Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)
CAPITULO 4
Una tormenta de otoño refrescó el ambiente y dejó el firmamento londinense cubierto de nubes. Las ruedas del lando traqueteaban sobre las calles adoquinadas y embarradas mientras se precipitaba, tambaleando, en dirección a los muelles. Bella, en el asiento trasero, estaba tranquila junto a lady Jenks. La mujer le hablaba con dulzura y, de vez en cuando, le alisaba con ternura uno de sus rizos negros y lustrosos o le cogía suavemente la mano. Era la única demostración del nerviosismo que las invadía por el doloroso momento que se aproximaba. Bella observaba a menudo el rostro imperturbable de su marido, sentado junto a lord Jenks, delante de ella. Se apretujaba contra la esquina del carruaje para amortiguar las sacudidas y, de vez en cuando, echaba una ojeada a su esposa. Lord Jenks trató varias veces de entablar una conversación con él, pero no tuvo éxito. Edward le devolvía respuestas breves y evasivas con el único propósito de no caer en la descortesía.
El carruaje casi volcó al tomar una curva, recorrió una estrecha calle cercana al muelle, cruzó una plazuela enfangada y finalmente, se detuvo al abrigo de un edificio enorme. Un pequeño cartel agitado por el viento rezaba sobre la puerta: «Almacén de Charleston.»
Edward se apeó silenciosamente del carruaje y se volvió hacia Bella.
—Dispones de algún tiempo para despedirte —anunció—. Necesito que el agente del almacén asigne a mi barco una gabarra.
Dicho esto, se alejó resueltamente. El viento alborotaba su cabello y el encaje de los puños. Bella lo siguió con la mirada hasta la entrada del almacén. Luego volvió lentamente a mirar a lady Jenks, a quien encontró sollozando, muy afligida. No había podido reprimir por más tiempo el dolor que le causaba la separación. Bella se abrazó a la mujer y, a través de sus lágrimas, ambas compartieron la pena de una niña sin madre y de una mujer sin hijos. Lord Jenks se aclaró la garganta y, tras unos instantes, la muchacha se separó.
El anciano le tomó la mano, mirándola a los ojos.
—Estáte tranquila, pequeña —la consoló—. Muy pocas separaciones son para siempre. Quién sabe cuándo nuestros caminos volverán a encontrarse y podremos compartir nuestras vidas de nuevo. Cuídate mucho, mi niña.
Bella lo abrazó impulsivamente y le dio un beso en la mejilla.
—Por favor ¿vendrás a verme antes de que zarpemos?—rogó.
—No, no debemos, Bella —respondió el hombre—. Ya hemos forzado la ira de tu marido lo suficiente. Es mejor que nos despidamos aquí. Es posible que dentro de un tiempo nos perdone, pero ahora es mejor dejar las cosas como están.
Bella se abrazó a lady Jenks de nuevo.
—Te echaré de menos —afirmó llorando. La mujer agarró a la muchacha con fuerza.
—Tendrás a tu marido, mi amor, y pronto a un hijo. Tendrás muy poco tiempo para pensar en nosotros. Pero algo me dice que serás mucho más feliz con él de lo que serías si te quedaras aquí. Ahora ve, querida. Ve a buscar a tu enojado esposo. Y Bella, recuerda que el amor y el odio son dos caras de la misma moneda.
Bella se desasió de lady Jenks a regañadientes y se dispuso a abrir la puerta del lando. Oyó cómo su marido hablaba enérgicamente con un marinero. Comprendió que ya había regresado y que la estaba esperando junto a los caballos. Se secó las lágrimas, abrió la puerta y se levantó las faldas del vestido para descender del carruaje. Edward se apresuró a ayudarla, cogiéndola por la cintura. Sus ojos se encontraron y, por una vez, el hombre no se burló del llanto de su esposa. La bajó con suavidad. Luego cogió las capas y un fardo con los regalos de lady Jenks que su esposo le tendía.
Bella se alejó mientras Edward hablaba en voz baja con los Jenks.
El Fleetwood estaba anclado a unos cien metros del muelle, esperando su turno para ser cargado. Justo delante de la proa del navío, cuatro marineros en un bote remaban en dirección hacia ellos. En la popa, un hombre mayor bastante agitado les animaba a que continuaran remando, con frases pintorescas.
Más cerca, en el muelle, el ambiente era un caos de sonidos, olores y colores.
Marineros apestosos por la juerga de la noche anterior holgazaneaban junto a prostitutas vulgares y sucias, que se vendían atrevidamente, esperando sacar un poco de dinero o conseguir, por lo menos, el techo y el sustento de esa noche. Las ratas chillaban con estridencia sobre los desperdicios esparcidos en la cuneta y huían despavoridas cuando algún pilluelo las golpeaba con una piedra. Podían oírse las risas agudas de los golfillos harapientos que correteaban por el muelle esquivando la basura y desapareciendo por las callejuelas.
Bella se estremeció al recordar que había estado dispuesta a dar a luz a un bastardo y a criarlo en esas calles. Al menos ahora el niño viviría bien. ¿Qué importaba que no fuera una esposa amada? Su hijo tendría un padre, aunque fuera un marinero, y un hogar.
La vida de un capitán de barco se resumía en la escena miserable y mugrienta que tenía ante ella y en el barco que había un poco más allá. Todavía no sabía el lugar que ocuparía en la vida de su marido. De lo único que estaba realmente segura era de que iba a ser la madre de su hijo. Si Edward se la llevaba con él en viajes futuros o la dejaba convenientemente en tierra, era una decisión únicamente de él y en la que ella tenía poco o nada que decir. Tendría que enfrentarse a la vida con la cabeza bien alta, aprovechando los pequeños placeres que su marido le permitiera y estándole agradecida. Con el tiempo, tal vez, no le importaría que el amor no hubiera llamado a su puerta.
Sus pensamientos se desvanecieron de golpe cuando su marido le tocó la espalda. Se había acercado a ella sigilosamente, sobresaltándola. Al notar que su cuerpo frágil temblaba, Edward le echó su capa por encima.
—Debemos subir al barco —murmuró. La cogió del brazo y la guió a través de mercancías amontonadas, cuerdas y redes enrolladas. El bote se aproximaba al final del embarcadero. Al llegar al muelle, el hombre más menudo saltó a tierra y corrió hacia ellos. Se quitó el gorro y, al ver a Seth, el grumete y sirviente de su marido, Bella se sobresaltó. El hombre hizo una tosca reverencia y se dirigió a su capitán.
—Pensábamos que debía regresar ayer, capitán —comentó el marinero—. Casi lo dimos por perdido. Estuve a punto de coger unos hombres y barrer la ciudad. Nos ha dado un buen susto, capitán. —Y con una nueva reverencia, se dirigió a la joven—: Hola, señora.
—Nos entretuvimos en casa de lord Jenks —replicó Edward.
Con un gesto de asentimiento y, volviéndose a colocar la gorra sobre la reluciente coronilla, ayudó a su capitán con las maletas caminando detrás de ellos en dirección al barco. El primero en descender al bote fue Edward, que cogió en brazos a Bella y la depositó junto a él en la proa. Seth le pasó los fardos y el cabo. Luego descendió por la escalera, ocupó su puesto en la popa y asió la caña del timón.
—¡Ánimo, marineros! —gritó enérgico—. ¡Es hora de zarpar! ¡Levad anclas!
¡Remos al agua! Bogad... bogad, bogad. Como no nos demos prisa esta señora se nos va a congelar. Así que, señoritas, remen con fuerza.
El pequeño bote rodeó la popa de un buque mercante que estaba anclado y prosiguió adelante en dirección al Fleetwood. La brisa sacudió el pequeño faro que iluminaba la embarcación y unas gotas de agua de mar heladas salpicaron el rostro de Bella, dejándola sin aliento y provocándole un escalofrío. Se arrebujó en los pliegues cálidos de la capa de Edward, pero el bienestar duró escasos minutos, pues la combinación de los elementos provocó la aparición de nuevas incomodidades.
La proa del bote rompía las olas, ascendiendo y descendiendo bruscamente entre ellas. La falta de costumbre hizo que el estómago de Bella se revolviera y, con cada nueva zambullida, aumentaran las náuseas. Lanzó una mirada inquieta a su marido, que estaba sentado de cara al viento, disfrutando de las olas, y se tapó el cuello con las manos.
Si vomito ahora, me odiaré durante toda mi vida, pensó la joven, furiosa.
Mientras sus manos palidecían, su rostro fue adquiriendo un tono verdoso, como el del mar. Casi había ganado la batalla cuando, próximos al buque, alzó la vista hacia los mástiles enormes que se balanceaban por encima de ella en un movimiento opuesto al que ella sentía, y se le escapó una arcada.
Edward observó su rostro pálido y angustiado, luchando por controlar las náuseas, y actuó sin dilación. La rodeó con sus brazos, inclinó su cabeza por la borda y dejó que la naturaleza se resolviera en el agua.
Minutos después, la joven sufrió una última sacudida y se enderezó, odiándose a sí misma. Avergonzada y humillada, no se atrevió a levantar la vista. Edward humedeció un pañuelo y se lo colocó sobre la frente.
—¿Te sientes mejor ahora? —inquirió el hombre. El movimiento había cesado con la embarcación a sotavento del buque. Bella asintió débilmente mientras Seth arrimaba el bote al casco de la nave.
Edward amarró los cabos de proa y el viejo marinero hizo lo mismo con los de popa. Luego el capitán se encaramó a la escalera y se volvió para llamar a Bella.
—Vamos, ma petite, te ayudaré a subir a bordo.
La joven se acercó a él con cuidado y colocó un pie sobre la escalerilla. Edward la rodeó con un brazo y la subió a la cubierta del navío, luego volvió a interesarse por el paquebote. Bella se encontró sobre lo que parecía una contusa maraña de cabos, cables y palos, sobre los que dominaba un mástil enorme que se balanceaba suavemente apuntando al cielo. Las entrañas del barco crujían, chirriaban y gemían casi melódicamente, con un ritmo que encajaba a la perfección con los movimientos de la embarcación, dando la sensación de que estaba vivo. Olía a limpio y a sal. Al contemplarlo, la muchacha se percató de que todos los objetos estaban pulcramente dispuestos; los cabos recogidos, los pernos y cubos almacenados. Una sensación de orden reinaba en todo el buque. Edward regresó a su lado.
