Naruto Y Hinata en:
Lord Pecado
1| Lealtad
Londres - Diez años después.
—Antes me castraría. Después de haberme emborrachado. Con un cuchillo sin filo —dijo Naruto, poniendo un lento y mortífero énfasis en cada palabra.
El rey Itachi permanecía de pie a un par de metros de él, sin la protección de ningún cortesano o miembro de su guardia personal. Se hallaban solos en la sala del trono, y sin duda cualquier otro hombre habría estado temerosamente encogido ante su monarca. Pero Naruto nunca había mostrado temor ante nadie en toda su vida, e Itachi sabía que no debía esperar semejante comportamiento por parte de él.
El rostro del monarca se endureció.
—Podría ordenártelo.
—¿Y entonces por qué no lo haces? —preguntó Naruto al tiempo que arqueaba una ceja con arrogancia.
Itachi sonrió, y la tensión abandonó su cuerpo mientras cubría la distancia que los separaba.
Su amistad se había forjado años atrás, en la hora más oscura de la noche y con la punta de una daga oprimiendo la garganta de Itachi. Naruto le había perdonado la vida al rey y desde aquel día, Itachi había guardado junto a sí como un tesoro al único hombre que nunca se había inclinado ante su poder o su autoridad.
Naruto no respondía ante ningún hombre, ya fuese rey, papa, sultán o mendigo. No había nada en la vida que pudiera hacerle doblar la rodilla. Nada podía afectarlo o dominarlo. Naruto estaba completamente solo.
Y él prefería que fuese así.
—No adquirí este trono para ser un estúpido, Naruto. Si se me ocurriera llegar a ordenártelo, sé muy bien lo que harías. Me volverías la espalda y echarías a andar hacia esa puerta.
Itachi parecía sincero.
—Y bien sabe Dios que eres el único hombre vivo al que nunca desearé convertir en mi enemigo. Por eso te pido esto como un amigo.
—Maldito seas.
Itachi se echó a reír.
—Si realmente estoy maldito, sin duda habrá sido por algo más que por esta pequeña cuestión. —El humor abandonó su rostro y miró a Naruto directamente a los ojos—. Ahora, como un amigo, vuelvo a pedírtelo. ¿Te casarás con la escocesa?
Naruto no respondió. Apretó los dientes con tanta fuerza que pudo sentir cómo el tic nacido de la furia empezaba a palpitar en su mandíbula.
—Vamos, Naruto —dijo Itachi con una nota casi suplicante en la voz—. Necesito poder contar contigo en este asunto. Tú conoces a los escoceses. Eres uno de ellos.
—No soy escocés —gruñó Naruto—. Ni lo soy ahora ni lo he sido nunca.
Itachi hizo como si no hubiera oído aquella denegación.
—Sabes cómo piensan y conoces su lengua. Tú eres el único que puede hacer lo que te estoy pidiendo. Si mandara a otro, esos salvajes sedientos de sangre sin duda le cortarían el cuello y luego me enviarían su cabeza.
—¿Y piensas que no obrarían así conmigo?
Itachi rió.
—Dudo que el mismísimo arcángel Miguel pudiera cortarte el cuello sin tu consentimiento.
Nunca se habían pronunciado palabras más ciertas. Con todo, aquel cumplido llenaba de desasosiego a Naruto. Lo último que quería en el mundo era verse encadenado a los escoceses. Odiaba todo lo que tuviera que ver con Escocia y sus gentes, y antes preferiría ser consumido por la pestilencia que volver a poner una sola parte de su cuerpo en tierra escocesa.
—Te prometo que tu recompensa será grande —dijo Itachi.
—No tengo ninguna necesidad de vuestro dinero o vuestras recompensas.
Itachi asintió.
—Lo sé. Por eso confío tanto en ti. Eres el único hombre que he conocido que realmente se encuentra por encima del soborno. También eres un hombre de honor, y sé que nunca le volverías la espalda a un amigo que tuviera necesidad de ti.
Naruto le sostuvo la mirada sin pestañear.
—Itachi, como un amigo, os ruego que no me pidáis que haga eso.
—Ojalá pudiera evitarlo. No creas que me gusta pensar que mi único aliado va a estar tan lejos de mí, pero necesito tener allí a un hombre en el que pueda confiar, que conozca el alma de los escoceses, para que los guíe. El único otro súbdito que podría librarme de esta carga es tu hermano Menma. Como ahora está casado...
Naruto volvió a apretar los dientes. Se había alegrado mucho de ver contraer matrimonio a su hermano, pero en aquel momento le habría gustado que Menma volviera a ser soltero. Menma era el que mejor sabía cómo dar placer a una mujer.
Naruto conocía la guerra. Su hogar era el campo de batalla; su espada, su escudo y su caballo eran las únicas cosas que sabía que no le fallarían jamás. Y ni siquiera estaba demasiado seguro acerca de su caballo. No sabía nada acerca de las mujeres y su suavidad, y no sentía el menor deseo de aprender
—Si te sirve de consuelo —añadió Itachi—, ella es muy hermosa. No tendrás ningún problema para engendrar un hijo en su seno.
