No había nadie en el pueblo que no conociera a Billy (si es que ese era su verdadero nombre) y, por tanto, era bien sabido que nunca fue un mal hombre. Tenía muchos problemas, sobre todo en la cabeza, pero no era para nada un mal tipo. Era peludo como un oso y siempre llevaba puesta una chaqueta gruesa y ajada, sin importar que hiciera calor (una forma de asegurarse abrigo para cuando lo necesitara). Al bueno de Billy se le podía encontrar entre la plaza Freleng y la calle McKimson; era muy raro que se saliera de allí. Vivía gracias a la caridad de los vecinos, y había veces en que rechazaba dicha ayuda por los motivos más absurdos y no había manera de hacerle cambiar de opinión. A veces sufría ataques, y entonces empezaba a gritar incoherencias, se ponía a cantar, pero nadie le tenía miedo, ni siquiera los niños. Billy era un buen hombre que pagaba las atenciones que recibía ofreciéndose a ser los oídos de su benefactor, su guardián..., en definitiva, los servicios más extravagantes que se le podían ocurrir. Algunos decían que era un veterano que había visto cosas horribles en Afganistán; otros creían que era descendiente de Eric P. Warner, fundador de la ciudad en 1875, caído en desgracia; unos cuantos, que solía trabajar en la fábrica textil que cerró en los noventa por los vapores tóxicos que inhalaban los empleados. En cualquier caso, él había estado en el pueblo desde que sus vecinos tenían memoria. En algún momento de su historia había caminado y caminado y había acabado en Warner Falls, y se había instalado allí porque no tenía otro sitio al que ir...Igual que todo el mundo.

Pero algo ocurrió aquella mañana.

La señora Bookstaver trabajaba en la cafetería local y, como cada mañana, se acercó para darle a Billy un café y una rosquilla. Nunca fallaba. Era una cristiana devota y creía que uno tenía que cuidar del prójimo como si fuera un miembro de su familia. Billy habría hecho lo mismo por cualquiera de haber podido. Lo encontró en un rincón, encorvado, murmurando algo para sí.

— Buenos días, Bi...

Sus palabras fueron reemplazadas por un grito cuando Billy apartó de un golpe el desayuno y miró a la mujer con ojos de demente antes de dejar escapar un rugido animalesco.


— Benjamin, te estoy hablando.

Ben parpadeó un poco. Le llevó un momento darse cuenta de que hacía minutos que estaba de pie frente a la fotocopiadora aun después de haber impreso lo que debía. Y le llevó otro poco recordar que sólo había una persona en todo el mundo que lo llamaba Benjamin. Volvió la cabeza hacia la izquierda.

— Ehm...¿Qué hay de nuevo, viejo?

Aquello fue un impulso, algo que simplemente apareció en su mente. Era estúpido, Ben lo sabía, pero no pudo parar antes de que saliera por su boca. Y a Brian, claro, no le hizo ninguna gracia. Su calvorota se llenó de arrugas de irritación.

— Me alegra ver que no te has muerto—dijo Brian. Antes de que Ben pudiera decir nada, frunció el ceño y añadió—. ¿Está listo el informe?

— No, aún no.

— Pues lo necesito para ya.

— Me pondré con ello cuando termine esto.

— Has tenido tres días para hacerlo. ¿Qué has estado haciendo, mirar a la pared?

— No volverá a ocurrir, lo prometo—la falta de verdadero remordimiento en la voz de Ben, lo mecánico de la frase, hizo que la expresión de Brian se hiciera aún más amarga.

— Más te vale—fue todo lo que dijo Brian antes de alejarse.

Ben suspiró y examinó lo que acababa de imprimir. Estupendo, todo estaba mal y debía volver a empezar.

— No te lo tomes a mal, Ben, pero tienes mala pinta—dijo Lenny desde su escritorio. Ben se dio cuenta de que llevaba gafas nuevas, pero seguía pareciendo un viajero en el tiempo venido de los años cuarenta.

— Sí, el fin de semana ha sido...

Aburrido. Como todos los fines de semana. Tan sólo pude sentarme frente al televisor. Ver cómo le pasaban cosas excitantes a mi vecino..., la clase de cosas que nunca me pasan a mí.