—Tendrás que cambiarte el vestido, Bella —comentó—. Te compré algunas cosas antes de descubrir que habías desaparecido. Están en mi camarote. —Arqueando una ceja burlonamente, añadió—: Supongo que ya conoces el camino.
La muchacha se ruborizó intensamente y miró indecisa hacia una de las puertas bajo el puente de mando.
—Sí, ya veo que lo conoces —añadió el capitán—. Encontrarás la ropa en mi baúl.
Me reuniré contigo dentro de un momento.
Despedida de esa manera, se alejó en dirección a la puerta. Antes de abrirla, se volvió para echarle una ojeada a su marido, enfrascado en una profunda conversación con Seth; parecía haberse olvidado ya de ella.
El camarote era tal y como lo recordaba, compacto y pequeño, robando el mínimo espacio posible a la carga. Un crepúsculo oscuro marcó el fin del triste día. La estancia estaba iluminada únicamente por una luz brumosa procedente de las ventanillas de popa. Antes de dirigirse hacia el baúl, encendió una vela y dejó la capa de su marido en un colgador próximo a la puerta. Se arrodilló frente al baúl, acarició el cierre y levantó la tapa.
Al hacerlo, exhaló un gemido sobresaltada. El vestido beige yacía allí, cuidadosamente doblado. Los recuerdos la asediaron una vez más. Recordó a Riley Biers y la noche que había pasado en ese mismo camarote. Sus ojos se posaron en la litera sobre la que había perdido la virginidad. Durante un instante, se quedó pensando en la batalla que había librado en ese lugar, en los besos apasionados de Edward sobre su cuerpo y en la derrota final. Se llevó la mano al vientre y su rostro enardeció.
En ese instante Edward abrió la puerta. La joven apartó el vestido beige y sacó uno de terciopelo rojo que había debajo. Éste poseía un generoso escote y unas mangas largas y ajustadas ribeteadas con encaje blanco en las muñecas. Era un vestido confeccionado para una mujer sin reminiscencias infantiles que pudieran deslucir su simplicidad y belleza. Mientras Edward depositaba el abrigo sobre la litera, Bella empezó a desabrocharse el vestido con manos temblorosas. Se lo sacó con cuidado y lo dejó en el baúl.
—Hay una posada cerca de aquí—comentó su marido tras ella—. Estarás más cómoda allí.
Una pequeña arruga cruzó la frente de la joven esposa mientras se volvía para observar a su marido. Éste se había desabrochado la camisa y, encaramado a su escritorio, estaba absorto en sus libros. Podía deshacerse de ella con la misma facilidad con que lo había hecho al subir a bordo. Incluso hasta podía dejarla abandonada en la posada. No tenía ninguna garantía de que no lo haría y si finalmente lo hacía, se vería abocada a vivir en la miseria.
—Estoy acostumbrada a las incomodidades —replicó la joven con una voz dulce—.
Estaré bien aquí. No tienes por qué llevarme a la posada.
Edward alzó la vista.
—Eres muy amable, mi amor —apuntó soltando una arrogante carcajada—. Pero soy yo quien toma las decisiones aquí. La posada es lo que más te conviene.
Bella no había pensado en esa posibilidad, en que podía abandonarla en tierra. Se quedó helada.
¿Era ese su destino?, se preguntó desesperada. ¿Ser abandonada en el muelle y parir a manos de una partera acostumbrada a la mugre y a la miseria? ¿Que mi hijo, teniendo un apellido, crezca como un mocoso de la calle? Se volvió sintiendo un escalofrío.
¿No conocía la piedad ese hombre? Si quería que le rogase, con gusto se arrodillaría ante él y le suplicaría por la vida de su hijo. Pero no parecía que deseara eso. Lo había decidido fríamente, sin que las emociones interfirieran. Tenía que irse a una posada.
Se puso el vestido rojo intentando serenarse y se acercó a él. Edward la miró con una expresión de incertidumbre. El color intenso del vestido había oscurecido los ojos de la joven hasta convertirlos en azul oscuro y su piel inmaculada brillaba sombrosamente, contrastando de forma espectacular con el tono rojo de la prenda. Sus senos se desplegaban generosos y bellos ante él, el escote apenas cubriendo las aureolas rosadas que coronaban sus cimas.
Bella se volvió de espaldas terriblemente asustada e insegura de la reacción de Edward por lo que estaba a punto de pedirle y murmuró suavemente:
—No puedo abrochármelo. —Tenía el estómago revuelto por la creciente consternación—. ¿Te importaría? —inquirió finalmente.
Sintió los dedos de Edward en su espalda, bajó la cabeza y esperó, apenas sin respirar, a que terminara. Luego se apartó y le echó un vistazo para comprobar que, una vez más, estaba absorto en sus libros. Pero ahora fruncía el entrecejo sombríamente.
Bella empezó a moverse con rapidez por el camarote. Recogió la capa del vestido de novia, preparó la ropa que iba a necesitar para ir a la posada y colgó la capa de Edward en un perchero en el interior de la taquilla. Mientras lo hacía, espió a Edward con el temor de que tanta actividad pudiera irritarlo. Pero al verle, comprendió que era completamente ajeno a ella, pues continuaba estudiando sus libros.
El tiempo transcurrió despacio y en silencio. Sólo hubo un momento de relax, cuando Seth trajo el café y el té. Pero éste sirvió a su capitán con apenas un murmullo y le llevó el té a ella en la galería que había detrás del escritorio. Luego desapareció, dejándola con el suave rumor del barco y el golpeteo sordo de sus latidos.
Eran casi las diez de la noche cuando Edward apartó la silla de su escritorio y la miró. Sus ojos descendieron de nuevo hasta los senos de la joven y una arruga volvió a cruzarle la frente.
—Será mejor que te cubras con mi capa para ir a la posada —espetó bruscamente—
. No tengo ganas de que un rufián mezquino nos entretenga al llegar a tierra tratando de conseguir un buen precio.
Bella se sonrojó y volvió la cabeza. Luego balbuceó una respuesta obediente y se levantó, rozándolo al ir en busca de la prenda.
Poco después estaban en el paquebote esperando a que Seth descendiera. El sirviente dejó caer el fardo de Bella y un saco de lona en el interior de la embarcación. Luego bajó y ordenó a los marineros que levaran anclas. Una vez en tierra, caminó tras ellos, vigilando que no hubiera ladrones u otro tipo de personaje peligroso.
Llegaron a la posada sin ningún percance. En ésta sonaban los acordes de una triste melodía entonada por un marinero bajo y escuálido, pero que tenía la voz de un barítono. Cerca de él, varios hombres bebían cerveza mientras lo escuchaban cautivados por la magia de su voz. El fuego crepitaba en la chimenea y un olor a cerdo asado flotaba en el ambiente, haciendo que a Bella se le abriera el apetito. Cerró los ojos e intentó no pensar en el hambre que le corroía el estómago.
Edward susurró algo a Seth y el sirviente se apresuró a hablar con el posadero. Mientras tanto, Bella siguió a su marido hasta una mesa en una esquina y se sentó en la silla que éste retiró para ella. En pocos minutos les sirvieron la comida, bien aceptada por la joven cuyo estómago pedía alimento a gritos.
Bella no se percató del interés que había despertado entre los hombres del lugar, ni tampoco de que la capa se le había escurrido, atrayendo la atención de dos hombres de muy mal aspecto, que estaban sentados delante de ella, cuchicheando en voz baja. La atención de la muchacha estaba dividida entre la comida y la canción del marinero.
Edward se levantó bruscamente, asustándola, y se acercó a ella para colocarle la capa sobre los hombros.
—Te compré el vestido para mi propio goce, mi amor —apuntó dulcemente mirándola a los ojos—. No pretendía que deleitaras a otros hombres con tu busto delicioso. Y tampoco creo que sea una buena idea que lo hagas. Estás excitando a todo el personal.
Bella se ajustó la prenda y echó una ojeada con cautela a su alrededor, percatándose de que su esposo estaba en lo cierto. Se había convertido en el centro de atención. Incluso el marinero había dejado de cantar durante unos instantes para contemplarla. Poco tiempo después reanudó la canción.
Negro es el cabello de mi amada, De una belleza que fascina.
De suaves manos y tierna mirada:
Amo el suelo sobre el que camina. Amo a mi amada y ella bien lo sabe, Amo el suelo sobre el quecamina.
Si ya en la tierra no estuviese, qué duda cabe, Mi vida se desvanecería.
Bella vio que su marido estaba irritado por la canción del marinero, pero continuaba comiendo con el tic nervioso que delataba su ira. Temiendo su reacción, permaneció en silencio como había hecho en ocasiones anteriores.
Después de cenar, el posadero les mostró la habitación que, momentos antes, había arreglado con Seth. El sirviente les llevó los paquetes y luego se retiró. Durante unos instantes, Bella creyó que Edward se marcharía y no volvería jamás, sin embargo, éste se acomodó en una silla sin mostrar prisa alguna. Ante esta nueva situación, del todo inesperada, la joven se acercó a él y le pidió que le desabrochara el vestido.
Empezó a desnudarse, ahora con la idea de que Edward permanecería en la habitación. Se soltó el cabello y se lo peinó con las manos, pues no disponía de peine o cepillo. Se quitó el vestido y la camisola, sabiéndose observada, y los depositó sobre una silla. A continuación, se puso el camisón que lady Jenks le había regalado. Era de una fina batista blanca, con encajes en el pecho y un prominente escote de corte redondo. Una cinta estrecha rodeaba la prenda y la ataba a la altura del busto. Las mangas eran largas y acababan en unos volantes con encaje. Aunque más recatado que la gasa que había llevado en su noche de bodas, había sido confeccionado, al igual que aquella, para excitar a un hombre. Bella se detuvo un instante frente a la vela. Al verla iluminada por su resplandor, Edward blasfemó en voz baja y se dirigió airadamente hacia la puerta. La joven lo miró atemorizada.
