LA ROSA DEL VIKINGO
1 Vegísir.
[La Historia, imágenes y personajes NO me pertenecen, los tome para entretenimiento, SIN ánimo de LUCRO]
La primera proa dragón apareció en el horizonte en el mismo instante en que el primer relámpago surcaba el cielo y el primer terrible trueno retumbaba en el firmamento.
Después surgieron numerosas proas dragones, sembrando el pánico en los corazones ya recelosos. Con las altas proas erguidas y salvajes sobre las aguas, como bestias míticas, los vikingos entraban en los puertos llevando destrucción y muerte.
La ferocidad de los nórdicos era bien conocida a lo largo de las costas sajonas de Inglaterra. Los daneses llevaban años haciendo estragos en la tierra, y toda la cristiandad había aprendido a temblar a la vista de las rápidas naves dragones, azote de tierras y mares.
Los navíos procedían del oeste ese día, pero ningún hombre ni mujer se detuvo a pensar en ese detalle al ver el enjambre de barcos vikingos que navegaban con las velas tan henchidas que parecían a punto de romperse. Vieron la interminable hilera de escudos que cubrían de proa a popa las embarcaciones y observaron que era el viento, no los remeros, lo que las hacían avanzar como la ira de Dios.
Los rayos y relámpagos iluminaban y hacían crepitar el cielo gris. El viento silbaba, rugía y después ululaba, como si presagiara la violencia que se avecinaba. Rojas y blancas, las velas vikingas azotaban el cielo oscuro y gris como el acero de las armas, desafiando al implacable viento.
Hinata se hallaba en la capilla cuando se dio la primera voz de alarma. Oraba por los hombres que batallarían contra los daneses en Rochester. Rezaba por Iroha, su primo y su rey, y por Kiba, el hombre a quien amaba.
No había sospechado que el peligro se cernería sobre su costa. La mayoría de los hombres habían partido para prestar sus servicios al rey, ya que los daneses estaban congregándose en el sur. Estaba sin ejército.
Homura, su más fiel guerrero, ya anciano, que había servido muchos años a su familia, la encontró arrodillada en la capilla.
—¡Señora! ¡Navíos dragones, milady!
Por un momento ella pensó que el hombre se había vuelto loco.
—¿Navíos dragones? —repitió.
—En el horizonte. ¡Vienen hacia aquí!
—¿Del oeste?
—Sí, ¡del oeste!
Hinata se puso en pie de un salto, salió corriendo de la capilla y subió por las escaleras hacia la empalizada que rodeaba la casa señorial. Corrió por los parapetos, mirando hacia el mar.
Los vikingos se aproximaban, tal como había dicho Homura. Se le revolvió el estómago y a punto estuvo de gritar de miedo. Toda su vida había sido una continua lucha. Los daneses habían llegado a Inglaterra como una plaga de langostas, sembrando el terror y la muerte. Habían matado a su padre. Jamás olvidaría aquellos momentos en que lo tuvo en sus brazos, tratando de reanimarlo.
Iroha luchaba contra los daneses y los derrotaba con frecuencia. Y de pronto amenazaban su tierra, y ella no tenía a nadie que la defendiera porque su gente había ido a ayudar a su rey.
—¡Dios mío! —exclamó.
—Huye, señora, huye —aconsejó Homura —. Coge un caballo y ve rápido hasta el rey. Llegarás a donde él se encuentra mañana si cabalgas deprisa. Lleva tus flechas y una escolta, y yo rendiré esta fortaleza.
Ella lo miró fijamente y después sonrió.
— Homura, no puedo huir, lo sabes.
—¡No debes permanecer aquí!
—No nos rendiremos. La rendición nada significa para ellos; cometen las mismas atrocidades tanto si se les presenta combate como si no. Me quedaré aquí y lucharé.
—Milady…
—Puedo herir o matar a muchos, Homura, ya lo sabes.
Sí, lo sabía. Era una extraordinaria tiradora. Hinata suponía que el anciano, al mirarla, veía a la niña pequeña a quien había protegido durante años. Sin embargo, el viejo Homura no la veía como a una niña, sino como a una mujer, y temía por ella.
Hinata era hermosísima, preciosa, con unos ojos grisáceos de sirena y unos cabellos negros con toques azules que solo se podían apreciar bajo la luz del sol. Era prima y ahijada de Iroha, y por orden de él había recibido una buena educación. Sabía hablar con voz dulce y suave como una gatita y gastar bromas y reír con los hombres; administraba con encantadora facilidad las vastas propiedades que había heredado.
Sería un valioso botín para cualquier vikingo, y Homura no podía soportar la idea de que cayera presa de un hombre así.
—Hinata, te lo suplico. Serví a tu padre…
La mujer se acercó a él y le dirigió una hermosa y cariñosa sonrisa, cogiendo entre las suyas las nudosas manos del anciano.
—¡Querido Homura!, por el amor de Dios, no logro comprender este ataque desde el oeste. En cualquier caso no me rendiré y no te dejaré aquí para que mueras por mí. Huiré cuando ya no quede nada más por hacer. Como hija de mi padre, no me marcharé sin antes haber enviado al infierno a algunos de esos paganos. Llama a Hoheto y convoca a todos los guardias que nos quedan, Homura. Avisa a los siervos y los campesinos. ¡Date prisa!
—Hinata, tienes que ponerte a salvo.
—Que me traigan mi arco y una aljaba de flechas. No saldré del parapeto, te lo juro —aseguró.
Sabiendo que de nada serviría discutir, Homura bajó a toda prisa por los peldaños de madera, vociferando órdenes. Mandó que cerraran las enormes puertas, que los pocos guerreros que quedaban montaran sus caballos y que los labriegos se apresuraran a buscar bieldos y palos.
Todos estaban aterrorizados, pues la brutalidad de los vikingos era bien conocida.