Naruto entornó los ojos. La mera idea de engendrar un hijo, que tendría como único propósito transmitir títulos y tierras que no significaban nada para él, lo llenaba de repugnancia.
—No soy ningún semental, Itachi.
—No es eso lo que afirman los rumores que corren por mi corte. He oído decir que eres muy...
—¿Sabe esa mujer lo que has planeado? —preguntó Naruto, interrumpiéndolo. No le gustaba hablar de temas personales. Y con Itachi menos que con nadie
—Por supuesto que no. Ella no sabe nada de ti. Esto no es asunto de su incumbencia. Es mi rehén y obedecerá o haré que la ejecuten.
Naruto se pasó la mano por la cara. No le cabía ninguna duda de que Itachi no vacilaría en cumplir su amenaza. También sabía a quién se le pediría que llevara a cabo aquella orden.
—Itachi, ya sabes cuáles son mis sentimientos acerca del tener una esposa.
—Sí, lo sé. Pero si he de serte sincero, realmente deseo verte casado. Valoro mucho los servicios que me prestas, pero siempre me ha preocupado el hecho de que tú no valores nada de lo que tienes. Te he dado tierras, riqueza y títulos, y tú los has desdeñado como si fueran veneno. En todos los años que hace que te conozco, siempre has vivido con un pie en la tumba.
—¿Y piensas que una esposa haría que eso cambiara?
—Sí.
Naruto soltó un bufido.
—Entonces la próxima vez que te oiga quejarte de Izumi te recordaré lo que acabas de decir.
Itachi rió con tal entusiasmo que terminó atragantándose.
—Si fueras cualquier otro hombre, ya estarías muerto por semejante audacia.
—Y yo podría decir lo mismo de vos.
Eso consiguió poner fin a la hilaridad de Itachi.
Itachi dio unos pasos ante Naruto y se quedó callado. Por la cara que le vio poner, Naruto supo que estaba pensando en algo ocurrido hacía mucho tiempo.
Cuando el rey volvió a hablar, su voz sonó enronquecida por la nostalgia.
—Recuerdo muy bien la noche en que sostuviste esa daga junto a mi garganta. ¿Te acuerdas de lo que dijiste entonces?
—Sí. Os ofrecí mi lealtad si vos me concedíais la libertad.
—Cierto, lo hiciste. Y ahora necesito tu lealtad. Madara intenta arrebatarme de las manos Normandía y Aquitania, Sasuke y Shisui no paran de ladrar pidiendo sus propias porciones de poder, y ahora ese clan de las Highlands ataca a los escasos ingleses que tengo custodiando mis fronteras del norte.
» No puedo permitir que se me siga atacando desde todas las direcciones a la vez. Hasta un toro furioso puede llegar a ser derribado por una manada de perros hambrientos, y ya me he hartado de ello. Necesito que haya paz antes de que consigan matarme entre todos. ¿Me ayudarás?
Naruto sintió que se le hacía un nudo en las entrañas cuando oyó las dos palabras a las que nunca había sido capaz de responder con una negativa. Maldita fuese su negra alma por ello. Aquél era el único fragmento de su conciencia que todavía no había sido destruido, e Itachi lo sabía.
Gruñendo para sus adentros, se dijo que tenía que haber algún modo de escapar a aquel infortunado acontecimiento. Y sin duda él... Naruto o como se le conocía 'Sin' o 'Lord Pecado', casi sonrió cuando se le ocurrió la idea. Era perfecta, y tan insidiosa como él mismo.
—Sí, me casaré con la muchacha. Pero sólo si puedes encontrar un sacerdote que sancione la unión.
Itachi palideció.
Naruto sonrió malévolamente. Durante los últimos nueve años, había sido excomulgado cinco veces. La más reciente de las excomuniones venía acompañada por un interdicto papal lo bastante severo como para asegurar que pasaría toda la eternidad asándose al lado del diablo.
El papa se refería a Naruto llamándolo Engendro Predilecto de Satanás.
Itachi nunca conseguiría encontrar un sacerdote que se atreviese a permitir que Naruto participara en un sacramento.
—Piensas que me tienes cogido, ¿verdad? —preguntó Itachi.
—Nada más alejado de mis pensamientos, Itachi. Como tu mismo acabas de decir, conozco a los escoceses y sé que no se conformarán con nada que esté por debajo de un matrimonio santificado. Me he limitado a comunicarte las condiciones de nuestra unión.
—Muy bien, entonces. Acepto tus términos y tengo intención de hacer que te atengas a ellos.
.
.
—¿ESTA vez sí que vamos a escapar, Hinata?
Hinata, del clan MacHyûga, detuvo a su hermano pequeño en el estrecho pasillo por el que se disponían a salir del castillo del rey Itachi y se arrodilló junto a su cuerpecito.
—Si te estás callado en vez de hablar a cada momento, puede que todavía lo consigamos —susurró.
