¡Nuevo capítulo! Espero que os guste y dejéis vuestros comentarios.

amantedelasletras07: ¡Muchas gracias por tu comentario! También por leer los primeros capítulos. Natsu entrará pronto en acción, así que espero verte por aquí pronto.

Killer RKO: Seguramente la app te avisó de un nuevo capítulo por los cambios que he hecho. ¡Menudo desastre! Espero que este capítulo totalmente nuevo sí te dé algo de alegría y, por supuesto, te guste. ¡Nos vemos en los siguientes! ¡Muchas gracias por leer y comentar!


Fairy Tail no me pertenece.


Advertencia de este capítulo: Mención de sangre, mutilación y canibalismo.


Primera Parte - Tercera Verdad I

A pesar de sus problemas estomacales, Lucy pasa una noche envidiable en comparación a las anteriores. El dolor le da una tregua y puede dormitar unas horas antes de lanzarse a una rutina laboral despreciada. No va a repetirse el discurso de siempre, cansada está de desanimarse a sí misma recordando cuán desafortunadas han sido sus decisiones hasta la fecha, y decide salir de la cama con esa nueva mentalidad. Lucy deambula por el pasillo con los ojos medio cerrados y una infinidad de bostezos rompiendo el silencio que reina en la casa, así como en la cocina. El ajetreo del exterior no llega hasta esa zona. Lucy va a disfrutar de su desayuno en paz, pero antes debe decidir qué llenará su estómago hasta entrar en la empresa y tomar el café de la máquina.

La nevera está vacía y sólo cuenta con lo imprescindible: unas botellas de agua, un poco de embutido, algunas piezas de fruta y un refresco escondido al fondo. Lucy suspira avergonzada. ¿Cómo iba a deshacerse de sus molestias si no lograba comer adecuadamente? Un segundo suspiro abandona su cuerpo y Lucy vuelve a ojear el interior del refrigerador sabiendo que algo tendrá que comer si no quiere revivir la tortura del día anterior.

Un poco de agua y una manzana harán el apaño. Lucy deja la fruta y la botella sobre la mesa. No va a buscar un vaso, está en su casa y nadie dirá nada sobre su hábito de beber a morro, se acomoda en la silla y coge la comida. Se la comerá sin pelar, la piel no es una molestia, y la prisa por asearse y no perder el autobús la animan a zampársela de ese modo. Lucy hinca el diente y arranca un trozo que mastica hasta la saciedad con la idea de que cuanto más mordisqueada, menos inconvenientes para su tripa. Esa concepción, sin embargo, no la comparte su cuerpo y éste responde como en ocasiones pasadas: la acidez empaña el verdadero sabor de la fruta y la agitación de su estómago la retiene en la silla. El mareo es profundo, y piensa que caerá redonda al suelo si intenta levantarse para meterse bajo la ducha, pero es no le impide lanzar la manzana lejos.

Lucy se tapa la boca. Si vomita, al menos, no estropeará el pijama. Las arcadas suben y bajan y siente su garganta arder. Todavía con la boca cubierta, destapa la botella torpemente para tragar, casi forzada, y calmar el fuego en su cuello. No sirve de nada, y vuela hasta el fregadero, donde desata una cascada repugnante que parece no tener fin.

—Ya había olvidado todo esto. —Unos carraspeos y limpia el rostro entre temblores.

La pesadilla no desaparece, sino que continúa. Se retira el flequillo de la cara y se deja caer de rodillas agarrándose la barriga y lloriqueando de impotencia. ¿Qué le pasa? ¿Por qué no puede comer nada? ¿Qué demonios tiene metido en el cuerpo para encontrarse tan indispuesta?

Lucy mira el reloj y suspira. Otra mañana con prisas. Deja atrás la cocina como puede y avanza apoyada en la pared, aunque los recuerdos acechan su mente y esa socarrona voz retorna murmurando su nombre una y otra vez. Lucy no quiere levantar la mirada, no tiene fortaleza para hacerlo después del revoltijo estomacal, pero el tembleque en sus piernas empeora y necesita apoyarse un poco más en la pared.

La humedad en sus pies alerta de sus fantasías y la risa oscura del intruso se intensifica. Ya no es sólo su nombre, sino esa tentación de devorar sin parar. Lucy cierra los ojos y niega los ofrecimientos del demonio a pocos metros de ella. El color del líquido es irreconocible, mas sabe qué mancha el suelo de su hogar. La espesura y el rugir de su interior son claves.

El dolor vuelve acompañado por ese fantasma que parece querer arrastrarla a un mundo infernal.

Él canturrea su nombre y un crujido insistente se convierte en la melodía perfecta para tan tétrica representación. Los trozos de carne comienzan a volar a su alrededor, y Lucy lucha por no convertirse en un animal movido por la gula. No caerá de nuevo. Ella no es eso.

Un golpe seco llama su atención. La mujer abre los ojos y ladea el rostro, queriendo descubrir qué ha provocado semejante meneo a su alrededor, y su rostro se desfigura atemorizada por el paisaje frente a sus ojos. La puerta de entrada, antes blanca, ahora coloreada de rojo y un río de ese mismo color marca el camino emprendido desde la cocina hasta el punto donde se encuentra. No es hasta bajar un poco la vista, cuando Lucy se percata del rostro que la mira: una cabeza en mitad de su pasillo. Ella jadea y da unos pasos hacia atrás, huyendo del hallazgo, aunque poco tarda esa cabeza en rodar hacia ella como una pelota. Ese rostro, de ojos rojos y cabellos oscuros, la persigue entre carcajadas y proposiciones infantiles.

—¡Vamos a jugar, Lucy! —chilla esa cabeza sin dejar de dar vueltas. El pasillo es infinito y la aludida no sabe dónde esconderse. El acechador continúa con ese tono burlón—: ¡No seas tímida! ¡Juguemos juntos!

La entrada del dormitorio está abierta y Lucy se mete dentro. Cierra la puerta y se apretuja contra ésta, evitando que cualquier cosa pueda meterse dentro, mientras tapa sus oídos y clama por una calma que llega con lentitud. La respiración entrecortada y el temor de reencontrase con su mal sueño la mantiene aprisionada en el cuarto hasta recobrar la cordura y retornar a la realidad. Ese sujeto es falso, un fantasma en su mente, una consecuencia de ese malestar que arrastra desde hace días.

Abre la puerta y repara en que nada de lo soportado permanece. El hombre ha desparecido. También la sangre, los trozos de carne y las ensordecedoras carcajadas. El suelo reluce, en absoluto rojo como antes, y el hedor a sangre se esfuma con todo lo demás.