Un chico entregó a Hinata su aljaba con flechas. Ella oteó el mar. El cielo estaba más gris, y el viento soplaba con fuerza, como si los elementos presagiaran el horror que se avecinaba.
Al divisar las naves se estremeció. Cerró los ojos y trató de alejar de su mente el recuerdo de pasadas incursiones vikingas. Había perdido mucho a manos de los daneses, al igual que Inglaterra. Ella también estaba aterrorizada, pero tenía que luchar. Ser capturada o asesinada sin luchar le resultaba inconcebible.
El ataque carecía de toda lógica. Iroha debería estar enterado de los movimientos de los daneses. Debería haberla avisado.
Los barcos se aproximaban cada vez más. Ni el cielo ni el mar parecían tener poder para detenerlos.
Tembló de miedo al ver que los barcos ya casi estaban en la orilla. Solo las proas, talladas en forma de horribles fauces de dragones, bastaban para amedrentar a cualquiera. Sin embargo, los marineros todavía no habían apuntado con sus flechas.
Hinata rezó para que sus soldados lanzaran una primera andanada de flechas; tal vez podrían acabar con algunos de los invasores antes de que estos los mataran a ellos. Cerró los ojos y rogó: «Amado Dios, estoy asustada; asísteme».
Abrió los ojos. Distinguió una figura sobre la nave capitana. Se trataba de un hombre alto y rubio que se mantenía firme en medio de la tempestad sin perder el equilibrio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ciertamente era uno de los jefes, muy alto, ancho de hombros, de caderas estrechas, un guerrero fuerte y musculoso del Valhalla. Hinata volvió a estremecerse y sacó una flecha. Tensó el arco con resolución.
Le temblaron los dedos. Jamás había intentado matar a un hombre. Ahora debía hacerlo. Sabía qué trato dispensaban los vikingos a los hombres y las mujeres cuando entraban a saco.
Se le secó la boca y un terrible calor le inundó el cuerpo. Cerró los ojos, inspiró profundamente y cuando volvió a abrirlos no comprendió qué le había ocurrido. El viento parecía susurrarle que el vikingo de cabellos dorados formaría parte de su destino.
Impaciente, apartó esa sensación y juró que no volvería a temblar. Si le resultaba difícil apuntar a un hombre para matarlo, solo tenía que recordar la muerte de su padre.
Lo intentó de nuevo, esta vez con los dedos notablemente firmes. «Mata al jefe —le habían aconsejado con frecuencia su padre y Iroha —, y los hombres bajo su mando huirán en desbandada.»
El gigante rubio era uno de los jefes vikingos. Tenía que acabar con él. Eso le había susurrado el viento, decidió. Tenía que matarlo, aunque aquel hombre pareciera desafiar al viento, el mar y los dioses nórdicos y cristianos.
En ese momento Naruto de Uzushiogakure ignoraba que su vida estaba amenazada. No se había presentado allí con la intención de atacar, sino invitado por Iroha de Wessex.
El mar estaba embravecido, pero conocía el mar y no lo temía. El cielo se oscureció aún más y después destelló otro rayo, una sobrecogedora línea dorada, como si el propio Dios lo hubiera lanzado para iluminar la catástrofe que se avecinaba. Dios u Odín, el señor de las hordas vikingas, del pueblo de su padre, estaba trabajando.
Odín arrojaba sus rayos cuando cabalgaba por los cielos en su caballo negro, Sefir, y su carro. Odín, dios de los paganos, desataba la tormenta, oscureciendo el cielo e iluminándolo con rayos de puro fuego.
Naruto estaba de pie, erguido e imponente como un dios contra el viento, con una bota apoyada firmemente contra la proa. El viento le alborotaba el cabello, dorado como el sol; sus rasgos, nítidamente cincelados, eran de áspera belleza, con unos ojos de un ardiente azul, pómulos pronunciados, cejas bien perfiladas y mandíbula firme. Su boca, ancha y sensual, formaba una línea recta mientras contemplaba la costa.
Tenía en sus mejillas tres marcas en forma de bigotes, y tenía la piel hermosamente bronceada. Lucía una capa carmesí que un broche de zafiro cerraba en la parte delantera. No necesitaba usar ropa fina para ostentar su nobleza, ya que su estatura y la confianza que emanaba de él hacían temblar a los hombres.
Su figura, sobrecogedora e impresionante para las mujeres de cualquier raza o credo, revelaba su vitalidad. Estaba dotado de un extraordinario poder en los músculos de los hombros y el pecho.
Sus piernas, firmes sobre el barco balanceado por la tempestad, eran fuertes como el acero tras años de surcar los mares, cabalgar, correr, luchar y cometer las tropelías propias de un vikingo.
Sin embargo, Naruto no era un vikingo típico, porque por sus venas corría sangre irlandesa y nórdica. Su padre, Minato, el Señor de los Lobos, rey de la ciudad irlandesa de Uzushiogakure, también había cometido tropelías de vikingo en su juventud.
Pero se había enamorado de la tierra y de su esposa irlandesa y había firmado una curiosa paz con Ashina Uzumaki, el gran Ard-Ri, o rey supremo de toda Irlanda, abuelo materno de Naruto. Ashina Uzumaki aún gobernaba sobre todos los reyes irlandeses desde Tara, y muy lejos, en las tierras heladas de Noruega, su abuelo paterno, el padre de Minato, reinaba en calidad de gran jefe de los nórdicos.
Naruto había recibido una educación muy completa. Había estudiado con monjes irlandeses en grandes monasterios, donde había aprendido la religión del Dios cristiano, escritura y literatura. En la corte de su padre había conocido a muchos extranjeros, maestros y profesores. Jiraiya, el druida, le había enseñado a escuchar a los árboles, el bosque y el viento. Había aprendido a sembrar y cosechar.