— No me ha sentado bien el fin de semana.

Lenny rió.

— La verdad, no parece que el jefe se haya divertido, tampoco. Apuesto lo que quieras a que deseaba que llegaras tarde hoy para tener una excusa para echarte.

— Lo siento por él, pero no pienso perder este trabajo.

— No sé, te odia un montón...Nunca ha sido tan estricto con nadie. Hasta que tú apareciste, él era la mar de amistoso y blando. Todo el mundo hacía lo que quería con él.

— Me juego los cuartos a que está enamorado de Ben y está frustrado porque no lo quiere admitir—dijo Morgan al pasar por su lado, cargando con una montaña de papeles.

— ¡Jaja! ¡Sí, eso debe ser! ¡Nos vemos luego, colega!—rió Lenny.

Ben volvió a su mesa, escuchando cómo Lenny murmuraba: «Brian, gay...Sí, no me sorprendería.» No recordaba haber comprado una taza de café, y se encontró con que se había enfriado. Definitivamente no estaba siendo una buena mañana, y mientras siguiera pensando en Sheldon seguro que no mejoraría. Lo mejor que podía hacer por su propio bien era olvidarlo, pero era imposible ignorar lo que había visto.

Sheldon era lo que muchos consideraban un perdedor. Lo tenía muy mal para mantener un trabajo y una novia, sus padres lo echaron de casa en cuanto cumplió la mayoría de edad, ahora además era el blanco de los locos. Aun así, Kath siempre hablaba con él, se preocupaba por él, su madre compartía los postres que hacía con él...Ben, por contra, había vivido en el vecindario desde hacía mucho más tiempo y sólo había conseguido que Kath le dijera 'hola' de vez en cuando...

Qué cabrón afortunado...Kath era la chica que todo hombre heterosexual en Estados Unidos habría deseado tener cerca, aun sólo como amiga...

Sorbiendo su café frío, Ben suspiró en silencio, para no atraer de nuevo la atención de Lenny. ¿Cómo podía fijarse Kath en alguien que no era tan hablador ni interesante como Sheldon, alguien como...él?

Brian tuvo que salir de su despacho de nuevo para intercambiar unas palabras con Nancy, de Recursos Humanos. Ella le mostró los papeles que él había pedido, lo habló, pero sus ojos se desviaban sin remedio hacia Ben de vez en cuando, para mirar cómo tecleaba en su ordenador con su acostumbrada cara inexpresiva.


El Hombre de las Estrellas estaba en la celda de al lado, pero no abrió los ojos ni abandonó su postura meditativa para mirar el barullo que se había formado justo a su lado. Julie, por el contrario, y por primera vez en su vida, estaba realmente asustada de Billy. Luc había recibido una llamada alrededor de las siete de la mañana alertando de que Billy estaba mostrando un comportamiento bastante violento, y aquello terminó siendo un eufemismo. Loco, aquel era el término. El hombre se revolvió, gritó cosas incomprensibles y palabrotas, hundió sus largas y sucias uñas en la piel de Luc cuando éste trató de tranquilizarlo y ahora, encerrado en una de las celdas de la comisaría, se aferró a las barras y las sacudió con todas sus fuerzas.

— Este es uno gordo...—murmuró Warren con las manos en las caderas. Luego se volvió hacia Luc y lo miró con preocupación—. ¿Estás seguro de que no quieres ir al hospital?

El francés tenía el uniforme hecho unos zorros: le faltaban dos botones y las uñas de Billy habían traspasado la tela. La herida aún sangraba, pero aun así Luc parecía tener ánimos de sonreír.

— Estoy bien. No es nada—se volvió hacia la celda y miró al hombre sin rencor, sino piedad inmensa.

— Pobre, pobre Billy...—musitó Julie.

— Ya he llamado al médico. Debería venir pronto. No te preocupes, estará bien. Estas cosas son transitorias.

Julie esperaba que Warren tuviera razón. Le dolía ver a Billy así, como un animal. No, Warren debía tener razón. Siempre la tenía.