Lucy suelta el pomo mientras suspira y se dirigirse al armario. No pierde tiempo eligiendo modelito, todo ese espectáculo le ha quitado el tiempo para asearse y esmerarse en su aspecto físico esa mañana, y decide reutilizar lo usado el día anterior, aunque sí cambia la camisa blanca por otra colgada. Ni siquiera repara en qué hay en su cartera. No la ha tocado desde la anoche, así que todo lo necesario estará ahí metido.

Bajar las escaleras de su edificio pasa a ser una actividad peligrosa. Con la chaqueta mal puesta y la cartera colgando de su brazo, Lucy corre como alma que lleva al diablo para no perder el autobús y verse haciendo horas extras un viernes. Hace el recorrido de siempre, la misma inercia toma control de sus movimientos, mas se detiene estrepitosamente cuando sus pies la conducen a la entrada del atajo. Esa callejuela, hoy repleta de personas y ruido, no parece tan tenebrosa como la recuerda. Sus pies pesan y su cuerpo se entumece. La gente choca contra ella, al estar en mitad de su camino, y las reprimendas no tardan, mas no es la palabrería de las personas, sino esos recuerdos que atormentan su camino al trabajo. Algo cotidiano, una travesía que no cambia desde hace meses, se está convirtiendo en un tabú. Desde el horripilante incidente con ese carnívoro, Lucy no ha vuelto a enfrentarse a esa estrecha calle, aunque tampoco ha sido consciente, hasta ahora, del impacto que todo aquello le ha provocado. Una estúpida calle, que ni siquiera está oscura al ser de día, se convierte en su talón de Aquiles.

Lucy menea la cabeza hacia los lados y expira. Es momento de enfrentarse a sus inquietudes y afrontar la realidad como una mujer cuerda. Decidida a pasearse sin temor, la rubia empieza su andanza con los ojos cerrados y un paso ligero. A medida que avanza, los abre y evita chocar con otras personas, mas el escenario a su alrededor y la remembranza de todo lo sucedido acechan su tranquilidad, y los aullidos de dolor de Bora retornan como ráfagas de viento. Se escuchan lejanos, como aquella noche, y Lucy aprieta el paso sin mirar atrás. No va a cometer el mismo error que en el pasillo de su casa. Esa cabeza no volverá a aparecer detrás de ella.

Una risilla retumba el lugar y una mujer cerca de ella gira el rostro con el ceño fruncido. Lucy sonríe y la mujer le devuelve el saludo, aunque vuelve a ojear el lugar levemente consternada. La rubia agacha la cabeza y sus manos sudan. Ella también ha escuchado la risa y, si esa desconocida ha sido consciente, ese carnívoro permanece escondido en una de las esquinas del atajo. Lucy la imita y verifica los mismos puntos sin descubrir nada. La angustia golpea su estómago y el camino se estrecha a cada paso que da. Las paredes se acercan la una a la otra y Lucy tiene que salir de allí cuanto antes para no quedar atrapada en esa ratonera. La respiración agitada y el miedo la hacen escurrirse entre los viandantes, que se apartan al verla en ese estado alterado, y salir victoriosa de la trampa en la que ha estado a punto de caer.

A unos centímetros del exterior, tropieza y cae de cara. La cartera y sus manos amortiguan el golpe, y sólo tiene que lamentar unos rasguños en las palmas de sus manos y unas medias rotas que deberá quitarse antes de llegar a la oficina.

—¿Se encuentra bien? —La misma mujer que ha saludado instantes atrás se acerca con la mano extendida para socorrerla. Lucy lo agradece y se levanta avergonzada. No obstante, alza la cabeza para alertar a todos del peligro de seguir circulando por esa callejuela, pero sus intenciones caen en saco roto al ver que la calle, esa que estaba encogiéndose, no presenta ningún cambio. La fémina a su lado se preocupa por ella—. Señorita —la llama con dulzura, y la otra parpadea sin creerse lo que está ocurriendo—, ¿se encuentra bien? —repite.

No contesta, las ganas de llorar son infinitas y ese no es el lugar idóneo, y asiente con las mejillas enrojecidas. A parte del dolor de barriga, ahora sufre alucinaciones.

Una vez se calma, Lucy agradece la atención y se disculpa antes de retirarse y salir huyendo hacia la estación. Los pies no le duelen ni presentan problema para mantener el ritmo. Los zapatos elegidos, a pesar del golpe, aguantarán el trote y no la dejarán en evidencia. Al menos, no antes de subirse al autobús.

No hay nadie en la estación. Lucy se asusta al pensar que el autobús ya ha salido, pero comprueba que cuenta con unos minutos para sentarse en los bancos y recuperar el aliento. Es extraño. La gente suele estar amontonada por subir y conseguir un asiento que los libere de permanecer de pies y en peligro de ser aplastado por otros pasajeros... y ese lugar está demasiado vacío.

Viendo que tenía unos momentos libres, Lucy decide dedicar el resto de su tiempo a ponerse en contacto con su madre. En particular le interesa acordar la hora adecuada para presentarse. La última vez pasó varias horas en la entrada de casa de sus padres al encontrarse ellos tomando té con uno de sus allegados del pueblo, y repetir experiencia no entra en sus planes.

Un hombre, enfundado en su uniforme reglamentario, se le acerca con una sonrisa y anuncia los problemas de la línea azul. Ella jadea al escucharlo y piensa en una manera rápida de llegar a la oficina. Ya ha malgastado suficiente tiempo y, tal y como no desea, Lucy deberá hacer horas extras ese viernes. Aceptando su futuro, decide acercarse allí donde se encuentran los taxis acompañada por el simpático vigilante de seguridad.

—¿Temporalmente cancelada? —quiere enterarse de la razón de esa cancelación repentina.

—Lo anunciaron a primera hora —responde colocando las manos detrás de su espalda y encorvándose hacia delante. La edad del hombre es un misterio, aunque su aspecto físico no augura una buena forma física. Pese a sus pensamientos, él sigue hablando—. Anteanoche atacaron un autobús con varios pasajeros a bordo.

Ella cogió el último autobús. La mera idea la hace estremecerse.

—¿Quién atacaría el autobús?

Lucy gime acongojada y el vigilante asiente sintiendo lo mismo.

—En las noticias dijeron que fueron los carnívoros.

El nombre la deja clavada en el suelo. Él avanza unos pasos y se percata de la ausencia de su compañera, mientras ella mantiene la mirada fija al suelo y los ojos a punto de salirse. La conversación con Rufus se reproduce en su cabeza y Lucy recuerda sus miedos de ser encontrada por aquel que la atacó.

—¿Cómo...?

No se atreve a terminar la oración, mas el hombre comprende sus dudas y niega al desconocer los detalles de dicha masacre.

—El conductor y algunos pasajeros estaban en muy mal estado cuando llegó la ambulancia. Las imágenes son horripilantes, no busque nada si tiene el estómago sensible como el mío.

