Tras su crisis, Gilbert se convirtió en su sombra. No dejaba que Antonio fuera solo al hospital, por miedo a encontrárselo de nuevo descompuesto, y se pasaba casi cada noche por su apartamento para ver cómo se encontraba y asegurar que cenaba como tocaba.
Aún no perdía la esperanza de que Francis acabara por recordar y eso significaba que si no cuidaba bien a Antonio, se enfadaría muchísimo con él por no hacer algo al respecto. Además, para qué mentir, estaba muy preocupado por la salud física y mental de su mejor amigo. Cuanto más tiempo pasaba, menos comprendía cómo aguantaba con tanta entereza toda la situación.
Ya no se refería tan solo al hecho de que su prometido hubiera olvidado todo acerca de él, que se hubiera dejado engañar por su madre y que le hubiera hablado con una frialdad que helaba la sangre. La calma con la que se adaptaba a los nuevos escenarios que se sucedían delante de él, sin que pudiera evitarlos, le escamaba.
También le disgustaba muchísimo ver cómo Antonio trataba de entablar conversación con un Francis que no cooperaba. No comprendía cómo podía escuchar las palabras amables que, como contraste, le dirigía a Jeanne sin alterarse ni un ápice. ¡Si incluso había empezado a hacer planes con ella para cuando le dieran el alta…! Cualquiera se desmoronaría ante tal panorama, pero no Antonio. No dejaba de insistir en que se encontraba bien y aplacaba su ira alegando que cuando el momento fuera el oportuno, le diría la verdad. Había estado dos veces a punto de agarrar a Francis, cuando el hispano había salido a por un refresco para ambos, y zarandearle a ver si así se le reordenaban los recuerdos. Puede que Fernández tuviera la paciencia suficiente para aguantar todas esas perrerías, pero él no soportaba verle de esa manera, en segundo lugar, cuando Antonio tendría que ser el único protagonista.
Jeanne ponía a prueba su paciencia, aquella mujer a la que Rose había coaccionado y que formaba parte de ese teatrillo del mal. Por muy cruel que sonara, a ratos desearía que la señora Bonnefoy pisara mal un escalón y tuviera que ser hospitalizada. A ver si así dejaba de meter las manos donde no tocaba.
Antonio, cargado de una ilusión casi pueril, le enseñaba unos bombones que había ido a comprar expresamente. Por mucho que hubiera intentado esconder la etiqueta, Gilbert sabía que costaban un ojo de la cara. Era una marca que a Bonnefoy le gustaba desde el inicio de los tiempos y que había sido uno de los primeros regalos que le había hecho como pareja. Los había comprado en su anhelo por despertar la memoria congelada de Francis, pero no había recibido ni una señal que le indicara que algo se le hubiera removido por dentro y Gilbert se sintió mal por él.
Obviamente, el joven de cabellos castaños no mostró nada. Aunque decepcionado, también había una gran parte de él que había estado resignada a que no recordaría nada con unas simples chucherías. Sus esfuerzos caían en saco roto, pero eso no lo detendría. Si habían llegado tan lejos en su relación había sido porque ambos eran tercos y Antonio no pensaba rendirse sin más. Sólo tenía que esperar a que le dieran el alta, presumiblemente la semana que seguía, y entonces podría empezar a contarle lo que en realidad había entre ellos.
Desearía poder hacer callar a esa voz en su interior, esa que temía una reacción negativa por parte de Francis, e intentar aferrarse a ese optimismo que a veces flaqueaba. Antes de que pudiera seguir la conversación, Francis bajó la cubierta de la caja y la dejó a un lado. Le sorprendía que Antonio hubiera seguido viniendo. Durante días lo había tratado con premeditada frialdad, con el objetivo de que entendiera que su presencia allí no era bien recibida. Su madre le había contado más cosas de ese chico con apariencia afable, que en realidad ocultaba una cara siniestra y manipuladora. Encima venía con su otro amigo —ese que presumiblemente compartían— y éste se quedaba apartado vigilando. Se suponía que también era amigo suyo, pero en su mirada había emergido en los últimos días un desdén que le desencajaba. Parecía que no le caía tan bien como le habían hecho creer.
— Agradezco los bombones, pero tengo que hablar contigo.
— Claro, de lo que quieras —replicó Antonio acelerado.
— Como la semana que viene me dan el alta, he estado hablando con Jeanne y mis padres acerca de qué debería hacer después de esto. Creo que mi madre tiene razón, no puedo estar solo. Aún estoy débil y mejor tener compañía por si acaso pasa algo. Sé que te di alojamiento en casa, cuando no tenías a dónde ir, pero la situación requiere un cambio.
