha casado, con una humana me dice, e incluso tiene un hijo.

Me agrada Adrian, de una forma en la que nunca creí que lo haría cuando lo conocí. Se ha convertido en un amigo leal, en alguien con quien poder hablar.

Era difícil reconocer que él la amaba tanto como yo mientras ella aún vivía. Tras su muerte este conocimiento se convierte en un alivio. Ya no soy el único que entiende por qué su muerte es una pérdida tan grande para el mundo. A él no tengo que intentar explicarle por qué es tan absurdo que la tierra continuase girando después de que ella exhalase su último aliento.

Él me ayuda a honrar su memoria. Hablamos de ella a menudo. La mantenemos viva a pesar de su ausencia.

Mencionar su nombre, aún a pesar de los años, a veces genera una punzada en mi pecho, pero ya no duele como antes, de esa forma agonizante que me imposibilitaba respirar. Su memoria ya no me provoca ese miedo paralizante, no es ese agujero que me traga. Ahora es una sonrisa por un recuerdo apreciado. Ahora es la brisa que golpea mi rostro por la mañana, que me hace advertir en las pequeñas bellezas del mundo. Ella es esa conversación que surge espontáneamente en un almuerzo con Adrian y Sydney, mientras el Moroi intenta explicarle a su esposa cuán increíble era Roza. Ella es ese pedido de donas que llegó a mi puerta varios días después de aquel sueño, en el tercer año después de su partida, sin remitente ni ningún tipo de información en el paquete. Ella es todos los viajes a casa, y cada cena con mi familia, y ese día cuando por fin pude hablarles de quién fue para mí, y de lo maravillosa que había sido. Ella es un susurro de ánimo e inspiración cuando creo que no puedo.

Y ahora, que ella solo es una puntada en el telar de mi existencia, y aún así sigue siendo todo mi mundo. Ahora puedo decirle con certeza que he cumplido mi promesa. He vivido. Y ahora podemos estar juntos.


NOTA: Esta historia puede ser leída como una secuela de Estoy contigo, un one shot que he publicado hace años en el segundo especial de colecciones de Escritoras VA (que será reescrito pronto). En aquella historia Rose muere después de lidiar varias semanas con un virus mortal que surge en la academia. Es una historia sobre el amor, la pérdida, la esperanza y una promesa de vivir que los personajes se hacen mutuamente. Una promesa que uno de ellos es incapaz de cumplir. Desde el momento que escribí esa historia, como indiqué en la nota al final de la misma, siempre fue mi intención continuarla… o darle un cierre.

Cuando esta canción me tocó para inspirarme en mi historia para esta colección, fue el tema de la distancia lo que más llamó mi atención. En Estoy contigo Rose le hace a Dimitri prometer que vivirá después de que ella muera (que vivirá plenamente), y ella a cambio le promete que esa no será la última vez que se verán, convencida de que su historia juntos no termina allí con su muerte. Así que tomé la historia de distancia física que narra la canción, trabajando este concepto que tiene Rose (en Estoy contigo) de la muerte como un breve periodo de distancia, un breve periodo que es una vida entera en este caso (la vida de Dimitri). De ahí salió A una vida de distancia, que solo tiene la intención de explicar el periodo de duelo de Dimitri frente a la muerte de Rose, que no acaba con la aceptación de la perdida, que surge y resurge a pesar de los años, a veces con un triste anhelo, a veces con una profunda depresión, a veces con una nostalgia serena, a veces con una sonrisa de agradecimiento por haberla tenido en su vida. No es una historia de superación, porque como señala Dimitri, las personas que amamos y se han ido no simplemente son borradas de nuestra mente como si no importaran. Tampoco quería escribir una historia en la que Dimitri se aferrara eternamente al dolor, porque como también comprende el personaje a mitad de la historia, hundirse en la depresión, aferrarse al sufrimiento, no es de ninguna forma una manera de honrar a los muertos. Es un poco mi intento de mostrar cómo, desde mi perspectiva, la pérdida se vuelve parte de la vida, y aunque el dolor nunca desaparece, sí se vuelve mucho más fácil.

Es una historia breve, pero es el cierre que necesitaba el Dimitri de este pequeño universo que comienza en Estoy contigo. No descarto volver a escribir un poco más sobre este universo, pero por el momento he podido concretar mi primera intención de contar qué pasó con Dimitri después del final de la primera historia. Así que espero que hayan disfrutado de esto. Gracias por su lectura, y gracias especialmente a IsyRoseBelikova por soportar todos mis locuras sobre la historia y por proporcionarme ideas para enriquecerla. Saludos a todos, y nos leemos prontamente.