Hinata sonrió para suavizar la dureza de sus palabras, y puso bien el gorro frigio de color marrón que cubría la cabecita del niño. Sus mejillas todavía no habían perdido la gordura infantil y sus ojos oscuros brillaban con la suave confianza del bebé que había sido no hacía tanto tiempo.
—Y ahora recuerda que somos dos sirvientes ingleses, lo cual significa que si abres la boca, sabrán con toda seguridad que venimos de las Tierras Altas.
El niño asintió.
Hinata recogió debajo de la gorra los rizos negros de Lheo. Su hermano tenía el mismo color de pelo que ella. Pero eso era todo lo que compartían, porque Hinata se parecía a su querida y ya difunta madre y Lheo había salido a su propia madre, Morna.
Lheo la miró con sus ojos oscuros súbitamente acerados por la determinación, y con una sagacidad impropia de un niño de su tierna edad. A los seis años, ya había tenido ocasión de presenciar su buena porción de tragedias. Dios mediante, no vería ninguna más.
Hinata besó cariñosamente la frente del adorable diablillo y se levantó. Con un nudo en el estómago, condujo lentamente al pequeño por el pasillo desierto hacia la escalera de caracol que debería llevar al exterior del recinto por la parte de atrás del castillo.
Al menos eso era lo que le había dicho la doncella que los había estado ayudando a planear su huida. Hinata rezaba porque su recién encontrada amiga no le hubiera mentido o la hubiese traicionado.
Tenían que salir de aquel lugar. Hinata no podía seguir soportándolo por más tiempo. Si tenía que aguantar que otro sassenach la mirase lúbricamente o hiciera comentarios soeces acerca de ser escocesa, le cortaría la lengua.
Pero era su comportamiento con Lheo lo que realmente hacía que le hirviera la sangre. Siendo hijo del jefe del clan, Lheo podía tratar como un igual al inglés de más alta cuna. Y aquellas bestias obligaban al pequeño a que los sirviese como si fuera el más humilde de los campesinos mientras lo menospreciaban y se burlaban de él. Hinata no podía seguir soportando las lágrimas de su hermano cuando los caballeros trataban al pequeño sin ninguna clase de miramientos y le daban feroces capones en las orejas.
¡Los ingleses eran unos animales!
Desde que los hombres del rey Itachi dieron muerte a sus guardias y los tomaron cautivos cuando se dirigían a ver a su tía enferma, Hinata había estado tratando de encontrar una manera de que pudieran huir de allí y regresar a casa.
Sin embargo, a pesar de todos sus cuidadosos ardides, aquellas malditas bestias inglesas eran unos auténticos hijos del diablo. Por mucho que se esforzara Hinata, parecía como si uno de ellos siempre fuese capaz de adivinar sus planes de fuga, y terminaban deteniéndola.
Pero esta vez... Esta vez, se saldría con la suya. Hinata lo sabía.
Apretando con más fuerza la mano de Lheo, Hinata se detuvo al inicio de la escalera. Apartó de su rostro el velo de lino y ladeó la cabeza para escuchar.
Nada.
Al parecer nadie iba a detenerlos para preguntarles qué estaban haciendo allí. ¡Eran libres!
La doncella, Aelfa, le había prometido que en cuanto hubieran salido de la escalera, sólo tendrían que recorrer unos metros para encontrar la puerta trasera, situada junto a la garita de la guardia, que los sirvientes utilizaban durante el día para salir a Londres. La doncella le había jurado que una vez que hubieran llegado allí ya nadie los detendría.
El corazón de Hinata había empezado a palpitar con una dulce expectación. Bajó como una auténtica exhalación por los oscuros peldaños de la escalera de caracol, con Lheo a un paso detrás de ella.
¡Libertad!
Podía saborearla. Podía olerla. Podía...
Los pensamientos de Hinata se dispersaron en una súbita confusión cuando tropezó con algo en la escalera.
Sintió cómo su cuerpo se inclinaba hacia adelante y lo único que pudo hacer fue extender los brazos con la esperanza de encontrar algún asidero que le permitiera recuperar el equilibrio. Pero en vez de caer, sintió que unos fuertes brazos la envolvían y tiraban de ella para atraerla hacia un pecho tan duro como los oscuros muros de piedra que la rodeaban.
Antes de que Hinata tuviera tiempo de parpadear, el hombre la depositó en el peldaño por encima de él.
—Por la sangre de Dios, mujer, quieres hacer el favor de mirar por dónde vas.
Lheo abrió la boca para hablar.
Hinata se apresuró a cubrírsela con la mano y recurrió a su mejor acento inglés.
—Disculpadme, milord.
Fue sólo entonces cuando se atrevió a mirarlo.
Siendo de buena estatura como era, Hinata estaba acostumbrada a poder mirar a los ojos a la mayoría de los hombres. Pero allí donde había esperado ver la cabeza de aquél, sólo vio unos hombros muy anchos circundados de oscuridad.