Gilbert se revolvió y dio un paso al frente. Aunque conmocionado, Antonio aún tuvo fuerzas para extender el brazo e impedirle que siguiera avanzando hacia donde se encontraba tendido Francis. Tragó saliva, pesada y que parecía estar hecha de serruchos que le dañaban la garganta. Respiró antes de hablar con calma. Su sosiego indignó al hombre detrás de él.
— ¿Qué quieres decir?
— Estoy recuperando el tiempo perdido con Jeanne y le he propuesto que se venga a vivir conmigo. Como puedes imaginar, tener a otra persona sería inoportuno.
— ¿Te molesta mi presencia? Déjame que adivine, seguro que tu madre se ha ofrecido para ir a limpiar antes de que te instales, ¿verdad?
— Siempre es así de preocupada por los detalles. No digo que no lo tengas limpio, pero nunca está de más —replicó Francis.
— ¿¡Estás intentando echarle de su propia casa con todo lo que está pasando!? —espetó Gilbert, incapaz de aguantar por más tiempo. Su cuerpo, tenso, de nuevo intentaba lanzarse hacia Bonnefoy, con ganas de agarrarle de la ropa del hospital a la altura del cuello y zarandearle a ver si el sentido común le regresaba de una maldita vez. Pero Antonio, como un muro interpuesto, no se lo permitía, demostrando una fuerza implacable.
— Gilbert... —le rogó, esperando que se calmara y dejara de hablar.
— ¡Ni Gilbert, ni hostias! ¡Antonio ha estado al lado de tu cama durante noches, en vela, mientras estabas en puto coma! ¿¡Y ahora así le pagas!? ¡¿Tu manera de agradecérselo es decirle que se vaya del piso en el que lleva años viviendo?! ¡Eres un...!
— ¡Gilbert, suficiente! ¡Sal fuera! ¡Ve! —le gritó Antonio, que no deseaba escuchar aquello en voz alta. Si lo oía de boca de otra persona, se hacía más real.
Los ojos marrones se fijaron en él cargados de reproche. Enfurruñado, se dio la vuelta y salió de la habitación. No cerró la puerta y se mantuvo en el marco, por si tenía que volver a la conversación. Juraba por Dios que lo haría si era necesario. Antonio respiró hondo, dejó que el aire abandonara sus pulmones y se dio la vuelta para encararle sereno.
— Francis, no tengo a dónde ir. Mi antiguo apartamento lo vendí cuando me dijiste que podía vivir contigo. Si lo que te preocupa es el alquiler, o mi presencia allí, puedo encerrarme en una de las habitaciones y no salir bajo ningún concepto.
— Tienes a tu amigo, ¿no? Sé que esto es un fastidio, pero esta situación ha durado demasiado. Mi madre me ha contado los detalles: que te dije que vinieras a casa, que te he cobrado un alquiler simbólico y que aunque me dijiste que sólo sería por un tiempo, llevamos años así. Creo que ya es suficiente, Antonio. Tienes que buscar otro sitio y empezar tu vida.
— ¿Eso es lo que te ha dicho? ¿Qué me vine a vivir a tu piso porque no tenía donde caerme muerto y que me he aprovechado de ti? —murmuró con un deje de molestia.
Gilbert dejó escapar un suspiro inaudible entre labios. Menuda harpía estaba hecha. En serio, no podía entender cómo Francis podía ser, por lo general, un tipo decente cuando su madre estaba tan cargada de veneno.
— ¿Qué está pasando aquí?
Todos los presentes se sobresaltaron al escuchar la voz del demonio. Las miradas se clavaron en Rose, que tenía un par de latas en las manos. Al verla, se despertó en Antonio lo que había intentado guardar con recelo. Todo se derrumbaba y en medio de ese caos lo único que sentía era su sangre hervir. El piso en el que llevaban viviendo juntos unos años estaba a nombre de Francis, porque éste lo había comprado cuando había empezado a trabajar. Antonio había hablado con él un par de veces, inseguro por irse a vivir a un sitio en el que él no había aportado ni un solo euro, pero el rubio había insistido en le pertenecía tanto como a él.
