III. Encuentro.

Los primeros días, los primeros encuentros fueron desastrosos, las cosas parecían fallar a propósito, la promesa tambaleante y el reloj anunciando el fin, cada vez más cerca. Por qué Francis ni siquiera parecía interesado en conocer a Arthur y él respondía a cada desplante con un testamento entero. Las heridas son tan difíciles de curar, aún más cuando has dejado infectar las cicatrices con recuerdos amargos y arrepentimiento. Por ello el rubio trato de entender, conforme pasaron los días la oportunidad de decir las palabras a su Madre, seguía siendo lo más importante para él pero en los pocos días que el francés aceptaba su silenciosa compañía y los miles de relatos que protagonizo, el chico que fue, el chico que tomo el corazón de Jeanne, del que le contaba tanto, le hicieron nacer desde el fondo el simple y limpio deseo de verlo bien, a pesar de que en palabras lo negara, algo estaba naciendo mientras la rosa trataba de acercarse a la pequeña y marchita flor de lis.

Miradas dulces, sonrisas fingidas que fueron rotas por las palabras desganadas de Arthur, discusiones, momentos de paz armada, el fantasma tratando de tocar a su viejo amor, las ventanas de ambos sincerándose, la tormenta de Francis creció, las caídas fueron más duras pero al final de ese pozo, al otro lado tras el cielo despejado se hallaba su figura, la del inglés, la rosa sin espinas, hermosa y brillante. Fueron momentos tormentosos, en la nieve y en la lluvia, mientras hablaban de banalidades del día al día, Francis trataba de entender que motivaba a Arthur a acercarse, a tratar cada día. Nacía un sentimiento de compresión en silencio, a cada momento que el desastre andante que era Arthur trataba con torpeza de distraer los pesados y agrios pensamientos en Francis. En la cafetería, en la galería, en el jardín, el antiguo colegio parecía conocer a la perfección sus movimientos, con una precisión que llego a asustarle más de una vez.

Tan raro era Arthur quien era arisco, estoico y orgulloso pero a la vez tan sensible, dedicado y sincero. No entendía por qué seguía sus pasos, era incompresible para él francés. Incluso sus amigos lo pensaban, muchas veces tuvieron algunos enfrentamientos pero nunca se rindió, ni detuvo su camino, pudo escuchar con claridad al chico relatar alguna vez aquella historia en voz alta, algo que el mismo escribió, un pedazo de su alma en palabras, pudo sentir su mano mientras lo llevaba lejos del camino de piedras que dirija a su viejo hogar con Jeanne. Trato, trató cada vez más de ser delicado, de ser sincero. Y él se dejaba arrastrar tan fácil, sin oposición, sin titubear. Fue así que comenzó este extraño juego, con el tic tac corriendo, el empezó una carrera contra el tiempo, mostrando todo los ases bajo su manga. Complicado, difícil y exhaustivo era tratar de tocar a la lis sin quebrar en algún momento sus pétalos, con las espinas de la rosa. Un día, todo cayo abajo, a pesar de que el tiempo fuera tan corto se permitió pincharle. Francis por un instante, por varios momentos efímeros pudo olvidar el dolor en su alma pero cuando él inglés cruzaba esa puerta, estos regresaban más fuertes que nunca. Desde lejos, siempre pendiente estaba Jeanne, que miraba con dolor su plan fallar, aunque creyó que era su única esperanza, había momentos en los que lo hacía todo peor pero nunca le reclamo a Arthur, sabía que aunque trataba no podía contenerse.

Pero en el ojo del huracán en un instante todo se volvió demasiado claro, las palabras, los gestos todo, algo dentro del inglés comenzó a nacer, un sentimiento desgarrador pero capaz de ser el paraíso. Era claro que Arthur sintiera las llamas recorrer su cuerpo, su auto desprecio ascendía igual a un incendio, que dejaría destrozos, cenizas de lo que alguna vez sintió. Estaba tan acostumbrado a este sentimiento, se alejó, desapareció como un suspiro y los días para detener a Francis podían ser contados con una mano. Cayo, aún más profundo, se quedó atrapado por varios días, hundiéndose, fundiéndose con los recuerdos, miles de objetos ligados a un sentimiento lo rodeaba y asfixiaban. Una cárcel personal hecha de cada una de sus venas abiertas, por la que fluía el dulce veneno del pesar. Frente a un gran edificio, en una gélida noche, fuera de un pequeño balcón el viento rugía con fuerza, una lluvia azoto la ciudad, sin cubrirse, sin querer refugiarse Arthur escuchaba los susurros, los desgarradores gritos del viento, sollozando un poco en su interior, tratando de convencerse así mismo repitió en un mantra "Estoy bien...", su corazón imposible de engañar fue presionado, hasta que de sus labios salió un desesperado grito, en medio de la noche, tomando su vieja motocicleta, se dirigió al destrozado hogar de Francis...

De su caja, salió desesperada, entre sollozos Jeanne vio una vez más a Francis llegar, con los sentimientos a flor de piel, trato de impedir con todos los medios posibles su entrada. Por un instante las raíces que la ataban eran más fuertes, pudo ver como él francés ingresaba en umbral de la destrozada puerta, aunque este hace mucho haya dejado de latir, pudo sentir su corazón detenerse, cuando él siguió el mismo camino que tantas veces había seguido. Pero nunca espero que él sacara del viejo armario ese viejo cofre, lo tomara con sus manos, con cuidado caminara hacía él jardín y lo enterrara. Él tiempo avanzo con lentitud pero Jeanne vio el cielo revolverse en un mar de colores. Mientras se sentía ligera, simple y limpia. Desapareció en un parpadeo.

Entre la tormenta, frente a la casa Francis sostenía un ramo de rosas rojas. Suspiro pesadamente y Arthur llego y con desesperación tomando entre sus brazos acerco el rostro del francés con el suyo, el pulso acelerado y dos corazones conectados se fundieron en un profundo beso.

Fin.