Era hijo segundón. Había acompañado en las batallas a su padre y su hermano mayor y amaba a su familia irlandesa tanto como honraba a sus hermanos nórdicos. Sus tíos paternos lo habían llevado consigo en sus correrías por el mar para proporcionarle otra clase de educación; para que aprendiera a ser un vikingo.
Había sido criado para la civilización, porque los hombres ya proclamaban esa época como la «edad de oro» de Irlanda.
También había sido adiestrado para participar en las incursiones que habían hecho famosas las salvajes expediciones de los vikingos por toda Europa, Asia e incluso las Rusias. No había mejores navegantes que los nórdicos, ni luchadores más encarnizados, y tampoco hombres más brutales que ellos.
Pero ese día no se había hecho a la mar para combatir. Aunque cuando era más joven había acompañado a los mejores guerreros vikingos en sus correrías, también había descubierto una empresa mejor: la búsqueda de tierra.
Naruto había sido enviado al mar por primera vez cuando era solo un muchacho bajo la tutela de su tío, cuyo nombre le habían puesto.
Con los mejores hombres de su abuelo paterno había recorrido interminables mares y ríos y explorado extensos territorios. Había navegado por el Dniéper, llegado a las puertas de Constantinopla y aprendido las costumbres de los príncipes musulmanes.
Había conocido diferentes culturas y pueblos, e incontables mujeres, ya por conquista, ya por trueque. Ser vikingo era un modo de vida. Y él era vikingo.
Mientras los relámpagos iluminaban el cielo y el mar se agitaba a medida que se acercaban a la costa inglesa, se preguntó qué lo había hecho cambiar. El cambio no se había producido con rapidez ni facilidad. Había sido como el lento derretimiento de las nieves en primavera, entrando en su corazón y su ser.
Se había iniciado muy lejos de las tierras heladas del norte que eran el hogar del espíritu vikingo. Se había originado en las costas de África, cuando batallaban contra el califa de Alejandría y el pueblo había tenido que pagar con oro su vida y su libertad.
Ella había sido un regalo para él. Se llamaba Shion, e ignoraba el significado del rencor y el odio. Ella le había enseñado todo acerca de la paz y la ternura cuando él solo conocía la violencia. Le había enseñado las artes más exóticas de hacer el amor en el mejor harén del país, pero habían sido la dulce belleza de su corazón y su incondicional amor por él los que le habían cautivado. Tenía unos inmensos ojos violetas y el cabello rubio como el sol. Su piel era del color blanca, y sabía a miel y dulces especias, y olía a jazmín.
Shion había muerto por él. El califa estaba determinado a traicionarlo. Ella se enteró y trató de avisarlo. Naruto averiguaría más tarde que los hombres del califa la habían sorprendido, cuando corría por los salones del palacio. La mataron para silenciarla, cortándole el cuello.
Naruto jamás había sido lo que los vikingos llamaban «una fiera rabiosa», un luchador que, perdida la razón, pelea impulsado por una resolución salvaje. Naruto era partidario de mantener la cabeza fría en la batalla y jamás le había gustado la muerte innecesaria. Pero aquella noche se convirtió en una fiera rabiosa.
Había perseguido a los asesinos, solo, enfurecido, y ya había dado muerte a la mitad de los guardias del califa cuando este se hincó de rodillas jurándole que él no había ordenado la ejecución de Shion, sino la suya. De alguna manera, al recordar el amor de Shion por la vida y la paz, consiguió dominarse y no cortar el cuello al califa.
Esa noche saqueó todo el palacio y estuvo sentado velando a su amada; después abandonó aquel cálido y duro país.
Hacía muchos años de aquello. Habían transcurrido muchos inviernos y veranos desde entonces, y a lo largo de las estaciones la violencia lo había guiado de nuevo. En ese tiempo descubrió que Shion le había transmitido algo de su deseo de paz y que también le había enseñado algo sobre las mujeres.
Era irlandés y vikingo al mismo tiempo. Y así como su padre se había labrado su lugar en la tierra, Naruto estaba decidido a hacer lo mismo. Su hermano Menma gobernaba en Uzushiogakure. Naruto había sido siempre la mano derecha de Menma, así como de su padre. Le darían tierras, lo sabía.
Pero su orgullo y su determinación eran tan salvajes como su corazón. Se labraría su propio camino, como había hecho el Lobo. Todos ellos eran luchadores. Incluso su amable y hermosa madre irlandesa poseía un orgullo inextinguible. Se había atrevido a amenazar con un arma blanca al Lobo.
Ahora ella se reía de aquello, pero Jiraiya jamás se cansaba de contar la historia ni de narrar cómo los daneses habían amenazado al Lobo nórdico y su esposa irlandesa.
Minato de Noruega había partido hacia Irlanda con ánimo de conquista. En todo caso, había sido un invasor insólito para los irlandeses y su Ard-Ri, apoderándose de la tierra pero evitando la pérdida de vidas y reconstruyendo la ciudad tan pronto se hubo asegurado la tierra conquistada.
La lucha entre el invasor noruego y el supremo rey de Irlanda terminó en tablas: su padre había reclamado a Kushina y Uzushiogakure a cambio de la paz. El trato horrorizó e indignó a Kushina, que una vez trató de apresar a Minato cuando este estaba herido. Escapó del Lobo cuando se volvieron las tornas, pero no logró escapar a la voluntad de su padre, el rey.
Naruto sonrió al pensar en su padre. Minato había dado muchísimo más a Irlanda que lo que había recibido. Había servido a Ashina Uzumaki uniéndose a él en la batalla contra el feroz invasor danés Tobi y en la lucha se había convertido en un irlandés.