— Os lo dije, ¿verdad que os lo dije? Os dije que uno de estos días iba a pasar algo de este estilo, pero no, nadie me escucha. Recemos por que no tenga sida ni alguna otra porquería.

— No es culpa suya—juzgó Luc.

— No, por supuesto que no—asintió Warren.

Durante un segundo sus ojos y los de Billy se cruzaron. Un hilo de baba resbaló por la barbilla del reo y cayó al suelo, y él gruñó. 'Un diablo', así era como la señora Bookstaver había definido su estado...Como si un diablo lo hubiera poseído...

— Bueno, ¿un café, muchachos?

— ¡Claro! Ha sido una mañana de perros y eso que sólo acaba de empezar. Además, prometiste que me ibas a contar qué pasó con Taylor Jones—respondió Luc.

Julie se topó con el Hombre de las Estrellas, el cual estaba con la espalda contra la pared, simplemente, esperando, escuchando, sin hacer nada. Entonces abrió los ojos y le devolvió la mirada. El estómago de Julie no admitía nada en esos momentos, pero se apresuró a seguirlos, demasiado intimidada para pasar un solo segundo sola con esos dos locos. Así que los tres salieron juntos de la comisaría. Era gracioso verla flanqueada por aquellos dos hombres: era tan pequeña que parecía una niña entre dos hombres hechos y derechos. La verdad era que con ellos a su lado, Julie sentía que no podía pasarle nada malo.

— Al final no pasó nada, la verdad—Warren se encogió de hombros—. El tío es un gilipollas, eso es todo. Actúa como si tuviera algo contra él, y yo lo único que hago es mi trabajo. Juro que si le pone la mano encima a mi coche, como dijo que haría, la tendrá. ¡Oh, ya te digo que la tendrá!—Warren se sorbió la nariz y una sonrisita volvió a su cara—. Pero la verdadera pregunta es...¿Cuál será la estrategia de Julie para la cita de esta noche?

Por un momento pareció que Julie no sabía que la estaba mirando a ella. Cuando se percató de que los dos hombres la miraban con una sonrisa, comenzó a sonrojarse tanto que su cara adoptó un color rojo intenso, y eso la azoró aún más, si es que era posible.

— Oh, venga, tranquila—rió Luc—. Sólo bromeamos.

— Y queremos verte feliz, niña—sonrió Warren, envolviendo a Julie con un brazo. Era alto y corpulento, pero parecía casi un gigante en comparación con aquella mujercita.

— ¿Estrategia? ...No tengo una estrategia...Tan sólo voy a conocer a Victor...Es decir, llevamos chateando casi un año y...¡Oh, pero no es una cita en absoluto!—murmuró Julie.

— ¿Pero no os habíais conocido en una web de citas?—preguntó Warren.

Julie no respondió. Parecía que en cualquier momento iba a salirle vapor de las orejas.

— Vale, vale, no te preocupes, no insistiremos más—dijo Warren—. Perdona, nena. Pero recuerda: si ese tío hace algo que no te gusta, dínoslo y estará a la sombra una larga temporada.

— ¿Como Larry Bacon?—preguntó Luc.

Aquello hizo carcajearse a los dos por alguna razón que a Julie se le escapaba.

— Oh, ocurrió antes de que vinieras—fue todo lo que Warren le dijo al respecto.


Muchos lo encontraban extraño. Y quizás lo fuera, un poco. Los alcaldes no solían alternar con conserjes como José, supuso Joey. Oh, pero Joey no era uno de esos políticos snobs de traje y corbata, que sólo se aproximaban a la gente de la que podían sacar algún provecho; él era distinto, eso era verdad. Había prestado atención a José y quería pasar tiempo con él de veras, escuchar todo lo que decía, se preocupaba por él, le preguntaba por su día queriendo saber la respuesta. Así que quedaban a menudo en la cafetería y compartían sus problemas e inquietudes e intentaban buscar una solución juntos. Era un alivio y a veces llegaban a buenas conclusiones.

— ¿Qué ocurre, amigo?

Joey volvió la cabeza lentamente hacia José.

— ¿Hm?

— No has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho, ¿verdad?