El comentario hace reír a Lucy. Él no repara en ella, su sonrisa pasa desapercibida, y prosigue con sus explicaciones. La noticia es reciente y todo lo que escuche debe cogerlo con pinzas. Lo mejor es esperar a montarse en el taxi y buscar ella misma todo lo referente a ese suceso. No duda de las palabras del hombre, no hay razón para ello, mas Lucy conoce la mediatización con todo lo referente a los carnívoros y, aunque los tema desde su encuentro con uno de ellos, no quiere caer en la trampa.

El vigilante se despide de ella cuando ésta sube al vehículo. Un hombre de mediana edad, oculta tras unas gafas de sol, la recibe educadamente y pide conocer el destino. Lucy no demora en decirle la dirección de la oficina y él pone el coche en marcha junto al taquímetro y baja la radio para no molestarla.

No hay un tráfico desmesurado, por lo tanto, llegará a la oficina con el tiempo justo para sentarse en su escritorio y dar rienda suelta al papeleo pendiente.

El conductor está en silencio. Ningún tema de conversación entre ambos, ninguna pregunta de cortesía ni referencias sobre lo que todo el mundo habla. Lucy aprovecha esa quietud para echar un vistazo al desastre en el último autobús de la línea azul. La infinidad de enlaces donde encontrar información sorprenden a la rubia, quién decide pulsar en el primero de todos y leer no sólo la noticia sino también los comentarios de los internautas.

La redacción del periodista parece sacada de una novela de terror. El ataque ocurrió en la penúltima parada del recorrido habitual del autobús, cuando la mayoría de pasajeros ya habían salido, y las grabaciones de las cámaras de seguridad no aportan la claridad para describir al atacante. Lo poco que se da a conocer es su delgadez y la ropa que viste, un conjunto de lo más corriente, que en las imágenes al término de la noticia se ven algo difuminados. Su rostro es un misterio, la capucha de su sudadera lo oculta a la perfección, pero muchos son los que argumentan la masculinidad de sus manos y la fuerza de sus movimientos.

Lucy prosigue en su lectura e imagina todo lo descrito como si estuviera presente en ese autobús. La mujer aprieta el teléfono entre sus manos al vislumbrarse al final del vehículo, en su asiento preferido, observando cómo ese desconocido entra en el vehículo y espera a que el busero le reprenda no pagar el viaje. El criminal, entre murmullos incomprensibles, alza el rostro y rasga el cuello de su víctima. La sangre sale disparada, algo así como una manguera, y embadurna gran parte del parabrisas mientras los pasajeros chillan y buscan una salida. Las puertas están cerradas, el mismo cuerpo del chófer impide su apertura, y el desconocido con capucha se pasea por el estrecho pasillo con las manos pintadas de rojo y una sonrisa tenebrosa en los labios. Sólo ellos sabrán sus rasgos físicos, nadie más será capaz de identificarlo, una lástima que carezcan de una oportunidad para compartirlo con otras personas.

Todos se amontonan al final, escondidos detrás de los asientos, y el cazador que ha entrado se ríe de ellos. No hay manera de huir, una trampa sin escapatoria, pero el miedo es lo que tiene, y esos pobres desgraciados pretenden tomarle el pelo. Los sollozos retumban como campanas y el atronador llanto del bebé entre los brazos de su atemorizada madre emocionan al intruso. Una risilla escapa de sus labios y sus manos buscan la garganta femenina. En un rápido movimiento, al mismo tiempo que la mujer aprieta a su hijo contra su pecho y ruega por vivir, él abre la boca e incrusta sus dientes sobre su garganta. La mujer se ahoga, pero no suelta a su retoño. Sus ojos repletos de lágrimas se fijan en Lucy, quién no se inmuta, y la desesperación se dibuja en su rostro. Ella morirá, ese animal así lo quiere, aunque su temor no se vincula con su futuro, sino con el del pequeño que grita desconcertado. De modo que, disculpándose con su hijo y quienquiera que la esperara en su destino, coloca la mano detrás de la cabeza del niño y estrecha con toda la fuerza que su adolorido cuerpo permite. Los quejidos del infante se escuchan, aunque con menor ímpetu, y van decayendo a medida que pierde la consciencia y muere asfixiado contra el pecho de su dueña. Sus diminutos brazos dejan de moverse y esos traviesos pies se quedan tiesos. Poco tiempo después, la mujer se desvanece y su sangre se esparce por el suelo cuando su cadáver cae a los pies de su verdugo. El crío, en el mismo estado que su madre, rueda como un juguete hasta toparse con Lucy.

—¿Quién se convirtió en carne? —susurra al arrodillarse a su altura. Ese insolente se atrevió, antes de su fatídico encuentro, a deducir un futuro que, por ironías de la vida, terminó siendo el suyo y el de su avergonzada mamá.

El extraño continúa su misión y arranca la vida de los pasajeros restantes. El escándalo es el mismo, mas Lucy permanece de cuclillas frente a ese retoño inerte. Él está intacto, las garras del carnívoro no lo han rozado, mas debate, entre tanta locura, cuál ha sido el papel de su madre. ¿Una cruel mujer por matar a su hijo? ¿Una benévola por evitar un doloroso final entre los dientes de su asesino? Lucy no tiene la respuesta, tampoco se siente capaz de juzgar las decisiones de otra, aunque toca con la yema de sus dedos los mofletes fríos del niño. A pesar de la frialdad, todavía son suaves y blandos... y la boca se le hace agua ante la tentación de compartir fechoría con el carnívoro.

Los gritos cesan y una alargada sombra oscurece a ambos. Lucy levanta la cabeza y encuentra una cara conocida. Sus ilusiones han sido constantes durante los últimos días, así que volver a ver al hombre que la persigue incluso en sus sueños no la sorprende. Él, el mismo que la ha incomodado esa mañana en el pasillo de su casa, muestra sus dientes sucios por la sangre y sus garras se acercan lentamente al rostro de la rubia. Las gotas empapan su cara y Lucy abre la boca para degustar el escaso líquido que roza su lengua. No disfruta de su gusto, demasiada sangre diferente, mas su estómago ruge de júbilo.

—Te perdiste un tremendo festín, Lucy —se burla con un puchero, pero ella no refuta y centra sus sentidos en su alimento. Movido por la furia al ser ignorado, él mete su puño empapado dentro de su boca abierta a la fuerza. Lucy abre los ojos y jadea en el instante en que sus nudillos rozan su garganta—. ¡Lucy! ¡Todo esto te perdiste!

La sangre la embriaga y todo lo que la envuelve carece de importancia. Tanto que no es capaz de responder a las cuestiones del taxista, quién insiste varias veces más hasta captar la atención de su clienta. La rubia parpadea y mira a su alrededor dándose cuenta de dónde se encuentra y la falsedad de sus ensoñaciones. La vergüenza se apodera de ella y Lucy oculta su rostro entre sus manos percatándose de la saliva que ha manchado su falda y camisa.