Combatiendo juntos para proteger su tierra y su familia, Minato y su esposa irlandesa habían descubierto un amor que ardía con tanta intensidad como su pasión. Jiraiya había sido testigo de todo aquello y, por motivos que Naruto nunca había comprendido, se enorgullecía de que todo hubiera resultado tan bien.
Naruto se entristeció al sentir la ráfaga de viento contra su cuerpo y el agua salobre del mar que le salpicaba el rostro. Los daneses que continuaban asolando las costas irlandesas le habían apodado «Engendro del Lobo», o a veces «Señor del Trueno», porque dondequiera que batallaba la tierra temblaba ante la fuerza de su espada.
Y ese suelo temblaría, se juró en silencio. Su odio hacia los daneses era innato, de eso estaba seguro. Y le habían pedido que luchara contra ellos.
Se lo había pedido Iroha, el rey sajón de los ingleses, quien después de mucho tiempo había logrado por fin unir a los nobles contra la devastadora oleada de daneses que combatían con tenacidad para conquistar los reinos de Wessex, Sussex y el sur de Britania.
De pronto, Shikamaru, su compañero y mano derecha, dijo a sus espaldas:
—Naruto, esta es una extraña bienvenida.
Enorme como un viejo roble, Shikamaru señalaba hacia la tierra. Naruto frunció el entrecejo. Realmente se trataba de una bienvenida muy rara. Las puertas de madera estaban cerrándose alrededor de la ciudad, y encima de las palizadas se divisaban hombres armados que tomaban posiciones.
—¡Es una trampa! —murmuró fríamente con un destello de furia en los ojos.
En efecto, eso parecía, porque cuando sus naves arribaron al puerto, percibió el olor del aceite que estaban calentando para arrojarlo sobre ellos.
—¡Por la sangre de Odín! —bramó al comprender la traición.
La furia casi lo cegó. Iroha había enviado mensajeros a la casa de su padre para suplicar que le ayudaran. Y de pronto se encontraba con ese recibimiento.
—Me ha traicionado. El rey de Wessex me ha traicionado.
Los arqueros corrían por los parapetos, y sus flechas apuntaban a los marineros. Naruto masculló una maldición y entornó los ojos. Algo brillante reflejaba la luz del relámpago, un manto negro largo.
Vio que era una mujer quien estaba de pie ante el parapeto y que el manto negro era su cabellera. La mujer, rodeada de arqueros, daba órdenes.
—¡Por Odín! ¡Y por Cristo y todos los santos! —exclamó Naruto.
Del parapeto salió una andanada de flechas. Naruto se agachó y logró esquivar lo que la mujer había lanzado contra él, que se estrelló contra la proa, inofensiva. Se oyeron los gritos de los hombres heridos. Naruto apretó la mandíbula, furioso y dolido por la traición.
—Nos acercamos rápidamente a la orilla —advirtió Shikamaru.
—Bien, que así sea.
Se volvió hacia sus hombres; la ira destellaba en sus ojos azules como el hielo. Había aprendido a guerrear con control y ganar así, y jamás manifestaba sus emociones, que en ese momento se revelaban en la aterradora frialdad de sus ojos y la tensión de las mandíbulas.
—¡Nos pidieron que viniéramos aquí a luchar junto a ellos! ¡Nos suplicaron que ayudáramos a un rey legítimo! —arengó a sus hombres. Ignoraba si sus palabras llegarían a los otros navíos, pero sabía que su cólera sí—. ¡Hemos sido traicionados! —Alzó la espada—. ¡Por los dientes de Odín, por la sangre de Cristo! ¡Por la casa de mi padre, no aceptamos la traición! —Guardó silencio un instante—. ¡Suzumente, vikingos!
El grito subió por los aires y silbó llevado por el viento Las naves arribaron a la playa. Shikamaru sacó su hacha de doble pala, el arma vikinga más atroz. Naruto prefería su espada. La llamaba Venganza, y eso se proponía obtener.
Llegaron a los bancos de arena, y los barcos vikingos tocaron el fondo. Con sus botas forradas en piel, Naruto y sus hombres vadearon las aguas. Sonó un cuerno, y el grito de batalla comenzó como un suave cántico y fue elevándose hasta convertirse en un escalofriante aullido. Habían llegado los vikingos.
Súbitamente se abrieron las puertas de la fortaleza y aparecieron hombres a caballo armados como la tripulación irlandesa y nórdica de Naruto con hachas de guerra de dos hojas, el beso de la muerte, picas, espadas y mazos. Sin embargo, no estaban a la altura de la ferocidad de los vikingos ni de la cólera de Naruto.
Este jamás luchaba como una fiera rabiosa. Su padre le había enseñado que la rabia puede controlarse y transformarse en hielo. Jamás permitía que su furia dominara su brazo armado, que lo impulsara a actuar con demasiada temeridad. Combatió frío e implacable, matando al primero que lo enfrentó.
Los defensores combatían valientemente, y en medio de la matanza Naruto pensó que aquello era una lamentable pérdida de vidas y fuerzas. Había pocos guerreros profesionales allí, seguramente hombres del rey, vasallos que dedicaban la vida a su defensa. Pero la mayoría eran simples granjeros, labriegos, ciudadanos libres y siervos que luchaban con picas, azadas y cualquier cosa que pudieron encontrar.
Morían rápidamente, y su sangre alimentaba la tierra. Cada vez eran más los vikingos montados a caballo y más los hombres de Wessex que yacían en el suelo.
Se oyeron más alaridos. A lomos de un caballo castaño arrebatado a un hombre caído, Naruto levantó su espada Venganza, echó la cabeza hacia atrás y lanzó el escalofriante grito de guerra de la Casa Real de Rasengan.
Un rayo rasgó el cielo y comenzó a llover.
