Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Judy Christenberry, yo solo hago la adaptación. Pueden encontrar disponible todos los libros de Judy en línea (Amazon principalmente) o librerías. ¡Es autora de historias maravillosas! Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.


Isabella lanzó una furiosa mirada al coche que tenía detrás por el espejo retrovisor. No le culpaba por su impaciencia, pero no le había gustado que la pitaran, lo consideraba una grosería. Le hizo pensar en el hombre que tenía al lado.

—¿Por qué has dicho eso?

—Porque es la verdad.

—No sabía que hubieras estado casado, Alice no lo ha mencionado.

Repasó las conversaciones que había mantenido con su vecina respecto a Edward.

Alice siempre hablaba bien de su hermano, lo consideraba maravilloso, pero nunca había mencionado a una cuñada.

—¿Habláis de mí tú y Alice? —preguntó él bruscamente, como si eso lo ofendiera.

—No, yo no hablo de ti, pero Alice sí lo hace.

—Quizá no haya mencionado a mi ex mujer porque no la soportaba; sobre todo, después del divorcio —Edward miró por la ventanilla—. Madison está ahí delante.

A Isabella la irritó enormemente que se lo recordara.

—No se me ha olvidado.

No volvieron a hablar hasta que Isabella entró en la avenida Madison, al igual que otros coches.

—¿Por qué te recuerdo a tu ex? Alice y yo nos llevamos muy bien —pronunció Isabella.

—Me recuerdas a ella porque llevas un traje de vestir para hacer un viaje en coche de quince horas en circunstancias poco agradables.

Isabella volvió la cabeza y se lo quedó mirando.

—¿Tu ex hacía muchos viajes largos en coche con traje de vestir?

—Puedes seguir avanzando, los coches ya están andando —dijo él indicando la calle.

Isabella mantuvo los ojos fijos en el tráfico, no iba a volver a cometer la torpeza de pararse y perder la concentración.

—Mi esposa no hacía largos viajes en coche, pero siempre insistía en ir vestida a la moda, al margen de las circunstancias.

A Isabella le sorprendió que Edward hubiera contestado a su pregunta. Luego, pensó que ese hombre estaba siendo muy duro con su ex esposa. Al fin y al cabo, no tenía nada de malo querer estar presentable. Sin embargo, no iba a discutir con él.

—Mira el plano y dime qué calle es la mejor para salir a la autopista —dijo Isabella sin quitar los ojos del tráfico—. Cuanto antes salgamos a la interestatal, mejor.

—¿Te vas a fiar de lo que yo te diga?

Isabella ignoró la tentación de lanzarle una mirada asesina. Si lo hacía, la pitarían otra vez.

—Sí.

Edward examinó el plano y sugirió que torciera en el cruce siguiente, que tomara la avenida Central. Solo les llevó un par de minutos llegar al cruce y girar.

Isabella jadeó al torcer y tomar el carril que tenía que tomar.

—¿Qué pasa? —preguntó Edward mirándola.

—Ha empezado a nevar —murmuró ella viendo unos grandes copos de nieve en los cristales del coche.

Tras un momento de silencio, Edward preguntó:

—¿Quieres volver? ¿Prefieres no hacer el viaje?

— ¡No! Yo voy a ir, pero tú puedes quedarte si lo prefieres.

—No, yo quiero ir a casa.

—¿Por qué has venido a Chicago si tan poco te gusta?

Isabella comprendía la actitud de Edward respecto a Chicago, a sus hermanos les ocurría lo mismo con las grandes ciudades. Incluso ella misma... No, no quería pensar en eso. No podía permitirse el lujo de admitir que no le gustaba Chicago.

—¿Conoces a Brad, el marido de Alice?

La preguntó sorprendió a Isabella.

—Claro que lo conozco.

—¿Qué te parece?

Isabella miró a Edward de soslayo.

—¿Por qué?

—Es una pregunta muy simple.

—¿Es que no conoces a Brad?

