LA ROSA DEL VIKINGO


2 Mannaz Invertida.


[La Historia, imágenes y personajes NO me pertenecen, los tome para entretenimiento, SIN ánimo de LUCRO]


El corazón le martilleaba en el pecho, le dolían las piernas, le ardían los pulmones, pero Hinata continuó corriendo, adentrándose más y más en el bosque, alejándose de la ciudad que había sido su hogar, su propiedad por derecho. Había tenido que luchar toda su vida, pero jamás se había encontrado tan cerca del terror y la desesperación como en esos momentos.

Finalmente aflojó el paso, ya en el corazón del bosque, que era un mar de oscuridad verde. Conocía bien la zona y se alegró de que comenzara a anochecer. Se detuvo ante una roca cubierta de liquen para recuperar el aliento, aguzando el oído para comprobar si las hordas de vikingos la perseguían. Su respiración se apaciguó poco a poco. Al parecer no la habían seguido. Tal vez no sabían quién era, o quizá no les importaba.

Se echó a temblar al pensar que aquel hombre podía haberla matado. Y si no hubiera estado tan gravemente herido, no habría permitido que escapara.

Se estremeció y cerró los ojos para dominarse. Pero no podía cerrar los ojos al recuerdo; veía al vikingo en su mente, rubio, poderoso, y le parecía que aún percibía su sutil aroma masculino, aún sentía sus manos tocándola…

Inspiró profundamente. Podría haberla matado, haber apuntado la daga hacia su corazón, pero no lo hizo. Sin duda sabía que ella huiría, que se apresuraría a avisar al rey, y sin embargo la dejó con vida.

No lo hizo por piedad, pensó, pues se había comportado con bastante crueldad. ¿Y por qué le preguntó qué había ocurrido? Se rodeó con los brazos, deseando poder gritar de miedo, furia y frustración. ¿Qué había ocurrido? Que una horda de vikingos se presentó de repente y destruyó su casa.

Debía continuar avanzando. Tenía que ver al rey.

Hinata se levantó para reanudar su camino y no tardó en llegar al arroyuelo que atravesaba el bosque. Se preguntaba si los vikingos habrían asolado la ciudad. Muchos habían muerto: nobles, ciudadanos libres y siervos habían fallecido tras luchar orgullosa y valientemente.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Homura había muerto. El querido y leal Homura, con sus bigotes largos y sus melancólicos ojos castaños. Hinata no podía soportarlo. Homura había acompañado a Hiashi, su padre, el príncipe de Gales, cuando fue a rescatar a su madre, Hanna, de los daneses que habían saqueado la costa de Cornualles.

El padre de Iroha había honrado a Hiashi por la hazaña, ofreciéndole a Hanna por esposa, además de muchos condados y tierras fértiles. Hinata recordaba que Homura solía cogerla en brazos cuando era pequeña y balancearla en la rodilla. Y al igual que ella, Homura había pasado su vida luchando contra los vikingos, la horrible horda de la muerte.

Se arrodilló y sumergió la cabeza en el agua fresca y rumorosa. Se echó agua por todo el cuerpo para limpiarse del lodo y el contacto del vikingo. Comenzó a temblar de nuevo y se obligó a ponerse en pie para alejarse del arroyo. Había escampado por fin, y los relámpagos ya no iluminaban el cielo. Debía seguir caminando hasta llegar a Iroha.

Volvió a estremecerse, tanto deseaba ver al rey. Ansiaba entregar su cansado ser a sus cuidados y contarle la historia. No quería preocuparlo más, pero Iroha era el único que podía vengarla.

Iroha parecía predestinado a guerrear contra los vikingos, quienes, antes de que él naciera, ya habían invadido Britania, sembrando la muerte, venciendo a los hombres de Dorset, Lincolnshire, East Anglia, Kent, Londres, Rochester y Southampton.

Les habían presentado batalla y ganado algunas, pero al parecer los escandinavos tenían el pie más firmemente asentado en la tierra. Iroha, el menor de los hijos de Atelwulf, había perdido a tres hermanos, reyes guerreros, antes de proclamarse él rey.

Alguna vez había pagado a los vikingos el precio de la paz, pero estos eran traicioneros y no respetaban las treguas, de modo que Iroha se veía obligado a pelear. Cuando los daneses abandonaron Wessex, se dirigieron hacia Mercia y acamparon en Londres. Burhred, el rey de Mercia, casado con la hermana de Iroha, renunció tras una larga lucha y se marchó.