Aunque los hombres resbalaban en el lodo, la batalla no cesó. Naruto espoleó el caballo y se dirigió hacia las puertas. Sabía que lo seguían Shikamaru y un grupo de sus hombres. Los arqueros continuaban arriba. Impasible, ordenó que fueran al barco a buscar un ariete. A pesar de las flechas que volaban y el aceite caliente que les arrojaban, no tardaron en romper las barreras.
Los vikingos entraron en tropel en la ciudad fortaleza. A continuación se libró un combate cuerpo a cuerpo, y cada momento que pasaba aportaba una victoria a los hombres de Naruto.
Ordenó en inglés a sus hombres que bajaran las armas. Se iniciaba el pillaje; tras una travesía por el mar y una batalla los hombres exigían su recompensa. Sin embargo, la furia y la sed de sangre de Naruto se habían aplacado. No lograba comprender por qué Iroha, famoso por ser un guerrero feroz y un sabio rey, lo había traicionado.
Escapaba a toda lógica.
Más y más hombres comenzaron a deponer las armas. Muchas de las casas estaban en llamas, los parapetos caían, y la ciudad fortaleza se había convertido en una ruina de terraplenes. En medio de los escombros corrían cerdos y vacas, espantados, chillando y mugiendo.
Los hombres que habían quedado con vida se agrupaban en una esquina de la estacada junto a las puertas que daban a los campos. Naruto ordenó a Shikamaru que se ocupara de ellos. Esos hombres se convertirían en sus siervos.
Giró su caballo al oír gritos y comprendió que sus hombres atacaban a las mujeres de la ciudad. Se apresuró a llegar al centro de los terraplenes. Un grupo de sus hombres rodeaba a una chica de cabellos negros que no tendría más de dieciséis años. La muchacha, con la túnica desgarrada, lloraba y gritaba aterrada.
—¡Basta! —exclamó con voz severa.
Desde lo alto del inmenso caballo bayo contempló la escena. Cuando sus hombres se detuvieron y se hizo el silencio, solo roto por los sollozos de la joven, recorrió a sus guerreros con su fría mirada y después volvió a hablar:
—Hemos sido traicionados, pero aún no comprendo por qué. No maltratéis ni abuséis de esta gente, sean hombres o mujeres, porque los reclamo como míos; a ellos y este lugar. Nos apoderaremos de las riquezas de la ciudad para repartírnoslas. Pero el ganado vivirá y mantendremos fértiles los campos, porque esta será nuestra tierra en la costa de Wessex.
La chica no entendió sus palabras en nórdico, pero sí pareció comprender que se le concedía un indulto. Con los ojos llenos de lágrimas y resbalando por el lodo, corrió hacia él, que continuaba montado, y le besó la bota.
—No, muchacha…
Le cogió las manos con impaciencia y le habló en inglés. Ella lo miró con sus ojos oscuros, y él negó de nuevo con la cabeza. Encargó a Rock Lee, uno de sus capitanes, que se ocupara de ella.
En el momento en que el señor vikingo obedecía su orden, se oyó un silbido. El caballo bayo relinchó y cayó. Naruto comprendió que una flecha destinada a él había herido a su montura, que se revolcaba en el suelo.
Naruto saltó rápidamente y miró hacia las casas, las que ardían y las que continuaban en pie. Un grito de furia se elevó entre sus hombres. Rehiló una segunda flecha. Naruto sintió un dolor ardiente como el fuego en el muslo, donde se había clavado la flecha.
Echó la cabeza hacia atrás y, apretando los dientes, tendió la mano para coger la flecha. Sus hombres se precipitaron hacia él, pero él se escudó detrás del caballo muerto y levantó la mano para indicarles que se detuvieran.
Sudoroso y convulsionado, agarró la flecha y tiró de ella. De sus labios salió un grito de dolor cuando consiguió extraerla. La sangre cubrió sus manos y una sombra le nubló los ojos. Permaneció sentado en el lodo, empapado por la lluvia, temiendo desvanecerse.
La furia lo reanimó. Arrancó un trozo de su capa, se cubrió la herida con él y logró ponerse en pie con dificultad. Con las mandíbulas tensas, sus ojos de hielo escudriñaron los alrededores. Detrás de él se alzaba una casa de dos plantas; no estaba en llamas y había una ventana en el piso superior. Desde allí podía haberle apuntado un asesino.
—Detente, Naruto —exclamó Shikamaru. Él alzó una mano y movió la cabeza.
—No; debo encontrar a ese asesino y vérmelas con él. —Se interrumpió un segundo para señalar el caballo caído—. Ten piedad de esta bestia y líbralo de su dolor.
Se encaminó hacia la casa sin preocuparse de que otra flecha podía alcanzarlo. La cólera le cegaba, pero sabía que no había nadie al acecho en la ventana. Quienquiera que lo hubiera atacado tenía la intención de huir, pero él no le daría tiempo a escapar.
Entró en el edificio. Se trataba de una hermosa casa señorial con una enorme sala de una de cuyas paredes colgaba una hilera de escudos. En el centro ardía un buen fuego bajo un tubo de caña abierto hacia el cielo. Por el tubo penetraban gotas de lluvia que chisporroteaban al caer sobre las piedras que rodeaban el hogar.
Naruto desvió la vista hacia la escalera. Sin duda, su agresor, suponiendo que él subiría, habría bajado ya y estaría aguardando para atacarlo por la espalda tan pronto se volviera. Por esa razón no se dirigió hacia la escalera, sino que paseó la vista por la sala. Vio una hermosa mesa sobre la cual estaban dispuestos platos, copas y búcaros con cerveza y aguamiel. Arrastrando la pierna herida se acercó y se sirvió un buen trago de aguamiel.
Esperó, observando atentamente la sala, y se vio recompensado. En el otro extremo, en una especie de despensa, apreció un ligerísimo movimiento bajo una mesa cubierta por un mantel largo. Con aire distraído se inclinó para desenfundar la daga que llevaba en la pantorrilla. Se aproximó despacio a la despensa. Repentinamente alzó el mantel y se preparó para atacar al hombre escondido debajo.