—Muy poco. Le he visto en un par de ocasiones: la primera vez, en su boda; la segunda, estuve con él un par de horas durante las navidades del año pasado.

—Y no te gusta —declaró Isabella, y no era una pregunta.

Lo que ese hombre pensaba de su cuñado era evidente.

—No lo conozco.

—¿Y por eso me preguntas mi opinión sobre él? ¿Y se lo preguntas a una mujer que te recuerda a tu ex?

—Olvídalo —Edward volvió la cabeza y miró por la ventanilla.

Pero Isabella no podía olvidarlo.

—Me parece un hombre muy simpático. Completamente dedicado a Alice.

—¿Sí? —Edward frunció el ceño—. ¿No ha intentado... nada contigo?

—¿Conmigo? ¿Cómo puedes pensar semejante cosa siendo vecinos? —Isabella estaba perpleja—. Y aunque lo hubiera hecho, yo jamás...

—Alice me llamó ayer, llorando.

—Y tú has pensado que...

—No sé qué pensar. Ella no ha querido decirme qué le pasa. He venido en avión esta mañana para ver si podía hacer algo, pero Alice se ha negado a decirme nada. Y ahora, no quiere que Brad se entere de que he venido a verla.

Sus temores se confirmaban. La forma de vestir de Edward le había recordado a sus hermanos; ahora, su comportamiento protector respecto a su hermana volvía a recordárselos.

—Todos los matrimonios tienen altibajos, todas las parejas tienen problemas de vez en cuando, problemas que ellos mismos tienen que solucionar. El hecho de que Alice sea tu hermana no significa que tú puedas solucionarle la vida —declaró Isabella haciendo un esfuerzo por mantener la calma.

—Gracias, doctora Joyce Brothers.

El sarcasmo la irritó aún más. De ser por sus hermanos, ella estaría reclinada todo el día sobre almohadas de seda y ni siquiera habría aprendido a andar, y mucho menos a defenderse por sí misma. Eso era lo que la había obligado a salir de casa. Ahora se daba cuenta de lo mucho que Alice y ella tenían en común.

—¿Les has oído pelearse alguna vez?

—No —respondió Isabella.

En realidad, tenía cierta envidia de Alice; una envidia sana, por supuesto. Alice y Brad se adoraban. Ella, desde que había salido de su casa, sentía la necesidad de tener una relación que pudiera llevar al matrimonio.

Siempre y cuando el hombre elegido comprendiera que ella era dueña de sí misma.

Isabella se alegró de estar concentrada en la conducción cuando llegaron a la autopista porque, al aumentar la velocidad, las ruedas le patinaron un poco. Inmediatamente, desaceleró.

—Será mejor que vayas despacio —le aconsejó su compañero.

—¿En serio? ¿Estás seguro de que no debería acelerar?

Él volvió la cabeza y la miró fijamente.

—Estaba siendo sarcástica —le explicó Isabella, hablándole como si fuera un niño pequeño.

—Gracias por la aclaración.

Isabella encogió los hombros. La nieve empezó a caer con más fuerza. Con un poco de suerte, se alejarían hacia el sur lo suficiente como para escapar a la tormenta.

Edward no volvió a hacer ningún intento por conversar con esa mujer. Había sido una estupidez por su parte comentarle a Isabella que su hermana lo tenía preocupado. Además, la opinión de ella no le parecía de fiar. Al fin y al cabo, Isabella era una mujer que, en medio de una tormenta de nieve, conducía vestida con un traje de diseño.

A su ex esposa le impresionaba cualquier persona con dinero; ni inteligencia ni la ética de las personas tenían valor comparado con sus cuentas bancarias.

Sabía que Brad ganaba dinero; pero él quería que su hermana fuera feliz, no que fuera bien vestida. Quería que el marido de Alice la quisiera, no que le comprara cosas. Bueno, también quería que se las comprara, pero no que eso fuera lo más importante. No quería que Alice tuviera la clase de matrimonio sin amor que él había tenido.