En esos momentos ocupaba su lugar un inglés, uno de los nobles fieles a Iroha. En cambio el rey Edmundo había muerto en East Anglia a manos de los daneses, el pueblo más poderoso del norte, donde Iroha carecía de los hombres necesarios para combatir contra ellos. Por ese motivo estaba decidido a conservar Wessex para desde allí emprender algún día la lucha hacia el norte.

Iroha, buen guerrero y persona audaz, prudente y apasionada, había logrado reunir bajo su bandera a más hombres que cualquier otro rey. Hinata lo amaba profundamente. En esos momentos un ejército danés tenía sitiado Rochester. Iroha estaba preparándose para atacarlos y ofrecer ayuda a los hombres que durante el largo invierno habían defendido valientemente la ciudad desde dentro de las murallas.

«Apenas resistimos la ofensiva», pensó Hinata. Habían caído en un día. No habían contado con defensa alguna, pues todos los hombres entrenados para la batalla se hallaban con Iroha porque no había habido ningún aviso del ataque.

Se echó a temblar de nuevo. Kiba se encontraba con el rey. Gracias a Dios no había estado con ella, porque jamás se habría rendido a los invasores y habría muerto. Ella ya había perdido a demasiados seres queridos. Su padre había perecido cuando participaba con Iroha en una batalla contra Orochimaru; su madre no había tardado en seguirlo a la tumba.

Habían sucumbido tantas personas bajo el acero vikingo que no soportaba la idea de que también muriera Kiba.

Comenzó a caminar más deprisa. Tardaría unos días en llegar hasta el rey. Su intención había sido huir a caballo, pero el señor vikingo había trastocado sus planes, y no le había quedado más alternativa que escapar a pie. No tenía caballo, estaba cansada y triste, pero debía continuar Suzumente. No se atrevía a permanecer cerca de los vikingos.

Se rodeó de nuevo con los brazos porque volvía a temblar. No deseaba que el gigantesco invasor rubio la capturara. Su rostro había quedado impreso en su memoria; esa cara angulosa con aquellos ojos azules, feroces y fríos como el hielo.

En su mente resonaron las palabras de advertencia que el hombre le había dirigido, y eso la impulsó a apresurar el paso. Oró fervorosamente, rogando no volver a verlo nunca más en su vida.

Recordó el momento en que lo vio por primera vez desde el parapeto, cuando la plaga mortal se había cernido sobre ellos. Lo había visto de pie en la nave, como si ni siquiera el más fiero rayo de la naturaleza pudiera abatirlo. Insolente y arrogante, aquel hombre provocó la destrucción de todos sus seres queridos. Había deseado con desesperación la muerte del vikingo y supuesto que tras ella sus hombres se retirarían.

Estaba quieto cuando ella lo apuntó con la flecha, pero en el último instante se apartó hacia un lado. Hinata despreciaba su orgullo, su suprema seguridad en sí mismo y la mortandad que había causado. Tendría que haber escapado antes, pero al verlo en el patio el horror de la muerte se apoderó de ella, y deseó desesperadamente acabar con él.

¡Y cuán cerca había estado ella de la muerte!

Un ardiente estremecimiento recorrió su cuerpo. Recordó la envergadura y la furia del nórdico, la presión de su mano, como grillos de acero, sus músculos, que le habían quemado y penetrado la piel. Jamás había sentido un terror y un odio tan intensos.

Nunca olvidaría sus ojos, de hielo y fuego, que la perforaban, la abrasaban y parecían violar su alma. Por su culpa la ciudad estaba en ruinas, y sus habitantes se habían convertido en esclavos. Homura yacía en un charco de sangre, junto con el querido lord Ibiki Morino, su paladín, igual que Homura, durante tantos años. El valiente Hoheto también había perecido, como tantos otros.

Volvió a detenerse, apretándose el estómago para vencer el dolor que la traspasaba. Levantó la vista al cielo y rogó que Suzume hubiera escapado hacia los bosques. Su prima Suzume, viuda de un noble militar de Wessex, estaba siempre a su lado como su doncella y amiga. Hinata estaba segura de que Suzume no habría sobrevivido a la crueldad del nórdico. De eso estaba segura.

—Padre del cielo —oró—, haz que esté a salvo.

De pronto quedó paralizada al percibir un movimiento de ramas a la izquierda. El corazón se le aceleró e hincó una rodilla en el suelo, buscando refugio detrás de un roble. Atenazada por el miedo, no lograba apartar de su mente el rostro del vikingo, cubierto de lodo y harina, severo, escalofriante y sorprendentemente inmóvil.

