4

OBITO

Esposada a la cama y completamente desnuda, yacía sobre las sábanas con las rodillas firmemente apretadas.

Ahora que estaba a solas con ella, contemplando sus pequeños pechos y su vientre esbelto, no había quién me parase. Me saqué la camiseta por la cabeza, sintiendo el corazón martilleándome en el pecho. La excitación me recorría como electricidad. No podía recordar la última vez que había estado tan cachondo. Sabía que era porque se trataba de una esclava, una prisionera. Eso aumentaba mi deseo.

Porque estaba así de enfermo.

Ella me miraba con ojos aterrorizados, haciendo todo lo posible por ocultar su cuerpo con las rodillas. Pero cuanto más pegaba las piernas al pecho, mejor podía ver su sexo afeitado.

Dios, quería follármela.

Me quité los vaqueros y luego los bóxers, liberando mi erección. Ya segregaba fluido, preparada para deslizarse en aquel canal estrecho del que tanto había oído hablar. Como si se tratase de un burdel, había un cuenco lleno de condones sobre la mesa. Me recordaba al cuenco de caramelos de la consulta de un médico. Cogí uno y me lo puse. Estaba lubricado, ya que probablemente ella no estaría demasiado húmeda.

Mis rodillas se posaron sobre la cama y me arrastré hacia ella.

Ella apretó más las rodillas contra el pecho y tironeó de las cadenas que mantenían sus brazos por encima de la cabeza.

Le agarré las rodillas y se las separé, sin notar resistencia ya que ella sabía que no podía escapar de mí. No había ningún sitio al que huir. Ninguno en donde esconderse. Si no cooperaba, uno de los otros hombres se limitaría a separarle las piernas de un tirón y a follársela cuando yo hubiese terminado.

Me coloqué entre sus piernas y tomé aire al sentir el contacto de su piel cálida contra la mía. No estaba fría, como yo había esperado. Su piel era suave, a pesar de los golpes y los cortes. Apreté la cara contra sus tetas y la besé por todas partes, disfrutando de la suavidad de una mujer.

Ella respiraba hondo debajo de mí, haciendo todo lo posible por no emitir ningún sonido.

Mi sexo rozó sus pliegues y las caderas se me balancearon de inmediato en anticipación. Hubiera querido tener a aquella mujer en circunstancias diferentes, pero esto valdría. Le besé el estómago y después subí hasta su cuello, sintiendo su pulso acelerado bajo mis labios.

El vello de la nuca se me puso de punta.

Ahora mi cabeza estaba ida por completo. No podía pensar en nada más que en sexo. Quería follármela con tanta fuerza que ella gritara. Quería llenar la punta de aquel condón con tanto semen que casi estallara.

Me coloqué en su entrada y presioné el glande en su interior mientras le miraba el rostro aterrorizado. Cerró los ojos y se negó a mirarme, como si aquello hiciera la experiencia algo más tolerable.

―Por favor, no... ―Habló por fin, una callada súplica que nadie más podía escuchar―. No me hagas esto... No lo puedo soportar más.

Se me paralizó el cuerpo al escuchar las lágrimas en su voz. Si no hubiera dicho nada, probablemente me habría enterrado en ella hasta el fondo. En aquel momento, nada podría detenerme. Mi sexo se haría cargo de la situación y no se detendría hasta obtener satisfacción.

Abrió los ojos al darse cuenta de que no pasaba nada.

Mi erección seguía dura y ansiosa. Pero el sonido de su voz, el suave tono que era innatamente femenino, me había detenido en seco. Quería que volviese a hablar, que dijera mi nombre. Pero lo quería en un contexto diferente.

Debería tirármela. Nada me lo impedía. No había nada que ella pudiera hacer al respecto, ni cambiaría su situación porque yo me la follara o no. Cuando me marchase, le pegarían igualmente. Al menos yo sería cuidadoso con ella. Es posible que hasta le gustara, si mantenía la mente abierta

Pero, aun así, no lo hice.

Bajé por su cuerpo, volviendo a presionar los labios contra su piel. Le besé los pechos, introduciéndome los pezones en la boca y haciendo que se endurecieran con la lengua. Seguí bajando, pasando por su ombligo. Cuando llegué a la zona entre sus piernas, se tensó.

Mi lengua encontró su clítoris y empezó a rodearlo, adorando el sabor de su sexo en cuanto entró en contacto con él.

Joder.

Ella respiró hondo, dejando escapar un suave jadeo.

Mi boca se apoderó de su sexo, besándolo, lamiéndolo y mordisqueándolo exactamente como a mí me gustaba. No era tan bueno como el sexo, pero seguía teniendo algo. Yo no era un loco del sexo oral, pero este desde luego me apetecía. Me quité el condón y me masturbé con la mano, como un niñato de instituto.

Mi boca le devoraba la entrepierna y sus rodillas fueron cediendo hasta que estuvo completamente abierta para mí. Hasta escuché algunos jadeos procedentes del cabecero de la cama. Subí la vista por su cuerpo y la observé, apreciando un rubor en su rostro que aumentaba de intensidad mientras yo seguía devorándola. A veces arqueaba el cuerpo y se retorcía. No quedaba claro si lo estaba disfrutando o no.

