Capítulo 2

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Irónicamente, las mejores cosas de la vida no son las que se esperan, sino las que no.

Las que ponen nuestro mundo de cabeza,

para bien o para mal,

desde siempre o para siempre.


Levi no se tenía suficiente estima para considerar perfecta alguna parte o rasgo de sí mismo… hasta el día en que conoció a Ananda, porque ella sí que lo era. Era perfecta, preciosa, y lo mejor de todo es que era suya. Su hija.

Habían transcurrido tres días desde entonces y él aún no tenía la total certeza de que aquel milagro no se tratase de una ensoñación, pues Ananda era, por mucho, la sorpresa más extraordinaria que había recibido jamás. No solo porque no se lo esperaba en esa vida ni en todas las que siguiesen, sino porque no terminaba de creerse que alguien tan insípido como él hubiese contribuido en la creación de tal maravillosa criatura. Ella era encantadora, muy inteligente, perfecta y era… ¿suya? Tch, eso acababa de afirmar, ¿no? Levi chasqueó la lengua, ligeramente irritado por las dudas generadas por la ya mencionada poca estima. O tal vez aquellas no surgían de allí sino de las costillas de su incredulidad, que seguía siendo descomunal. Sin embargo, aun así, no dejaba de molestarle.

—Sí —se dijo en voz alta por enésima vez, en pro de zanjar el tema tratando de digerir de una buena vez su completa veracidad—, es mía y de...

Mikasa, completó en su mente, no queriendo pronunciar ese nombre. Desde aquel día en cuestión, había mantenido todo lo que a ella respecta aislado en los rincones más inhóspitos e insondables de su consciencia debido a que pensarle tenía en él efecto nocivo y, por ende, no le apetecía recordar su pasado juntos, ni lo vivido en su larga ausencia, ni ese estúpido reencuentro ni mucho menos urdir teorías o suposiciones sobre la posible nefasta convivencia que tendrían de ahí en adelante. Era precavido al tener presente que seis años antes, le había costado en demasía recuperarse y mentalizarse de que su relación había terminado y que solo restaba continuar con su vida… sin ella.

Levi batió la cabeza al darse cuenta del escabroso rumbo de sus pensamientos. No les permitiría enfocarse en ella ni por un mísero instante más. Mikasa actuaba en su sistema cual veneno y él estaba demasiado ocupado siendo feliz por Ananda como para arruinarlo.

Centró nuevamente sus pensamientos en su hija. A su criterio, su primera cita juntos había sido bastante práctica y menos incómoda de lo que imaginó.

No estando para nada relacionado con sus gustos y favoritismos, optó por preguntarle qué prefería hacer luego de haber recorrido unas tres cuadras en dirección a ninguna parte. Traía consigo un auto que le arrendó a una agencia en el aeropuerto, mas prefirió sostener por todo el camino su pequeña manita de algodón aún temiendo que se le desvaneciese. Ananda lo sopesó previo a apartar la mirada de él y admitir que tenía hambre.

¿Alguna sugerencia? indagó, cuidándose de no equivocarse con su elección.

Maravillada –porque su madre rara vez disponía de dejarle escoger–, Ananda le miró con grandes ojos cuando le contestó:

Sushi. Sushi de salmón.

Decidió llevarle a comer a un restaurante de comida japonesa cuyo menú refinado adoraba de joven. Solía visitar el lugar al cobrar su sueldo de fin de mes, porque era costoso y él tenía otras prioridades en las que invertir su dinero. En esa ocasión, recurriendo ahí de la mano de su hija, observó la variedad de platillos y sus precios y notó la abismal diferencia entre las capacidades adquisitivas de su juventud y las de la actualidad. Ahora, ambos podían ordenar lo que quisieran y él lo costearía sin problemas delimitantes.

Comieron hasta no poder más, en silencio y aprendiendo del contrario con efímeras miradas, sin desperdiciar cualquier mínima oportunidad de estudiarse mutuamente. Por supuesto que tenían muchas preguntas que plantearse, empero, respetaron sus tiempos y espacios. No dejándose influenciar por su apremio de averiguarlo todo acerca de ella, Levi decidió que se atendría a los descubrimientos espontáneos y Ananda no supo, en su inocencia, cómo preguntarle siquiera dónde estuvo metido durante todos esos años.