Sintió el poder de su contacto, el vigor de su figura bárbaramente musculosa. «Ruega —le había dicho—, ruega que jamás volvamos a encontrarnos.»

Se le escapó un gemido. El infierno había cobrado vida entre aquellos arbustos. Se le cortó el aliento. En ese instante salió de la espesura un caballo roano con un aspecto lamentable.

Hinata prorrumpió en carcajadas nerviosas y después rompió a llorar.

¡Tantos muertos! Los vikingos le habían arrebatado todo; ni siquiera podía regresar, no podía ofrecer un entierro cristiano a sus buenos amigos, compañeros y defensores. Los buitres y los lobos se darían un festín con ellos.

Le pareció que el caballo roano la miraba como si se hubiera vuelto loca, y entonces ella pensó que realmente había enloquecido. Consiguió ponerse en pie con dificultad. Necesitaba el caballo, pues cabalgando tal vez llegaría a donde se encontraba el rey por la mañana.

Llamó al animal, que no hizo ademán de huir. Venía de la batalla y las riendas le arrastraban por el suelo.

Hinata se preguntó quién habría montado el caballo y caído muerto. La silla estaba acuchillada y rota. Apretando los dientes para reprimir el llanto, quitó la cincha y arrojó la silla entre los arbustos. Después se recogió la túnica y saltó al lomo del caballo. Estaba anocheciendo. Rezaría para que la luna la guiara, porque no podía detenerse.

Mientras el caballo avanzaba, Hinata pensaba en los años pasados. Una vez, cuando aún vivían sus padres, tuvo que escapar a Londres, alejarse de la casa señorial de Iroha y Waringham, porque los daneses se hallaban muy cerca. En otra ocasión se vio obligada a huir de la costa; por fortuna esa vez los invasores formaban un grupo pequeño, con solo tres navíos.

Su padre, Homura y Morino lograron acabar con todos y devolvieron sus barcos al mar, en llamas. Sí, había conocido el miedo antes. Siempre había habido peligro, el suficiente para que su padre decidiera adiestrarla en el manejo del arco y en el arte de la esgrima.

Siempre lo había acompañado al bosque a cazar jabalíes y ciervos con halcones. Hinata destacaba sobre todo en el uso del arco. Su padre solía jactarse de que ella era capaz de enhebrar una aguja con una flecha desde una distancia de cien pasos; todos reían, pero sabían que eso no estaba muy lejos de la verdad. De hecho era capaz de acertar casi cualquier blanco. Excepto ese día, cuando era tan, tan importante.

Se preguntó con amargura por qué había errado el tiro, por qué el vikingo había lanzado la daga procurando no matarla. Intuía que si hubiera querido acabar con ella, lo habría hecho.

Inspiró profundamente y exhaló un fuerte suspiro. No deseaba pensar en el gigante rubio. No quería temblar ni recordar su calor, su fuerza y la amenaza de sus ojos azules y fríos como el hielo.

«Ruega, señora, ruega que nunca volvamos a encontrarnos.»

Un búho chilló, y Hinata a punto estuvo de caer de la montura. Reafirmó su posición. Despuntaba la luna, que iluminaría el camino. Había decidido no detenerse.

Estaba agotada, y de pronto se sintió terriblemente sola. No pudo evitar recordar el momento en que llevaron a su madre el cadáver de su padre. Ella había visto su rostro, hermoso y orgulloso, reducido a la cenicienta palidez de la muerte.

Había visto la enorme herida abierta por el hacha de guerra danesa que le partió en dos el cráneo. Sosteniendo la cabeza ensangrentada, lloró y gritó, acunándolo como si así pudiera hacerlo revivir. Finalmente su madre la obligó a salir. Entonces casi dejó de creer que existiera un Dios en el cielo.

Y ahora habían fallecido Homura, Morino y Hoheto. Y tantos otros.

Hinata echó atrás la cabeza y lanzó un grito, un alarido desgarrador y terrible. No volverían a arrebatarle nada más. Lo juró. No volverían a arrebatarle nada… nunca más. Primero moriría.

Iroha, rey de Wessex, había salido de la capilla y se dirigía a la casa. Se detuvo y levantó la vista al cielo matutino. Había dejado de llover, y tuvo la impresión de que las manchas carmesíes que teñían el cielo presagiaban un nuevo derramamiento de sangre.