— Yo...Oh, lo siento, es que...

— Lo sabía. Venga, dime en qué piensas.

Joey dudó.

— ...No, es una tontería...

— No importa. Dispara.

Joey tomó aire.

— La cosa es que creo que estoy volviéndome loco. Anoche, ¿sabes qué pasó? Estaba yo, y un gato, un...un búho con gafas y dos perritos, y estábamos cantando. Algo sobre un sombrero, recuerdo...Oh, se me olvidó mencionar, yo era un cerdo. Y me pregunto al despertar: ¿y esto qué significa? Tiene que significar algo. Así que miro uno de esos libros de interpretación de sueños y veo que soñar con estos animales es bueno, en plan protección, buenos amigo, pero no creo...Porque estaban cantando e iban vestidos. Eso tiene que tener un significado especial. Pero también podría significar que me veo gordo como un cerdo y mi subconsciente me está diciendo que debería perder peso, o todo lo contrario, amarlo sin importar lo que diga la gente...

— Tonterías. Los sueños no significan nada. Son sólo...¡sueños! La basura que guarda el cerebro, lo leí una vez en una revista. No tienen sentido—fue el diagnóstico de Joé.

— ¿De veras? Los mexicanos sabéis mucho sobre esoterismo, ¿quizás podrías preguntarle a alguien que...?

José sonrió y sacudió la cabeza.

— No sé...Sé que es tonto, pero llevo pensando en ello toda la mañana—suspiró Joey.

— Ya te lo dije y te lo vuelvo a repetir: tan sólo estás estresado.

— ¿Estresado? Estresado...Sí...Sí, podría ser. Las reuniones, la burocracia...Quizás mi cerebro me está tratando de decir que tengo que parar y ha creado esas fantasías para distraerse...

— El cerebro es una máquina fascinante—asintió José.

— Supongo que me vendrían bien unas vacaciones...

— ¡Claro! Nunca he visto a un político trabajar tanto como lo haces tú. Te mereces un descanso.

— Pero ahora mismo...

— Sí, ahora. Ni lo pienses. Vete por ahí unas semanas, a ver lugares nuevos, olvidarte del trabajo. Sólo por una semana o dos. ¿Sí? Antes de que caigas enfermo.

— Oh, José, ¿qué haría yo sin ti? Deberías ser tú quien mandara aquí—sonrió Joey.

— Soy feliz donde estoy, pero gracias—sonrió José, mostrando sus dientes con incisivos grandes.

Joey le dio un abrazo agradecido e iba a dar un sorbo a su café cuando se detuvo, con los labios casi tocando la taza.

— ¡Oh! ¡He estado hablando todo el rato y no te he preguntado por tu hermana! ¿Está bien?

— Ah, sí, ya salió del hospital, me llamó ayer. Gracias por preguntar.

— Así que ¿todo va bien?

— Sí, sí. La verdad es que hacía tiempo que no me sentía tan bien.

— Me alegro, de verdad. Me alegro mucho...mucho...

La profesión de Joey requería que fingiera que le importaban muchas cosas hacia las cuales sólo sentía indiferencia, pero ahora podía ser él mismo, y además a José no podía mentirle. Era un tipo honesto y se preocupaba de verdad por él; el consejo franco que le había dado era toda la prueba que necesitaba. Joey no mentía cuando decía que se alegraba de que estuviera bien.

Volvió la cabeza hacia la ventana abierta.

— Have buen día, ¿verdad?

José, como si se diera cuenta en ese mismo momento, miró también a través de la ventana. Miró a la gente en la calle, al mismo aire y sintió..., sí, que era un día extrañamente bueno. Warner Falls no solía ser tan soleado.


Era uno de esos sueños que parecen más reales que la realidad misma. No era la primera vez que Martin tenía uno de esos, pero éste era peculiar. Tras levantarse se sirvió un café y se quedó quieto y en silencio durante largo rato, pensando únicamente en ello.

Se olvidó de gran parte al despertar, pero recordaba un desierto. Un desierto rojo y ardiente, del tipo californiano. Y lo que sintió. Aquella fue la parte más realista del sueño. Al despertar seguía sintiendo la frustración, la ira..., el hambre...¿Era eso? Oh, había sentido tantas cosas distintas al mismo tiempo que era difícil describirlo con precisión.