¿Cuáles lugares sueles visitar? Que te gusten, me refiero.

Pues, el parque, la casa de los abuelos…

Levi asintió de buena gana, pese a que ella no le miraba. No se detuvo ni cambió de rumbo, porque ese mismo camino les conduciría al parque central. Era bonito, grande, y poseía un ambiente tranquilo del cual a él también le agradaba disfrutar.

¿Y un pasatiempo en particular al que te dediques?

Esta vez Ananda no lo sopesó al contestar:

Dibujar.

Reflexionó entonces que su hija llegó a él en el momento exacto para iluminar la oscuridad de esa inestable etapa de su vida que estaba atravesando. Y no se refería a algún tipo de inestabilidad económica o material, sino netamente anímica. En los últimos tiempos había adquirido la extraña malacostumbre de cuestionar los motivos que fundamentasen su vana existencia. Estaba aburrido; aburrido de su plana rutina y de esa ciudad de mierda en la que vivía, de los despreciables citadinos que la abarrotaban como mierda hacinada a lo largo de las calles y de su desinterés por el mundo en general. Pero Ananda, para su fortuna, llegó para liberarle de su monótona realidad y ahora motivos le sobraban para existir.

Le fue tan difícil separarse de ella al final de ese día, que eran abrumadoras sus ansias de que amaneciera el sábado para tomar el vuelo que lo llevaría de regreso a su Anandita, a su paz, a la luz que le proveía. Reparó en que era miércoles apenas, pero a su vez muy tarde ya para avisarle a su socio que tendría que viajar durante todo el fin de semana. Intuyendo que era probable que este se enojase por no habérselo dicho con mayor antelación, se le ocurrió que sería más sencillo fingirse enfermo tras desconectarse de todos los medios por los que pudiese ubicarle en el plano terrestre. Disgustado, arrugó la nariz al ser invadido por una oleada de remordimiento. Odiaba ser irresponsable tanto como mentir, mucho más si era a Erwin. No obstante, sería un mal necesario mientras se guardase para sí el secreto que Ananda constituía. Por lo pronto, no quería revelarle a nadie su descubrimiento, dándose así el tiempo de ordenar sus emociones, de acoplar la maravillosa existencia de su hija a la monotonía de la suya, de acostumbrarse y convencerse de que todo era real…, de que ese cuento de fantasía sucedía de verdad.

No le diría a nadie, salvo a una persona en especial…, porque a ella nunca pudo mentirle ni ocultarle sus secretos más furtivos.


A eso de las tres de la tarde, Kuchel Ackerman acostumbraba prepararse una taza de té verde que acompañaba con deliciosas galletas de avena y jengibre que compraba en la panadería de la esquina como recompensa de haber finalizado sus quehaceres diarios. Se instalaba en su modesta cocina y aguardaba a que el agua de su tetera hirviese escuchando algún buen Blues, leyendo un libro o simplemente contemplando a través de la ventana su preciado jardín, que para entonces se hallaba cubierto por la nieve que descendía a pausa pero con constancia. Ese miércoles prefirió la tercera opción.

Situaba en su mesa para cuatro su taza de té junto a la porción de galletas cuando el timbre sonó, tomándola desprevenida por no esperar visitas. No dudó en abrir la puerta al averiguar por la mirilla de quién se trataba.

—Madre.

Kuchel enarcó sus cejas, casi escéptica por su presencia, regalándole una radiante sonrisa que surgió en sus labios por pura inercia.

—Pero qué grata sorpresa.

Recibió gustosa el par de besos que Levi siempre plantaba en sus mejillas al saludarle antes de hacerse a un lado, invitándole a pasar. Él le obedeció sin rechistar, además, al Kuchel insistirle en ayudarle a quitarse la chaqueta para colgarla en el perchero cercano a la chimenea y eliminar así la humedad cortesía de la nieve que se disolvía en la tela.