Pero no me pidió que parara.

Le deslicé dos dedos dentro porque necesitaba sentir su estrechez. Necesitaba imaginármela antes de cascármela otra vez y correrme. Esperaba sentir sus paredes estrecharse alrededor de mis dedos en protesta, intentando expulsarlos.

Pero sentí humedad.

Era posible que fuera mi propia saliva, y que mis esperanzas reflejaran mis deseos. Pero para contentarme, me imaginé que aquello la estaba excitando, un extraño con la cabeza entre sus piernas, dándole placer.

Transferí la humedad a mi miembro y continué masturbándome, esta vez con más intensidad, hasta llevarme al borde del orgasmo. No quería correrme en la mano, pero sí llevarme justo hasta el límite. El sabor de su sexo seguía sobre mis labios, y me volvía loco. Nunca había probado uno tan dulce.

Antes de correrme, me puse otra vez de rodillas y apunté mi miembro hacia sus pechos. Con un par de sacudidas más, exploté sobre ella, rociando sus maravillosos pechos con mi semilla. Las gotas blancas resbalaban hacia su estómago, deslizándose por efecto de la gravedad.

Admiré mi obra mientras me recuperaba del orgasmo que me había sacudido de pies a cabeza. Ni siquiera me la había tirado, pero tenía esa sensación. Me lamí los labios y aún pude saborearla sobre mi lengua. Esto era algo con lo que sin duda me masturbaría la próxima vez que estuviera de humor.

Me pasé los dedos por el pelo y después cogí la toalla que los hombres de Tristan me habían dejado. Me limpié y después la lancé sobre la cama junto a ella para que pudiera limpiarse mi semen, que todavía resbalaba en dirección a su ombligo.

Me puse la ropa y me sentí exhausto. Podría quedarme dormido en aquella cama junto a ella en aquel preciso momento. Para mi sorpresa, ni siquiera pensaba en el dinero que iba a ganar gracias a aquel trato con Tristan. Completamente satisfecho, tenía la mente en blanco.

Me senté al borde de la cama y me di cuenta de mi estupidez. ¿Cómo iba a limpiarse si continuaba esposada al cabecero? Tomé la toalla y lo hice yo mismo. Era lo mínimo que podía hacer, ya que la había utilizado como a un juguete, en vez de tratarla como a un ser humano.

Ella no dejó de observarme, con una mirada algo menos defensiva en sus ojos verdes azulados que durante la cena.

Tiré la toalla al suelo al terminar y después me pasé la mano por el pelo. Ahora que había acabado, no sabía qué decirle. ¿Debería darle las gracias? Este caso no era diferente del de las otras esclavas con las que me había acostado. Todo lo que tenía que hacer era salir y volver a mi vida, como si aquello nunca hubiera sucedido.

Así que eso fue lo que hice.

Me puse los zapatos y me dirigí a la puerta.

―Espera.

Su bella voz me detuvo en seco. Me encantaba cómo sonaba en mis oídos recibir una orden suya. Incluso golpeada y derrotada, seguía siendo una de las mujeres más sensuales que había visto jamás. Era una mujer que pertenecía a otro hombre, pero yo no la veía así. Me di la vuelta.

Ella tocó el borde de la cama con un pie, pidiéndome que volviera.

Pensé en su petición antes de sentarme a su lado. Sólo porque acabara de correrme no quería decir que no me la fuese a volver a tirar. Para algo así definitivamente podía hacer un esfuerzo.

―Eres Obito, ¿verdad?

Asentí y me miré las manos.

―¿Quieres que me quede para poder tener unos minutos más de libertad? ―A lo mejor estaba retrasando mi partida para mantener fuera al resto de los tíos. Mientras yo estuviera allí, no vendrían a por ella. No le darían puñetazos ni la tratarían como a un objeto. Yo era malvado, pero definitivamente también una mejor alternativa que ellos.

―Ayúdame.

Me giré hacia ella con ambas cejas levantadas. De todas las cosas que esperaba que dijera, aquella no era una de ellas.

―¿Ayudarte?

―Sí... ―Tiró de las cadenas y colocó la espalda contra el cabecero. Tenía las rodillas contra el pecho, cubriendo la mayor parte de su desnudez. Los muslos probablemente se le estuvieran quedando pegados al estómago por mi semen―. Cómprame a Tristan.

―Estoy seguro de que nunca podría permitírmelo. ―La obsesión que tenía Tristan con su esclava era evidente. Sería un idiota si no le cautivasen todas sus suaves cualidades. Cuando la había visto en el aeropuerto, la había entrado sin pensármelo dos veces. Tenía algo que me volvía loco. Si hubiera sido cualquier otra mujer, probablemente me la habría follado. Había algo en aquellos ojos verdes azulados que me había detenido.

―Sé que eres rico.

―¿Y eso cómo lo sabes?

