Prompt: No puedo respirar.
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―¿Te irás dentro de dos días? ―soltó Sherlock con la voz embargada por la decepción. Al momento de dejarle caer este anuncio se hallaban en medio del West Pier*, el muelle del oeste cuya gigantesca estructura de hierro contenía un teatro y otros locales―. No creí que dejarías la ciudad antes que yo.
―Mencioné que solo permanezco aquí una semana al mes, ¿recuerda? ―le indicó―. Fue cuando nos conocimos.
Sherlock se detuvo, rememorando aquella primera conversación como si el estruendo del océano contuviera las palabras de su nuevo amigo. Sacó la mano del bolsillo del pantalón y se la pasó por el cabello negro, en gesto irreprimible de contrariedad.
―Pero no dijiste el porqué, ¿puedo preguntar ahora?
―Debo volver a casa ―contestó aquel, con una sonrisa efímera y débil, en tanto sus ojos volaban hacia la inmensidad del mar que se abría a su costado―. Este no es mi hogar, aunque así lo parezca.
Guardó silencio y retomó el paso poco después, con las cejas fruncidas; Liam le siguió sin agregar más. Rumiaba las muchas cosas que quería decirle junto con las otras tantas que percibió; estas últimas las notaba escapársele flotando en el aire antes de que pudiera agarrarlas, y la sensación comenzaba a crisparle los nervios. Sabía perfectamente que él no estaba obligado a darle ninguna explicación; eran poco menos que desconocidos en el papel, a pesar de no sentirlo así. La proximidad de su despedida le supo más amarga que el café sin pizca de azúcar que entonces pidió en la cafetería de ese lugar tan pintoresco, y se sintió abrumado por el desánimo.
Liam degustaba su té como si existiese en una dimensión distinta y no oyera el tenso tamborilear de sus yemas sobre el mantel. Tal vez no fuera una idea absurda; era bastante posible que no le importara del mismo modo y que Sherlock estuviera haciendo el tonto por su propia cuenta con aquellas emociones sin sustento. Quizás hubiese inventado tal conexión inconscientemente, espoleado por la falta de estímulos mentales.
―Creo que debí decirlo ayer, por si tenía algún otro plan en mente ―comenzó a decirle él, rodeando su taza con los dedos―. Lamento no poder acompañarle el resto de su estadía.
―Da igual, en realidad tú no me debes nada. ―Carraspeó, sintiéndose algo incómodo ante la sinceridad de su disculpa. Desvió la vista y buscó los cigarrillos dentro de su saco―. Tampoco es como que yo vaya a estar aquí mucho más tiempo.
Los labios de Liam se curvaron y nuevamente su mirada pareció alejarse, extraviada en un punto indecible fuera del mundo material. No volvió a dirigirle la palabra hasta que emprendieron el camino de regreso a través de la pasarela, y cuando lo hizo trajo con ella una declaración inesperada.
―Sherlock, no creas que no aprecio el tiempo que pase contigo ―pronunció, con el semblante más serio que le había visto esbozar nunca―. Fue muy corto, y quisiera… quisiera quedarme, pero es algo que no me corresponde.
Aparte del hecho de que fue la primera vez que lo llamó por su nombre de pila, Sherlock no pudo comprender el sentido completo de la última frase; sin embargo, la impotencia que brillaba en sus ojos le quitó el deseo de presionarlo para obtener respuestas.
―Este tampoco es mi hogar, Liam. Aunque desde que te conocí ha sido tremendamente divertido, más que si lo fuera ―contestó, con más suavidad―. Lo que quiero decir es que no habrá mucha diferencia entre estar solo aquí o en Londres, así que no me importa el lugar. Pero puedes escribirme, ¿sabes? Ya que te niegas a darme cualquier dirección, más te vale que lo hagas.
Luciendo pasmado en mitad de los transeúntes, Liam esperó unos segundos y asintió con los ojos cerrados. Entonces tuvo el presentimiento de que le diría adiós y desaparecería entre el gentío si no lo impedía, así que se apresuró a improvisar:
―Te queda un día libre más, ¿cierto? Te veré aquí mañana por la tarde y me aseguraré de que no lo desperdicies.
―Querer monopolizar mi tiempo es algo infantil de tu parte ―observó con ironía, aunque Sherlock prefería esta actitud a su expresión melancólica de antes―. Espero que al menos pagues el café.
―Me lo pensaré. Esta maldita ciudad se traga mis libras como agua.
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Ese fue el acuerdo, pero cuando Sherlock atravesó el muelle al día siguiente no le vislumbró por ninguna esquina. No le hubiese extrañado sino fuese porque Liam acostumbraba a ser más puntual que él, e incluso solía adelantarse a las horas acordadas. Se ubicó a escasos metros del teatro, sitio desde el cual tenía una panorámica del largo tramo que culminaba en la playa, y encendió el primer cigarro. El cielo grisáceo de nubes auguraba lluvia.