El corazón empezó a latirle todavía más deprisa. Porque aquellos hombros eran realmente enormes. Hinata frunció ligeramente el ceño al ver que vestía de negro. Nunca había visto ir completamente de negro a un hombre que no formase parte de la Iglesia. Y aquel hombre ciertamente no era ningún sacerdote.
Su cota de malla, su gorro de tela y su sobreveste, todos ellos más negros que la pez, no lucían absolutamente ninguna insignia o emblema.
Qué extraño.
Hinata intentó dar un paso atrás, pero la presencia de Lheo en la escalera detrás de ella y su precaria posición sobre el peldaño encima del que acababa de ser depositada se lo impidieron.
De pronto se sintió atrapada por la poderosa presencia del caballero, que parecía infiltrarse en sus mismos huesos. Aquel hombre era peligroso. Sí, era realmente letal. Hinata lo sentía con todos sus instintos.
Se atrevió a alzar la mirada por su robusto cuello bronceado, que mostraba una cicatriz, y luego la hizo subir por su apuesto rostro para terminar viendo los ojos del diablo en persona. Aquellos ojos azules ardían con inteligencia y fuego. La abrasaban con una luz fantasmagórica que la hizo temblar.
Hinata tragó saliva.
Nunca había visto a un hombre semejante. Su rostro y su figura sin duda eran los más hermosos que ella hubiera contemplado jamás. Sus facciones estaban magníficamente definidas y esculpidas, y su mandíbula era fuerte y perfecta y. apenas quedaba oscurecida por una sombra de barba viril.
Cabello rubio al cuello, tenía apariencia de un escoces. Y mientras lo miraba, Hinata distinguió el más diminuto de los defectos en su rostro: una cicatriz casi invisible encima de su ceja izquierda y unas pequeñas marcas de bigotes en las mejillas.
Pero eran aquellos ojos tan azules los que la mantenían cautiva. Aquellos ojos que Hinata no podía apartar la mirada, cosa que la aterraba. Porque eran muy fríos y estaban vacíos. Y lo que era todavía peor, se habían entornado para contemplarla con un excesivo interés.
Al recordar que llevaba las ropas de una sirvienta y consciente de que el hombre que tenía delante obviamente era un noble de cierta alcurnia, Hinata decidió que más valía que se apresurase a batirse en retirada.
Tras hacer una rápida reverencia, cogió de la mano a Lheo y bajó corriendo los últimos peldaños para salir por la puerta.
Naruto contempló la puerta con el ceño fruncido mientras ésta se cerraba de golpe. Había habido algo muy, extraño en lo que acababa de suceder. Y no era el intenso e inesperado deseo que había sentido cuando la mirada de aquellos ojos como piedras preciosas, se encontraron con los suyos.
No, sus instintos habían sido agudizados por años de adiestramiento.
Ahora estaban intentando decirle algo.
Pero lo único en lo que podía pensar era en la imagen de la boca en forma de corazón de la mujer, y en la extraña decepción que había sentido al no poder saber de qué color era su pelo. A decir verdad, el delgado velo azul que llevaba era una abominación que no le hacía ningún favor al gris claro de sus ojos o a la lozanía de su rostro besado por el sol.
La mujer era atractiva. Cautivadora.
Aunque era un poco demasiado delgada para su gusto, sus pechos le habían parecido lo bastante grandes como para poder satisfacer incluso la intensa lujuria de su hermano Menma.
Y sus ojos...
Vibrantes y cálidos, habían brillado con destellos de vitalidad inteligencia. Habían...
Habían sido excesivamente atrevidos, comprendió con un súbito sobresalto. Ningún sirviente se atrevía a sostener la mirada a un noble, y mucho menos a Naruto, con tal orgullo y de una manera tan resueltamente directa. La mujer no se había encogido con temor al encontrarse frente a él, lo cual significaba que obviamente no sabía quién era.
Sólo podía haber una persona en la corte del rey Itachi que no lo reconociese. La escocesa Y ahora iba hacia la puerta de atrás. Mascullando un juramento, Naruto corrió tras ella.
Hinata se detuvo cuando un grupo de caballeros se interpuso entre ella y la puerta. Los demonios eran seis, nada menos. Seis de ellos, que regresaban armados después de haberse adiestrado y que se disponían a entrar en el castillo.
¡Oh, la fortuna siempre parecía complacerse en volverle la espalda!
La mano de Lheo tembló en la suya. Hinata se la apretó suavemente para reconfortarlo. Lo único que podían hacer era tratar de salvar aquel obstáculo. Sí, con un poco de suerte, los caballeros no le prestarían ninguna atención y la dejarían pasar sin pensárselo dos veces.
Bajando la mirada, pasó alrededor de ellos y se dirigió hacia la puerta.
—Bueno, bueno —dijo uno de los hombres cuando Hinata ya casi había llegado a la puerta—. ¿Qué os parece lo que tenemos aquí?
—Una preciosa criada —respondió otro—. Una joven que sabrá atender a las mil maravillas todas nuestras necesidades.
Los demás se echaron a reír.
