Capítulo 3: La primera cena

...

—Mmmm… ¡Esto está tremendo! ¡Mi enhorabuena al chef!
—Se la transmitiré.

La cena transcurría con calma; con demasiada calma. La noche ya había caído y la única luz que entraba de la calle era la de esas farolas que hacen que todo lo que abarque su foco se convierta en naranja butano. Las calles, vacías, desiertas, como era de esperar durante un confinamiento, hacían que el sonido que producían nuestros cubiertos e incluso nuestras mordidas pareciese escándalo puro. Sven dormía plácidamente en un lateral del sofá, y Anna parecía querer contarme algo pero no lograba animarse a dejar salir su voz. Al tercer intento tuve que intervenir.

—¿De verdad voy a tener que sacar el vino para que me digas lo que tienes en mente?

Anna rio algo avergonzada y me dejó ojiplático. No sabía que aquella mujer escandalosa y descarada podía llegar a sentir vergüenza.

—No, es sólo que… no encuentro el momento para contarte qué hago aquí; parece muy forzado. Pero supongo que mereces saberlo. Quiero decir, me has dejado tu… ¡casa! sin conocerme si quiera.
—¿Y esa pausa? —pregunté sabiendo que la respuesta era que mi pequeño cuchitril no podía ser considerado una casa por ella. Probablemente venía de un hogar mucho más acomodado.
—Bueno, lo cierto es que… estoy acostumbrada a… espacios más abiertos.
—Muy sutil —observé riendo—. Sabes que no tienes por qué contármelo si no quieres, ¿no?

—Quiero hacerlo. Necesito hablar con alguien.

—Está bien, te escucho.
—Lo cierto es que sí que tengo casa. Bueno, la de mis padres, ya sabes. Y es grande y lujosa. Mi madre es notaria y mi padre abogado y, digamos que vivimos bastante bien.

—¿Y lo de que no tienes un lugar donde vivir?
—Bueno, es una casa, pero no es muy acogedora, ¿sabes? Mis padres tenían unas expectativas muy altas puestas en mi hermana y en mí; querían que continuásemos con el negocio familiar, pero ninguna de las dos se ha sentido atraída nunca por él. Mi hermana, se fugó de casa con su novia nada más cumplir los dieciséis años y se puso a trabajar como decoradora de fiestas de temática invernal.
—La reina de las nieves.
—Sí, ése es el nombre de su empresa. Y la verdad es que les va muy bien. Pero, desde que ella ya no entra en su lista de "herederos", me están presionando mucho más. Yo tenía trece años sólo y, desde entonces, me controlan muchísimo más para que no pase lo mismo que con Elsa. Casi no puedo ver a nadie, tengo profesores particulares, no salgo de casa si no es con ellos… Y, por mucho que no tenga interés en el negocio, no tengo la menor idea de a qué dedicarme y no sé cómo negarme. Ya tengo edad de pensar en qué especializarme, ¡ya tengo dieciocho! Me estoy quedando sin tiempo.

—Y, si no te dejan salir, ¿cómo has llegado hasta aquí?
—Me escapé. Le pedí dinero a mi hermana y me fui de allí.
—Entonces, ¿estás huyendo de tus padres?

—No exactamente, estoy intentando conocer mundo y gente diferente, ver otras formas de trabajo… lo que sea que me dé una pista de qué tipo de trabajo o estudios podrían hacerme feliz.
—Entiendo. Y, ¿no han puesto ningún tipo de denuncia de desaparición?
—Nop. Saben por qué me he ido, les dejé una nota. También saben que Elsa me ha ayudado. Y, por supuesto, y como razón principal, no quieren mala prensa.
—Pero, hoy estabas intentando volver a casa, ¿no?
—Sí. Llevo un mes y medio dando tumbos. No puedo seguir tirando así del dinero de mi hermana y mis padres no me apoyarían en esto. Y, al final, después de todo este tiempo, estoy igual que cuando empecé. Sólo me queda volver y resignarme a estudiar derecho o algún rollo de esos. Me dan escalofríos de sólo pensarlo…
—Bueno, ahora tienes una buena excusa para no volver en una temporada. Puede que no puedas salir, pero quizás este tiempo te sirva para pensarlo bien y encontrar una solución.

Anna me sonrió con ternura y sentí cómo mis tripas me avisaban de su presencia.

—El tiempo lo dirá —concluyó al fin—. Y cuéntame, ¿cuál es tu historia? ¿Qué hace tremendo noruego viviendo en este cuartucho de un país lejano?
—Oh, bueno… Digamos que mi origen es un poco diferente al tuyo. No tengo ni idea de quiénes son mis padres. Crecí en un orfanato hasta que me adoptó mi familia cuando tenía 8 años.

—Oh, cuánto lo siento… ¿Fue muy duro?

La preocupación en su rostro parecía sincera, pero no me sentía a gusto contando mi historia. Las caras de pena no hacían que uno se sintiese mejor.

—Está bien. No era un lugar cómodo, sin duda. Allí no hay nadie que se preocupe sinceramente por ti y las peleas están a la orden del día, pero por lo demás fue bastante pasable. Comía bien, tenía ropa de abrigo y un techo. También hice algún que otro amigo, aunque desde que me adoptaron no he vuelto a saber de ninguno de ellos.
—¿Y tu familia? ¿Son buenos?
—Son una gente estupenda. Me tratan con mucho cariño siempre y me cuidaron como nadie lo había hecho. Pero era una familia muy humilde, y eran muchos, muchos, y todos ellos bajitos y dicharacheros. Y yo, dentro de lo agradecido que me siento, nunca sentí que fuese realmente uno más y, sobretodo, no quería abusar de su amabilidad. Una boca más en aquel hogar no era cualquier cosa.
—Así que, ¿te fuiste?
—En cuanto tuve edad de empezar a trabajar empecé a buscar, pero es difícil encontrar trabajo siendo tan joven y con los estudios a medias como los tenía, por lo que fui de trabajillo en trabajillo mientras estudiaba durante un año hasta que un turista me ofreció el trabajo que tengo ahora.
—¿En qué trabajas?
—Soy conserje de un instituto. Nada muy glamuroso, pero se me da bien y no me toca tratar mucho con la gente.
—¿Eres un lobo solitario?
—No diría tanto. Sólo no me siento muy cómodo con la gente. No es que me molesten ni nada, pero me he acostumbrado a estar siempre un poco a mi aire y se me hace difícil coordinarme con los demás.
—Y, ¿aun así me ofreciste tu casa?
—Necesitabas ayuda.
—Así que eres un buen chico.
—Sólo a veces.
—Bueno, pues yo sí voy a abusar de la amabilidad de este buen chico y me voy a ir a dormir. Estoy cansada.
—Está bien. Que descanses. En cuanto recoja esto apagaré las luces.
—No te preocupes, ni las luces ni el ruido turban mi sueño.
—Por alguna razón no me sorprende.

Anna se levantó y rebuscó en su maleta hasta dar con un arrugadísimo pijama. Entonces, con él hecho un gurruño en su brazo, se metió al baño mientras arrastraba los pies.

Como unos cinco minutos después salió de allí con el pijama puesto y el pelo suelto cayéndole sobre los hombros. Una imagen más hermosa de lo que esperaba encontrar antes de irme a dormir. Se tumbó en la cama, se arropó y me miró con una somnolienta sonrisa.

—Kristoff.
—¿Sí?
—Gracias.

Fue sólo una palabra, pero había tanto detrás de ella que me caló hasta las entrañas.

—No hay de qué.

Y con la misma sonrisa, cerró los ojos y me dio la espalda confiándole su vida a un completo extraño.