Lanzó una maldición cuando una nube de harina le dio en la cara, cegándolo. Un suave ruido le indicó que el hombre intentaba escabullirse. Ignorando el escozor que sentía en los ojos y el dolor de la pierna, Naruto se abalanzó sobre su adversario, que escapaba. Sus manos se cerraron sobre un brazo, y no le costó nada derribar a su agresor. Cayó sobre él y se apresuró a levantar la daga, dispuesto a matar.
Entonces oyó un gemido y vio que acababa de atrapar a la mujer que había visto en el parapeto, la dueña de aquellos cabellos de color negros que disparaba flechas mortales. Se detuvo.
Ella se estremeció debajo de él furiosa por haber gemido. Tenía los ojos empañados por las lágrimas que no se permitía derramar. Eran grises, casi blancos, y, aunque sus cabellos poseían aquella curiosa tonalidad negra y azul, estaban enmarcados por unas pestañas negras como la noche; los ojos y las pestañas eran llamativos y hermosos.
Tenía la piel blanca, ebúrnea, tan suave como pétalos de rosa. Tendida bajo él, trataba de recuperar el aliento; sus pechos se alzaban y descendían, firmes montículos marcados por la suave tela de lana de su túnica orlada con piel.
Él observaba sus hermosas curvas cuando de pronto ella apretó los labios y le escupió.
Naruto se echó hacia atrás y quedó sentado sobre ella, estrechándole las caderas con los muslos. Con un ligerísimo movimiento le colocó la hoja de la daga sobre la garganta. Notó cómo se le aceleraba el pulso allí y después tragaba saliva.
La joven tenía enredada la larga y brillante cabellera, que le llegaba hasta las nalgas. Él sabía que con las rodillas le tiraba el pelo. No cabía piedad para ella. Un hombre no podía escupirle y seguir con vida. Pero una mujer…
Se limpió el escupitajo de la cara y después la mano en el pecho de la mujer. Notó cómo se encogía y sintió la sugerente suavidad y blandura bajo la ropa.
—Me has herido gravemente, señora —dijo en su idioma.
Al parecer ella advirtió el veneno en su voz, pero no se arredró.
—Quería matarte, vikingo —replicó con vehemencia.
—Lástima que hayas errado —dijo él.
Le pasó la hoja de la daga por la mejilla y luego volvió a colocársela, fría como el hielo, sobre la garganta. Al sentir cómo se estremecía la mujer, retiró el arma y se puso de pie.
De un tirón la obligó a levantarse. A causa del esfuerzo, le brotó más sangre de la herida del muslo y la vista se le nubló. Tenía que haber pedido a su médico que limpiara y vendara la herida antes de lanzarse contra el enemigo, cualquier enemigo, ya fueran diez hombres armados de espadas y mazos o esa joven arpía de cabellos de fuego.
La muchacha sabía disparar flechas, y sus ojos plateados le indicaron que estaba esperando el momento de verlo débil. Se estremecía, pero sus ojos destilaban odio.
Súbitamente ella levantó la rodilla y le asestó un fuerte y cruel golpe en la ingle. Él se quedó sin aliento con el nuevo dolor, se dobló, aturdido. No la soltó, sin embargo.
Con los dedos firmemente aferrados a su muñeca, caminó tambaleándose en busca de una silla, arrastrando a su agresora consigo. Tras sentarse, la forzó a hincarse de rodillas ante él. Deseó matarla en ese mismo instante, golpearla con toda la fuerza de su poderosa mano hasta romperle el cuello.
Trató de recuperar el aliento y se obligó a abrir los ojos. Por un instante tan fugaz que creyó haberlo imaginado, percibió un terror puro y salvaje en la mirada de la joven, como la de un faisán atrapado en una trampa. La expresión desapareció rápidamente.
Aunque Naruto había conseguido dominar su furia, estaba seguro de que ella conocía la magnitud de su rabia, porque, arrodillada como estaba, comenzó a luchar frenéticamente para liberarse. Él casi se olvidó de la pelea mientras la contemplaba y analizaba.
Era una beldad poco común; un cuello largo y delicado, unos rasgos hermosamente cincelados enmarcados por el glorioso manto de su resplandeciente cabellera. Evidentemente era de noble cuna: los finos manteles de hilo y la piel de su vestimenta evidenciaban una elevada posición.
La observó demasiado rato. Al notar que él aflojaba la presión con que la sujetaba, la muchacha le mordió la mano. Naruto le soltó la muñeca para agarrarla con fuerza del cabello y sonrió implacable al oírla gritar de dolor. Podía ser una belleza, pero era también rápida y astuta, y decididamente su enemiga. La atrajo hacia sí y su mirada se clavó en los ojos de ella como una cruel daga:
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó.
—¿Qué ha ocurrido? —repitió ella—. Que una plaga de cuervos sanguinarios ha llegado por el mar.
Él la estrechó aún más.
—Repito, señora, ¿qué ha ocurrido aquí?
Con lágrimas en los ojos, ella le arañó los dedos. Sin querer descubrió su punto débil. Le golpeó el muslo.
Naruto vio las estrellas. Aflojó la presión. Iba a desmayarse, lo sabía. Se obligó a caer hacia Suzumente, arrastrándola a ella. Ambos rodaron, él esforzándose por no perder el conocimiento. El lodo que cubría sus ropas manchó las de la muchacha. Sus piernas se entrelazaron, y en el forcejeo la falda de la túnica de la joven se subió.
Ella gritó de miedo y furia. Asaltado por un inesperado deseo, deslizó sus manos de guerrero por la carne desnuda y la encontró suave y sedosa. Ella sollozó, debatiéndose frenéticamente. Naruto sintió arder la fiebre en su interior al tocar aquellos muslos cálidos y firmes.