Hombre piadoso, creía en la única Iglesia católica de Cristo. Sin embargo, esa mañana el cielo le pareció una advertencia pagana. Suspiró. No estaba preparado para regresar a la casa, ver el rostro de su esposa y escuchar a sus hijos, que dejarían de reír y se pondrían tensos ante su presencia.

Apretó los puños con fuerza.

«Dios que estás en los cielos, en tu infinita misericordia, haz que esta batalla sea la que aplaque definitivamente a la bestia que nos acosa.»

No recordaba ni un solo momento en que su vida no hubiera estado dominada por los daneses. Su primer recuerdo de la infancia era un peregrinaje a Roma, viaje realizado por un niño de cuatro años porque su padre y sus hermanos no podían abandonar la batalla. Su padre y sus tres hermanos mayores habían muerto sin tener la oportunidad de envejecer.

Una roca situada entre la capilla de madera y la larga casa señorial formaba un asiento natural en que Iroha se acomodó. De pronto advirtió que tenía los puños cerrados con fuerza.

Primero había luchado contra los daneses junto a su hermano; cuando este murió, él contaba veintiún años, y su joven esposa esperaba un bebé. Esa hija estaba a punto de cumplir quince años; le alegraba que la primogenitura hubiera correspondido a una hembra, y que la mayoría de edad no la obligara a participar en esa interminable guerra. El segundo hijo, en cambio, sí fue varón, y no faltaba mucho para su mayoría de edad.

Miró al cielo y se preguntó qué presagiaban aquellas manchas de color sangre. ¿Qué habría ocurrido o qué se avecinaba? Aunque carecía del don de la clarividencia de los celtas, sabía que Inglaterra no había desterrado por completo el paganismo y que el primer ataque de los vikingos había sido vaticinado en oráculos de mal agüero.

Todavía merodeaban druidas por los bosques, y pese haber abrazado el cristianismo, la mayoría de su gente era tan supersticiosa como los daneses paganos. Algún peligro se cernía sobre ellos.

Volvió a rezar. Rogó que la señal significara una victoria por fin. Dios le había concedido ya muchos triunfos. Iroha sabía que su pueblo lo había proclamado el soberano más grande después del legendario Arturo. Había derrotado muchas veces a los enemigos en escaramuzas.

Era rey, y los hombres se inclinaban ante él y luchaban por su honor, pero él deseaba más; deseaba la paz. Anhelaba que Inglaterra se convirtiera en un lugar donde se protegiera la cultura, que sus hijos aprendieran a leer y escribir, y estudiaran con eruditos de todo el mundo.

Él no había aprendido a leer hasta los doce años; aunque era pequeño cuando murió su madre, jamás había olvidado cómo le leía, cómo su voz le parecía una melodía alegre y ligera cuando recitaba un poema. La falta de tiempo le impedía recibir instrucción, pero había aprendido a leer antes que sus hermanos. Le gustaba estudiar y deseaba eso para Wessex. La paz era imprescindible para conseguir ese objetivo.

Tenía treinta y seis años. Ya no era joven, pero tampoco viejo. Le quedaban muchos años por delante. Todavía tenía tiempo de hacer muchas cosas. Los artesanos ingleses eran famosos en todo el mundo por sus obras en metal y piedra; hermosas joyas se fabricaban allí. En otro tiempo los monjes ingleses habían trabajado en los monasterios creando obras de gran belleza.

Ahora los monasterios eran saqueados, y los metales y las piedras preciosas robadas, junto con todo lo de valor. Era afortunado el inglés que lograba conservar su trozo de tierra.

Se arrodilló ante la roca, cogió un puñado de tierra y lo observó.

—Dios de mis padres, permíteme destrozar a los daneses esta vez. Ayúdame a expulsarlos de mi tierra y obligarlos a ver el verdadero camino de Tu luz.

Mientras hablaba sintió temblar el suelo. Momoshiki de Kent, uno de sus hombres de confianza, se acercaba al galope. Iroha se apresuró a ponerse en pie. Momoshiki desmontó y se arrodilló ante el rey guerrero, quien de inmediato comprendió que portaba malas noticias.

—Levántate, Momoshiki, y explícame qué ocurre. ¿Acaso el príncipe irlandés cambió de opinión y se niega a venir? —El cielo se lo había advertido. Esperó la respuesta.

—No, mi rey. Acudió y ha provocado un desastre. No llegó ningún mensaje a la costa. La gente creyó que se trataba de un asedio y se dispuso a atacar. Lady Hinata dio la orden. El príncipe irlandés no recibió una bienvenida, sino una andanada de flechas.