Estaba bien, no importaba, se deshizo de esta aunque tuviese prisa y no se creyese propenso a un resfriado de muerte como su madre alegaba. Su buen humor le abstuvo de iniciar una típica porfía que perdería de todas maneras. Por otra parte, ahora gracias a su instinto paterno recién adquirido, entendía mejor su urgencia de cuidarle como a niño de seis años pese a ya tener treinta.

—No te esperaba hasta el viernes.

Kuchel se encaminó de vuelta a la cocina con su hijo siguiendo sus pasos a sus espaldas.

—Iba a una junta ahora, pero me ha alcanzado el tiempo para hacer una parada improvisada.

—¿Tienes hambre? —cuestionó con la ilusión de que su tiempo le alcanzase también para ocupar siquiera por un rato el asiento contiguo de su solitaria mesa. Era pequeña, solo para cuatro, pero Kuchel en ocasiones la sentía tan enorme y vacía—. Me ha sobrado almuerzo del mediodía y…

—No, gracias. No me quedaré por mucho.

Asintió bajando la mirada, lamentando haber precedido esa respuesta. No había caso, pues el inmenso compromiso que tenía su hijo para con su trabajo les impedía compartir cualquier momento como personas normales con vidas normales. Le orgullecía que fuese un hombre responsable y determinado a lograr sus aspiraciones, pero eso no impedía que le causase preocupación el hecho de que siempre estuviese apurado u muy ocupado como para priorizar una alimentación sana, actividades desligadas a ello o descansos adecuados. No obstante, se ahorraba cualquier protesta porque en esos y muchos otros aspectos de su vida ya no contaba con la potestad de intervenir.

—Entonces… ¿Qué te trae por acá? —inquirió, dudosa, vertiendo el agua humeante en el té que pronto expidió un fresco aroma a sencha y canela. Su favorito desde siempre.

—He venido a hablarte de algo.

—¿Si? —murmuró sin alzar la vista hacia él, concentrada en su tarea—. ¿Qué es?

Levi se cercioró de que su madre dejase la tetera en un lugar seguro para continuar.

—De que tengo una hija.

Kuchel, de espaldas a él se sostuvo del mesón, congelándose en su lugar no sabiendo si reír o llorar. Llorar de felicidad o reír porque el raro humor negro de su hijo era muy ocurrente. Quiso echarle un vistazo al calendario para confirmar que no fuese el día de los Inocentes, mas no lo hizo para conservar la esperanza de que aquella insólita noticia fuese cierta.

De todas maneras, si así era, no le encontraba sentido alguno a su revelación. ¿A qué se refería con que tenía? ¿Había nacido ya? ¿Era… abuela?

Ninguno de los dos rompió el silencio durante varios minutos incalculables. Levi aguardó por su reacción manteniéndose expectante y su madre, muda y pasmada de asombro y confusión, arduamente se planteaba preguntas que no tenían respuesta.

—Se llama Ananda y tiene cinco años —aventuró entonces, buscando atraer su atención. Quizá no fue la forma correcta de comunicárselo; había sido muy brusco y él lo sabía. Pero no tenía tiempo para andarse con rodeos.

Oh…, pero qué bonito nombre, pensó Kuchel, asimilando así el significado de sus palabras, conjeturándola de paso como la cosa más hermosa sobre la faz de la Tierra aun no teniendo idea de cómo lucía o era.

—Yo… Lo siento —farfulló llevándose una mano a la frente, volviéndose lentamente—. Por un momento pensé que bromeabas…

Levi frunció los labios y negó con un leve movimiento de cabeza.

—No. No sería capaz.

Parpadeó en cámara lenta sin apartar sus ojos de él, no muy segura de qué decir. Muchas dudas se amontonaban en su cabeza; eran infinitas las preguntas que quería hacerle, mas la matriarca se esforzó por contenerse. Un fuerte presentimiento le advertía que, por razones que no comprendía, Levi estaba más conmocionado de lo que aparentaba, casi tanto como ella, por lo que más le valía ser prudente. Al fin y al cabo, se enteraría de todos los detalles tarde o temprano.