Miró a su alrededor. Aquella cocina se sentía tan extraña. El café que estaba tomando. Su propia piel. Era una sensación incómoda, parecida a encontrarse perdido y desubicado, y de nuevo era difícil explicarlo.

Cuando Treg chasqueó los dedos enfrente de él, Martin prácticamente botó en la silla, provocando la risa de su amigo.

— Buenos días, Bello Durmiente—sonrió Treg. Magdalenas en mano, se sentó a su lado. Era muy pronto y ya estaba sonriendo. Martin lo admiraba de veras.

— No dormía—Martin se frotó la sien—. Tan sólo pensaba.

— Ah, claro. La hija del viejo Pete, seguro. No te culpo, colega—Treg rió y se comió una magdalena casi de un solo bocado y, claro, comenzó a toser.

— Lo que tú digas—suspiró Martin.

— Estoy bien, gracias, no te preocupes por mí—se quejó Treg una vez pudo volver a respirar. Pronto recuperó su sonrisa burlona—. Podrías ir a por ella, ¿sabes? No hemos tenido chicas aquí desde...diablos, ni me acuerdo.

— Treg, Pete es la clase de tipo que partiría por la mitad a quien osara mirar a su hija.

— ¿Y qué más da eso?

Martin puso los ojos en blanco y sonrió.

— Yo una vez salí con una chica que tenía un padre muy estricto. El tío me odiaba, decía cosas muy feas sobre mí, como que me había teñido el pelo como un marica, no tenía trabajo porque era un vago...¿Dónde has puesto el café?

Martin señaló su propia taza.

— Haré más, entonces. Pues eso, así que pensé que la mejor venganza sería convertirme en su yerno y darnos el lote en su sitio en el sofá. Todo fueron risas y juegos hasta que una vecina se lo contó y el tío casi me mató con el coche. ¿No te lo dije? ¿No estabas...? Ah, claro, eso ocurrió mientras tú estabas en el hospital, cuando te rompiste el brazo. El accidente con la bici y, ya. No estabas. Qué pena. Te habría encantado ver mi cara.

Treg siguió hablando, pero Martin ya no escuchaba. Una vez Treg empezaba con su diarrea verbal ya no paraba y podía resultar muy irritante. Por eso no le caía bien a nadie en el colegio y no tuvo más remedio que arrimarse al único que no lo rechazó: el niño callado, el otro paria; él. Aparte, por primera vez, Martin se interesó por el aspecto físico de Treg.

Para ser un tipo atlético, Treg siempre había sido muy delgado. Resultaba sorprendente que aquellas piernas de alambre pudieran soportar un entrenamiento tan duro. Su piel era blanca como la leche, Martin sabía que tenía que echarse mucho protector solar cuando salía a correr en verano. Su pelo había sido negro al principio, pero desde los dieciséis se lo había estado tiñendo de los colores más extravagantes que había podido encontrar; tras probar con mechas violetas, se había quedado con el azul, a juego con sus ojos; ahora era lo suficientemente largo para hacerse una coleta. Tenía el cuello largo y un olor curioso.

...¿Ah, sí?

Martin no había tomado su olor en consideración hasta ese mismo momento. Treg acababa de salir de la cama, no había entrenado aún, así que no olía precisamente a sudor. Pero él podía olerlo con intensidad. Era un olor extraño, que no se parecía en nada a algo que hubiera percibido antes. No le disgustó para nada.

De lo que no se percató fue de que su boca, seca hacía tan sólo unos momentos, comenzó a salivar en exceso.

— Ey, Tierra llamando a Martin.

— ¿Hm?

— Te preguntaba que si vas a ir a visitar a tus padres este finde.

— No, se van a un spa por su aniversario.

— Ah. Podríamos ir al cine, entonces, ¿tú qué crees?

— Hm. Vale.

Martin miró su reloj de muñeca y apuró su café. Miró a Treg por el rabillo del ojo y de nuevo se encontró con que no tenía palabras para describir qué sentía.