—Señorita —vuelve a llamarla el conductor y Lucy alza la cabeza desorientada. Él suspira y señala el taquímetro con el morro torcido—, llegaremos en breve. ¿Pagará con tarjeta o en efectivo?

—Ah, claro. Sí, eh, en efectivo.

El coche se detiene frente a la empresa y Lucy le entrega los billetes. El conductor los recibe y le dedica una mirada consternada. Los años dentro de ese taxi son muchos, mas clientes como Lucy son contados. La mujer es rara, la manera de babear con sólo mirar la pantalla de su teléfono es inusual, y esos sonidos atroces se asemejan a los de una bestia. Él guarda los billetes y la mira por el espejo retrovisor sin ser demasiado obvio. Sus características físicas son completamente humanas, no tiene rasgo de carnívoro, pero nadie le asegura nada.

La rubia se despide con educación y sale del automóvil con las mejillas ardiendo y la camisa mojada. La mancha no es grande, si se pone la americana puede esconderla con facilidad, y antes de escabullirse y meterse en el baño para secarse, Lucy se topa con Rufus.

—Lucy. —El mismo peinado que la noche anterior y un traje de color diferente, él sonríe al verla y dice su nombre con esa melosidad sinuosa. Ella asiente y devuelve el saludo con ese desparpajo tan suyo—. Has podido llegar bien.

Lucy aprieta los labios.

—Sí, gracias por preocuparse.

El señor Lohr no tiene intención de soltarla tan pronto. La conversación recién comienza y unos minutos la separan de su horario de trabajo. Lucy se siente atrapada. Él es un superior y, como buena subordinada, no puede rechazar su cortesía.

—Escuchamos sobre el incidente en el autobús y pensamos que podrías haber estado allí.

Las tripas se revuelven y Lucy se abraza a su cartera. Rufus no pasa ese detalle por alto y encarna una ceja al percibir el nerviosismo de su compañera. No existe relación entre el ataque nocturno y ella, Lucy lo sabe, mas su últimas pesadillas están presentes.

—Al parecer ocurrió en las últimas paradas —informa ella y ríe quitando seriedad al diálogo—, y yo me bajo antes.

Rufus carraspea y acepta sus palabras.

—Me alegra escuchar eso, Lucy —un gesto final para despedirla de parte de su superior, y Lucy mira el reloj en la pared ejerciendo presión a fin de correr hacia el ascensor y romper esa comunicación tan incómoda—. Que tengas una buena jornada de trabajo.

La aludida asiente y vuelve a despedir a Rufus, esta vez desde el interior del elevador, y un escalofrío recorre su cuerpo al captar su último consejo. La recepcionista está pendiente de la pantalla de su ordenador, las muecas de Rufus pasan inadvertidas, y únicamente Lucy se transforma en oyente de sus palabras. Un semblante burlón y unos ánimos que suenan a advertencia: "Mucha suerte". Las puertas metálicas se cierran y Lucy rumia si volverá a encontrarse con el señor Lohr.

La planta la recibe como siempre. Sus compañeros están en sus escritorios, la jornada comenzará muy pronto, y algunos la saludan con un sencillo gesto sin sacar la cabeza del papeleo. Lucy aprovecha los minutos finales para correr a por su café. Hoy no podrá bebérselo tranquilamente frente a las máquinas, pero tomarlo mientras hace la faena no es una mala opción. La mujer deja el bolso sobre la mesa, saca su cartera y sale disparada por el pasillo no queriendo perder ni un segundo.

A diferencia del gran salón donde trabaja, el pasillo está vacío y no se encuentra con nadie hasta entrar en la zona de descanso. Minerva está apoyada en el marco de la puerta, el teléfono en una mano y el café en otra, y levanta la vista al escuchar el traqueteo de los tacones de Lucy. Una mueca horripilante se dibuja en su rostro al reconocer el traje de su colega rubia. Minerva frunce el ceño y suspira sin querer perder los papeles y despotricar sobre el mal gusto y la escasa higiene de la mujer por repetir modelito. Lucy se da cuenta, pero se hace la loca y avanza hacia las máquinas aparentando una alegría capaz de desviar la atención de sus ropas.

Lo consigue al recibir segundo recado del día.

—Hoy tienes mucho trabajo —anuncia la de cabellos oscuros sin mirarla.

Lucy se muerde la lengua. Ella siempre tan agradable.

—Buenos días, Minerva —dice y la aludida mueve la cabeza en forma de saludo.

—¿Tuviste problemas para llegar a casa ayer?

Lucy aguanta la respiración. Minerva también sabe de lo ocurrido en el autobús. ¿Repetirá lo mismo que el señor Lohr? No queriendo levantar sospechas, niega con la cabeza sin moverse de su puesto. Darle la espalda es más cómodo.

—No —murmura quedamente, despertando el interés de su compañera. Lucy carraspea y habla de nuevo, pero con más fuerza—. Lo del autobús no me afectó.

Minerva apaga el teléfono para indagar, mas la aparición de su superior le impide realizar sus planes.

—Me conforta oír eso. —Sting choca con Minerva y obstaculiza su entrada en la sala. Ella gruñe y le enseña los dientes sin efecto alguno en el hombre, que se acerca a Lucy y espera detrás de ella para conseguir un café y volver a su despacho.

—Buenos días, señor Eucliffe.

La dulce voz de su subordinada le hace sonreír, aunque no por mucho tiempo, ya que su inquietud le reclama persistir en sus recomendaciones sobre la movilidad de Lucy.

—¿Puedes coger un taxi en vez del autobús para volver a casa? No creo que sea seguro utilizar el transporte público durante un tiempo.

Por supuesto que no es seguro. Lucy piensa lo mismo, pero no quiere mostrar el miedo que siente a ser perseguida por ese engendro del mal. Todos desconocen de su encuentro noches atrás, especialmente el ataque y los rasguños que todavía guarda en su cuerpo, y Lucy no está dispuesta a comentar absolutamente nada con ellos. Mucho menos en presencia de Minerva.

La insistencia de su jefe la enternece y, retirando su vaso lleno de la máquina, se aparta para dejarle configurar su bebida.

—Dijeron que restablecerían la línea esta misma tarde —declara rememorando las palabras del vigilante que la acompañó esa mañana—. No será tan peligroso si las autoridades permiten la circulación tan pronto.

Sting quiere reiterar su preocupación, pero Minerva toma revancha e intercede en la conversación.