Sin embargo, había una interrogante resaltante que Kuchel no pudo reservarse…

—¿Por qué me lo ocultaste durante todo este tiempo?

Levi le sostuvo la mirada sin perturbarse por la predecible pregunta. Se encogió de hombros, desviando la vista a la ventana.

—¿Cómo se oculta algo de lo que no se sabe? Ananda, más bien, estuvo oculta de mí, madre…, durante casi seis años —guardó silencio unos instantes que para su acompañante fueron eternos. Kuchel solo en este punto comprendió que el dolor que embargaba su alma no provenía en lo absoluto de la extravagante noticia, sino de su hijo. Levi sufría y ella lo sentía cual parte de sí—. Me he enterado el sábado por la noche y el domingo en la mañana tomé un vuelo a Chlorba para conocerle. Es muy hermosa.

Kuchel no fue consciente de que estrechaba fuertemente a Levi entre sus brazos hasta que él, con torpeza, se movió para corresponderle. Cerró los ojos, percibiendo su aroma varonil y su calidez, queriendo transmitirle confianza y hacerle entender que no estaba solo y que tendría su apoyo sea cual fuese la situación. Ojalá hubiese podido abrazarle con tal firmeza hasta extinguir la aflicción de su corazón, pensó.

—Levi, esta noticia que me has dado es… fantástica. Por lejos la mejor que he recibido jamás —soltó presa de la emoción creciente, ensordeciendo fugazmente el malestar que le acongojaba. Levi no emitió respuesta de inmediato y ella se alejó para encararle acomodando sus manos sobre los hombros ajenos—. ¿Y yo? ¿Cuándo podré conocerle?

—Me temo que en el transcurso de unos cuantos meses. Nuestro encuentro fue un tanto accidentado y…

El sonido de llamada entrante del celular de Levi les interrumpió, arrebatándole a Kuchel sus anhelos de saber más al respecto. Le escuchó gruñir por lo bajo, sacándolo del bolsillo de su pantalón y declinando el llamado deslizando el dedo por la pantalla sin siquiera dignarse a comprobar si era una emergencia.

Levi, suavizando su expresión enfurruñada, le tomó la mano y la subió a sus labios. Era su manera de disculparse por tener que marcharse tan pronto dejándole a la deriva con la incertidumbre de su confesión a medias.

—Es una historia muy larga, madre…

—He de suponerlo. Pero no te preocupes, podrás contarme cuando te sientas preparado para hablar de ello. Por mientras, ¿nos vemos el viernes? —cuestionó sin intención de presionarle, apretando su agarre con sutileza. No lo haría, pese a que contaría los minutos y las horas que les separaban de ese instante.

Levi solo asintió, agradeciéndole en silencio la consideración.

Le despidió a las afueras, tiñéndose el pelo y la ropa con la albina nieve que no paraba de caer. Una vez hubo estado sola, ya dentro de la privacidad de su hogar, se permitió rendirse a la debilidad concentrada en sus piernas, sentándose con languidez en su lugar de la mesa. Acunó la taza de porcelana entre sus manos temblorosas y bebió de su té sin darle relevancia a que estuviese frío. Lo único que le importaba era deshacerse del nudo atorado en su garganta causado por el amasijo de sentimientos que no alcanzaba a definir.

Por Dios, ¿se trataba eso de algún milagro? De un segundo a otro su preciado hijo la hizo abuela de una niña de cinco años.

Kuchel tampoco fue consciente de que lloraba sino hasta que el aire le faltó y las lágrimas empaparon sus mejillas heladas al rememorar la briosa manera en la que los ojos de Levi, esos ojos índigo normalmente regidos por la austeridad, brillaban. Sus plegarias habían sido escuchadas. Alguna Entidad divina de ese vasto universo en el que habitaban le concedió su deseo entre millones; su ferviente deseo que se le otorgase a su hijo verdaderos motivos para ser feliz.

Ananda…, qué hermoso nombre, reiteró.

Ananda.

Ananda.

Ananda.

¿Su nieta?

¡Su nieta!

Si aquello era un sueño, entonces esta vez oraría para no despertar jamás.