Para evitar que le reconcomiera, Francis dejó que su entonces novio le fuera pagando cada mes una pequeña cantidad en concepto de depósito que, al final, les ayudaría a ir al notario para cambiar las escrituras. Poco a poco la casa se había ido convirtiendo en suya también, pero dentro de la legalidad, aquello no constaba. Antonio no dejaba de ser un inquilino en ese apartamento y si querían echarle quedaba totalmente indefenso. No poseía ningún derecho sobre una propiedad que estaba a nombre de Bonnefoy.
Al verse en esa situación desesperada, Antonio avanzó hacia Rose, amenazante, y le señaló con el dedo índice de la mano derecha, que le temblaba de la misma ira.
— ¿Eso le has estado contando mientras no estaba? ¿Es que nunca cambiarás? Si no te metes en la mente de los demás para que jueguen a tu antojo, no estás satisfecha, ¿no es así?
— Sólo le he contado la verdad: que eres un maldito estafador, que no has hecho más que alejarle, aprovechándote de su hospitalidad, que lo que quieres es sacarle el dinero y que no te importa en lo más mínimo su bienestar. Eres un ser ruin con dos caras, que saca provecho de los que tiene a su alrededor hasta dejarles en la miseria.
El labio inferior de Antonio cayó de la sorpresa, miró a Francis, se fue hacia la cama y dio un golpe a los pies de ésta, sobre la mesita en la que ponían los medicamentos. El impacto de su mano sobre la madera conglomerada envió una vibración que se notó por toda la cama y los ojos azules del rubio le observaron atónitos.
— ¿¡Y tú la has creído!? ¡Te ha dicho que soy un estafador, un mentiroso, un aprovechado y que no me importas, ¿y tú la has creído, maldita sea?!
Descargó un nuevo golpe contra la madera, frustrado e incapaz de calmarse. Su corazón latía en sus orejas y era como si el mundo estuviera tras un velo y no pudiera verlo con claridad. Ahí estaba; había encontrado su límite.
— De todos los que podrían haber creído algo así de mí, ¿¡tenías que ser tú, joder!? ¡No dejes que te manipule!
Con el índice señaló a Rose, que se acercó a ellos. Cuando estuvo cerca, empujó a Fernández, que retrocedió un par de pasos. No iba a mentir: Francis no acababa de estar preparado para tal reacción. Ojalá hubiese comprendido la situación y se hubiera marchado sin oponer resistencia alguna. Los golpes de Antonio y el ataque de su madre hacia ese muchacho no entraban en sus cálculos. Sus gritos taladraron su maltrecha cabeza, que empezó a punzar.
— ¿Quién manipula a quién? ¡Estoy harta de que creas que puedes hacer con mi hijo lo que te da la gana! ¡Así que haz lo que te ha dicho y lárgate de ese piso que no te pertenece! ¡Si mañana no estás fuera de ahí, vendré con la policía y haré que te detengan!
— ¡Menuda falsa estás hecha! ¡Llegas a España, creyéndote tú misma tu papel de buena madre, pero en realidad no eres más que una interesada! ¡Siempre has pensado que Francis es tu juguete, que puedes hacer con él lo que quieras porque por eso le has parido, pero no es así! ¡Cada vez que Francis te desafiaba, montabas en cólera y como no te caigo bien, te jode que estuviera viviendo con él, ¿verdad?! ¡Qué poco te importó dejar a tu hijo en la calle, en pleno invierno, tirado porque no dijo justo lo que querías oír! ¡¿Y sabes a quién llamó?! ¡A mí! ¡Yo fui el que hizo más de ocho horas en coche, para llegar cuanto antes a su lado! ¡Yo fui el que le recogió! ¡El que le intentó animar! ¡El que le mintió y le dijo que no estaba cansado y le pidió que durmiera mientras regresábamos a casa! ¡¿Y ahora intentas ponerlo en mi contra y echarme de nuestra casa?! ¡Tengo todo el derecho del mundo a estar con él! ¡Al menos yo no tengo que inventarme falsas prometidas para hacer que baile a mi son! Eres tan despreciable que tienes que manipular a una pobre chica para que tu hijo camine por ese camino de la heterosexualidad en el que tanto insistes.
— ¡Cállate, desgraciado! ¡Te vas a arrepentir de todo lo que estás diciendo! ¿¡Cómo te atreves a humillarme delante de mi propia familia!? —vociferó la mujer, roja hasta las orejas. Con el índice señalaba a Antonio y cada balanceo acercaba peligrosamente su mano al cuerpo del varón—. ¡Debería de haber llamado a la policía por todos estos días que te has estado colando en su habitación! ¡Te advertí que no volvieras a aparecer por aquí!