—Volveré dentro de una o dos horas —espetó el hombre abriendo la puerta, contrariado. En cuanto se hubo marchado, Bella se desplomó sollozando, muy asustada.
Ni siquiera es capaz de decirme la verdad, pensó. Nunca volverá. Desde ese momento, los minutos se hicieron eternos. Bella empezó a caminar de un lado a otro de la habitación, preguntándose qué hacer y adonde ir. No podía regresar a casa de su tía y dejar que su hijo creciera bajo el yugo de esa mujer cruel, ni tampoco a casa de lord Jenks. Era demasiado orgullosa para volver a pedirles ayuda. Quizá si la vida era generosa con ella, podría encontrar un trabajo como doncella en la posada. Lo preguntaría mañana; ahora intentaría dormir.
Transcurrió la noche y, aunque Bella intentó calmar sus temores y apartar sus dudas, no consiguió dormirse. Cuando una de las campanas dio la una, a Bella le pareció que había pasado una eternidad. Saltó de la cama, se dirigió corriendo a la ventana y la cerró violentamente. Apoyó la cabeza contra el marco y empezó a llorar desconsolada. Oyó cómo un hombre contestaba a otro fuera de la habitación. Su miedo se acrecentó y, al abrirse la puerta, se le heló la sangre. Pero la luz del pasillo iluminó el semblante de Seth y perfiló el cuerpo alto y fornido de su marido.
—¡Has vuelto! —exclamó aliviada. Edward la miró antes de cerrar la puerta y volver a sumergirse en la oscuridad.
—¿Por qué no estás en la cama? —inquirió acercándose al lecho a oscuras. Prendió una vela que había sobre la mesa y le dirigió una mirada—. ¿Te encuentras mal?
La muchacha se acercó a él; la luz de la vela iluminando las lágrimas que arrasaban sus ojos.
—Pensé que me habías abandonado —confesó en voz baja—. Pensé que no volvería a verte jamás.
Edward la observó durante unos segundos muy sorprendido, luego le sonrió dulcemente y la atrajo hacia él.
—¿Y estabas asustada? —preguntó.
Bella asintió con tristeza e intentó reprimir un sollozo que finalmente escapó, asemejándose a un graznido. Edward apartó tiernamente un mechón de su rostro y la besó en la frente para intentar calmar su nerviosismo.
—Nunca estuviste sola, ma petite —le aseguró—. Seth ha estado fuera todo este tiempo, protegiéndote. Se acaba de ir a dormir ahora mismo. ¿Pero realmente crees que soy tan sinvergüenza como para dejarte aquí sola, sin protección?
—No sabía qué pensar —replicó Bella—. Temía que no fueras a regresar.
—¡Por Dios! Realmente no tienes muy buena opinión de mí... ni tampoco de ti — observó Edward—. Nunca dejaría sola a una dama en un lugar como éste, y mucho menos a mi propia esposa embarazada de mi hijo. Pero si te vas a sentir mejor, mientras estés aquí no volveré a dejarte sola otra vez.
La muchacha lo miró a los ojos y vislumbró en ellos una cálida ternura.
—No hace falta que lo hagas —replicó en voz baja—. No volveré a asustarme. Edward alzó el mentón de su joven esposa.
—Entonces vayámonos a la cama —decidió—. El día ha sido muy largo y estoy muy fatigado.
Bella se metió en la cama secándose las lágrimas. Se acomodó en el lado próximo a la puerta y observó en silencio cómo Edward abría el fardo que Seth había traído junto al de ella. Sus ojos se abrieron de par en par al ver que su marido sacaba la caja de los trabucos con los que, meses antes, había amenazado al sirviente. La depositó sobre la cama, sacó las armas y se dispuso a cargarlas.
—¿Esperas algún altercado? —preguntó la muchacha, incorporándose. Él la miró y esbozó una sonrisa.
—Es simplemente una precaución que tomo cuando las cosas que me rodean no me inspiran confianza —explicó Edward—. No tienes de qué preocuparte, mi amor.
Bella observó con curiosidad cómo su marido cargaba una de las pistolas, recordando la angustia que había sentido al intentar averiguar cómo se hacía y no conseguirlo. Al ver su interés. Edward soltó una carcajada.
—¿Ahora deseas aprender a cargar una de éstas? —inquirió el hombre divertido—.
Lo hiciste muy bien sin que estuvieran cargadas. Seth se sintió bastante humillado cuando vio que le habías engañado. El hecho de que un suspiro de feminidad como tú le hubiera hecho temblar de miedo ante un arma descargada, le hirió en lo más profundo de su orgullo. Estuvo insoportable durante bastante tiempo. Igual que yo —añadió bruscamente, recordando cómo había insultado a su criado al regresar al Fleetwood y descubrir que la chica había escapado. Y su actitud empeoró al ver que había desaparecido sin dejar rastro.
Edward la ayudó a sentarse junto a él, en el borde de la cama.
—Pero ahora no tiene importancia —comentó—. Si quieres aprender a cargar una pistola, te enseñaré. —La miró a los ojos y la previno—: Pero no se te ocurra cometer el error de apuntarme y no disparar. Yo no soy Seth; tendrías que matarme para poder escapar. —Volvió a reír suavemente—. En cuanto a esto, dudo que seas el tipo de persona que mataría a un hombre, así que estaré a salvo.
Bella tragó saliva y observó a Edward en silencio con los ojos bien abiertos.
Sabía que lo que había dicho era cierto. Él no era de esos a quienes se les podía amenazar a la ligera.
Estaban sentados tan juntos que sus cuerpos se tocaban. El muslo de Bella estaba apoyado en el de él, el brazo apretado contra su costado. Edward le rodeaba la espalda con un brazo, apoyando la mano sobre la cama, muy cerca de sus nalgas. La muchacha estaba muy tensa. Bajó la mirada nerviosa y vio que se le había subido el camisón casi hasta las caderas cuando Edward la había atraído hacia él. Se apresuró a bajárselo para cubrirse el muslo y las rodillas.
—¿Puedo cargarla? —preguntó, tocando indecisa la pistola que su esposo tenía en las manos.
—Si es lo que deseas —respondió, entregándosela. El trabuco era muy pesado y estaba hecho para la mano de un hombre. Sintió que le era incómodo. Lo apoyó sobre sus rodillas, cogió el cuerno de la pólvora y levantó el cañón para verter un poco.
—Aléjatela de la cara —ordenó Edward. Bella obedeció y echó una pequeña cantidad del polvo gris en la boca del arma. Tal como se lo había visto hacer a él, metió un trozo pequeño de papel y lo apretó con la vara hasta el fondo del cañón. Luego envolvió una bola de plomo en un trozo de ropa impregnado de aceite y la introdujo también en el cañón. Ya estaba hecho.
—Aprendes muy rápido —observó Edward en voz baja, mientras cogía la pistola y la dejaba junto a la otra sobre la mesa—. Tal vez te conviertas en otra Molly Pitcher.
Mirándolo, Bella frunció el entrecejo ligeramente.
—¿Quién es, Edward? —preguntó con suavidad, sin darse cuenta de que por primera vez le había llamado por su nombre.
Edward sonrió y acarició uno de sus lustrosos rizos.
—Era el nombre que se utilizaba para designar a las mujeres que llevaban agua a los soldados americanos que estaban combatiendo —explicó—, y a una mujer en particular que ayudó a aguantar las líneas contra los británicos en Monmouth.
—Pero tú haces negocios con nosotros —replicó Bella totalmente perpleja—.
Navegas hasta aquí y luego comercias con la gente contra la que un día luchaste.
Edward se encogió de hombros.
—Soy un hombre de negocios —argumentó—. Vendo algodón y artículos a los ingleses en busca de beneficios. Ellos me venden lo que mi gente luego me comprará, también para obtener dividendos. Nunca guardo rencor si creo que va a interferir en mis negocios. Además, hago un servicio a mi país llevando cosas que se necesitan y que allí no son fáciles de conseguir.
—¿Vienes cada año? —inquirió la joven.
—Durante los últimos diez años, sí. Pero ésta será la última vez —contestó—. Tengo una plantación de la que hacerme cargo. No puedo descuidarla por más tiempo. Y ahora voy a tener otras responsabilidades. Cuando llegue a casa, venderé el Fleetwood.
Algo sobrecogió el corazón de Bella. ¿Era posible que acabara de decir que ya no iba a navegar nunca más? ¿Que iba a establecerse y a ser un padre para su hijo? A lo mejor hasta le permitiría desempeñar un papel simbólico en su hogar. Al pensarlo, se enterneció y casi se relajó apoyada en él. Pero la cruda realidad se impuso de nuevo, haciendo desvanecer el sueño.
—¿Yo también viviré en la plantación? —preguntó Bella temiendo su respuesta.
—Por supuesto —replicó, bastante sorprendido por la pregunta—. ¿Dónde creías que ibas a vivir?
Bella se encogió de hombros muy nerviosa.
—No... no lo sabía. Nunca me lo dijiste —respondió. Edward se echó a reír.
—Pues ahora ya lo sabes —contestó—. Ahora sé una buena chica y acuéstate. Tu charla me ha agotado.
La joven se estiró mientras él empezaba a desvestirse. Cuando se hubo desnudado, la empujó hacia el otro lado de la cama.
—Es mejor que yo duerma cerca de la puerta —comentó.
Bella se cambió rápidamente de lado sin preguntar. Estaba claro que Edward esperaba que algo ocurriera esa noche.