―No estarías haciendo un trato con Tristan a menos que tuvieras dinero. ―Su voz era algo más profunda que la de la mayoría de las mujeres, pero a mí me gustaba. Era inherentemente sensual y poderosa―. Y no eres como los otros.

―Soy igual que los otros, en realidad. ―Cometía crímenes todos los días. Había hecho un montón de cosas horribles que me habían reservado un lugar en el infierno hacía mucho tiempo―. Pero peor.

Ella sacudió la cabeza, como si no me creyera.

―Por favor, sácame de aquí.

Mi miembro empezó otra vez a endurecerse en mis vaqueros. Me gustaba escucharla suplicar. Fantaseé sobre ello en un contexto diferente.

―¿Por qué debería ayudarte? ―Tenía cosas más importantes que hacer que ayudar a una esclava.

―Porque no eres malo.

―Te acabo de comer el coño y me he corrido encima de ti. ¿Y no te parece que sea malo?

Sus ojos verdes azulados se endurecieron como si estuviera reviviendo un recuerdo distante, una experiencia dolorosa que le costaba internalizar.

―Créeme, eso no es malo.

Ahora empezaba a preguntarme qué más le habrían hecho antes de que yo apareciera en aquella casa. Sabía que Tristan tenía tendencias violentas. La visión de la sangre le ponía muchísimo. A juzgar por todos los cortes y golpes que la mujer tenía en el cuerpo, la había hecho sangrar varias veces.

―Cómprame.

―Como he dicho, no me lo puedo permitir. ―Tristan no la pondría a la venta. Era una posesión preciada. A lo mejor dentro de seis meses, cuando su alma estuviese destrozada y empezara a fallarle el cuerpo, consideraría venderla por un precio decente. Pero para entonces, nadie la querría.

Yo desde luego ya no querría sus sobras.

–Y no te voy a robar.

―No, no puedes hacer eso ―susurró ella.

No estaba seguro de lo que quería decir. Es posible que diera por hecho que no sería capaz de lograr una cosa así. Yo estaba seguro de poder, pero desde luego no tenía ninguna gana de cabrear a uno de mis clientes por una mujer bonita. Me gustaban las mujeres tanto como a cualquiera, pero no tanto como para que afectase a mi negocio.

No tenía nada más que decirle. Había logrado aquello para lo que había ido allí, así que me levanté.

―Obito, por favor ―susurró ella para que nadie fuera de la habitación pudiera oírla―. Eres el único hombre remotamente humano que he conocido. Por favor, no me dejes aquí. Por favor, cómprame.

Me volví a sentar, intrigado por que una esclava quisiera ser revendida a otro dictador.

―Si fueras mi esclava, tus condiciones no serían mucho mejores que estas. El césped no siempre es más verde al otro lado de la valla.

―Tú no eres como ellos.

No podía estar más equivocada.

―No me conoces, cariño. Y no quieres conocerme.

Sus codos colgaban junto a su rostro, con los brazos esbeltos por encima de la cabeza. Las cicatrices descoloridas eran moradas, algunas amarillas. Un corte se extendía por la parte inferior de su brazo hasta el codo. Hasta tenía una hilera de puntos bajándole por el antebrazo. Era evidente que habían abusado a fondo de ella, pero de alguna manera, había encontrado la fuerza para conservar la cordura. No estalló en lágrimas ni se cerró en banda. Aún ardía el fuego en su interior.

―Podías haberme violado, pero no lo has hecho. Eres el primer hombre que duda ante la palabra no. Has visto el temor en mis ojos y te has contenido. Reconozco a un hombre compasivo cuando lo veo, porque son muy infrecuentes. Quizá seas un criminal o incluso un asesino. Puede que te merezcas la cárcel por todos los crímenes que has cometido. Pero puedo afirmar, sin lugar a dudas, que la vida contigo sería mucho más soportable que la que tengo ahora.

Mentiría si no reconociera que la idea de tenerla como esclava no me excitó. Me la imaginé vestida con lencería todo el tiempo, caminando por la casa con la carne de gallina por el frío. Me serviría, me prepararía las comidas y limpiaría lo que yo ensuciase. Cuando quisiera que me la chuparan, le ordenaría que se pusiera de rodillas... y ella lo haría. Y el hecho de que se sintiera agradecida por tenerme como amo sólo haría que me apeteciera más poseerla.

Pero aquella fantasía nunca se haría realidad.

―Me voy. Cuídate.

―Obito, por favor. ―Su voz subió de tono al dejar que la invadiera la desesperación―. Te daré todo lo que quieras si me ayudas.

Puse la mano sobre el pomo de la puerta y me volví.

―No tienes nada que dar, bonita. Eres una esclava. Tu vida será mucho más fácil si no lo olvidas.

La ira ardió en sus ojos, insultada por el comentario porque era cierto. Era innegable. No importaba lo que hubiera sido en su vida anterior. A lo mejor era profesora. A lo mejor florista. Quizá fuera voluntaria y ayudara a los más desafortunados. Pero nada de todo aquello importaba. Ahora no era más que una esclava.

Ni siquiera tenía un nombre.