— Rose, por Dios, te juro que como me levantes la mano una sola vez no respondo de mis actos.
— ¡Cállate!
Y de repente todos se quedaron en un silencio de ultratumba porque el que había gritado había sido Francis. Su orden iba dirigida a Antonio, que tomaba aire rápidamente y le observaba atónito, desarmado. El labio inferior del rubio le titubeó y su cabeza aún no terminaba de procesar todo lo que se había dicho, lo cual le atormentaba.
— No le hables así a mi madre. Vete, por favor.
Gilbert, que estaba a medio camino entre Antonio y Rose, dispuesto a meterse si llegaban a las manos, se quedó destrozado después de escuchar eso. Sus ojos se fijaron en su amigo, que seguía observando a Francis como si hubiera dicho que él había masacrado a los judíos y al mismo tiempo como si el que tuviera delante no fuera más que un desconocido.
— No vuelvas al hospital. No quiero que le vuelvas a faltar al respeto de esa manera. Vete.
Fernández seguía plantado en el sitio, observando a su prometido como si éste fuera una persona totalmente diferente a la que no había visto con anterioridad. Francis seguía alterado, con el rostro más rojo de lo habitual, seguramente por el estrés y el ajetreo. Cuando vio que parecía que empezaba a molestarse, Gilbert le puso una mano en el hombro a Antonio.
— Toño, vámonos. Ya es suficiente. No quiero que llamen a los guardias de seguridad y la gente se amontona en los pasillos. ¿Vámonos? —le pidió, hablándole con suavidad, intentando sacarle del shock.
Tiró de él sin ser brusco y cuando vio que se dejaba mover, terminó de guiarle hacia el exterior. Antonio parecía un muñeco sin voluntad, seguía aún con esa expresión de sereno desconcierto y no había pronunciado una sola palabra. Sin embargo, mientras Gilbert tiraba de él agarrando su muñeca, podía notar un temblor que a simple vista podría pasar desapercibido. Cuando los dos se metieron en el ascensor, se fijó en él. Sus hombros habían descendido, su cabeza floja, hacia el frente, encogido en el sitio. Su figura temblaba y sus manos se elevaron para secar las lágrimas que al fin brotaban de sus ojos.
Había podido aguantar que Francis no le recordara, que pensara que entre ellos no había nada, que le hablara y le tratara con frialdad, que dijera que tenía una prometida y que Rose se portara horrible con él, pero lo que no había esperado por nada del mundo era que éste la defendiera cuando ella le amenazaba e injuriaba de tal modo. Todo lo que había estado almacenando en su interior, esas pequeñas puñaladas, ahora sangraban y supuraban un dolor sobrecogedor, negro como la noche.
Gilbert apoyó la mano en su nuca y le empujó hasta darle la oportunidad de esconder su rostro en su hombro izquierdo. Antonio no se resistió, le dejó arroparle ahora que ya no podía más. Mientras descendían guardaron riguroso silencio. Cuando llegaron a la planta baja, Beilshcmidt se apartó, le tomó la mano y cruzaron la planta baja hacia la salida. Ni siquiera le importó que pudieran juzgarles por ir agarrados. En ese momento su pudor había desaparecido y su prioridad era protegerle.
El hispano dejaba que tirara de él, intentando controlarse, pero por sus mejillas aún bajaban lágrimas y sus ojos se mantenían brillantes, amenazando con derramar algunas más. Llegaron al coche rojo de Gilbert, lo desbloqueó y le abrió la puerta para que se subiera. Durante un segundo le observó allí de pie, con la vista perdida, así que se fue para él y con cuidado le guio hacia el interior del coche. Revisó que sus extremidades estuvieran dentro y entonces cerró la puerta.
El camino hacia el piso fue el más silencioso que recordaba y sólo lo rompía el sorbido de ocasional de la nariz de Antonio. No se le olvidaba la amenaza de Rose Bonnefoy, por lo que tenían trabajo que hacer, aunque su mejor amigo se sintiera caído dentro de un gran abismo. Mientras Gilbert terminaba de cerrar la puerta y echaba un vistazo al recibidor, preguntándose qué objetos le pertenecerían, Antonio fue directo a la sala de estar. No tenía una razón, sólo deambulaba por allí, viendo el que había sido su hogar hasta ese mismo momento.