—Ah, Hidan, ni las palabras ni las sirvientas tienen secretos para ti.
Hinata empezó a andar más deprisa.
Uno de los hombres le cortó el paso.
Hinata se detuvo y corrió el riesgo de lanzar una rápida mirada; vio arder el anhelo en los ojos castaños del hombre.
—Perdonadme, milord— dijo, sintiendo que el título se le quedaba pegado a la garganta. Humillarse no era algo que formase parte de su naturaleza y, si no hubiera sido por su hermano, jamás se habría dignado hacerlo ahora. Pero tenía que conseguir que salieran de allí. —Tengo mucha faena pendiente —dijo, torciendo el gesto al notar que se le escapaba el acento de su tierra.
—Desde luego que sí —dijo el hombre con voz bronca—. Y yo tengo una necesidad que está esperando tus atenciones —añadió mientras bajaba la mano para acomodarse el bulto que acababa de aparecer repentinamente en sus calzones.
Hinata apretó los dientes en una mueca de frustración. Ahora sí que estaba atrapada. Aun así, no se daría por vencida tan fácilmente. El caballero la agarró de los brazos y la atrajo hacia sí para darle un beso.
Antes de que sus labios pudieran llegar a establecer contacto con los de Hinata, ésta le dio una buena patada en aquel pequeño bulto del que tan orgulloso parecía sentirse.
El caballero la soltó con una maldición.
Pensando únicamente en sobrevivir, Hinata cerró la mano sobre la empuñadura de su espada y la sacó de su vaina.
Los hombres se rieron de ella.
—Más vale que la dejes en el suelo antes de que te hagas daño, pequeña.
Hinata hizo girar la muñeca y blandió expertamente el arma alrededor de su cuerpo.
—Lo único a lo que voy a hacerle daño será a uno de vosotros. —Esta vez no se molestó en disfrazar su acento—. Ahora sugiero que os apartéis de mi camino.
El humor desapareció instantáneamente de los rostros de los hombres.
Uno de los más valientes desenvainó su espada. Se miraron el uno al otro durante unos segundos y Hinata supo lo que le estaba pasando por la cabeza al hombre. Daba por seguro que ella no sabría manejar la espada, y que no sería capaz de emplearla de manera efectiva contra él.
Bueno, Hinata era una mujer, desde luego, pero su padre se había ocupado de que fuera bien instruida en el arte del manejo de la espada. Todavía no había nacido el caballero que pudiera tocar a un escocés cuando se trataba de hacer la guerra. Ni siquiera cuando el escocés en cuestión era una mujer.
—Dale su merecido, Hidan —dijo el caballero al que había pareado mientras iba cojeando a reunirse con los demás.
Hidan sonrió con maldad.
—Tengo intención de hacerlo, créeme. —Se lamió los labios mientras recorría el cuerpo de Hinata con una mirada lasciva—. De más de una manera.
Atacó.
Hinata detuvo su estocada con la elegancia de un guerrero curtido en mil batallas. Si aquel hombre quería un buen combate, podía estar seguro de que ella se lo daría.
—¡Corre, Lheo! —le dijo a su hermano.
Lheo no consiguió llegar muy lejos antes de que otro de los caballeros lo sujetara.
Maldiciendo su mala suerte, Hinata se dispuso a hacer frente a su enemigo. Estaba a un movimiento de desarmarlo cuando una voz, fría y familiar, hizo que se quedara inmóvil.
—Tirad vuestra espada, milady.
Con el rabillo del ojo, Hinata vio al hombre de la escalera. Pero lo que la dejó más asombrada fue el modo en que los otros caballeros reaccionaron a su presencia. Todos retrocedieron ante él.
Hidan miró al caballero vestido de negro y rio con cierto sarcasmo.
—No te metas en esto. No es asunto tuyo.
El caballero negro arqueó una ceja.
—Dada la forma en que la dama acaba de humillarte al demostrar que sabe manejar la espada mejor que tú, dudo seriamente que quieras poner a prueba mi acero. —Lo retó con la mirada—. ¿O realmente quieres hacerlo?
Hinata vio la indecisión en el rostro de Hidan.
—Déjalo correr, Hidan—dijo uno de los caballeros. —Ya sabes que le encantaría tener una ocasión de matarte.
Hidan asintió lentamente, y después bajó la espada y retrocedió ligeramente.
Hinata se volvió hacia el hombre que tanto aterrorizaba a aquellos otros caballeros. Inmóvil como una estatua, la observaba con una mirada llena de cautela que no dejaba traslucir nada acerca de sus pensamientos o su estado de ánimo.
La suave brisa agitaba algunos zarcillos dorados de su cabellera mientras la miraba sin parpadear. Sí, no cabía duda de que aquel hombre era muy capaz de matar. Hinata dudaba que el mismísimo Gorro Rojo(duende asesino), aquel viejo demonio, pudiera ser un enemigo más terrible que él.
Su mano siguió empuñando la espada. El caballero negro sonrió fríamente.
—Veo que sabe cómo hay que manejar la herramienta de un hombre.