—Es una mujer adulta, Sting —bufa ésta poniendo los ojos en blanco y haciendo aspavientos con las manos. Lucy se lleva una mano a los labios ocultando una traviesa risilla, mientras Sting fulmina a amiga con la mandíbula apretada y Minerva parlotea sin parar—. No eres su padre, así que no creo que necesites echarle la bronca como si fuera tu hija —Minerva gira sobre sus talones y el único que puede ver la burla en su gestos es Sting, que aspira e hincha su pecho reteniendo el veneno que anhela sentir Minerva, mas no quiere hacerlo frente a su subordinada y dar rienda suelta a un sinfín de rumores en la oficina que puedan romper su futuro—. ¿A que sí, Lucy?

La apelación de Minerva se presenta inocente para la aludida, quién se encoge de hombros y contesta sin pensar.

—Claro.

Sting recoge el vaso y chasquea la lengua.

—¿A qué viene ese mal humor de buena mañana, Minerva? —Un ligero tic ataca el ojo derecho del rubio.

Lucy da unos pasos hacia atrás y bebe de su café. El ambiente es pesado, siente que se ahoga, y la discusión ha tomado un rumbo muy distante al ataque del autobús. Sin embargo, Minerva coloca un pie en su camino y evita que abandone el lugar. Esos ojos inquisidores, aunque pintados con un rosa pastel monísimo, actúan de amenaza y Lucy acata sin rechistar.

—Alguien ha contratado otro monstruo sin aviso previo —reconoce girando la cabeza y enfocando esas espadas oscuras en los ojos del señor Eucliffe. Lucy se estremece por el tono y la formalidad de Minerva—. ¿El maldito compromiso también permite saltarse el procedimiento para anunciar la entrada de unos de esos monstruos en la empresa?

La rubia se atraganta y un ardor molesto se atora en su garganta. Ni siquiera su estado le permite escapar de las garras de su compañera, y ese pie sigue obstruyendo su camino. Lucy desiste y tapa su boca con su mano, escupir a Minerva o a Sting no está permitido, y ladea el rostro evitando hacer ruido excesivo e interrumpir su palabrería.

—No se ha incorporado todavía —musita Sting contemplando de reojo a Lucy. No puede lanzarse a socorrerla, eso otorgaría veracidad a las sospechas de la mujer de cabellos negros, y echar un vistazo de vez en cuando es suficiente. Sus ojos vuelven al rostro pintado de su contrincante—, lo hará dentro de una semana, y te recuerdo que la empresa cuenta con cinco días como mínimo para avisar a los trabajadores —recuerda, burlón—. Ni siquiera han pasado veinticuatro horas.

Minerva se muerde el interior de su boca y frunce el ceño. Está más que furiosa, incluso Lucy puede percibirlo con tan sólo ver su espalda tensada, y sus manos retuercen los utensilios que sujeta.

—Aprende de una vez cuál es tu lugar, Minerva —Sting se inclina hacia uno de los oídos de Minerva y, con una entonación suave para no ser escuchado más que por ella, da por terminada la discusión—. Las decisiones, aunque no te gusten, las tomo yo.

La mujer suelta un bufido y se aparta del jefe a fin de largarse y no juntarse con él en lo que queda de día. Sale a trompicones, algo inusual en ella y su exquisito saber estar, entre murmullos ponzoñosos y tocamientos de pelo buscando paz en esos masajes torpes.

Lucy parpadea sorprendida y el suspiro de su superior le hace mirarlo. Ambos se quedan en silencio, mas Lucy no aguanta la presión y suelta una pequeña carcajada que hace sonreír al hombre frente a ella y unirse a su risa. ¡Menuda manera de empezar la mañana! Lucy reconoce la pasión de su compañera, razón de más para no meterse en problemas con ella, y esa clase de discusiones son un callejón sin salida para cualquier persona. Tan pasional como testaruda, Minerva no acepta opiniones contrarias a la suya. Especialmente en todo lo relacionado con los caníbales.

Sting se retira el flequillo de la cara y se moja los labios con el café. Lucy decide acortar la distancia y acompañar al hombre por el pasillo y tomar caminos diferentes al tocar su escritorio. No obstante, Sting la detiene y mantienen un corto intercambio de palabras.

—Disculpa, Lucy —exhala él y ella jadea anonadada.

La aludida deja el vaso encima de la mesa más cercana.

—No, no tiene de qué preocuparse, señor Eucliffe —pide con las manos en alto y tratando de excusarlo. Él dibuja una tímida sonrisa—. Entiendo la preocupación de Minerva. Las muertes no paran de aumentar y no parece haber un lugar seguro para...

—En esta oficina no ocurrirá nada de eso —interrumpe a Lucy, quién lo escucha con la boca y los ojos abiertos. La seguridad en su promesa la hace sonrojarse, aunque ese brillo intenso en su mirar le quita el aliento. A pesar de creer en sus dotes físicos, Lucy teme volver a sentir ese vigor visto la noche anterior mientras tomaban unas copas, así que aparta la cara y encuentra en su alejado café una excusa para evitar a su jefe—. No tardes en volver a tu escritorio, los de la limpieza pasarán por aquí pronto.

Sting se dispone a abandonar la zona de descanso y Lucy respira aliviada, aunque lucha por no ser demasiado obvia.

—Ahora mismo marcharé, señor Eucliffe.

Lucy pone la oreja y se desparrama en uno de los taburetes cuando los pies de Sting son lejanos. El enfrentamiento con Minerva no es nada nuevo, mas esa enemistad con los caníbales empieza a ser perturbadora. Ellos son amigos, al menos eso se cuchichea, y Lucy no entiende cómo compartiendo una amistad de años, esos dos tienen tremendas batallas dialécticas sin importar dónde ni frente a quién. Ella llevaba años sin tener una amistad como tal, contaba a sus amigos con los dedos de una mano, y ese tipo de confrontaciones las había sufrido aunque nunca a ese nivel. No se le había ocurrido, hasta el momento, sacar a los caníbales en una reunión con sus amistades más allegadas, ni siquiera con sus padres, por lo que tampoco puede comparar sus vivencias personales con las batallas por el poder entre sus compañeros.

Deja caer la cabeza hacia atrás y reposa sus manos sobre la mesa. Un hastiado sonido abandona su garganta y todo empieza a agrandarse en demasía. Necesita salir de esa empresa y buscar un trabajo nuevo, sino acabará volviéndose loca.

Al mover sus manos mostrando el fastidio de sus pensamientos, Lucy vierte su bebida caliente sobre la mesa. La rubia jadea y utiliza las servilletas a su alcance para limpiar el desastre. El vaso termina en la basura y el papel es inservible, ya que el líquido se esparce todavía más y sus esfuerzos son en vano.

—¡Maldita sea! —gime con desesperación.

—Si continúas usando ese papel mancharás todavía más.

Lucy levanta la vista y encuentra un par de ojos verdes sobre ella. Él, un hombre joven y enfundado en su uniforme azul, espera a que detenga la chapucería y le permita erradicar la suciedad que ha creado.