Apagó la vela y se acostó junto a ella. Un viejo farol colgaba resplandeciente en el patio. Mecido por la brisa nocturna, proyectaba débiles sombras en el interior de la habitación. Consternada, Bella se dio cuenta de que su cabello había quedado atrapado bajo la almohada de su esposo. Esperó a que éste la liberara, pero después de un largo rato, se percató de que se había quedado profundamente dormido. Resignada, se dispuso a pasar la noche atrapada. Se sentía segura con Edward a su lado y se hundió en la cama, cayendo dormida.
Bella libró una batalla con el horror desde el abismo de los sueños. Una mano le tapó la boca violentamente, sofocando los gritos alimentados por el pánico. Bella abrió completamente los ojos y, desesperada, arañó la mano que la oprimía. De repente, por encima de su cabeza y en la oscuridad, surgió el rostro de su marido. Al reconocerlo, recobró el juicio. Logró vencer sus temores y se hundió de nuevo en la almohada. Lo miró fijamente, confundida y agitada, con los ojos muy abiertos.
—Estírate y no te muevas —ordenó Edward con cariño—. Estáte quieta. No hagas ni un ruido. Haz como si durmieras.
Bella asintió con la cabeza, obedeciendo. Edward apartó la mano y se echó de nuevo junto a ella. Su respiración se hizo lenta y regular, como si durmiera. La joven pudo oír en el pasillo una voz amortiguada y unos ruidos extraños. La tranca de la puerta se empezó a abrir lentamente, la muchacha intentó controlar su respiración. Con el corazón en la boca, no resultaba una tarea fácil.
Una luz tenue entró en la habitación y aumentó al abrirse la puerta por completo.
Con los ojos medio cerrados, la joven vio cómo aparecía una cabeza. Oyó un murmullo.
—Están dormidos. Vamos.
Dos figuras entraron en la oscuridad de la habitación a hurtadillas y cerraron la puerta. Bella apretó sus mandíbulas mientras veía a los hombres acercarse y, en un momento dado, saltar sobresaltados por el crujir del suelo. Oyó un enojado susurro.
—No despiertes al tipo, imbécil, o no podrás coger a la chica —susurró uno de los intrusos—. ¡A ése no hay quien lo achante!
—Está al otro lado de la cama —apuntó el otro con la voz un poco más alta.
—Chsss, chsss —le hizo callar el primero—. Ya la veo, estúpido.
Casi estaban a los pies de la cama, cuando Edward deslizó las pistolas por debajo de las sábanas y se incorporó en la cama, apuntándolos.
—Quietos, amigos —ordenó—. Esténse bien quietecitos si no quieren que les meta una bola de plomo en la cabeza.
Los dos asaltantes se quedaron petrificados. Uno haciendo ademán de huir; el otro, agarrado al brazo de su compañero.
—Bella, enciende la vela para que podamos ver las caras a nuestros visitantes nocturnos —la apremió Edward.
La joven gateó sobre la cama, pasándole por encima, y encendió la vela que había en la cómoda. El resplandor de la llama se extendió por toda la habitación, iluminando los rostros de los hombres. Eran los mismos que, durante la cena, habían estado cuchicheando delante de ellos.
—No queríamos hacerles ningún daño —farfulló uno de ellos—. No íbamos a hacerle nada a la chica.
El otro presunto secuestrador era un poco más temerario que el primero.
—Le prometemos una parte del dinero a cambio de ella, capitán —le ofreció—. Conocemos a un duque dispuesto a pagar su peso en oro. No importa que ya no sea virgen. —Sus ojos se posaron en Bella mientras sonreía, dejando ver una deteriorada dentadura—. Bien vale el dinero, capitán. Haremos tres parles iguales, se lo juro.
Bella buscó cobijo junto a su marido y, temblando, se tapó hasta el cuello. Le desagradaba la forma en que los lascivos hombres le sonreían. Sabía que si conseguían secuestrarla, la usarían varias veces antes de entregársela al duque. Eran del mismo género que Riley Biers, decididos a saciar primero su propia lujuria.
Edward se echó a reír sentado en la cama. No sentía pudor alguno por estar desnudo ante ellos y sujetaba las pistolas con un imprudente fanfarroneo que no ayudaba en nada a calmar la creciente inquietud de los dos ladrones.
La muchacha se sofocó. Una cosa era estar a solas con Edward cuando estaba desnudo y, otra completamente diferente, estar con gente delante. Con la presencia de los dos intrusos, la desnudez de su masculinidad era algo alarmante.
—Debo decepcionarles, caballeros —afirmó Edward con tranquilidad—. Esta joven lleva un hijo mío en sus entrañas y soy un hombre muy egoísta.
—No le importará, capitán —le interrumpió el más tímido—. El duque la dejará en paz cuando llegue el noveno mes. Cuando vea lo bonita que es no le será difícil hacerlo. Le dejará unas horas para parir y luego volverá a acostarse con ella. Pagará lo mismo, y le daremos la mitad a usted para que se busque a otra muchacha que le caliente la cama.
Edward les lanzó una mirada glacial. Sus manos se tensaron alrededor de los trabucos y el tic nervioso apareció de nuevo.
—Hay un hedor en esta habitación que me está asfixiando —afirmó arrastrando las palabras y forzando una sonrisa—. Acérquense a la ventana, señoritas, y ábranla para mí. Vayan muy despacio porque mis manos se están cansando.
Los dos hombres se apresuraron a obedecer. Luego se volvieron de nuevo hacia el yanqui sonriente.
—Y ahora, corazoncitos, debo explicarles una vez más cuál es la situación antes de que se marchen —apuntó Edward de una manera clara y concisa, casi amable. De pronto su voz se tornó amenazadora y perversa—: Esta chica es mi mujer y lleva a mi hijo. Me pertenece, y lo que es mío ¡es mío!
Las últimas palabras estallaron en la cabeza de los malhechores, desvaneciendo toda esperanza de salir victoriosos en la contienda. Aterrados, abrieron los ojos de par en par y sus frentes se empaparon de sudor. Empezaron a temer seriamente por sus vidas.
—Pero, capitán, ella... nosotros...
Ambos tartamudearon en sus intentos por apaciguarle. Finalmente, el más temerario se atrevió a hablar.
—Pero, capitán, no lo sabíamos —argumentó—. Ninguna esposa normal y corriente parece tan dispuesta en la cama. Quiero decir, señor...
—¡Fuera ahora mismo! —bramó Edward—. ¡Fuera antes de que os estrangule a los dos!
Se precipitaron hacia la puerta, pero Edward los detuvo riendo maliciosamente.
—Oh no, señoritas. Mejor por la ventana —ordenó. Los hombres lo miraron atontados y farfullaron: —Pero, capitán, ¿va a permitir que nos rompamos el cuello contra los adoquines?
—¡Fuera! —exclamó el capitán amenazándolos con los trabucos.
Los dos ladrones obedecieron. Se encaramaron a la ventana y el más atrevido se lanzó por ella. El resultado de su acción fue incierto. Bella y Edward oyeron un golpe sordo, luego maldiciones estranguladas y gemidos.
—Creo que me he roto las dos piernas, ¡marinero bastardo! —gritó el hombre.
El más cobarde miró hacia atrás y se encontró con Edward señalándole la ventana.
Se lanzó de mala gana y, al llegar al suelo, una cacofonía de alaridos, insultos y gemidos se convirtió en una original explicación de las muchas posibilidades en que hubiera podido quedar el árbol genealógico de Edward. Pero todos esos alaridos no consiguieron más que arrancar al capitán una sonora carcajada mientras cerraba la ventana del segundo piso.
Atrancó de nuevo la puerta y la aseguró para que no pudiera ser abierta desde fuera.
Los dos ladrones se alejaron cojeando y, con ellos, desaparecieron los ruidos. Todavía riendo. Edward se deslizó en la cama junto a su esposa, que ahora yacía en el medio, observándolo en silencio con los ojos muy abiertos.
—Me pregunto qué le habrá ocurrido al último. Es el que más ha gritado ¿no crees, mi cielo?
Bella asintió y soltó una carcajada dulce y musical.
—Ya lo creo —convino—. Y supongo que debo sentirme halagada de que hayan mentido acerca de lo que valgo. Ningún hombre pagaría tanto por una mujer.
Edward la miró extrañado durante unos instantes, escuchando el sonido de su voz y observando su alegre sonrisa. Luego contempló los senos suaves y sedosos que aumentaban terriblemente tentadores por encima del camisón, y la suave transparencia de la prenda que disimulaba muy poco su esbelta figura. Se le humedeció la frente y, una vez más, experimentó la familiar contracción. Se volvió muy tenso con el deseo repentino de herirla.
—Considerando lo que pesas, no habría sido demasiado —espetó antes de apagar la vela. Y añadió inmerso en la oscuridad—: Si me hubieran ofrecido más, me habría sentido tentado.
Desconcertada por el brusco cambio de humor, la joven se arrastró hasta su almohada y se estiró. No sabía qué había hecho o dicho para que Edward quisiera agredirla con tanta crueldad. Era tan impredecible. ¿Cómo podía comprenderlo? Tan pronto era agradable y atento, como hacía un momento, como la dejaba sin habla con su ironía.
Llegó la mañana y Bella se encontró sola en la cama. Se levantó rápidamente, se aseó, y se puso el vestido rojo, dejándoselo desabrochado, pues no llegaba a los corchetes. Se atrevió a buscar entre las cosas de Edward hasta encontrar un cepillo. Se mordió brutalmente el labio inferior preguntándose cuál sería el castigo que le impondría su esposo si la encontraba usándolo. Pero como no había otro y su cabello estaba muy enredado, empezó a cepillárselo vigorosamente. Existía la posibilidad de que no se enterara nunca de que lo había utilizado y se apresuró a desempeñar la tarea antes de que pudiera ser descubierta. Cuando estaba dándose el último retoque y para gran consternación de la joven, Edward entró en la habitación. Bella se volvió bruscamente con una mirada de culpabilidad, todavía con el cepillo en la mano. Al verlo se dio cuenta de que Edward estaba de muy mal genio. Había elegido un mal día para ser valiente.