Algunos de los caballeros rieron burlonamente. Hinata enrojeció ante la grosería de su comentario.
—No crea que voy a permitir que me insulte.
—Le aseguro que no era mi intención insultarla, milady. Admiro a una mujer que sabe defenderse sola.
Hinata no habría sabido decir si el hombre era sincero o sólo se mofaba de ella. Su cuerpo y su tono no proporcionaban ninguna indicación al respecto.
—Ahora tirad la espada.
—No —dijo ella firmemente—. No hasta que mi hermano y yo seamos libres.
—¿Milady? —Hinata reconoció la voz de la doncella que la había ayudado con sus disfraces. La joven salió de las sombras de la entrada del castillo para mirarla—. Haga lo que le dice su señoría, milady. Por favor, se lo ruego. Usted no tiene ni idea de quién es, pero acepte mi palabra al respecto. Lo último que le conviene ahora es hacer enfadar a su señoría.
El caballero negro extendió la mano hacia ella.
—La espada.
Por alguna razón que no hubiese sabido explicar, Hinata estuvo a punto de obedecer. Pero le bastó con mirar a Lheo para saber que no podía renunciar, así como así a la mejor oportunidad de que iban a disponer. Dio un paso hacia el caballero negro.
Lanzó su hoja directamente hacia la garganta del hombre, y para gran asombro suyo éste no retrocedió ni movió un solo músculo. Se limitó a mirarla con aquellos ojos tan fríos y carentes de alma. Paciente. Lleno de calma. Como una víbora aguardando a que su presa se aproxime lo suficiente para que le sea posible atacar. Hinata se detuvo.
Entonces, antes de que pudiera parpadear, el caballero negro avanzó con una asombrosa celeridad, atrapó la punta de la espada entre sus antebrazos y se la arrancó de las manos. La espada subió muy arriba y luego cayó dando vueltas. El caballero negro tomó la empuñadura en su mano sin ninguna dificultad, y luego blandió la espada en un rápido giro alrededor de su cuerpo antes de clavar la hoja en el suelo delante de él.
Su sonrisa era todavía más gélida que antes.
—¿Vuestra madre nunca le dijo que no debía tentar al diablo a menos que estuviera dispuesta a pagar su precio?
A Hinata le escocían los dedos debido a la brusquedad con que la empuñadura de la espada había sido arrancada de ellos, pero no dijo nada. En realidad, no sabía cómo debía reaccionar. Lo único que sabía era que el caballero negro la había vencido. Nadie la había desarmado nunca.
Y él ni siquiera había llegado a desenvainar su arma. Hinata no pudo evitar sentirse terriblemente humillada.
—Bueno, ¿Qué les parece que deberíamos hacer con este pillo? — preguntó el caballero que sujetaba a Lheo.
—Una buena azotaina debería bastar, seguida por la tarea de limpiar una o dos letrinas.
—¡No! —gritó Hinata, pero no le prestaron ninguna atención. Todos los caballeros rieron excepto el que vestía de negro. Sus ojos ardían de furia cuando miró a los demás.
—Suelta al chico —dijo con el mismo tono lleno de calma que había empleado antes.
—Vamos, mi señor. ¿Es que no podemos divertirnos un poco con él?
El caballero negro volvió su temible mirada azulada hacia el hombre que acababa de hablar.
—Mi idea de la diversión consiste en sacarles las tripas a quienes me hacen enfadar con su desobediencia. ¿Qué te parece si tú y yo nos divertimos un poco?
El caballero palideció, y luego se apresuró a soltar a Lheo. Éste corrió hacia Hinata y cerró los puños sobre la tosca tela de su falda.
—¿Has visto lo que ha hecho? —preguntó en un ruidoso susurro—. Hizashi se moriría del disgusto si supiera que has permitido que un sassenachdesarmado te arrebatara la espada.
—Chist —dijo Hinata suavemente, manteniéndolo junto a ella con un brazo mientras se volvía hacia el caballero negro.
La mirada del hombre no vaciló ni por un solo instante.
—Me parece que ya va siendo hora de que volváis a vuestra habitación, milady.
Hinata alzó la barbilla en un gesto de desafío que no tenía ningún valor. El caballero negro sabía tan bien como ella que la había derrotado. Aquella vez. Pero la próxima vez encontraría un modo de vencer a aquellos ingleses, y de conseguir que los dos volvieran al hogar al que pertenecían.
Manteniendo la cabeza lo más alta que pudo, Hinata dio media vuelta y echó a andar de regreso al castillo, con Lheo todavía agarrado a su falda.
La doncella le sostuvo la puerta y se encogió de miedo cuando vio que el caballero negro iba hacia ellos.
Los siguió escalera arriba. Y todavía peor que la extraña sensación de frío y calor que iba y venía por el cuerpo de Hinata fue la manera en que Lheo no paraba de volver la cabeza hacia el caballero, para contemplarlo con una mezcla de temor, y adoración claramente visible en su joven rostro.