—Lo siento muchísimo —Lucy se aparta de la mesa y se disculpa con las mejillas enrojecidas—. Déjeme que limpie esto y le dejaré trabajar sin...

Intenta alcanzar el montón de papel mojado para arrojarlo al basurero, pero él la detiene apartando su mano con un manotazo suave.

—No te molestes. —Lucy lo mira, más roja que antes, y asiente. Él no dice nada y desecha todos los elementos manchados.

El carro con los productos y otros utensilios está en el pasillo, así que entra y sale de la zona un par de veces. En uno de esos viajes, el hombre la observa de reojo y Lucy suelta una carcajada incómoda sintiéndose menos estúpida por estar en mitad de la sala, contemplando sin razón a una persona que sólo intenta hacer su tarea.

Un segundo perdón como solución a la embarazosa pillada hace que el chico sonría y Lucy huya sin despegar los ojos del suelo y las manos escondidas en los bolsillos de su chaqueta. Si hacía unos días estaba preocupada por sus zapatos y unas horas atrás por la mancha en su camisa, ahora no puede evitar verse como el centro de conversación del grupo de limpieza de la oficina.

Al retornar a su escritorio, cinco minutos tarde según las quejas de sus compañeros de mesa, la rubia se esconde detrás de la pantalla del ordenador para que el hombre no la reconozca si pasa por el pasillo o frente a ellos. El enorme carro no puede bajarse por las escaleras y el ascensor más próximo está a unos metros de su puesto. Por suerte, nadie aparece y Lucy olvida lo ocurrido hasta la hora del almuerzo. La mujer anuncia su descanso y atiende su teléfono móvil al sentirlo vibrar dentro de su cartera. Es un mensaje de Minerva ofreciéndole pasar el almuerzo juntas, a lo que Lucy acepta en cuestión de segundos. La secretaria le pide que espere en recepción y ambas saldrán juntas a buscar algo para comer.

Lucy opta por el ascensor. Se mete dentro pegada a la pantalla de su móvil y saluda por si acaso alguien comparte transporte con ella. Nadie contesta, detalle que pasa desapercibido, mas unos brazos la enjaulan al cerrarse las puertas. Lucy suelta un chillido y el aparato cae al suelo.

—¡Nos volvemos a encontrar! —celebra una voz masculina muy cerca de su oído.

Lucy se remueve y aparta al sujeto de un codazo. Él se queja y ella recoge su teléfono para pegarse a las puertas y contemplar a su asaltante. El hombre, encogido en una esquina, se soba el costado y levanta la cabeza acusando a Lucy de bruta. Ella se ofende y no tarda en contestar.

—¿No cree que es una manera un tanto peligrosa acercarse así a la gente?

La mujer traga y examina con más detenimiento al desconocido. Un cabello rosado inusual y unos ojos verdes, aunque pequeños, que ya ha visto anteriormente. Su piel bronceada le parece atractiva y, a pesar de estar contraído por el dolor del golpe, su fisonomía está trabajada. Esas manos grandes le atraen, pero no lo hacen unas uñas mal cortadas y poco cuidadas. La ropa no es acorde a lo designado como uniforme para los trabajadores, por lo que Lucy reconoce al hombre como un cliente o un trabajador adjunto de una empresa externa.

Después de blasfemar un poco más y exigir una disculpa, él estira los brazos y hace más patente cuán elaborado está su cuerpo. La camiseta no le está estrecha, pero sus músculos son visibles a través de la oscura tela. Los ojos de ella suben y bajan, y él sonríe al percatarse de ello. Lucy se sonroja y se lleva las manos a la boca.

—¡Pero si nos hemos visto esta mañana! —se excusa él subiendo los brazos, mostrando su inocencia, y Lucy frunce el ceño.

Él se acerca con cuidado de no recibir otra bufa. A medida que la distancia desaparece, Lucy se percata de la familiaridad de esos orbes verdosos y rememora, con dificultad, su reciente encuentro en la zona de las máquinas expendedoras. Sin embargo, el desconcierto es palpable en sus gestos. La voz es parecida, mas no el tono empleado y mucho menos la frialdad con la que fue recibida horas atrás. En ese momento, probablemente por la intimidad ofrecida por la falta de gente en el ascensor, él se muestra amigable, como si fuera una persona diferente a la conocida. Lucy medita si le está tomando el pelo, pero esa insistencia la toma desprevenida y decide creer.

—Gracias por ayudarme con el café —dice entera humildad. Él se rasca la nuca en un acto tímido, y la mujer se enternece—. Estoy un poco torpe desde hace unos...

—¿Tres o cuatro días?

La incursión masculina la deja sin habla. Lucy parpadea y la garganta se le seca de repente. Una risa incómoda ataca su cuerpo y no es capaz de cuestionar por qué sabe sobre su malestar y los días exactos de éste.

El extraño niega y sus pies chocan con los de ella. La distancia es efímera, unos milímetros, y el aire se esfuma ante la perplejidad de Lucy. No va a besarla, no hay intención de acosarla, mas sí aprovechar la privacidad para demostrar su verdadera naturaleza, algo a lo que continua oponiéndose a pesar de las demostraciones de su propio cuerpo.

Al final, él sólo cumple con su deber de guiarla por el camino correcto.

—¿Sabes, Luce? —canturrea juguetón, aunque sin mofa. La susodicha se eriza delante de esas llames verdes que tiene por ojos—. Deberías aprender a comer mejor. No puedes comerte al primero que se cruce en tu camino.

—¿De qué estás hablando? —tartamudea, y la conversación se torna extremadamente oscura en ese punto.

El chico de la limpieza se carcajea. Sus carcajadas son tan estridentes que retumban como tambores en sus orejas. Él suspira al volver a respirar acompasado y se limpia las pocas lágrimas recorriendo su cara. Lucy aprieta los dientes y gruñe al reparar en la cercanía que han recuperado.

No se considera una persona graciosa, aunque ese hombre puede convertirla en la humorista más reconocida de la ciudad.

—Del hombre al que casi arrancas un labio ayer —responde pegando su frente contra la de su acompañante y Lucy abre los ojos de par en par. Él ríe de nuevo, lo lleva haciendo desde el inicio de su encuentro, y esas manos atractivas queman sus hombros. La expresión atolondrada de la rubia le hace creer que no entiende a qué suceso se refiere—. ¡En la parada del autobús! —específica, y Lucy agacha la cabeza rompiendo la conexión.

Nadie estuvo presente. Lucy se aseguró de ello al recuperar la conciencia y mirar hacia todos lados buscando alguien que pudiera señalarla como un monstruo. Entonces, si no hubo espectadores, ¿cómo ese hombre podía saber lo acontecido? ¿La había estado persiguiendo? ¿Alguien había dado la voz de alarma? Lucy empieza a sudar y mueve sus dedos queriendo concentrarse y responder con inteligencia. El viaje en ascensor terminará pronto y ese desconocido no se cruzará más en su camino.