A falta de un reloj de bolsillo, la posición del sol, cada vez más cercana al oeste, le trajo la confirmación que no necesitaba. Iba por el quinto cigarrillo y la impaciencia comenzaba a diluirse en desilusión. No era tan ingenuo para suponer que algún imprevisto imposible le había retrasado, y no obstante, hubiese apostado el cuello a que no le dijo mentira alguna la noche anterior. Era evidente que la causa de su ausencia se relacionaba con su inminente partida.
Dio incontables vueltas por los alrededores, desalentado de ir su busca pero demasiado turbado para regresar. Consiguió frustrarse consigo mismo en vez de enojarse con él. Tras conocerlo y advertir lo singular que era, quiso desvelar los detalles de su vida como si fuesen parte de otro misterio que cayera en sus manos. Liam se convirtió en más que eso, sin embargo, y el riesgo de alejarle evitó que se inmiscuyera donde no lo llamaban. Al final lo perdió de igual forma y la razón le era inescrutable.
Ya había caído la noche cuando finalmente se le acabaron los cigarrillos. Cerró el estuche metálico y le acometió el impulso de lanzarlo al océano, pero la visión oscurecida de este le hizo despabilar. Miró hacia el firmamento sin luna. Estuvo tan absorto en sus pensamientos que olvidó prestar atención al paso de las horas. El punto del muelle en el que se hallaba permanecía silencioso y en penumbras.
Se recargó contra la barandilla de hierro y suspiró. Se sentía estúpido; si el bastardo de Liam lo viera se burlaría hasta la mañana.
―Eh, ¿qué haces acá a estas horas? ―De súbito, una voz desconocida le llamó desde la izquierda―. Ya todo está cerrado.
Sherlock alzó el rostro lo justo para mirarlo de refilón con desinterés; el sujeto lucía como uno de aquellos borrachos que pululaban por las tabernas de la playa. Junto a él, advirtió al menos dos presencias más.
―No tengo dinero ―dijo, haciéndole un gesto de despedida con la mano para que se largara―. Tampoco cigarrillos.
―Lástima, es lo que todos dicen ―oyó una risa grave y áspera, seguida de una mano precipitándose sobre su hombro. Chasqueó la lengua con pereza ante lo que venía.
No esperó a que le obligaran a girarse por completo para encajarle el puño en el rostro congestionado. El hombre se tambaleó, soltando un gruñido gutural, y sus compañeros se lanzaron encima de Sherlock entre insultos de variada índole. Eligieron la peor víctima posible para un atraco, pero cayó en cuenta de que era lo mismo en cuanto al lugar. El embarcadero era muy angosto para meterse en una pelea. Esquivar sus golpes sin chocar contra la baranda fue una proeza casi imposible, incluso con sus habilidades. Derribó pronto al primero de una patada en el estómago, y estuvo a punto de hacer lo mismo con el segundo, cuando la sensación fría y lacerante brotó en su espalda. Enseguida, otra le perforó justo debajo, en la zona lumbar, y de pronto sus piernas temblaron. El chasquido del metal al retorcerse en la carne y luego salir se superpuso a las exclamaciones de aquellos hombres, e incluso dejó de oír su propio resuello.
Cayó de rodillas, afectado por la conmoción. Intentó apartarles a manotazos mientras le despojaban de la chaqueta y registraban sus bolsillos, pero el manantial de sangre escurriendo bajo las costillas debilitó sus fuerzas rápidamente. Tosió y más de esta fluyó ante su visión enturbiada.
Apartaron sus miembros entumecidos y lo forzaron a levantarse. Cuando empujaron su cuerpo contra las barras oscuras, Sherlock supo bien lo que planeaban. De caer, las pocas posibilidades con que contaba también se hundirían. Jadeante y bañado en sudor frío, se resistió aferrándose a la estructura. Entonces a alguien se le ocurrió presionar el puño contra sus heridas. El escozor atizó sus nervios como un vendaval de dolor; un grito estrangulado salió de su garganta y sus manos resbalaron al fin.
―¡Lánzalo de una vez! ―exigió el sujeto que lo abordó primero, tras incorporarse―. No iba a matar nadie, pero no podemos dejarlo aquí después de que lo que le hiciste.
―El desgraciado se defendió, ¿y ahora la culpa es mía? ―replicó otro, alterado―. Estos estirados no suelen reaccionar; no sabía qué hacer.
―Y no traía casi nada encima. Como sea, hay que terminar con esto e irnos.
El Atlántico no parecía diferente a un hueco abierto en la tierra a varios metros cuando le enviaron a sus confines de un empellón. Atravesó la superficie y no fue capaz de nadar de regreso hacia ella; el impacto logró aturdirlo y se le escapó el aire de los pulmones. A merced del vaivén de las olas, se desangraría por completo mientras se ahogaba. No pudo decidir cuál opción conducía a una muerte más penosa.
Al ser luna nueva, no avistó ni un mísero resplandor en el último instante de consciencia. El recuerdo de Liam le envolvió y se arrepintió de haberlo dejado ir.
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West Pier: El muelle oeste, que data de 1866, y que fue posteriormente ampliado y llegó a tener multitud de entretenimientos. En 2003 se incendió el edificio principal y permanece abandonado desde entonces.