—Respondedme a una pregunta —dijo Hinata por encima del hombro cuando ya estaban llegando al final de la escalera—. ¿Por qué todos le tienen tanto miedo?
Por primera vez, notó un leve matiz de amargura en la voz del caballero negro.
—Todo el mundo teme al diablo. ¿Usted no le teme?
Hinata se mofó de sus palabras.
—Usted es un hombre, señor. No es el diablo.
—¿Eso es lo que piensas?
—Lo sé.
—¿De veras? —preguntó él, con una sombra de humor en la voz—.¿Sois una bruja, entonces, para hallaros en términos de tanta familiaridad con el diablo?
Hinata se detuvo en lo alto de la escalera y se volvió en redondo para encararse con él, furiosa ante semejante pregunta. Eran muchos los que habían sido ahorcados o quemados en la hoguera por menos. Sin duda a aquellos ingleses les encantaría ver cómo se la ejecutaba por bruja.
—Soy una persona temerosa de Dios.
Lo tenía tan cerca que Hinata podía oler el cálido y limpio aroma de su piel. Aquellos ojos azules la escrutaron con su penetrante intensidad, y cuando el caballero habló su tono fue lento. Letal.
—Yo no.
Hinata se estremeció al oírselo decir. Porque no cabía duda de que hablaba en serio.
Para gran consternación suya, él extendió la mano y le tocó la mejilla. La calidez de su mano la sorprendió, y creó escalofríos que la hicieron estremecer cuando él pasó lentamente un dedo junto a su oreja.
Hinata no podía dar crédito a la ternura con que la estaba tocando, el modo en que sus dedos rozaban tan suaves como la carecía de una pluma apenas percibida sobre la piel. El efecto que aquel contacto tuvo sobre su cuerpo no pudo ser más extraño. Hizo que toda ella palpitara y ardiese de anhelo con una súbita necesidad que nunca había experimentado.
Después él le apartó delicadamente el velo para pasarle la mano por la línea del nacimiento del cabello, donde Hinata sintió cómo su dedo se curvaba alrededor de uno de sus mechones y lo liberaba de debajo del lino.
El caballero negro contempló con los ojos entornados la mano que la estaba tocando, y una de las comisuras de sus labios se frunció en una mueca de disgusto.
—Oscuro —dijo, su voz apenas más que un gruñido.
—¿Cómo dice? —preguntó ella, sin entender el porqué algo tan simple como el color de su pelo debía suscitar una reacción tan vehemente por parte de él, tan impasible hasta entonces. Una expresión indescifrable cubrió las facciones del caballero negro mientras apartaba la mano del rostro de Hinata y daba un paso atrás.
—Aelfa —le dijo a la doncella—, llévala a su habitación y asegúrate de que no se mueve de allí.
—Sí, milord —dijo la doncella al tiempo que se inclinaba ante él en una gran reverencia.
Naruto no se movió hasta que vio cómo la escocesa entraba en su habitación.
«Deberías haberla dejado escapar.»
A decir verdad, por un momento ésa había sido su intención. Sólo la lealtad que le profesaba a Itachi había impedido que lo hiciera.
Bueno, eso y el pequeño detalle de que sabía que nunca tendría que casarse con ella. Ni siquiera Itachi tenía tanto poder o dinero. Y con todo... Naruto sintió una minúscula punzada de pena cuando se acordó del modo en que la escocesa había desarmado a Hidan.
Aquella muchacha tenía mucho brío, y eso Naruto estaba dispuesto a reconocérselo. Pero mostrar semejante ánimo ante los enemigos de uno era más una maldición que virtud.
Si había alguien que debiera saberlo, era precisamente él. Sacudiendo la cabeza ante aquellos recuerdos llenos de dolor en los que se negaba a pensar, fue por el estrecho pasillo hasta llegar a su habitación, que resultó estar al lado de la de la joven.
Naruto apretó la mandíbula ante la audacia de Itachi. No era de extrañar que hubiera llegado a rey. Su tenacidad rivalizaría con la de una mula. Con todo, no podía imponerse a la de Naruto.
Abrió la puerta de su habitación y fue hacia la cama de aspecto espartano que había al lado de la ventana. Naruto pasaba una gran parte de su tiempo en la corte de Itachi y, a diferencia del resto de los cortesanos que vivían bajo el techo del rey, nunca le había importado la suntuosidad de su lecho. Le bastaba con que estuviera provisto de una manta y fuese lo bastante grande para que pudiera acogerlo.
Con movimientos cuidadosos, se quitó la sobreveste y la cota de malla y las dejó encima del pequeño arcón a los pies de su cama. Después inspeccionó los daños que la espada de la escocesa había causado en sus antebrazos.
Sin prestar atención al dolor, Naruto deshizo los lazos de las mangas de su jubón mientras iba hacia el aguamanil. Después de haber dejado la prenda acolchada sobre el respaldo de un sencillo asiento de madera, echó agua en el recipiente y se lavó la sangre de los antebrazos.
Se disponía a coger un paño cuando oyó una conmoción en el pasillo.