—Una pena, la verdad —El de cabellos rosas suspira al verla tan asustada. Ella deja de respirar y pone atención a los bufidos apenados del que tiene en frente. Aunque la tentación de levantar la cabeza es predominante, Lucy decide quedarse quieta y escuchar lo que tenga que decir. Él debería estar aterrado, temblando y pidiendo a sus superiores echarla por ocultar lo ocurrido no sólo con su acosador, sino con Bora. ¿También conoce la situación con su desaparecido compañero? Las manos cerca de su cuello arden y Lucy jadea con el simple roce de sus dedos sobre los restos del mordisco sufrido aquel terrible miércoles. Él abre la camisa y descubre la apenas visible marca rojiza mientras sonríe y canturrea ese mote que acaba de ponerle—. Tenía muchísimas ganas de verte cubierta de sangre y regocijándote sobre él.

La fantasía no es únicamente suya. Lucy también deseó verse en esa situación, mas la poca cordura en su mente se lo impidió. La sangre caliente mojando su piel y su boca repleta, hasta el punto de sofocarse con ella, y sus manos bien metidas dentro del cuerpo de ese humano revolviendo su interior para encontrar el órgano perfecto con el que empezar su festín.

Lucy babea y él se burla. Al tomar conciencia de sus pensamientos, la rubia siente unas tremendas ganas de llorar y sus tripas se revuelven.

—¿Luce?

Ella ignora su nombre y la agitación se hace presente. Ella no es un animal. Ella no mata a personas. Ella no es una caníbal. ¡Ella no puede ser todo eso que cuentan!

—¡No me toques! —ruge mostrándole los dientes. Lucy aparta de un manotazo al extraño y éste la contempla perplejo—. ¡Yo no soy un monstruo! —exclama y se lleva las manos a la cabeza. Sus dorados mechones se enredan entre sus dedos y las uñas empiezan a rasgar la zona—. ¡Es sólo un dolor de estómago como cualquier otro! En unos días se me pasará y todo volverá a la normalidad.

Aguanta los sollozos. No llorará delante de ese miserable, que despierta de su perplejidad y niega con la cabeza.

—Tan ingenua, Luce.

La respuesta le molesta. ¡Es este tipo quién no entiende nada!

—¡Ese no es mi nombre! —exclama y él pone los ojos en blanco.

—Lo que tú digas, Luce.

El ascensor anuncia su destino final y el hombre sale sin mirar atrás. Lucy se tambalea, al haber estado apoyada contra unas puertas que se abren de repente, y él no la socorre, simplemente abandona el edificio y se pierde entre la muchedumbre. La oportunidad de reprocharle el uso de ese apodo estúpido no es posible, ya que una voz amiga capta su atención. Minerva aparece bajando las escaleras, con ese estilo tan suyo, y su pequeño e inseparable bolso italiano siempre colgado de uno de sus brazos.

—¿Lucy? —murmura al verla encogida cerca de la salida—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?

La aludida ve la barra de labios sobresaliendo del bolso e identifica el por qué del retardo de la morena. Se limita a negar con la cabeza y ponerse de pie para llegar hasta la otra, que la espera a unos metros de la puerta.

Tan pronto como Lucy se aproxima, Minerva se percata del malestar en su rostro. No tiene nada que ver con una condición física, sino más bien con un desazón interno, algo emocional.

—Oye —masculla entre dientes pasando el chicle rosado de lado a lado de su boca. El sonido es un fastidio para Lucy, pero lo aguanta como puede. La rubia busca los ojos de su compañera y su entrecejo fruncido no augura un buen futuro—, ¿estás bien? —cuestiona con la misma gracia—. Tienes mala cara.

Lucy maldice la transparencia que la persigue y el sexto sentido de Minerva.

—No te preocupes —manifiesta con total despreocupación. Seguir ahondando en su estado anímico es una trampa—. Un rifirrafe con un compañero antes del descanso.

—¿Un compañero? —repite Minerva y se cruza de brazos con las cejas levantadas.

Las sospechas reaparecen y Lucy empieza a vacilar. ¿Qué excusa es la más idónea en estos casos? La mujer es una bruja y acabará enterándose de la verdad. Eso puede acarrear el descubrimiento de su implicación en la muerte de Bora y el ataque al desconocido en la parada del autobús. Si el chico de la limpieza sabe sobre ello… ¿quién le asegura que no ha ido esparciendo rumores por toda la oficina?

Lucy se muerde el labio y mira a su acompañante, quien ha girado el rostro e inspecciona el exterior en silencio. Sus cuidadas manos aprietan el asa de su bolso y un chasquido despierta la curiosidad de Lucy.

—¿Minerva?

La morena da un pequeño saltito y vuelve la mirada al frente. Lucy se esfuerza en buscar aquello que ha captado su enfoque, mas Minerva se coloca frente a ella e impide el hallazgo. La rubia suelta un quejido y la otra se lleva las manos a la cabeza.

—Lo siento, Lucy, pero tendrás que comer sola —anuncia repentinamente y la consternación de Lucy es evidente. Ésta quiere reprender a su amiga, pero ésta la interrumpe y explica, deprisa y corriendo, sus inesperadas razones—. Acabo de recordar que tengo una reunión con un cliente y no puedo perder el tiempo.

Discutir no servirá de nada, así que se encoge de hombros y decide ser benevolente y comer algo de las máquinas. El dolor de estómago no la ha abandonado completamente, y ponerse a vomitar en mitad de un restaurante no entra en sus planes.

—Oh, claro.

Minerva sonríe y se despide con una caricia sobre sus hombros. A diferencia del otro tipo, las manos de Minerva no arden. Esa sensación la reconforta. Sin embargo, su clavícula está demasiado expuesta y sus secretos pueden salir a la luz si no es prudente. Lucy mueve la cabeza y la marca queda escondida lo justo y necesario.

—Por cierto, Lucy, ves con cuidado —suelta al traspasar la puerta—. Estos días eres demasiado llamativa.

Lucy se queda con la palabra en la boca. Lo único que ve es a Minerva avanzar entre la gente y dirigirse hacia alguien que no puede reconocer. Se siente tentada a perseguirla, mas no se atreve por miedo a ser despedida o acusada de acoso.

La recepcionista, una chica más joven y con una sonrisa radiante, la saluda con la misma cortesía que a todos los demás.

—Deberías sentirte halagada —dice con cierto retintín. Lucy desconoce a qué se refiere—. La señorita Orland no regala piropos.

Lo que menos espera es un club de seguidores de esa mujer. Comprende la devoción por el jefe Eucliffe, inclusive por otros superiores como el señor Cheney o el señor Lohr, aunque no entiende qué mente perversa ve con buenos ojos convertirse en seguidor de un ser semejante. Minerva no es mala persona, o eso quiere pensar Lucy, pero esas manifestaciones son descabelladas.