Mientras Isabella manejaba el volante, Edward se fijó en sus manos. Eran unas manos suaves y bien cuidadas, pero llevaba las uñas cortas y el esmalte era transparente. Solo llevaba un anillo: un ópalo con brillantes.

—Bonito anillo. ¿Un regalo?

—Sí.

Eso significaba que había un hombre en su vida, un hombre dispuesto a hacerle regalos caros. Pensó en cuando se enamoró de Jessica; por aquel entonces, él le regalaba todo lo que a ella se le antojaba... Hasta que se dio cuenta de que era lo único que Jessica deseaba; el amor y los sentimientos no significaban nada para esa mujer.

Al oír a Isabella jadear, Edward salió de su ensimismamiento y se fijó en la carretera. El coche que acababa de pasarles estaba patinando y se libró de milagro de irse al otro carril y chocarse con la valla de protección.

—¿Estás bien? —preguntó Edward para saber si Isabella era capaz de continuar conduciendo.

—Sí —respondió ella con un suspiro—. ¿Crees que deberíamos pararnos para ver si necesitan ayuda?

—No creo que podamos hacer gran cosa. Lo que sí podríamos hacer es llamar al 911.

—Tengo el móvil en el bolso. ¿Te importa llamar? No quiero dejar de conducir.

Edward sacó el teléfono móvil del bolso de Isabella y llamó para informar del accidente. Después de colgar, dijo:

—Van a mandar un coche de policía inmediatamente.

—Gracias.

—Iban a demasiada velocidad —añadió Edward.

Isabella, con la mirada que le lanzó, le indicó que había captado el mensaje. Sin embargo, ella iba bastante despacio.

Edward se miró el reloj. Eran casi las tres. Llevaban casi dos horas en el coche y aún no habían salido de Chicago.

Ella debió haber notado que se miraba el reloj porque preguntó:

—¿Qué hora es?

—Casi las tres.

Aunque frunció el ceño, Isabella no hizo ningún comentario.

Edward se puso más cómodo en el asiento.

—Cuando te canses de conducir, dilo y lo haré yo.

Isabella tardó un minuto en contestar.

—En Oklahoma no nieva demasiado.

¿Dudaba de su habilidad para conducir en la nieve?

—Viví en Nueva York casi diez años.

—¿En la ciudad de Nueva York? Creía que, allí, la mayoría de la gente no conduce por la ciudad.

—Teníamos una casa en las afueras de Nueva York, una casa de fin de semana; íbamos mucho en invierno para esquiar.

A él le gustaba esquiar; sin embargo, cuando vivía allí, lo que no le gustaba era la panda de amigos a los que su mujer solía invitar. Eran amigos de ella, no suyos.

—No creo que puedas esquiar mucho en Apache.

—No. Pero desde que he vuelto allí, he hecho algunos viajes a Colorado.

—¿A qué te dedicas?

—Tengo un rancho y lo trabajo.

—¿Y en Nueva York?

—En Nueva York era agente de bolsa, Y había sido uno de los mejores. Eso le había permitido ahorrar el dinero suficiente para volver a Oklahoma y comprar un rancho, incluso después del divorcio.

—¿Echas de menos el trabajo de agente de bolsa?

—No.

Cosa que era totalmente cierta. No obstante, Edward no mencionó que aún compraba y vendía acciones con su dinero, era su forma de invertir. También estaba haciendo inversiones para Carlisle, el encargado de su rancho que, a la vez, era su mejor amigo y su maestro. Quería ayudar a Carlisle a lograr su sueño.

De repente, mientras miraba por la ventana, Edward se dio cuenta de que nevaba más copiosamente.

—¿Puedes ver bien con esta nieve? Quizá, ahora que todavía podemos, deberíamos parar y buscar un hotel para pasar la noche. Mañana podríamos levantarnos temprano y continuar el viaje.

—No, quiero seguir. Tengo ruedas especiales para la nieve en el maletero.