—Lo siento —se disculpó—. No tenía cepillo. Mi tía se ha quedado con lo poco que tenía.
—Ya que lo has cogido sin mi permiso —le reprochó en voz baja—, disfruta también del placer de utilizarlo.
Bella se apresuró a dejar el cepillo. Lanzó una mirada furtiva a su esposo para asegurarse de que permanecía en la ventana y empezó a recogerse el cabello. Al darse cuenta de que Edward la observaba, la joven desvió la mirada, incómoda. Se le hizo sumamente difícil trenzarse el cabello. Tuvo que empezar varias veces antes de sentirse satisfecha con los resultados, siempre consciente de que los ojos verdes la vigilaban. Se las apañó para recogerse las pesadas trenzas a ambos lados de la cabeza, haciendo que los lazos cayeran libremente y rozaran sus hombros al moverse.
—Esta tarde voy a llevarte a una modista —comentó Edward categóricamente, volviéndose hacia la ventana—. Necesitarás trajes un poco más recatados que el que llevas.
Sujetándose el vestido, Bella lo miró con cautela. El hombre iba ataviado de manera informal y no se había puesto el abrigo. Sus pantalones eran de color marrón claro muy ajustados y llevaba un chaleco del mismo tono. Su camisa era blanca, igual que sus medias, con largas mangas que acababan en volantes ribeteados de encaje sobre las manos bronceadas. Sus ropas estaban impolutas y denotaban un gusto exquisito, como siempre. Bella observó que, una vez se había vestido según sus elevadas exigencias, ya no volvía a preocuparse por el atuendo. No era ningún mequetrefe amanerado.
El hombre estaba ahora concentrado en el mundo que se extendía más allá de la habitación. Bella pudo apreciar en su perfil cómo una arruga cruzaba sombríamente su frente. Del exterior llegaba el sonido de carruajes y carromatos que atravesaban las calles adoquinadas y, sobre todo, de mendigos y pilluelos que correteaban sin rumbo.
La muchacha se dispuso a arreglar la cama intentando hacer el menor ruido posible.
Luego se sentó en el borde y aguardó a que su marido se moviera o le diera alguna indicación. Esperó una eternidad. Empezó a dolerle la espalda y apoyó la cabeza contra uno de los pilares de la cama. Cerró los ojos pero, muy nerviosa, los volvió a abrir. Al final Edward se movió y ella se enderezó, volviéndose a colocar el vestido sobre los hombros. El hombre la miró con indiferencia.
—¿Tienes la intención de ir por ahí de esa manera o vas a venir aquí y dejar que te abroche? —inquirió con sarcasmo—. Si quieres comer, será mejor que te des prisa.
La joven se levantó de la cama a toda prisa sin atreverse a contradecirle y se acercó a él, mordiéndose el labio inferior. Al mirarle a los ojos, su corazón latió salvajemente.
—No quería molestarte por lo del cepillo —observó nerviosa—. Mi cabello estaba sumamente enredado por no habérmelo cepillado anoche. No podía arreglármelo con las manos.
Edward la miró con el rostro inexpresivo durante unos instantes, luego frunció el entrecejo.
—No te preocupes por eso —le dijo secamente—. Date la vuelta para que pueda abrocharte el vestido.
Bella obedeció, pálida y desconcertada.
Notó que Edward seguía enojado por algo que había ocurrió la noche anterior, pues había hecho caso omiso al asunto del cepillo. Pero todavía desconocía el motivo. Bajaron a comer. Seth hizo una reverencia y saludó a la joven:
—Hola, señora. —Retiró una silla para que tomara asiento, luego se dirigió brevemente a su capitán y se alejó a toda prisa. Bella le siguió con la mirada hasta la puerta. Con una arruga en la frente, se preguntó a cuántos de los hombres de su marido el criado les habría contado algo de su anterior presencia en el Fleetwood. Parecía saber mucho acerca de los asuntos de su capitán.
A pesar de haber sido fugaz, Edward se percató de la expresión en el rostro de la joven.
—No debes preocuparte por Seth, mi amor —le aseguró repentinamente—. Es muy discreto. Es suficiente con decirte que sabe que no eres una mujer de la calle y que está muy arrepentido por todos los problemas que te ha ocasionado. Y, aunque seguramente no estarás de acuerdo, no es ningún estúpido. Vio las manchas de tu virginidad al recoger las sábanas de mi camarote aquel día. Comprendió que habías sido desflorada.
Bella estuvo a punto de morir de vergüenza. Ya no podía hacer nada. Sabiendo esto, jamás podría volver a mirar a ese hombre a la cara. Exhaló un gemido y ocultó su rostro sonrojado entre las manos.
—Por favor, no te angusties, querida —suplicó con cariño—. No hay de qué avergonzarse. Hay muchas mujeres que desean ofrecer a sus maridos una prueba de su pureza la primera noche. A un hombre le complace saber que no ha habido otros antes que él.
—¿Y tú te sentiste complacido? —inquirió bruscamente, clavándole los ojos en el rostro. Edward se estaba burlando y eso la irritó.
El hombre esbozó una sonrisa amplia con los ojos entornados.
—Soy como los demás, mi cielo—aseguró—. Me sentí halagado. Pero no tenía ninguna necesidad de que me mostraras la prueba de tu virginidad. Sabes perfectamente que cuando me enteré me quedé cuanto menos sorprendido. Me habría apartado de ti y suplicado tu perdón si hubiera sabido que tu intención no era la de iniciarte en ese negocio. —Y añadió con una suave risa, como disculpándose—; Pero me temo que lo hiciste imposible.
—No lo entiendo —replicó la muchacha con amargura—. El daño ya estaba hecho.
Edward se rió entre dientes y la devoró con la mirada como había hecho el día anterior.
—No del todo, mi amor —aclaró—. No te habría dado la parte de mí que ahora llevas dentro. Si me hubiera apartado de ti entonces, no estarías embarazada. Pero como ocurrió, ahora hay una vida creciendo en tu interior y yo soy el culpable. Tus tíos me dejaron muy claro que el niño era mío.
—Pero podría estar mintiendo acerca de mi estado —replicó Bella con bravuconería, como si quisiera atentar por un momento contra la confianza del hombre. Alzó su pequeña y encantadora nariz, mirándolo desafiante.
—No, no puedes —contestó Edward categóricamente, quebrantando sus esfuerzos.
—No tienes ninguna prueba... —empezó a decir la muchacha.
—¿A no? —preguntó lentamente arqueando una ceja, divertido. Bella asumió su derrota.
—Olvidas, ma belle —apuntó suavemente—, que he podido observarte en tu estado natural y, aunque no es evidente a simple vista, tu encantadora barriguita está creciendo. En un mes será bastante obvio.
Bella permaneció en silencio al acercarse a su mesa la camarera. De todas formas ya no había nada más que decir. ¿Cómo podía negar lo evidente?
Tras la comida, Seth regresó de nuevo.
—¿Desea que llame a un carruaje ahora, capitán? —preguntó. Edward miró a Bella.
—¿Estás lista, mi cielo?
—Debo rogarte que me disculpes un momento—respondió Bella con dulzura y sin mirarle. Las necesidades de la joven eran ahora mayores que las de él y Edward se había dado cuenta. Su convivencia ininterrumpida desde la boda y las constantes disculpas para ausentarse debían haber extrañado a Edward sobremanera.
El capitán se volvió hacia Seth y le dijo en voz baja:
—Nos reuniremos contigo en un momento.
Una vez se hubo marchado el criado, Edward se incorporó y ayudó a Bella a levantarse.
—Lo siento, mi amor —murmuró sonriendo—. He estado pensando en otras cosas y me he olvidado por completo de tu estado. Por favor, perdóname.
Así que, a pesar de todo, se había dado cuenta de que la frecuencia de sus viajes se debía al hecho de estar embarazada. ¿Había algo que se le escapara? ¿Había algo que no supiera acerca de las mujeres?
Bella alzó la vista. Durante un instante, sus ojos se encontraron. La mirada de Edward era tan cálida que las mejillas de la joven enrojecieron. El hombre rió suavemente al ver cómo los ojos de la joven le rehuían y deslizó el brazo por detrás de su espalda. Le apretó la cintura con cuidado antes de soltarla.
Caminaba hacia la puerta, donde estaba Edward esperando, cuando oyó una voz familiar que la llamaba. Se volvió sobresaltada y vio a Henry Whitesmith precipitándose hacia ella con una jarra llena de cerveza en la mano y ataviado como un marino mercante. Debía de haber entrado a la posada con un grupo de marineros mientras ella no estaba. Se quedó sin habla durante unos minutos, muy sorprendida de verlo allí. Henry dejó rápidamente la jarra sobre una mesa y la cogió de las manos.
—Bella, mi amor —gritó feliz—. Pensé que no volvería a verte antes de mi partida. ¿Qué haces aquí? ¿Y dónde está tu tía? ¿Has venido a despedirme?
—¿A despedirte? —replicó Bella estúpidamente, sin saber lo que quería decirle con eso. Frunció el entrecejo—. Henry ¿qué haces aquí? ¿Y Sara? ¿Por qué llevas esas ropas?
—¿No lo sabes, Bella? Me he enrolado en el Merriweather de la Compañía Británica del Té —contestó el joven—. Zarpamos dentro de quince días hacia Oriente. Estaré fuera dos años.
—Pero ¿por qué, Henry? —preguntó perpleja—. ¿Qué ha ocurrido con Sara?
—No podía casarme con ella, Bella —explicó Henry—. Te quiero a ti y no me casaré con nadie si no es contigo. Así que he venido a Londres a hacerme rico, tal como me dijiste. Ahora tengo una oportunidad de hacerlo. Cuando vuelva de Oriente seré un hombre adinerado, tendré más de quinientas libras en el bolsillo.
—Oh, Henry —suspiró con tristeza apartando sus manos de las de él.
Henry la miró con devoción una vez más. Le sonreía abiertamente y sus ojos resplandecían de puro contento. No se dio cuenta de la angustia que padecía la joven.