—Lo tendré en cuenta —ríe incómoda. No por el comentario, sino por la mueca de insatisfacción de la recepcionista. ¿Quién sentiría celos por recibir cumplidos de Minerva? Las ganas de marchar de la empresa se refuerzan durante la espera a la arribada del ascensor.

Las puertas se abren y Lucy arrastra los pies hacia los botones. Es impresionante. De todos los posibles, Minerva la ha casi plantado. Qué mala pata. Si no tiene suficiente con sus molestias físicas, ahora cuenta con un ligero, pero molesto pinchazo en el pecho.

El timbre del ascensor da pie a un viaje tranquilo, donde Lucy se centra en contestar las notificaciones de su aparato mientras tararea sus canciones favoritas. En ese lapso de tiempo, procura repasar las imprescindibles para su madre y no olvidarlas como ocurrió en la última visita. Un disgusto para su progenitora, por supuesto, la cual creó una tortura auditiva a la altura de una villana de cuento.

—Parece que estás de mejor humor. —Lucy detiene abruptamente su canto y la agitación retorna.

—¿Qué haces aquí? —exige saber ella y contempla al invitado sorpresa por encima del hombro.

Él niega y se ríe. Reconoce su poco tacto en su primer encuentro, no iba a negar sus desastrosas habilidades para la comunicación, mas tampoco merece esa mirada disgustada. Él siente gusto por ella, a pesar de sus rarezas, y lo demostrará muy pronto.

Lucy alarga el brazo hacia los botones, apretar el botón de emergencias es la solución más rápida para quitárselo de encima, pero esas manos calientes envuelven su muñeca y ella gime.

—Oh, vamos, Luce —suspira él al notar su poco aguante. La fuerza ejercida no es suficiente para dejar una marca siquiera—. No tienes que fingir cuando estamos solos.

Ella se remueve y usa sus codos como armas. No le sirve, él recuerda el golpe del viaje de ida y esquiva sus movimientos con una irrisoria facilidad. Lucy no se detiene y trata de pisotear sus pies, pero él no se inmuta y termina saltando cuando amenaza con gritar como una desquiciada.

—No estoy fingiendo —responde ella sobando la muñeca. La distancia es mínima entre ellos y Lucy coge aire y protege su cuerpo con sus brazos—. Déjame en paz.

Aunque para ella suene mordaz, él lo encuentra dulce.

—Me he dejado algunas cosas en la taquilla —se defiende mostrándole las palmas limpias.

Lucy ignora sus manos y vuelve al frente, dándole la espalda y rezando para llegar a su destino de una vez por todas. Aprieta los dientes y se promete a sí misma irse de ese lugar tan pronto como una oportunidad laboral aparezca.

Un crujido hace que tiemble. Ese hombre no conoce la definición de espacio personal y decide arrebatarle ese derecho una vez más. El color de su cuerpo se pega a su espalda y Lucy traga con las manos en puño y un nudo en la garganta. El temor de ser acorralada y sufrir lo mismo que en la parada del autobús están ahí, mas el de cabellos rosas roza su oído con sus labios y vuelve a compartir sus ideas con ella.

—¿No fuiste tú quien hizo semejante espectáculo en el autobús de anoche? —presupone con esa risita que tanto asquea a Lucy. Es un payaso, no tiene dudas, y Lucy no está dispuesta a aguantar su circo. A él le importa un comino su negativa y pasa por alto un gruñido molesto—. Desataste un infierno allí dentro.

Un empujón le hace perder el equilibrio y el hombre retrocede. La imagen frente a él lo deja sin palabras. Lucy lo mira con el ceño fruncido, los ojos aguados y los dientes apretados. La respiración agitada y los puños a los lados de su cuerpo anuncian la rabia que han causado sus acusaciones. Por fin, después de tantos intentos, la verdadera Lucy se muestra ante él.

Él quiere alabarla, compartir su evidente excitación y permitirle ver el reflejo de su real naturaleza.

—¡¿Qué crees que soy?! —ruge ella y su voz distorsionada retumba por todo el cubículo metálico.

Su acompañante gime al verla en ese estado. Incluso convulsiona de gozo.

—El otro día babeabas por comerte a ese hombre —recuerda él y Lucy abre la boca, mas no puede replicar a la verdad. Él continúa con una primera batalla ganada—. ¿Realmente crees ser tan normal como dices? —otra carcajada y Lucy perderá los nervios—. ¿Desde cuándo una persona fantasea con arrancarle la piel a otra?

Un desequilibrado lo hace, y ella lleva tiempo pensando que ha perdido la cabeza. Es la única respuesta coherente que procesa su mente. Ese hombre, sin embargo, cuenta con pensamientos antónimos a los suyos. Lucy no concuerda con él. No oirá su palabrería, mucho menos abrirse a dicha posibilidad.

Ella no es un monstruo. Ella no es una caníbal.

Él sonríe, como si tuviera el poder de leer su mente, y no desiste en hacer hincapié en su razonamiento. Lucy abarrota su cabeza para no escuchar todo lo que le dice ese demonio. Sus facciones siguen mostrando rabia, esos dientes continúan amenazadores y la tensión en todo su cuerpo no ha desaparecido, mas ella intenta aislarse y salir por patas cuando las puertas se abran y su salvación aparezca.

Para asombro de la rubia, el hombre la echa del ascensor. Sin mediar palabra, él la arroja y ella suelta un sonido extraño. Los compañeros cerca del lugar se levantan a socorrerla cuando su cuerpo toca el suelo y, profundamente removida, Lucy contempla una mueca indescriptible dibujarse en los labios masculinos.

—Oye, ¡cuidado!

Creyendo que se encuentra desamparada, uno de ellos se atreve a reprochar su comportamiento al chico de la limpieza, quien obvia los gritos y abre la boca antes de encerrarse en el elevador e ir allá donde se encuentran sus pertenencias.

—Siempre has sido llamativa, Luce —dice en referencia a lo dicho por Minerva. Por medio de esas palabras, Lucy se toma conciencia de que él nunca salió del edificio, sino que esperó a acorralarla de nuevo. Ella no se inmuta y lo mira perdida en sus ojos verdes—. Sólo que ahora se están dando cuenta.


Nota de autora: El capítulo es muy largo y he decidido separarlo en dos partes. ¡Así que intentaré subir la siguiente parte en cuanto pueda! Espero hayáis disfrutado la lectura y comentad sin miedo. ¡Un besazo y nos vemos pronto!

(En unos días muy probablemente suba esta historia con mis personajes originales en Wattpad. Si os interesa leer historias originales: ¡pasaos por mi perfil en esa plataforma!)