Cuando el estruendo de algo haciéndose añicos retumbó en el pasillo, se encontraba recogiendo una chaqueta de Antonio que estaba colgada en un perchero. El ruido no cesó, no se trataba de algo aislado. Sumado a éste, escuchó los gritos de rabia y agónica tristeza de su amigo. Cuando llegó a la sala de estar, Antonio estaba fuera de sí: rojo, respirando acelerado, tiraba todo lo que encontraba a su paso. Fotografías, jarrones, ornamentos, todo le molestaba, porque todo le recordaba a ese Francis al que quería y que ya no estaba. Había cristal roto por el suelo y Gilbert temió que se fuera a hacer daño sin querer.
Se fue hacia él y aferró los brazos de Antonio antes de que fuera a agarrar algo más para lanzarlo. Estaba seguro de que su ansia de destrucción no le calmaría, no llenaría el vacío, y deseaba poder demostrarle que no estaba solo a pesar del infierno al que se enfrentaba. Fernández se revolvió, tratando de liberarse, pero Gilbert no se lo permitió.
— ¡Te vas a hacer daño, joder! ¡Siéntate...! Ven. ¡Antonio! —le suplicó, arrastrándole a la fuerza hacia el sofá.
No le contestó, siguió forcejeando con él hasta que en una de esas sin querer le pegó un golpe en la cara. Tras el impacto, se quedó quieto. Antonio también cesó y fue consciente de que le había hecho daño a la única persona que había permanecido a su lado desde el accidente. La ira se disipó y sólo quedó la tristeza, demasiado densa como para poder salir a flote en ese momento. Sus ojos se anegaron de lágrimas otra vez y lentamente se sentó en el sofá. Cubrió su rostro con las manos y empezó a pedirle perdón una y otra vez a Gilbert. Éste se inclinó y acarició su brazo, torpe, sin saber cómo calmarle.
— No te disculpes, Toño. No me has hecho daño, ¿me oyes? No estás solo.
— Tenemos que recoger. Tenemos que sacar mis cosas de aquí. No tengo dónde ir, Gil... Francis me ha echado. Francis ha defendido a su madre, que tanto daño le ha hecho. Ésa que tanto nos ha hecho a ambos. Ese no es mi novio. No es la persona de quien yo me enamoré. Ya no veo a ese hombre... No puedo seguir así, Gil. Estoy cansado. Estoy tan cansado y tan deprimido. No puedo luchar más...
— Lo sé. Lo siento mucho. Pero no estás solo, voy a quedarme a tu lado. Claro que tienes a dónde ir, idiota... ¿Es que te olvidas de mí? Te vas a venir a mi casa mientras no encuentras nada. Tengo que vigilar que no cometes ninguna estupidez. Ahora vamos a sacar tus cosas de la habitación antes de que se nos eche el tiempo encima.
Pensar que Antonio sería capaz de realizar tal tarea había sido pecar de optimista. Entrar en la habitación que habían compartido le destrozó por completo. Todo lo que el español no había llorado estaba aflorando y le vio inclinarse hacia delante con sus brazos rodeándose a sí mismo, los ojos cerrados y una expresión de dolor abrasador. Le guio hacia la cama, le hizo sentarse, y le vio llorar y llorar, hasta que el blanco de sus ojos se volvió rosado. Gilbert iba sacando las cosas de los cajones y los armarios, vigilándole por el rabillo del ojo.
Fernández fue consciente de que había perdido todo lo que le hacía feliz hasta ese día y el golpe era demasiado fuerte para digerirlo. Los recuerdos le perseguían. Los que tan felices le habían hecho antaño ahora le desgarraban con violencia. Acabó tumbado de lado sobre esa cama que habían compartido, sollozando a ratos, pensando qué iba a hacer ahora con su vida. La había construido alrededor de Francis y él ya…
Gilbert llenó dos maletas y una bolsa de deporte con las cosas que pudo identificar que le pertenecían y decidió que le enviaría un mensaje a ese desgraciado —porque aunque le había tenido mucho aprecio, ahora mismo Francis era para él un hombre horrible por dejar al bueno de Antonio, siempre cariñoso y animado, en ese estado—. Le diría que si veía algo que no era suyo que se lo enviara a su casa. Ayudó a su amigo a levantarse, le secó el rostro, le revolvió el pelo y le animó a que le siguiera.
Cuando salían del piso, apagando ya las últimas luces, Antonio no se dio la vuelta, porque sabía que eso le iba a sentar como una patada en el estómago. Le ardían los ojos, los notaba hinchados y la cabeza le dolía horrores, pero no creía poder derramar una lágrima más. Había querido fingir que estaba bien, pero hacía demasiado que no lo estaba. La esperanza de un futuro mejor le había hecho seguir adelante, peleando día a día, pero ésta se había hecho añicos cuando Francis había defendido a su madre en vez de a él. Nunca antes había hecho algo así.