Olvidándose de sus heridas, Naruto tomó su espada de la cama y abrió la puerta.
Tres guardias del rey estaban sacando a rastras al chico de la habitación de la escocesa, mientras un cuarto guardia mantenía a raya a la mujer. El chico gimoteaba como una arpía moribunda y la mujer luchaba como una gata salvaje.
—¿Qué está pasando aquí? —quiso saber Naruto.
El guardia más próximo a él palideció, y luego se apresuró a contestar:—Su majestad quiere que el chico sea trasladado a otro lugar.
—¡No!— rugió la muchacha—. No os lo llevaréis de mi lado para que ellos puedan someterlo a sus malos tratos. ¿No le habéis hecho ya bastante?
—¡Por favor! —gimoteó el chico mientras daba patadas y se debatía entre los caballeros con tal frenesí que uno de sus zapatos salió volando por los aires—. No dejes que se me lleven. No quiero que vuelvan a pegarme.
Las palabras del chico llenaron de ira a Naruto.
La mujer se debatió todavía más furiosamente entre los brazos del guardia que la sujetaba. Si continuaba resistiéndose de esa manera, terminaría cubierta de sangre y llena de morados. Al igual que el chico.
—Suéltalo— ordenó Naruto.
Sus palabras hicieron que todos se quedaran inmóviles.
—Milord—dijo el guardia que sujetaba a la mujer—, seguimos órdenes del rey.
Naruto le lanzó una mirada tan cortante que el hombre retrocedió dos pasos.
—Dile a Itachi que yo he dicho que todo irá bien.
—¿Y si ella se escapa con el chico? —preguntó otro guardia.
—Yo asumiré su custodia. ¿Pensáis que va a escapar de mí?
Vio la indecisión en los ojos del guardia mientras sopesaba cuál de las dos iras le inspiraba más temor, si la de Naruto o la de Itachi. Finalmente, el hombre soltó al chico, quien se apresuró a correr hacia su hermana.
—Le diré al rey lo que habéis dicho —respondió el guardia, sus palabras llenas de resentimiento debilitadas por la nota de miedo en su voz.
—Sí —dijo Naruto secamente—, hazlo.
Mientras los guardias se iban, Hinata alzó la mirada hacia el caballero negro que había evitado que se llevaran a su hermano. Su bondad para con ellos había sido inconmensurable.
Había pensado en darle las gracias, pero mientras recorría rápidamente su cuerpo con la mirada, Hinata descubrió que no podía hablar. De hecho, tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no quedarse boquiabierta.
Los hombros desnudos del caballero eran todo lo anchos que habían parecido ser debajo de su cota de malla. Su cuerpo era duro y bien definido, y los músculos se flexionaban suavemente a cada inspiración que hacía.
Pero fueron las numerosas y profundas cicatrices que surcaban la carne ahora revelada las que mantuvieron cautiva la mirada de Hinata. El caballero negro parecía haber sobrevivido a incontables batallas y ataques. Hinata no pudo evitar que el corazón se le encogiera ante aquella terrible visión.
Y entonces fue cuando vio que le sangraban los antebrazos.
—Esta herido.
Él bajó la mirada hacia la sangre.
—Eso parece.
—¿Tiene a alguien que lo atienda?
—Me tengo a mí mismo.
Se dispuso a volver a su habitación, pero Hinata lo siguió.
—¿Quiere que le envíe a mi doncella?
—No —dijo él en aquel tono suyo carente de emociones mientras se detenía en el pasillo y sus ojos iban de ella a Lheo, para luego volver nuevamente hacia ella.
La fulminó con una mirada que sin duda pretendía intimidarla para que se encogiera de miedo ante su presencia como hacían todos los demás.
Aunque sintió que un escalofrío le recorría la espalda, Hinata no retrocedió ante él. Como sin duda era el caso de aquel caballero, a ella también le habían enseñado a no permitir que ningún hombre viera que le tenía miedo.
El caballero dio un paso atrás.
—Lo único que deseo es estar solo.
—Pero vuestras heridas...
—Curarán— la interrumpió él.
Ah, aquel hombre era realmente insufrible. Muy bien, entonces: que se pudriera a solas.
Hinata dio media vuelta, sacó a Lheo del pasillo y regresó a su habitación.
Pero no se quedó allí. ¿Cómo podía hacer tal cosa? No le cabía ninguna duda en cuanto a la causa de las heridas del caballero negro.
La espada que empuñaba ella.
Naturalmente, el caballero negro no habría sufrido ningún daño si no le hubiera impedido escapar. Con todo, los había salvado de los demás. Tanto si le gustaba como si no, ahora ella estaba en deuda con él. Y Hinata no soportaba ser deudora de nadie. Recogiendo su costurero y una bolsita de hierbas de su arcón, le ordenó a Lheo que se quedara con Aelfa y luego abrió la puerta.
Determinada a no deberle nada, fue a encararse con el diablo en su propia guarida. Esperaba que no se la comiese viva.
Continuará...