No había pensado en los placeres carnales, ni siquiera cuando reparó en la belleza de sus ojos ni cuando la maraña de sus cabellos le rodeó de forma sensual. Pero en ese momento, al notar esos senos aplastados bajo la malla que le cubría el pecho mientras sus manos palpaban la suave piel de su pierna, una oleada de deseo le recorrió el cuerpo.
Apretó los dientes y observó que ella tenía los ojos muy abiertos. Asustada, la joven intentó en vano liberarse. Lanzando maldiciones, la chica le arañó fieramente. Él le cogió las muñecas y se las colocó tras la cabeza para mirarla fríamente.
Había ordenado a Shikamaru que se mantuviera tras él, pero ¿dónde diablos se encontraba en ese momento? Lo necesitaba. Le flaqueaban las fuerzas, pues había perdido muchísima sangre. Había batallado contra incontables hombres sin recibir un arañazo; en cambio esa arpía de ojos plateados había estado a punto de derribarlo.
Ella dejó escapar un suave gemido y desvió la vista para no mirarlo. Naruto vio que se mordía el labio inferior.
—¡Morirás por esto! —exclamó ella de pronto con vehemencia.
—¿Por esto? ¿Por qué exactamente, milady? ¿Por llegar a tu costa o por negarme a morir a pesar de tu excelente puntería? Ah, ¿o por tocarte… así? —Se incorporó un poco, tratando de vencer la oscuridad que lo amenazaba, y recorrió suavemente con los dedos el interior del muslo desnudo.
Ella enrojeció de ira, y posiblemente de otra emoción, y él echó a reír. Pero el dolor volvió a atenazarlo. Ella le había disparado una maldita flecha, lo había golpeado, mordido y arañado; era un estúpido si no comprendía que una enemiga hermosa también podía ser una enemiga mortal.
Se endureció contra su belleza, así como contra el deseo que habían encendido la pelea y el contacto con su piel suave y desnuda.
—No temas, bruja inglesa —se burló, y deslizó la mano a lo largo del muslo, acercándose peligrosamente al extremo—. No eres ni dulce ni tierna ni atractiva, milady. Mis opciones son o bien matarte o hacerte mi esclava; eso es todo. Solo me interesan las mujeres sugerentes y atractivas. No me provoques, porque si fuera a tocarte lo haría con implacable brutalidad.
—¿Qué otra cosa puede esperarse de un vikingo que brutalidad y muerte? — replicó ella.
Él apretó los dientes, reprimiendo la tentación de golpearla, y se obligó a sonreír. Dios santo, ¿dónde estaba Shikamaru? Veía todo a través de una niebla roja, pero incluso a través de esa niebla roja ella era hermosa… y mortal.
Ambos estaban enredados en madejas de fieros cabellos negros, tan fragantes como las flores de primavera, suaves como hilos de la más fina seda. Sus ojos, de color grisáceo, grandes y bellos, traslucían un odio puro. Sus pechos subían y bajaban, casi saliéndose de los límites de su túnica.
—Tal vez debería poseerte —susurró.
Le acarició la mejilla con los nudillos y ella volvió la cabeza violentamente. Él paseó los dedos por el cuello para descender hasta sus pechos. Ahuecó la mano sobre un seno, acariciándolo, moviendo rítmicamente el pulgar alrededor del pezón, que se endureció. Ella inspiró profundamente y sacudió la cabeza; sus ojos brillaban de rabia.
—¡No! ¡Vikingo! —maldijo.
Naruto frunció el entrecejo, preguntándose por qué ella insistía en ofender su linaje vikingo cuando él procedía de Irlanda. Por supuesto, Naruto nunca toleraría ningún insulto contra su padre o la raza de este.
Dejó de atormentarla, dominado de nuevo por la ira. No disponía de mucho tiempo.
—Quiero saber qué ha ocurrido —exigió.
Ella lo miró fijamente un instante en absoluto silencio. Él le soltó las muñecas y se estiró para recoger la daga. Se disponía a envainarla cuando se sintió abatido por la debilidad; la herida volvía a sangrar.
Se esforzó por permanecer consciente, por despejar la cabeza.
—Milady, quiero que me digas quién es el señor de este lugar y por qué…
Se le quebró la voz. Comenzaba a desvanecerse. Se inclinó, luchando contra la oscuridad que se cernía sobre él. Iba a morir. El gran guerrero estaba a punto de morir porque esa muchachita lo asesinaría en cuanto cerrara los ojos.
—¡Ay!
Notó que ella se revolvía debajo. Lo empujó hacia un lado, y un horrible sopor se apoderó de él. La joven se había arrodillado y lo contemplaba. Ella tendió la mano para arrebatarle la daga, y Naruto cerró la mano sobre el arma, a punto de desmayarse. Desesperada, la muchacha se afanaba por quitarle la daga. Él la oyó sollozar. Quería matarlo, necesitaba el arma.
—¡Mi señor! ¿Dónde estás?
Por fin apareció Shikamaru. Se oyó el trapalear de cascos de caballo y después el ruido cesó. Naruto aferró con fuerza la daga.
La chica se puso en pie, y el vikingo vio cómo le palpitaba el pulso en el cuello. Cuando ella se volvió para echar a correr, Naruto se incorporó, empuñando el arma. Al llegar a la sala, la joven se dio la vuelta, y por un momento él la vio como en una nebulosa, atrapada en la luz del día, alta, esbelta y majestuosa, envuelta en su cabellera, que flameaba como una gloriosa aureola azul.