Con el corazón lacerado, Iroha cogió a Momoshiki por los hombros.

—¿Cómo te has enterado?

—Cuando me dirigía a ver a lady Hinata, me encontré en el camino con un superviviente que venía hacia ti para informarte.

Momoshiki no sostuvo la mirada del rey, quien se preguntó qué le ocultaba; después pensó que Momoshiki bajaba la vista por tristeza y temor por Hinata.

—¿Y es verdad? ¿Estás seguro?

—Sí, lo estoy. La ciudad está casi destruida.

—Lo supongo —dijo el rey.

Había cogido a una bestia por la cola, una bestia civilizada, había creído. Pero conocía la reputación del hombre, y rogaba que las repercusiones se limitaran a lo que ya había sucedido. Naruto de Uzushiogakure podría estar marchando sobre Wessex en esos momentos, con su grito de guerra, buscando venganza.

El príncipe irlandés habría supuesto que el rey de Wessex lo había traicionado. ¿Lo habría traicionado Hinata? ¡Imposible! Iroha pensó en su prima, inquieto, pero habló como rey. No tenía alternativa. Era rey antes que nada. Solo había una manera de conservar una parte de Britania para los sajones.

—¿Dónde se encuentra Naruto ahora?

—Ocupando la ciudad.

—¿No se dirige hacia aquí? ¿Cómo puedes saberlo?

—En la ciudad reina un silencio de muerte. Lo sé, señor, porque llegué hasta la costa para comprobar lo sucedido antes de comunicártelo.

Iroha agradeció en silencio a Dios que el vikingo irlandés no se hubiera lanzando de inmediato a la venganza. Después preguntó por Hinata.

—¿Y mi prima?

—No la han visto —contestó Momoshiki, apesadumbrado, moviendo la cabeza—. Pero el hombre que encontré en el camino estaba convencido de que había escapado.

Iroha se echó hacia atrás la capa y contempló de nuevo el cielo de primavera.

— Momoshiki, busca a Kiba y dile que salga con sus hombres en busca de lady Hinata. Si está viva, si es posible hallarla, su amor lo guiará.

—¿Y tú, mi señor?

Iroha miró a su hombre y vaciló. Momoshiki tenía casi su misma edad. Ambos estaban en forma gracias a la eterna práctica de la guerra. Momoshiki era moreno, de vivos ojos grises, y su boca podía inclinarse hacia la crueldad. Todos se habían endurecido como el granito, pensó el rey.

—Yo iré a ver a Naruto de Uzushiogakure. Trataré de enmendar el error. —Se dio media vuelta y se encaminó hacia la casa, arrastrando la capa detrás. Se detuvo y se volvió hacia Momoshiki —. ¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¿Se envió el mensaje?

—Señor, sé que se envió al mensajero. Sin embargo, el hombre con quien hablé no sabía nada. Dijo que tal vez el viejo Homura, debido al odio que sentía hacia los nórdicos, se había negado a comunicárselo a su señora. Homura murió en el campo de batalla, de modo que jamás lo sabremos.

—Ah, sí lo sabremos, Momoshiki. —El rey sonrió con tristeza—. Lo descubriremos tan pronto sea posible.

—¡Señor!

Era una voz aguda y femenina. Iroha se giró para escudriñar la espesura. Se sintió aliviado porque conocía aquella voz. Vio a Hinata, que, despeinada, sucia y con la túnica desgarrada, pero hermosa, como siempre, cabalgaba hacia él por la pradera.

—Dios mío —susurró Iroha.

Echó a correr hacia ella. Los cascos del caballo roano hacían saltar el lodo. La joven se detuvo, se apeó y, bañada en lágrimas, se arrojó a sus brazos. El rey la abrazó, le apartó el cabello del rostro y la levantó en sus brazos. Agradeció en silencio a su dios que se la hubiera devuelto.

No sabía por qué la quería tanto, como a uno de sus hijos. Tal vez porque en otro tiempo había admirado y amado a su madre, quizá porque era su padrino. Ignoraba los motivos de su corazón, pero la amaba como a una hija.

La estrechó y la mimó. Ella era bastante alta para ser mujer, pero esbelta y bien formada como un hada, fácil de ser alzada en brazos. Olvidándose de Momoshiki, Iroha se encaminó presuroso hacia la casa, llamando a su esposa.

Hinata iba aferrada a él, confiada como una niña. Sus ojos, tan increíblemente grisáceos, se encontraron con los del rey.