—Estás espléndida, Bella —comentó—. Nunca te había visto tan bella. —Se acercó y le acarició la mejilla con ternura con manos temblorosas—. ¿Me esperarás, Bella? ¿Aceptarás ser mía? ¿Serías capaz de casarte conmigo ahora y dejar que parta como un hombre inmensamente feliz? —Su mirada quedó atrapada en los senos de Bella, su voz se hizo inestable y pareció atragantarse con las palabras—. Te quiero, Bella. Te amo y te deseo más que a nada en el mundo.
—Por favor... —empezó a decir con dificultad. Más allá de Henry, Edward se acercaba con una profunda arruga en la frente. La joven volvió a mirar a Henry muy nerviosa. Edward llegó hasta ellos.
—Si estás lista, mi amor, debemos irnos —comentó Edward, colocándole su capa sobre los hombros para ocultar los senos a los ojos de Henry—. El carruaje nos está esperando.
Henry miró a Edward sin dar crédito. Observó cómo rodeaba a Bella con el brazo. Sintió que le hervía la sangre al ver que otro hombre tocaba a su amada.
—Bella ¿quien es este hombre, este... este yanqui? —inquinó— ¿Qué estás haciendo aquí con él? ¿Y por qué dejas que te ponga las manos encima de ese modo?
—Henry, debes escucharme —rogó. No deseaba darle la noticia de esa forma, no en un lugar público como ése, no en ese preciso momento, no tan cruelmente. Se le heló el alma—. No quería que esto sucediera, Henry. Por favor, créeme. Tendrías que haberme creído cuando te dije que no podía casarme contigo. Era del todo imposible. — Miró a su marido suplicándole comprensión. Este joven no estaba preparado para la afilada lengua de Edward—. Henry, éste es mi marido, el capitán Cullen, del navío americano Fleetwood.
—¡Tu marido! —gritó Henry. Clavó sus ojos en Edward, horrorizado—. ¡Oh, Dios mío, no lo dices en serio, Bella! ¡Dime que estás bromeando! ¡No puedes haberte casado con un yanqui! —Observó, desesperado, las ropas suntuosas del hombre. Sólo sus medias valían más que su atuendo desgastado—. ¡Un yanqui no, Bella!
—Nunca osaría bromear tan cruelmente con eso, Henry —contestó la muchacha con dulzura—. Es mi marido.
—¿Cuándo... os casasteis? —consiguió preguntar Henry con lágrimas en los ojos.
—Hace dos días —suspiró Bella dejando caer la mirada. No podía soportar las lágrimas del joven. Si permanecía allí mucho más tiempo hablando con él, perdería el control y huiría de ellos sollozando. Todo su cuerpo estaba rígido como respuesta a sus esfuerzos por reprimirse y, el brazo de Edward estrechándola, no la ayudaba en absoluto. No hacía más que recordarle que él era el culpable de todo lo que había sucedido. Sin embargo, su silencio fue una bendición.
—¿Puedes decirme por qué te casaste con él... con un yanqui y no conmigo, Bella? —preguntó abatido. Bella le miró a los ojos.
—¿Qué necesidad hay ahora de eso, Henry? —preguntó—. Estoy casada y no se puede hacer nada. Despidámonos ahora y partamos. Pronto me habrás olvidado.
—¿No me lo vas a decir? —insistió. Bella sacudió la cabeza. Su visión estaba borrosa por las lágrimas.
—No, no puedo. Debo irme ahora —contestó.
—No te olvidaré, Bella, lo sabes. Te amo y ninguna otra mujer podrá sustituirte
—declaró.
Pese a la presencia de Edward, Bella se puso de puntillas y besó a Henry en la mejilla.
—Adiós —susurró. Se dio media vuelta y dejó que Edward la acompañara hasta la puerta.
Una vez en el interior del carruaje, Bella permaneció mirando desolada por la ventanilla, sin importarle que Edward, malhumorado, la estuviera observando.
—¿Cuándo te pidió ese joven que te casaras con él? —inquirió bruscamente cuando el carruaje se hubo puesto en marcha.
Bella dejó de mirar por la ventanilla y suspiró.
—Después de haberte conocido —respondió. La expresión de Edward se endureció. Permaneció en silencio durante un rato y, cuando volvió a hablar, el tono de su voz era afilado. Estaba irritado.
—¿Te hubieras casado con él si todavía fueras una mujer virgen? —preguntó. Bella lo miró y la precaución le hizo decir la verdad.
—No tenía dote. Sus padres me hubieran rechazado por ese motivo —explicó la joven—. No me hubiera casado con él.
—Tú no hablas de amor —observó Edward lentamente.
—El amor no tiene lugar dentro del matrimonio —contestó con amargura—. Los matrimonios están arreglados en función del beneficio. Los que están enamorados van a encontrar su placer en los pajares o en los prados. Desafían la precaución para gozar de unos momentos a solas. Las razones escapan a mi entendimiento.
Edward la estudió a su antojo.
—Ahora sé que nunca has estado enamorada ni tentada por el amor —apuntó el hombre—. Sigues siendo inocente frente a los juegos del amor, virginal, por decirlo de alguna manera.
Bella lo miró con fijeza.
—No sé de qué me hablas —afirmó secamente—. No soy virgen. Me hablas en clave.
Edward se echó a reír.
—Me siento tentado a mostrarte de lo que hablo —bromeó—. Pero eso únicamente te daría placer y aún me tienes que pagar tu parte del chantaje.
Bella lo miró de nuevo.
—Sigues hablándome en clave —replicó con brusquedad—. Y con mentiras. Soy inocente. ¿Tengo que repetírtelo?
—Oh, por favor, ahórratelo —contestó Edward suspirando profundamente—. No tengo tiempo para mentiras.
—¡Mentiras! —gritó Bella—. ¿Quién te has creído que eres para acusarme de mentir, maldito...?
Edward tiró bruscamente de ella y la previno:
—Cuidado, Bella. Se te está escapando el genio irlandés.
—Lo siento —se disculpó con una voz muy débil. En el acto se odió por haberse disculpado y por ser tan cobarde. Cualquier otra mujer le hubiera insultado o, incluso, abofeteado. Pero no se podía imaginar haciendo una cosa así y detestaba pensar en la reacción de su esposo si lo intentaba. Incluso ahora, tal como se encontraba, envuelta en sus brazos, temblaba violentamente horrorizada. Y el poco coraje que poseía se desvaneció ante los ojos penetrantes y fieros de Edward. Era una mujer apocada que se amilanaba ante su simple mirada.
—Es difícil mantener la boca cerrada cuando me provocas y me insultas de esa manera —confesó desconcertada, en voz baja, mirándose las manos en su regazo—. Me humillas.
—Nunca dije que no lo haría —contestó Edward ásperamente, volviéndose para mirar por la ventanilla—. Te dije lo que debías esperar de mí. ¿Creías que te había mentido?
Bella sacudió la cabeza con lentitud. Una lágrima cayó en su mano, luego otra.
Se las secó.
Sin darse la vuelta, Edward empezó a maldecir, sacó impaciente un pañuelo de su abrigo y se lo entregó.
—Toma —le dijo—. Necesitarás esto. Y si insistes en llorar todo el tiempo, me complacería enormemente que te acordaras de llevar siempre tu propio pañuelo. Me fastidia sobremanera no tener el mío cuando lo necesito.
—Sí, Edward —replicó en voz baja. No se atrevía a recordarle que no poseía ninguno.
Durante el resto del trayecto Edward permaneció con una expresión imperturbable mirando por la ventanilla. Reinaba un silencio sepulcral en el carruaje y Bella temblaba de miedo.
Madame Fontaineau les dio la bienvenida en la puerta de su tienda con una encantadora sonrisa. El capitán Cullen era un cliente habitual cuando estaba en tierra. A la señora le gustaba el yanqui alto. El atractivo tunante sabía tratar a las mujeres y ella era lo suficientemente joven como para saber apreciarlo.
Edward apartó su capa de los hombros de Bella y los ojos de madame Fontaineau se deslizaron sobre el vestido rojo. Sonrió complacida y decidió que a ninguna otra mademoiselle le podría sentar tan bien. La curiosidad de la modista se había despertado cuando el capitán había comprado aquel vestido y otras ropas destinadas a una joven menuda y delicada. Dio por sentado que el capitán había encontrado otra amante, pues los trajes que había adquirido en los dos últimos años eran para una mujer más alta y voluptuosa. Esta jovencita, todavía en la flor de la juventud, nunca hubiera llenado esas prendas. Había algo de indiferencia e ingenuidad en los modales de la chica, casi inocente, singularmente refrescante. Todo ello había sido suficiente para despertar la curiosidad de madame Fontaineau.
Muchas de las cortesanas que frecuentaban su tienda, y eran la mayoría, elogiaban al capitán Cullen. Conocía su vida privada mucho mejor de lo que él mismo podía imaginarse. Pero ante ella había algo nuevo y bastante diferente, una delicada mademoiselle, de buena figura y que cualquier hombre elegiría para convertirla en su esposa. ¡No lo quisiera Dios!
Ella era francesa y no tan mayor como para no saber apreciar a un verdadero hombre como el capitán Cullen. A menudo lo había mirado con otras intenciones, además de hacer negocios, pero había tenido la precaución de ocultarlo. Era lo suficientemente astuta como para saber que si le sugería ser algo más que amigos, el hombre desaparecería para siempre. Estaba convencida de que, no sintiendo afecto alguno por su corazón anciano y susceptible y careciendo de interés por una mujer mayor, la rechazaría y se marcharía para no volver jamás.
Fue entonces cuando vio el anillo de oro en el dedo de Bella.
—Madame Fontaineau, permítame presentarle a mi esposa —anunció Edward.
La mujer se quedó boquiabierta, muy sorprendida. Rápidamente se apresuró a hablar para disimular su perplejidad.
—Encantada de conocerla, señora Cullen. Su esposo es mi cliente favorito desde hace mucho tiempo. Es un experto en mujeres —comentó la modista—. Es usted muy hermosa.