Ni siquiera fue consciente del trayecto hasta el apartamento de Gilbert. Cuando llegó, se sentó en su sofá de piel negra y apoyó la cabeza sobre el reposabrazos. Su amigo le dijo que le iba a traer algo para cenar y Antonio ni se movió. Sus ojos verdes estaban fijos en un punto muerto, aunque no lo veía en realidad. Quería pensar en algo, pero al mismo tiempo hacerlo le provocaba demasiado sufrimiento. Cerró los ojos para aliviar el escozor y sin darse cuenta se quedó dormido antes de que regresara. Éste le observó con tristeza. Nunca antes lo había visto tan exhausto.
Por primera vez desde el accidente, Antonio no fue a trabajar en dos días. Se pasaba las horas en el piso de Gilbert, viendo la televisión, comiendo y resistiendo la tentación de abrir una de esas botellas de alcohol que tenía en la despensa. En esas horas en las que no hacía mucho, su cerebro era la parte de su cuerpo que más trabajaba. Beilschmidt trataba de darle conversación a cada rato que compartían después de que finalizara su jornada de trabajo, pero la comunicación transcurría de manera unilateral.
El tercer día se levantó, se dio una ducha, se vistió y se armó de valor para lo que tenía en mente. Cogió su automóvil, aprovechando que su mejor amigo no se encontraba en casa, —porque llevaba días tratándole como si fuera a tener un brote suicida en el momento menos pensado—, y puso rumbo al hospital. Su siguiente paso en el elaborado plan era hacer salir del nido a la víbora. La suerte se puso de su parte.
— Ay, Rose... Tan meticulosa para unas cosas y tan descuidada para otras —murmuró Antonio hablando solo.
Había aparcado en un paso de peatones, seguramente ante la imposibilidad de encontrar otro sitio. Justo tenía lo que necesitaba. Llamó a la grúa mientras subía las escaleras y les pidió que retiraran un vehículo que estaba estacionado incorrectamente. Entonces, con la paciencia de un santo, esperó escondido a un lado, bebiendo un café que había sacado de una de las máquinas que estaban repartidas por todo el edificio.
Sólo estuvo allí unos veinte minutos, tiempo que aprovechó para volver a repasar de nuevo su esquema mental. Esa era la última oportunidad, el último intento, y si no salía como él pensaba, ya sabía qué decisión debía tomar. Seguramente debería pasar directamente a esa parte, pero no podía dejar de aferrarse a esa apaleada esperanza. Rose pasó alterada y se montó en el ascensor hablando sola, aterrada ante la idea de que a su coche se lo llevara la grúa. Como había imaginado, alguna de las enfermeras u otros visitantes, que la conocían después de tantos días, había dado la voz de alarma para que pudiera evitar que se lo llevaran.
Caminó con aparente tranquilidad y tiró por el camino el vaso de plástico ahora vacío en una de las papeleras que le pillaban de paso. Se plantó delante de la puerta, respiró hondo y con suavidad golpeó con los nudillos sobre la puerta de madera. Escuchó la voz de Francis en el interior, dándole paso, y él tomó la oportunidad brindada. Cuando le vio, el rubio no pudo disimular su sorpresa. Después de cómo se había marchado, no esperaba verle de nuevo allí. Aunque no hubiera podido hablar con su madre, indeciso, Bonnefoy no había olvidado las acusaciones que había vertido y, de repente, se había sorprendido a sí mismo aceptando la semilla de la duda que había plantado en su cabeza.
Como no decía nada, Antonio tomó la iniciativa.
— Buenos días, Francis —le dijo sereno, tanto que hasta inquietaba al francés.
— ¿Qué haces aquí? Te dije que no vinieras.
— El otro día perdí los estribos, lo lamento, pero no me arrepiento de nada de lo que dije. Necesito que me creas, necesito que confíes en mí. No tengo ningún motivo para mentirte. Hasta ahora lo único que he hecho ha sido contarte partes de la verdad. El médico decía que sería dañino para ti recibir un shock emocional muy fuerte, pero creo que ya ha pasado el tiempo suficiente, que ya estás recuperado, fuerte, y que mereces la verdad. Jeanne no es tu prometida. Si tu madre te ha mentido es porque sí que estás prometido, pero no con quien ella desearía. En realidad estás prometido conmigo.