—Atacaron los daneses, mi señor. Desembarcaron y cayeron sobre nosotros; fue una carnicería.

Cerró los ojos. Tenía frío; estaba empapada y agotada tras haber cabalgado toda la noche bajo la lluvia. De pronto la furia por la brutalidad y la pérdida inútil de vidas penetró en Iroha como un cuchillo. Movió la cabeza sin dejar de sostenerla.

—No eran daneses.

—¡Mi señor! ¡Primo! Yo estaba allí. Irrumpieron como lobos hambrientos…

—Te enviamos un mensaje, Hinata. Pedí ayuda a un príncipe irlandés de Uzushiogakure, un hombre que odia a los daneses con tanta ferocidad como nosotros.

Ella negó con la cabeza. Iroha no la entendía.

—¡No vi a ningún irlandés! —aseguró. Apretó con fuerza los dientes. No podía olvidar al vikingo a quien había estado a punto de matar; rubio y glacial como el viento de su tierra—. Llegaron en barcos dragones —susurró.

No se atrevía a contar a Iroha su encuentro con el hombre, pues su primo se enfurecería porque no había huido inmediatamente.

—La embarcación sería vikinga, Hinata, como también algunos de sus hombres.

Ella volvió a negar con la cabeza. Estaba rendida y no lograba que el rey comprendiera la situación.

—Mi señor, tal vez no me expreso con claridad, tal vez estoy confusa…

—No —dijo con firmeza Iroha, que comenzaba a enojarse. Se sentía enfermo por toda la gente que había sufrido tan inútilmente y temía mucho que una traición le costara la ayuda del príncipe irlandés cuando más la necesitaba. Estrechó con demasiada fuerza a Hinata. No la culpaba. Se estremeció de emoción y rabia—. No, te has expresado bien, pero tú no entiendes lo que te digo. Me han traicionado. Ordenaste atacar a un hombre a quien yo había invitado. Has levantado tu mano contra mí.

Ella ahogó un grito, horrorizada.

—Yo jamás te traicionaría, Iroha. ¿Cómo puedes acusarme así? Luché contra el enemigo. Siempre hemos luchado contra el enemigo.

—No te acuso, pero te digo que debías haber dado la bienvenida a ese hombre en lugar de atacarlo.

—¡Te juro que no lo sabía!

La quería. De pronto ya no pudo mirarla a los ojos. No podía perder las fuerzas que necesitaba en esos momentos, cuando la victoria estaba demasiado cerca; ya casi la saboreaba. No podría soportar que se la quitaran de las manos. Necesitaba al príncipe de Naruto, y si este exigía algún castigo, él se vería obligado a pagar el precio.

Entraron en la casa señorial. Condujo a Hinata hasta el hogar y la acomodó allí.

—¡Shiho! —llamó a su esposa.

Allí estaba ella, su novia de Mercia, con Althrife, su hija menor, en brazos. Shiho se aproximó a dejar a la niña en el suelo y corrió a abrazar a Hinata, dirigiendo a su marido una mirada de reproche.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó consternada al ver el deplorable aspecto de Hinata.

Iroha no logró aplacar la rabia que se había apoderado de él.

—Alguien de su casa decidió no acatar la orden del rey; eso ha sucedido.

—No; no puede ser cierto —protestó Hinata.

Iroha estaba temblando. Su prima era incapaz de comprender la intensidad de su emoción y estaba asombrada al verlo tan furioso con ella, que había acudido a él en busca de auxilio.

—No te acuso de nada, Hinata, pero alguien nos ha traicionado; a mí y a ti. Y lo ocurrido podría acarrear terribles consecuencias, mucho más desastrosas para nuestra causa que lo que ya ha sucedido.

Hinata se apartó de los brazos de la reina y enfrentó, trémula, a su primo.

—¿Más terribles que el mar de sangre que baña mi ciudad? ¿Lo has olvidado, Iroha? Hombres, hombres buenos, mis queridos amigos, yacen muertos…

—¿Y tú has olvidado, señora, que soy el rey? —replicó él con voz de trueno—. Además, Hinata, tus queridos y leales amigos podrían ser los traidores, porque se envió un mensaje para anunciar la llegada del príncipe de Naruto, que debía ser recibido con toda cortesía y escoltado hasta aquí.

—¡No llegó ningún mensaje, mi señor! —exclamó ella—. Y, créeme, señor, no vi a ningún príncipe irlandés; solo vi una horda de piratas vikingos.