Edward arrugó ligeramente la frente.
—Madame Fontaineau, si tiene usted la bondad, mi mujer necesitaría adquirir un guardarropa completo —explicó.
—Oui, monsieur, lo haré lo mejor que pueda —se apresuró a contestar, percatándose de su metedura de pata. A los hombres no les gustaba que sus actividades amorosas fueran de dominio público y menos que sus esposas supieran de ellas. Pero el impacto causado por la noticia de su enlace había sido demasiado para ella. Se había quedado anonadada contemplando el anillo.
Madame Fontaineau observó a la joven y luego examinó las telas que había amontonadas sobre las mesas. La muchacha poseía un cuerpo esbelto, suave y seductor. Cualquier hombre moriría por acariciarlo. No había duda de por qué el yanqui se había casado con ella. Era toda una belleza y hacían muy buena pareja. Realmente era para envidiarles.
Con una expresión de resignación, miró al yanqui.
—Elle est perfection, ¿eh, monsieur? —apuntó en francés. Edward alzó la vista para observar la espalda de su mujer.
—Oui, madame. Magnifique —contestó.
Bella no entendió ni una palabra de la conversación; tampoco lo intentó. Sin embargo, se dio cuenta de que Edward había respondido a madame Fontaineau en francés, sin problemas. Era un hombre lleno de sorpresas.
Ahora estaban hablando en francés, dejando que Bella deambulara por la habitación a su antojo. Caminaba sin rumbo entre las mesas, mirando de soslayo a su marido que seguía charlando con la mujer. Parecía que se conocían bien. Edward se reía con ella; incluso, en un momento dado, la modista llegó a tocarle el brazo, algo que ni su esposa se atrevía a hacer.
Frunció el entrecejo al recordar lo que la modista había dicho minutos antes. Daba la impresión de que era una de las muchas mujeres a las que Edward había comprado ropa.
Se volvió rápidamente, muy enojada con su esposo por haberla llevado a ese lugar.
Podría haberle ahorrado esa bochornosa situación.
Alzó un boceto de un caballete próximo a ella y estudió el dibujo, intentando concentrarse en él. Era el bosquejo de un vestido moderno, diseñado según las últimas tendencias de la moda, de cintura alta y adornado con lazos. Toda mujer de dudosa reputación lo llevaría. A Bella no le gustó.
Al apartar la mirada del boceto, vio que un joven, que debía de haber surgido un momento antes de la cortina que había al final de la tienda, la estaba observando. El muchacho devoró con avidez el escote de Bella, imaginándose lo que había debajo. Se relamió y se aproximó a ella. Bella permaneció quieta, desconcertada. El tipo confundió la pausa de la joven con una invitación a aproximarse. Le sonrió abiertamente, pero, justo en ese momento y para su desgracia, Edward desvió la atención de la conversación y vio cómo el muchacho se acercaba a su mujer con una actitud demasiado amorosa.
No era más que un mocoso, pero para Edward fue la gota que colmó el vaso. Primero ladrones, luego un antiguo amor y, ahora, este mozalbete. La muchacha era suya y no una pieza pública a la que todo el mundo podía besuquear o con la que se podían regodear. Su paciencia había llegado al límite. No iba a consentir que ningún otro hombre se deleitara con ella. Cruzó la tienda a la velocidad de un rayo con una rabia incontrolada. Bella lo vio venir y, aterrorizada, se apartó de un salto para dejarle pasar. Agarró al joven por el abrigo y, levantándolo del suelo, lo sacudió como si fuera una alfombra.
—Escoria despreciable —lo insultó—. Vas a aprender enseguida a quitarle la vista de encima a mi mujer. Te voy a sacudir por toda la tienda.
Los ojos del pobre muchacho casi se salieron de las órbitas y su cuerpo tembló de impotencia. Bella se quedó petrificada ante la escena, completamente atónita, pero madame Fontaineau corrió hacia Edward y le agarró del brazo.
—Monsieur! Monsieur! —le suplicó—. Monsieur Cullen. Por favor. ¡No es más que un chiquillo! No quería insultarle, monsieur. ¡Por favor, déjele! Se lo ruego.
Edward obedeció lentamente, aunque todavía le hervía la sangre. Dejó al muchacho en el suelo. Madame Fontaineau lo agarró no demasiado amablemente y lo empujó hacia la parte trasera de la tienda, hablándole en francés. Justo antes de apañar la cortina, pudieron ver cómo le abofeteaba. Ni Edward ni Bella se habían movido del sitio cuando, un minuto después, la mujer regresó.
—Lo siento, monsieur Cullen —se disculpó madame Fontaineau humildemente. Se dirigió hacia Bella, rozando a Edward en su camino, y asió las manos temblorosas de la joven.
—Madame Cullen, es mi sobrino y a veces se comporta como una criatura estúpida. Pero, ay, madame —añadió encogiéndose de hombros—, obviamente es francés.
La mujer se echó a reír y Bella miró a su esposo con los ojos todavía abiertos e inseguros. Éste se encontró con su mirada y arqueó una ceja divertido, sin sonreír, lo que hizo suponer a Bella que todavía seguía enfadado.
—Por favor, por aquí, madame Cullen. —La modista sonrió cogiéndola del brazo—. Empezaremos por la selección de telas para las camisolas —anunció. Luego la empujó para que la acompañara hacia unas estanterías repletas de rollos de muselinas transparentes, linos y batistas—. ¿Puedo sugerirle la muselina para uso diario y las batistas delicadas para ocasiones especiales? Son muy suaves para una piel tan encantadora como la suya.
Bella buscó la mirada de su marido una vez más. Edward estaba a su lado, apoyado contra una mesa, de brazos cruzados. Su expresión no cambió con la mirada de su esposa y Bella temió que estuviera enfadado con ella. Apartó la mirada nerviosa y volvió a girarse hacia la mujer.
—No importa —murmuró la joven dulcemente—, lo que usted crea que es mejor.
Madame Fontaineau miró al capitán para recibir su visto bueno y sonrió al recordar con qué cuidado el hombre había seleccionado la ropa interior para la muchacha. Para obtener su aprobación las camisolas debían ser del mejor tejido, suaves y transparentes. No podía olvidarlo al hacer éstas nuevas.
Es muy posesivo con su joven esposa, pensó al recordar su reciente explosión de genio. Tendrá que pelearse con muchos hombres para alejarlos de ella. Es una muchacha inocente pero muy seductora. Habría sido mejor para él que se hubiera enamorado de mí.
—Capitán Cullen, si acompaña a madame al probador podremos empezar a seleccionar los vestidos —observó la francesa—. Tengo algunos bonitos bocetos de última moda.
Se volvió resueltamente y les guió hacia la parte trasera de la tienda, a través de las cortinas por el pasillo y hasta una pequeña habitación abarrotada de telas y de costura. Trajo una silla e indicó a Edward que tomara asiento. Luego se volvió hacia Bella.
—Madame, si me lo permite, le desabrocharé y, tan pronto le hayamos quitado este encantador vestido, empezaremos a tomar medidas ¿eh? —comentó la señora.
La joven le dio la espalda y esperó en silencio a que madame Fontaineau le desabrochara. La habitación, apenas más grande que una cama, estaba tan abarrotada de telas que casi no había sitio para los tres. Cada vez que Bella se movía en el diminuto cubículo, rozaba las piernas de Edward con sus faldas. Además, tenía que permanecer delante de él, pues no había más espacio y podía tocarla con sólo extender el brazo.
La modista le tomó las medidas exactas, utilizando la cinta métrica con asombrosa habilidad. Bella levantó los brazos, irguió la espalda, se arremangó las faldas, todo siguiendo las indicaciones de la mujer.
—Ahora, madame meterá el estómago —continuó la modista, colocando la cinta alrededor de sus caderas.
Bella alzó la vista por encima de la cabeza de la señora y vio a Edward desternillándose de risa. Ya no le importaba si seguía enfadado con ella.
Contrariada, contestó a la mujer:
—Es del todo imposible.
Madame Fontaincau se dejó caer hacia atrás, sentándose sobre sus talones. Durante unos instantes se preguntó cómo era posible que la petite tuviera ese pequeño problema. Finalmente una sonrisa de confianza torció sus labios.
—Madame tiene pipí, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —admitió Bella de mala gana, ruborizándose.
—Aja, esto es maravilloso —murmuró madame Fontaineau. Miró a Edward de soslayo—. Monsieur es un papá orgulloso ¿no es así?
—Se lo puedo asegurar, madame Fontaineau —contestó Edward.
La modista rió suavemente. Así que no tiene la menor duda de que el niño es suyo, pensó. Contesta sin problemas ni demoras. Tal vez la joven es tan inocente como indica su aspecto.
—Ah, monsieur, hace que me sienta bien —añadió en voz alta—. No se ha ruborizado ni ha tartamudeado al admitir que usted es el padre. Eso es bueno. No hay culpa en un hombre que responde por lo que ha hecho. —Lanzó a Bella una rápida mirada de valoración y se volvió hacia él—. Y su esposa va a ser una de las mujeres más encantadoras ¿eh, monsieur?
Edward examinó a su mujer lentamente y sus ojos brillaron con una extraña luz.
—De las más hermosas —acordó, complacido.
¡Míralo!, se dijo madame Fontaineau. Ya está impaciente por llevarla de nuevo a su lecho. La petite madame no permanecerá mucho tiempo sin un hijo de él en sus entrañas. Hará buen uso de ella. ¡Quién fuera ella!
—Le queda bien a madame la camisola que le hice ¿eh? —le comentó a Edward, que devoraba a su esposa con la mirada—. Tiene el cuerpo de una diosa: senos redondeados, una cintura estrecha, perfecta para las manos de un hombre y las caderas y piernas olalá.
Bella cerró los ojos profundamente avergonzada. Se sentía como una esclava que estaba siendo vendida a un hombre... a este hombre... con el fin de darle placer.