Al ver la daga y la glacial mirada del hombre, la mujer contuvo el aliento, apoyada contra la pared; él tenía su vida en sus manos. Podría haberla matado allí mismo en ese instante, ambos lo sabían. En cambio él apuntó cuidadosamente y lanzó la daga, que se clavó en la manga de la muchacha, a la izquierda de su corazón. Él le dirigió una sonrisa letal y escalofriante.
—Soy vikingo, como has dicho, y estás viva. Ruega, señora, ruega a tu Dios con todo tu corazón que nunca volvamos a encontrarnos.
Los hermosos ojos enmarcados por tupidas pestañas revelaron terror y odio cuando lo miró. Lanzando un grito, se giró, rompiendo la túnica atrapada por la daga, y echó a correr de nuevo. En un instante había desaparecido.
—¡Naruto! —llamó en ese momento Shikamaru, que entraba precipitadamente por la puerta.
—¡Aquí!
Shikamaru se acercó a él y se inclinó para ayudarlo a ponerse en pie.
—Llévame a una cama —pidió casi sin aliento Naruto—. Trae al médico y una buena provisión de cerveza o aguamiel.
—¡Cuánta sangre! —gimió Shikamaru—. Deprisa, tenemos que vendarte la herida. Príncipe mío, no debes morir.
Naruto sonrió con implacable determinación.
—No moriré, te lo juro, no moriré. Viviré para vengarme por lo ocurrido hoy. Sabré qué ha sucedido aquí, o Iroha de Wessex se encontrará muy pronto batallando, no solo contra los daneses, sino también contra los noruegos y los irlandeses.
En lo alto de un acantilado blanco desde el cual se divisaba la destrucción de la ciudad de Wessex, un joven delgado sentado en la tierra se puso en pie, retrocedió hasta el follaje de los árboles y echó a correr. Sus jóvenes y ágiles piernas lo llevaban velozmente por el bosque, por un antiguo camino romano.
Aunque el corazón le latía de forma acelerada y le dolían las piernas, continuó corriendo hasta adentrarse en un claro donde encontró a dos nobles ingleses de Wessex montados a caballo. Eran elegantes señores del reino, el mayor ataviado con una capa de lana azul guarnecida con armiño, y el más joven con una capa orlada con piel de zorro blanco.
—Y bien, chico, cuéntanos —dijo el noble más viejo.
El muchacho apenas podía hablar de cansancio, pero le apremiaron de modo no muy amable.
—Todo fue como deseabais. Lord Morino de Sussex dirigió la batalla y cayeron inmediatamente bajo las espadas vikingas. Nadie estaba enterado de la invitación del rey ni de que en los barcos vikingos había irlandeses también. Morino y Homura han muerto, y podrían ser acusados de la traición. Se recibió a los vikingos como invasores. La ciudad está ardiendo. Los hombres que no murieron fueron apresados. Serán esclavos, y las mujeres concubinas.
El hombre mayor esbozó una cruel sonrisa, y el más joven habló con ansiedad:
—¿Qué les ocurrió a las damas, Suzume y Hinata?
— Suzume escapó, tal como se suponía. —El chico se interrumpió, temiendo la ira de los dos nobles—. Hinata se negó a abandonar a los hombres que se han mantenido fieles a ella desde que nació; se quedó para participar en la batalla.
El noble joven comenzó a proferir maldiciones. El siervo se apresuró a añadir:
—Uno de los vikingos la sorprendió en la casa señorial, pero yo la vi huir por la puerta trasera en dirección al bosque.
—¿Dices que la atrapó un vikingo?
—Sí, pero escapó —respondió el chico.
—Sí, pero… ¿a tiempo? —se preguntó el noble mirando a su compañero más joven, que tenía una expresión de tristeza—. ¿Por qué te preocupas? Ojalá el vikingo la haya violado, y sin piedad. Eso aceleraría mi petición de mano, porque entonces no estaría en posición de rehusar mi proposición. Usada y desechada por un enemigo de esa calaña. Va a agradecer las migajas que le ofrezco.
—Quizá te equivoques —replicó el otro sin mirar al viejo—. Está enamorada de Kiba, y Kiba de ella. Nunca aceptará a otro hombre.
—Hará lo que se le ordene.
—Solo el rey puede darle órdenes.
Esas palabras fueron recibidas con una carcajada, dura y estridente.
—Después de hoy estoy seguro de que el rey le dará órdenes. Y no permitirá que contraiga matrimonio con un novio muerto de hambre, de eso no cabe duda. Vamos, la misión está cumplida y hemos triunfado. Debemos comunicar al rey la terrible noticia de lo ocurrido.
—¡Señores! —exclamó el muchacho, el espía. El viejo lo miró entornando sus astutos ojos.
—¿Qué sucede?
—¡Mi recompensa! Me prometiste pagarme en plata.
—Sí, lo prometí —dijo el hombre. Acercó el caballo al chico—. ¿Estás seguro de que todos los hombres que puedo nombrar han fallecido?
—Seguro. He cumplido. Me prometiste una recompensa.
—Sí. —El viejo sonrió.
El chico abrió los ojos sorprendido cuando el noble desenfundó su espada. No tuvo tiempo de gritar; su vida fue segada rápidamente, y cayó al suelo en un charco de sangre.
El lord más joven protestó con una exclamación ahogada.
—¿Era nece…, Dios mío, era necesaria esa brutalidad?
—Sí. —El anciano limpió con toda tranquilidad la sangre de la espada—. Sí, completamente necesaria. Hazme caso, amigo; si cometes traición, no dejes pistas. —Cruelmente guió su caballo para que saltara por encima del cadáver del muchacho—. Vamos, debemos visitar al rey.
Vegísir
El Vegvísir, también conocido como brújula vikinga, es un símbolo que fue utilizado por los vikingos como ayuda de navegación. Según algunas leyendas este símbolo era inscrito en las naves vikingas para asegurar su futuro regreso a casa.