Él se dio media vuelta sin hacerle caso.

—¡Por todos los santos, Iroha! —exclamó Shiho—. ¿Cómo puedes ser tan cruel para dudar de la chica?

Él se volvió hacia las dos con rostro inexpresivo.

—Porque todo Wessex podría depender de esto; porque la paz podría depender del capricho y la cólera de un príncipe extranjero. —Se envolvió en la capa y se la abotonó—. Yo, mi señora, partiré hacia la costa. Hinata ha sobrevivido y se encuentra, confío, a salvo contigo.

Dicho esto se marchó. Shiho parecía más dolida que Hinata.

—Te quiere —dijo a la joven—. Y mucho.

Hinata se volvió hacia ella y trató en vano de sonreír.

—Sí, me quiere, pero no tanto como a Wessex.

—Ni siquiera me quiere a mí tanto como a Wessex —dijo secamente Shiho. Al ver que la muchacha estaba temblando, llamó a su criada, que entró silenciosamente en la sala—. Rápido, hay que calentar agua y bañar a lady Hinata junto al hogar. Y abrigarla, no sea que enferme.

Procedentes del exterior se oían los cascos de los caballos y el ruido de los hombres al ensillarlos para emprender la cabalgada. Shiho pasó un brazo por los hombros a Hinata y la condujo hacia la parte este de la sala, el solar de las mujeres. Allí le prepararon el baño.

Shiho no la dejó sola. Ella misma le lavó el pelo y trató de mantener una conversación, hablando del folclor, la gente, la casa.

Cuando estuvo lista, Hinata se envolvió en una toalla de lienzo y se acomodó ante el hogar del centro. Comenzó a tiritar de nuevo. Shiho, hermosa con sus ojos de color miel y sus delicados rasgos, se sentó junto a ella para tranquilizarla.

—Celebraremos misas por tu gente. Rezaremos por ellos esta misma tarde. Hinata asintió y tragó saliva.

—Shiho, debes creerme. No eran irlandeses; yo los vi. Eran vikingos.

—Hinata, sé que me cuentas lo que viste. Lo que ocurre es que ignoras que el padre de ese príncipe irlandés es noruego. Por ese motivo tal vez se parezca mucho a un vikingo. Los constructores de barcos vikingos son los mejores, de modo que las embarcaciones pueden tener en la proa una figura de dragón. Y posiblemente muchos de sus hombres luchan como fieras furiosas. Iroha necesita guerreros así para detener a los locos daneses. El príncipe irlandés a quien Iroha quiere complacer pertenece a la casa de Uzushiogakure, pero es nórdico por herencia paterna.

Envuelta en la toalla, Hinata se estremeció.

—Me temo que Iroha ha pactado con los demonios. Yo los vi, y no eran cristianos irlandeses, sino paganos.

Paganos de cabello dorado como el sol del norte y ojos azules de frialdad cristalina. Y Iroha había pactado con ellos. Era posible que volviera a ver al capitán vikingo.

—¡Dios mío! —susurró.

Se sintió enferma. Sin duda el vikingo rubio habría explicado al príncipe irlandés que una mujer sajona le había disparado flechas. Iroha, que ya estaba furioso con ella, se enojaría aún más cuando llegara a la costa.

—¿Cómo puedo importarle tan poco? ¿Cómo puede importarle tan poco mi gente, lo que ha ocurrido? —dijo, sollozando—. Soy de su misma sangre, y él es mi protector. ¿Y se enfada conmigo porque defiendo mis posesiones?

Shiho permaneció largo rato en silencio. Después habló con dulzura:

—Te olvidas del rey, Hinata; Wessex le pertenece.

—Es cruel.

—Es severo y puede mostrarse implacable. El destino lo ha hecho así, porque debe ser fuerte. Recuerda que es tu protector, tu rey, y que te quiere. — Le acarició el cabello, todavía húmedo, y sonrió—. Se preocupa por tu bienestar. No pretendía ofenderte, y nunca lo hará.

Hinata deseaba creerla. Amaba al rey. Iroha, Shiho y sus hijos eran su familia, la única que le quedaba. Flexionó las rodillas y se rodeó las piernas con los brazos. Mientras contemplaba el fuego, lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas.

—¡Fue espantoso! —murmuró—. Tantos muertos, tanta sangre. Yo quería mucho a Homura y Morino. Piensa en las viudas, que nunca volverán a amar, piensa en sus hijos. —De pronto alzó la cabeza—. ¡Y Suzume! No la vi cuando escapé. Debe de estar perdida, Shiho. No sé si la capturaron o si todavía vaga por los bosques.