Edward no hizo más comentarios. Si protestaba, Isabella era capaz de parar y dejarlo tirado en medio de la carretera. Además, tenía que admitir que esa mujer sabía conducir en la nieve; sin embargo, no estaba seguro de que pudiera hacerlo durante mucho más tiempo.

Una hora más tarde, la nieve acumulada en la carretera tenía varios centímetros de espesor. Edward agarró su chaqueta forrada con piel de cordero del asiento de atrás y se la echó por encima. Isabella, que de vez en cuando temblaba, no dijo nada.

Edward, cómodo y caliente mientras ella tiritaba, se sintió un miserable, pero le había ofrecido conducir y ella se había negado. Y también le había preguntado si no iba a llevar un abrigo. Y ella, en ambas ocasiones, poco menos que le había ladrado.

Por lo tanto, guardó silencio.

—Una vez que lleguemos a San Luis no creo que tengamos ya problemas con la nieve —dijo ella de improviso.

—Eso no lo discuto —pero Edward dudaba de que llegaran tan lejos.

—O incluso a Springfield —añadió ella lanzándole una mirada esperanzada.

Edward continuó mirando hacia delante. Entonces, pasaron una señal que indicaba la salida a una ciudad llamada Pontiac.

—¿A cuánto está Pontiac de Springfield?

—No lo sé exactamente.

Edward abrió la guantera y sacó el mapa del Medio Oeste. Hizo los cálculos y miró a Isabella.

—Creo que está a unos ciento treinta o ciento cuarenta kilómetros.

Isabella apretó los labios y no contestó.

Él tampoco dijo nada, pero no creía que lograran recorrer ciento cuarenta kilómetros antes de la media noche.

Por fin, Edward dijo:

—Si quieres, podríamos parar y buscar un sitio en el que pasar la noche. Sabes tan bien como yo que no vamos a poder viajar hasta Oklahoma con este tiempo sin parar.

Isabella sacudió la cabeza.

—Iremos más rápido una vez que hayamos pasado lo peor de la tormenta de nieve.

Era una mujer muy obstinada.

—¿Te importa si pongo la radio? —preguntó Edward—. Puede que den el informe meteorológico.

—No, claro que no me importa. Es una buena idea —Isabella no esperó y fue a encender la radio.

—Deja, ya me encargo yo de la radio, tú sigue conduciendo —comentó Edward.

Isabella retiró la mano y volvió a ponerla en el volante, dejándole la radio a él.

—Mira, aquí están dando el informe meteorológico —anunció Edward—. Prevén que la tormenta de nieve va a intensificarse durante las próximas horas, pero que amainará a partir de mañana por la mañana.

— ¡Mañana por la mañana! —exclamó Isabella.

Edward no dijo nada. No creía que instar a Isabella a que se rindiera a los elementos serviría de gran cosa. Esa obstinada mujer probablemente se negara por el solo hecho de no seguir el consejo de un hombre. Comprendía que las mujeres se resistieran al dominio masculino, pero no a costa del sentido común.

—Isabella, la nieve tiene un espesor de casi quince centímetros, no creo que podamos avanzar mucho en estas condiciones. ¿No quieres que busquemos un sitio donde pasar la noche ahora que todavía podemos? —dijo Edward por fin.

Isabella no contestó. Por el contrario, se inclinó hacia delante, los ojos pegados a la carretera.

Edward suspiró.

Bruscamente, Isabella puso el intermitente, sorprendiendo a Edward.

—¿Vas a parar? —preguntó él. Ella, con gesto muy serio, asintió.

—Según esa señal, hay un pueblo aquí. Supongo, que será mejor que paremos ahora que todavía podemos.

—Buena idea —respondió él, como si la idea hubiera sido de Isabella.

La salida era cuesta abajo y, mientras descendían, las ruedas del coche patinaron en varias ocasiones. Cuando llegaron abajo, descubrieron otra señal que indicaba que el pueblo estaba a otros seis kilómetros de donde se encontraban.

— ¡Maldición!—exclamó Isabella.

—No te preocupes, lo conseguiremos —le aseguró Edward.