Era consciente de que había soltado una bomba muy grande y lo notó aún más por la manera en que el labio inferior de Francis cayó y en sus ojos abiertos como platos. Cuando ya hacía cosa de largos segundos que el rubio no respondía nada, Antonio fue consciente de que lo que iba a escuchar no le iba a agradar. Nada bueno podía salir de que pensara tanto. Le vio balbucear de nuevo, como un pez fuera del agua, y después de tres intentos logró decidirse por algo que decir.
— Eso no es posible. Quiero decir, tú mismo lo dijiste la primera vez que viniste a verme. Sólo somos amigos —murmuró entre dientes Bonnefoy, como si el hablar más fuerte fuera a hacer que su realidad se desmoronase.
— Me dijeron que cualquier impacto emocional podía hacer que empeoraras, así que tuve que ocultar la verdad por tu bien. Fuimos sólo amigos, luego nos hicimos novios y, después de un tiempo, me pediste matrimonio.
Indeleble, Antonio permaneció en silencio absoluto para que a Francis le diera tiempo a absorber el aluvión de información que le había entregado. Fue testigo de la manera en la que sus ojos se movían hacia los lados, perdidos, buscando en cualquier rincón de su mente cualquier prueba que determinara la veracidad de sus palabras. No debía de estar teniendo mucha suerte porque la tarea le estaba tomando más tiempo de lo normal. Los orbes azules se fijaron en él de repente.
— Estoy prometido con Jeanne. Además, yo no... Tú no me... —balbuceó incapaz de terminar una frase.
No hacía que lo hiciera, su mensaje quedaba muy claro. "Yo no te quiero. Tú no me gustas". Lo poco que quedaba del corazón maltrecho de Antonio alcanzó por fin el fondo del pozo al que había estado cayendo desde que el accidente había ocurrido. Respiró hondo, dejó ir el aire lentamente, y sonrió con amargura, mirando hacia el techo. A eso se había reducido su vida; no le quedaba otra opción.
— Ah, estoy harto de todo esto —expuso, con aire triste y fatigado—. Aunque me imaginaba que me ibas a decir algo así, ha sido peor escucharlo directamente de tu boca.
— Yo...
— No. Por favor, no intentes justificarte únicamente por el hecho de quedar bien. Lo que me has dicho algo es lo que ahora sientes. Es la única verdad —Fernández se frotó la nuca con la mano derecha—. Me imaginaba que esto iba a pasar. Durante estos meses he estado aferrándome a la esperanza, a un clavo ardiendo... —su risa brotó rota—. Qué idiota, ¿verdad? Después de tanto tiempo velándote en coma, cuando despertaste creí que todo iba a arreglarse. No importaba que me dijeras que no me recordabas, o que tu madre intentara hacer de las suyas. He aguantado verte inerte en una cama durante meses, he aguantado a tu familia insinuando que era mi culpa, a tu hermano, que dijeras que estabas prometido a otra persona, todo porque creía que podía despertar en ti algo. Pensaba que podía despertar en ti el recuerdo de lo que teníamos.
Antonio miró hacia el techo y suspiró. Notaba un nudo en la garganta y el pecho parecía que pesaba una tonelada. Dolía, claro que lo hacía, pero era necesario. No podía seguir caminando por un sendero que sólo le provocaba sufrimiento. Había luchado por Francis, había sacrificado todo y más por él, pero ya no podía más. Si continuaba de esa manera, no quedaría nada de él y lo único que conseguiría sería acabar resentido porque no le recordaba. Sus caminos debían separarse, por mucho que le destrozara.
— Pero supongo que estaba equivocado de nuevo —sentenció. Cerró los ojos un segundo, dándose fuerzas, y entonces bajó la vista hacia el rubio, que seguía mudo—. Gracias por todo, Fran. Estos años a tu lado han sido los mejores que he tenido —sus orbes verdes se volvieron cristalinos y en la comisura de éstos se empezaron a formar unas lágrimas que impactaron a su audiencia—. A tu lado he sido feliz, me has hecho sentir querido y en casa. Ojalá nos hubiésemos podido casar, Fran. Me hubiera gustado poder estar contigo mucho más tiempo.
Nunca imaginó que acabaría cortando con Francis y aún mucho menos que sería él el que daría el paso. Sus labios formaban una de las sonrisas más tristes que jamás había esbozado y sus mejillas parecían estar tensas y tirantes, como si fuera un gesto anormal que no debiera estar allí. Se secó las lágrimas con las manos, pero volvía a sentir que se acumulaban en la comisura, esperando crecer lo suficiente para deslizarse por sus húmedas mejillas.