—Iroha la encontrará —afirmó, confiada, Shiho.

—¡Ay! Y yo, tan egoísta, no dije nada de ella a Iroha.

—Estará a salvo, te lo aseguro. Los hombres de Iroha la hallarán.

—¿Y si la encuentran los vikingos?

—Si huyó hacia el bosque, ¿por qué van a perseguir a una mujer cuya existencia ignoran?

Hinata guardó silencio. No perseguirían a Suzume, pero el nórdico a quien había herido tan gravemente podría enviar a alguien tras ella y en su lugar encontrar a Suzume. Prefirió no manifestar sus temores. No se atrevía a contar a Shiho lo ocurrido con el vikingo, pues ella podría considerar que debía explicárselo a su esposo.

—Vamos, Hinata —animó Shiho—. Tienes que comer y después tratar de dormir. —Vaciló un momento, observándola—. ¿Por qué tienes tanto miedo todavía?

—¿Qué? —Hinata la miró con ojos asustados.

—¿Qué te sucede? ¿Por qué tienes tanto miedo todavía? —repitió.

—No tengo miedo —dijo ella, negando con la cabeza—; ya no. Estoy aquí, contigo, a salvo.

Pero no sabía si se encontraba a salvo o no, ni si volvería a estarlo alguna vez en su vida. No conseguía olvidar al vikingo. No podía olvidar el fuego de su cuerpo, ni aquellos ojos de hielo, ni el ronco timbre de su voz cuando le había advertido: «Ruega, señora, ruega que nunca volvamos a encontrarnos».

Y no volvería a verlo nunca, jamás. Se quedaría con Shiho y los niños mientras Iroha combatía con su ejército mercenario contra los daneses en Rochester. Jamás, jamás volvería a verlo.

Comenzaron a castañetearle los dientes. Estaba rogando, tal como él le había aconsejado. También rogaba que Iroha no supiera de qué modo había participado en la batalla.

Preocupada, Shiho le dio unas palmaditas en la espalda.

—Vamos, debes dormir. Hay otra persona aquí que te quiere; ya sabes a quién me refiero.

—Kiba —exclamó Hinata, dando un salto. Casi había olvidado a su amor querido.

—Sí, Kiba. Sin duda acompañó al rey y probablemente no regresará hasta mañana. Así pues, tienes que comer ahora y después recuperar toda una noche de sueño. No querrás que te vea en este estado, ¿verdad?

—No, no, por supuesto que no —se apresuró a responder.

No podía permitir que Kiba se enterara de lo sucedido. Él no estaba enamorado de Wessex, sino de ella, y ciertamente podría desear vengarse del nórdico que tan mal la había tratado.

Cuando por fin se acostó, ataviada con un largo camisón de lino, entre sábanas limpias y arropada por una gruesa manta de lana, no soñó con Kiba, como había supuesto. No; en sus sueños no apareció el joven a quien amaba, el sajón de alegres ojos castaños y cabello castaño oscuro, sino el gigantesco vikingo de pelo dorado, anchos hombros, fuertes como el acero, y cuyos ojos, duros y fríos como un témpano de hielo, le habían penetrado hasta el corazón.

Oyó su risa, recordó sus caricias, sintió el repentino ardor que le habían provocado sus manos al deslizarse con tanta libertad e intimidad por sus muslos, de forma tan burlonamente suave en comparación con la furia de sus ojos, la violencia de la pelea. Oyó sus palabras susurradas, que la acosaban una y otra vez. «Ruega, señora, ruega que nunca volvamos a encontrarnos.»

Se despertó. Los recuerdos se negaban a abandonarla, y no lograba conciliar el sueño. Temblaba. Le había recorrido ese mismo estremecimiento de aprensión la primera vez que lo vio. Y después sintió su mirada fija en ella, sintió su contacto. Había creído que él moriría en la batalla.

Pero se había equivocado. El vikingo vivía, estaba segura. Y volverían a encontrarse.

No…

Sí, estaba segura. Él se había presentado acompañado por la tormenta y las salvajes olas del mar. Estaba destinado a sacudir su vida con tempestades.


Mannaz Invertida


La runa Mann invertida señala una fase donde gobierna el desorden en cualquier circunstancia. Te descentrarás con facilidad, cayendo en actuaciones ilógicas ante los escenarios que surgen o están por venir.