Esperaba que la pincharan y examinaran en cualquier momento. Pero era de su cuerpo del que madame Fontaineau hablaba tan libremente, no del de una esclava. Esa mujer no tenía ningún derecho a degradarla a ella o a su cuerpo de esa forma. El cuerpo de una mujer era algo sagrado, algo privado, al que se le debía un respeto y no algo que pudiera ser mancillado tan fácilmente. No estaba hecha para ser tratada o vendida como si fuera una sierva.
Apretó las mandíbulas, muy enfadada, y abrió los ojos encontrándose con los de Edward en el espejo. El tiempo se detuvo. La mirada del hombre atrapó la de la joven. Cuando Edward bajó la vista hasta los senos de la muchacha haciendo que fuera perfectamente consciente de la transparencia de su ropa interior, ésta no pudo dejar de contemplar su rostro. Su mirada produjo en el cuerpo de Bella un extraño temblor que la debilitó, hasta casi desmayarse, y la hizo sentir terriblemente extraña.
Sin el yanqui indicándole que continuara con la toma de medidas, madame Fontaineau se incorporó, una vez más en su papel de mujer de negocios.
—Voy a buscar los bocetos. Si madame desea volver a ponerse el vestido, se lo abrocharé cuando regrese —comentó y salió de la habitación.
Bella apartó la mirada del espejo y cogió el vestido. Completamente aturdida, se lo puso, metió los brazos en las mangas y los cruzó para evitar que se le cayera, esperando el regreso de madame Fontaineau. De pronto vio, aterrorizada, cómo Edward se acercaba a ella, tiraba de sus faldas y las atrapaba entre las piernas. Bella lo miró perpleja. Su corazón empezó a latir desaforadamente y Edward, al darse cuenta, se echó a reír contemplando el busto que temblaba bajo el vestido.
—¿Por qué ese miedo, gatita? —inquirió—. Lo único que deseo es abrocharte el vestido.
En una reacción nerviosa, la muchacha se llevó las manos al escote intentando ocultar sus senos a su esposo, que se las apartó todavía riendo.
—No hay ninguna necesidad de que te cubras, mi amor —comentó—. Sólo mis ojos están aquí para mirarte.
—Por favor —suspiró Bella casi sin aliento—. Madame Fontaineau está a punto de regresar.
Edward soltó una carcajada.
—Si me obligas a dañe la vuelta, todo lo que madame Fontaineau verá es a un hombre abrochándole el vestido a su esposa —observó Edward.
Bella se volvió inmediatamente, oyendo la risa divertida de su marido. Todavía estaba abrochándole el vestido cuando llegó la modista.
—He traído todos los bocetos que tengo —comentó la señora—. Como verán, hay mucho donde elegir.
Madame Fontaineau desplegó una mesa y puso la pila de bocetos sobre ella, dejando a Bella aprisionada entre esta y las piernas de su esposo.
Una vez Edward hubo terminado de abrocharle, la joven se sentó en el suelo y empezó a estudiar los dibujos. Había muchos que le gustaban, pero dudaba de que su marido quisiera gastarse una suma de dinero tan grande en ella. Los miró con anhelo y suspiró.
—¿No tiene algún vestido más sencillo y menos costoso que éstos? —preguntó a la mujer.
La modista se quedó sin habla, muy asombrada. Edward se inclinó hacia adelante, colocando una mano sobre el hombro desnudo de Bella.
—Mi amor, puedo comprarte éstos perfectamente —afirmó echando una ojeada a los bocetos.
Madame Fontaineau suspiró aliviada. El capitán tenía un gusto excelente y caro en cuestión de ropa. No iba a permitir que su mujer pensara en el dinero en un momento como éste. El capitán podía permitirse comprar un guardarropa lujoso, entonces, ¿cuál había sido la intención de la joven? Si ella fuera Bella, habría escogido los vestidos más bonitos sin pensárselo dos veces.
—Como pareces muy tímida a la hora de gastar mi dinero —apuntó Edward dulcemente—, te ayudaré a seleccionar tu vestuario... si no tienes inconveniente.
Bella se apresuró a sacudir la cabeza, nerviosa al sentir su mano sobre el hombro.
Sus largos dedos eran como lenguas de fuego sobre su piel desnuda. Edward los apoyaba sobre su clavícula y sus senos sin darle importancia y sin percatarse de la reacción que estaban provocando en ella. La joven estaba empezando a tener dificultades para respirar.
Lo hace a propósito para atormentarme, pensó Bella. Sabe que le temo.
El hombre la tenía rodeada: el muslo era como una roca sobre su omoplato; la mano, como un peso de plomo que la mantenía en el suelo; su cabeza y sus hombros, surgiendo por encima de ella para disuadir cualquier idea de incorporarse. Estaba prendida en su trampa, como una mosca en una telaraña. Sin embargo, la imagen que daba al exterior era bien distinta. Parecía estar sentada cariñosamente a los pies de su marido, feliz de sentir sus manos sobre ella.
Edward señaló uno de los bocetos.
—Éste estará bien en una seda azul, del color de los ojos de mi esposa. ¿Tiene el mismo tono? —inquirió.
Madame Fontaineau estudió primero los ojos de Bella, luego sonrió abiertamente.
—Oui, monsieur, son de color azul zafiro. Será como usted desea —replicó.
—Excelente —respondió Edward. Luego señaló otro boceto—. Llévese éste. Se perdería entre tantos volantes.
—Oui, monsieur —acordó madame Fontaineau. Como siempre estaba eligiendo a la perfección. ¿Cuándo no lo había hecho? El hombre sabía cómo vestir a una mujer.
Apartó otro dibujo, alegando que el vestido era demasiado chillón. Otros cinco fueron elegidos. Otros dos rechazados.
Bella observaba, fascinada, incapaz de pronunciar una sola palabra. No podía estar más de acuerdo con todo lo que Edward había elegido. Y todos los que habían sido desechados, ella misma había rezado para que lo fueran. Su sentido del color la dejó pasmada. Debía admitir que elegía mejor que ella.
Muchos otros vestidos fueron rápidamente elegidos y muestras de diferentes materiales adjuntados a ellos. No quedó ningún detalle por determinar. Escogieron sedas, tejidos de lana, terciopelos, brocados, muselinas, gasas de algodón. Bella perdió la cuenta. Eligieron cintas, azabaches, cuentas y pieles como ribetes y adornos. Examinaron cuidadosamente los encajes y los encargaron. Bella estaba asombrada ante la gran cantidad de ropa que Edward le había comprado, por supuesto mucha más de la que ella misma había esperado. A Bella le era difícil admitir que su esposo pudiera ser tan generoso con ella. Sin embargo, los vestidos fueron encargados.
—¿Estás de acuerdo con todo, querida? —preguntó Edward dulcemente.
Bella sabía que le daba igual que no estuviese de acuerdo. Había comprado todos los vestidos para complacerse a sí mismo. Pero estaba de acuerdo con todo. ¿Cómo no lo iba a estar habiendo sido tan bien escogidos? Bella asintió.
—Has sido más que generoso —murmuró. Edward la miró. Estaba sentado por encima de ella, disfrutando sin restricción de la vista de su busto. Se moría de ganas de deslizar su mano por debajo del vestido y acariciar la piel sedosa.
—Mi esposa necesita un vestido para ponerse ahora —observó apartando los ojos de ella—. ¿Tiene algo adecuado para ella que sea un poco más conservador que lo que lleva puesto?
Madame Fontaineau asintió.
—Oui, monsieur —respondió—. Tengo un vestido que terminé justamente el otro día. Voy por él ahora mismo. Puede que sea lo que está buscando.
Salió rápidamente de la habitación y volvió al cabo de poco tiempo con un traje de terciopelo azul. Tenía unas mangas largas y ajustadas y un cuello de satén blanco muy recatado. Las muñecas estaban ribeteadas también en satén blanco.
—¿Es esto lo que había pensado? —inquirió la modista sosteniéndolo en alto.
—Sí—respondió Edward—. Envuélvamelo. Nos lo llevamos. Ahora debemos ocuparnos de los accesorios. Lo tendrá todo listo para dentro de diez días.
La señora se quedó boquiabierta.
—¡Pero, monsieur, eso es imposible! —protestó—. Por lo menos un mes, por favor.
—Lo siento, madame. Zarpamos dentro de quince días —argumentó Edward—. Dentro de cinco días volveré con mi esposa para que se pruebe y, dentro de diez, quiero que todo esté listo y a bordo. Tendrá un beneficio extra si todo está terminado y bien cosido. Si no, usted se lo pierde. ¿Puede hacerlo?
Madame Fontaineau no podía dejar escapar un pedido como ése. Aun teniendo que compartir algunos de los beneficios con otras modistas, seguiría ganando una importante suma de dinero. Tendría a todas sus amigas y familiares cosiendo desde ahora hasta entonces, pero lo tendría a tiempo. El hombre hizo un buen trato, pues estaba acostumbrado a dar órdenes y a que fueran acatadas. Era realmente digno de admiración; no aceptaba nada que no fuera lo mejor.
—Será como usted desea, monsieur —convino finalmente la mujer.
—Entonces, está decidido —concluyó Edward—. Ahora debemos acabar de confeccionar tu vestuario, mi amor —comentó a Bella con un apretón de brazo.
La ayudó a levantarse y a colocarse la capa por encima de los hombros.
Poco después se marcharon. Madame Fontaineau se quedó en la puerta observando cómo se alejaban.
—Madame es mucho más lista que yo —concluyó en silencio—. Al pedir menos, ha obtenido más. Y él está feliz de haberle comprado lo mejor. Todas deberíamos ser tan astutas como ella.
Se volvió y dando una palmada, llamó:
—Claudette, Michele, Raoul, Marie. Venid aprisa. Tenemos mucho trabajo que hacer.
Uy este Edward es muy celoso, asi lo hubieran obligado a casarse...
y esta cuidando a Bella lo mejor que puede
veremos como se sigue desarrollando esta historia
nos vemos el miercoles
besos y abrazos