— Espero que seas feliz, de todo corazón. Espero que ella te quiera de verdad y que tengas una vida buena. Eres un hombre amable, cariñoso y bueno; mereces ser feliz. Siempre lo he creído. No dejes que nadie te diga cómo debes ser, no dejes que nadie te manipule. Eres perfecto sin cambiar nada de ti.
Alzó los brazos y llevó las manos a su nuca. Los dedos rozaron contra su piel hasta que dieron con la cadena que había llevado desde que había sucedido el incidente. Después de dos intentos, logró abrir el cierre. Llevó ambos extremos hacia el frente, los cogió en una mano y la elevó para sacar de debajo de su ropa aquellos dos anillos que habían estado anudados a la cadena.
Se acercó a la cama, tomó la mano de Francis y los dejó sobre la palma. Guio sus dedos para que rodearan el cálido metal. Bonnefoy pasó la mirada de su puño cerrado al rostro del hispano, en el cual aún podía ver el rastro de las lágrimas.
— Quédatelos, no soportaría tenerlos cerca. Puedes hacer con ellos lo que quieras; al fin y al cabo, tú fuiste el que los mandó hacer. Gracias por cuidar de mí y por estos años. Te prometo que no los olvidaré —concluyó. Odió que un par de lágrimas recorrieran de nuevo su rostro a sus anchas. No podía seguir con aquella charla o no se iría jamás—. Adiós, Fran. Cuídate mucho.
Acunó su mejilla izquierda, se inclinó y le dio un beso en la derecha, con cariño y familiaridad. El hispano se apartó, se dio la vuelta, aguantando el dolor y la opresión en el pecho, y controló las ganas de gritar y llorar con desespero. Mientras se alejaba de la cama y del hombre al que había querido durante largo tiempo, con las manos intentó secarse las lágrimas. Estaba desolado pero, al mismo tiempo, también le daba la impresión de haberse quitado un gran peso de encima después de haberle entregado los anillos. Por mucho tiempo que le tomara, sabía que sanaría y Gilbert se había ofrecido a darle asilo el tiempo que hiciera falta.
Francis seguía mudo, observando la puerta por la que había desaparecido Antonio. No fue hasta un par de segundos después que notó que su puño temblaba por la fuerza con la que apretaba lo que le había dado. Bajó la mirada y aflojó los dedos para ver los dos anillos de oro. Durante un breve segundo refulgieron con la luz del sol que entraba por la ventana y algo le movió a tomar uno de ellos y a examinarlo. En el interior del mismo había un grabado. Para leerlo al completo tuvo que hacer girar el anillo. Era un memento: "Francis Bonnefoy - Antonio Fernández. TQM" y una fecha.
Después de leerlo tuvo que obligarse a respirar porque se le había olvidado hacerlo. Agarró el otro y lo leyó. El mensaje se asemejaba, pero la fecha hacía menos tiempo que había pasado. Cualquiera deduciría que la primera se trataba del día, mes y año en que habían empezado a salir y la otra era la fecha en la que se habían prometido. Las manos le temblaban mientras seguía pensando en ese adiós tan amargo que acababa de tener lugar. De repente, le sorprendió algo cálido en su mejilla. Levantó una de sus manos y descubrió que una lágrima la surcaba. ¿Estaba llorando? ¿Cuándo había empezado? Sin perder un segundo, Francis se frotó los ojos para eliminar todo rastro de ellas, los abrió y respiró hondo un par de veces.
Unos pasos se acercaban hacia su habitación y supuso que tenía que tratarse de su madre. Justo cuando la puerta de la habitación se abría, por impulso, Francis escondió la cadena detrás de su propio cuerpo y observó la figura de su progenitora. Ella le examinó extrañada, porque había algo diferente en su hijo y no sabía el qué.
— ¿Todo bien, cariño? —preguntó Rose al final, sin ser capaz de descubrir lo que había de raro en él.
— Perfectamente, mamá.
Una nota para la gente que lo está leyendo día a día: En el capítulo donde sale Robert, dice Antonio que no lo denunció porque Francis se lo pidió. Cambio por el bien de la coherencia de la historia que intentaré introducir lo antes posible, Antonio no denunció a Robert porque Rose se lo suplicó y no quería dañar a la familia de Francis.
Siento el dolor provocado por este capítulo jajaja.
¡Adiós!