Seis kilómetros en una carretera plana era mucho más fácil que subir de nuevo hasta la autopista.

—¿Quieres que conduzca yo?

Isabella le lanzó una furiosa mirada.

—No.

Edward contuvo la respiración y se recostó en su asiento en un intento por dar la impresión de estar completamente relajado.

Media hora más tarde, llegaron a las estribaciones del pueblo de Witherspoon.

—¿Dónde está el pueblo? —preguntó Isabella frustrada.

—Creo que ahí hay unos cuantos edificios. Sigue adelante.

Edward tenía razón. Por fin, pasaron por una gasolinera, cerrada; una tienda, con luces apagadas; un par de casas y, por fin, el letrero de neón de un... «hotel».

—Creo que debería poner «motel» —comentó Edward con una carcajada.

—Espero que tengas razón —Isabella giró en dirección al supuesto motel y paró el coche en la zona de aparcamiento.

Edward miró a su alrededor y supuso que podrían considerarse afortunados si conseguían una habitación. El aparcamiento estaba casi lleno.

—Ahí está la oficina de recepción —dijo él señalando hacia la derecha—. Si quieres, como tengo el abrigo puesto, puedo salir a preguntar si tienen habitaciones libres.

—Sí, gracias.

Sorprendido de que Isabella hubiera accedido sin objeciones, Edward salió apresuradamente del coche y corrió hacia la oficina.

Tan pronto como entró y cerró la puerta, se sacudió la nieve que le había cubierto en cuestión de segundos y se aproximó al mostrador.

No había nadie, pero inmediatamente vio una campanilla. Después de hacerla sonar, oyó pasos. Entonces, la puerta que había detrás del mostrador se abrió y un hombre de edad avanzada apareció.

—Buenas tardes. No lo he oído entrar. Siento haberle hecho esperar —dijo el hombre con una sonrisa—. No solemos estar tan ocupados.

Edward supuso que ese hombre tenía razón. Por lo que había podido ver hasta el momento, no creía que Witherspoon atrajera a muchos viajeros. Por supuesto, debido a la tormenta de nieve, podía estar equivocado.

—Tiene suerte, nos queda una habitación libre — anunció el hombre—. ¿La quiere?

Edward frunció el ceño.

—¿Solo una? Necesitamos dos.

—Lo siento, joven, pero solo me queda una. Si no la quiere, bien. No creo que pase mucho tiempo antes de que venga otro y se la quede.

Edward estaba seguro de que ese hombre no decía la verdad.

—¿Hay algún otro motel en el pueblo?

—No, este es el único.

En ese momento, Edward oyó el motor de otro coche acercarse por la carretera. No quería seguir el trayecto en medio de aquella tormenta, era peligroso.

Rápidamente, reservó la habitación y sacó su tarjeta de crédito.

—Verá... el precio ha subido un poco debido a la tormenta. He tenido que contratar más personal para preparar todas las habitaciones —dijo el hombre, evitando la mirada cínica de Edward.

No lo sorprendió ver que el precio era excesivo, era de esperar. En realidad, supuso que, en condiciones normales, a ese hombre le costaba mucho ganarse la vida.

Esperó a que el hombre le devolviera la tarjeta de crédito mientras pensaba en cómo iba a reaccionar Isabella cuando le dijera que iban a compartir una habitación.

El hombre le dio la llave. Y Edward, justo cuando puso la mano en el pomo de la puerta para salir, volvió la cabeza.

—Es una habitación con dos camas, ¿verdad?

El hombre se lo quedó mirando y a Edward, de repente, se le hizo un nudo en el estómago.


Ohhhhhh, ¿les tocara compartir cama? Edward y Bella necesitan (urgentemente) relajarse. Ella, que saca las garritas al primer comentario y él que no deja de comprarla con su ex. Lo dicho, tal para cual. Y esas sospechas que Edward tiene sobre el esposo de Alice, ¿será cierto? Alice pareció bastante triste y nerviosa en el capítulo anterior.

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Ariam. R.


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