Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la escritora Jennifer Niven, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados como ansiedad, depresión, suicido, bullyng, etc. se recomienda estar consciente de ello a la hora de leer. Pueden encontrar el libro a la venta en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.


Edward

6° día (todavía) despierto

A la hora de comer, el instituto entero sabe que Isabella Swan ha salvado a Edward Cullen de saltar desde lo alto del campanario. En el pasillo, de camino a clase de geografía de Estados Unidos, me quedo detrás de un grupo de chicas que no paran de hablar del tema, sin tener ni idea de que yo soy el único e irrepetible Edward Cullen.

Hablan entre ellas con ese tono elevado de voz que hace que las frases parezca que terminen en una pregunta, de modo que suenan como: «¿Me han dicho que tenía una pistola? ¿He oído decir que ella ha tenido que arrancársela de las manos? ¿Mi prima Stacey, que va a New Castle, dice que ella y una amiga estuvieron en Chicago y que él tocaba en ese club y que quiso ligar con las dos? ¿Mi hermano estaba presente cuando tiró los petardos y dijo que antes de que se lo llevara la policía no paraba de decir "a menos que me devuelvan el dinero, pienso esperar a que se acaben"?».

Me consideran trágico y peligroso. Sí, pienso. Tienen razón. Estoy aquí y ahora y despierto, y todo el mundo puede soportarlo porque soy como la segunda venida, pero en friki. Me inclino hacia ellas y les digo:

—Pues yo he oído decir que lo hizo por una chica. —y paso por delante de ellas pavoneándome hasta llegar al aula.

Dentro, tomo asiento y me siento infame, invencible, intranquilo y extrañamente eufórico, como si acabara de escapar de la muerte. Miro a mi alrededor pero nadie me presta atención, ni a mí ni al señor Black, el profesor, que es el hombre más alto que he visto en mi vida. Tiene esa cara colorada que le otorga siempre el aspecto de estar al borde de un golpe de calor o de un infarto, y cuando habla, resuella.

Todo el tiempo que llevo en Forks, que es toda mi vida —los años de purgatorio, los llamo—, resulta que los he vivido a tan solo dieciocho kilómetros del punto más elevado del estado. Nadie me lo había dicho, ni mis padres ni mis hermanas ni mis profesores, hasta ahora, justo en este momento, en la sección «Recorre Washington» de geografía de Estados Unidos, la que implementó el consejo escolar este año con la intención de «ilustrar a los estudiantes sobre la rica historia que ofrece su estado natal e inspirar orgullo hoosier.

No es broma.

El señor Black toma asiento y tose para aclararse la garganta antes de hablar.

—¿Qué manera mejor y más... adecuada de iniciar el semestre que empezando... por el punto más elevado? —debido al resuello, es difícil saber si el señor Black está de verdad impresionadísimo por la información que se dispone a transmitirnos—. Hoosier Hill tiene una altura... de 383 metros sobre el nivel del mar... y se encuentra en el jardín trasero... de una vivienda... En 2005, un scout... con rango Eagle de Kentucky... obtuvo permiso para... construir un sendero y una zona de acampada... y plantar un cartel...

Levanto la mano, un gesto que el señor Black ignora.

Mientras sigue hablando, mantengo la mano levantada y pienso: «¿Y si fuera a ver ese lugar? ¿Se verían las cosas distintas desde 383 metros de altura? No parece gran cosa, pero se sienten orgullosos de ello, ¿y quién soy yo para decir que 383 metros no son para sentirse impresionado?».

Por fin mueve la cabeza en dirección a mí, los labios tan tensos que parece que se los haya tragado.

—¿Sí, señor Cullen?

Suspira como suspiraría un hombre de cien años y me lanza una mirada aprensiva y desconfiada.

—Sugiero una excursión. Un lugar como ese resulta difícil de asimilar a menos que lo veamos. Un poco como el Gran Cañón o Yosemite. Hay que estar realmente allí para apreciar su esplendor. Sugiero que vayamos y abarquemos las maravillosas vistas de Washington mientras aún podamos, puesto que al menos tres de los aquí presentes acabarán graduándose y abandonando nuestro magnífico estado cuando termine el curso, ¿y qué podremos exhibir del mismo excepto la mediocre formación de escuela pública obtenida a partir de uno de los peores sistemas educativos de la nación?

Solo estoy siendo sarcástico en un veinte por ciento de mi capacidad, pero el señor Black dice «Gracias, señor Cullen» de un modo que significa justo lo contrario de gracias. Me pongo a dibujar colinas en mi cuaderno a modo de tributo al punto más elevado de nuestro estado, pero parecen más bien bultos informes o serpientes aerotransportadas, no lo sé muy bien.

—Edward tiene razón en eso de que algunos... de vosotros os marcharéis... de aquí al final de... este año escolar para iros... a otra parte. Abandonaréis nuestro... magnífico estado, y antes... de hacerlo, deberíais... verlo. Deberíais... recorrerlo...

Lo interrumpe un sonido en el otro extremo del aula. Alguien que ha llegado tarde y ha dejado caer un libro y luego, al recogerlo, ha empujado las demás cosas que tenía en el pupitre y ha caído todo al suelo. Hay carcajadas, puesto que estamos en el instituto, lo que significa que somos predecibles y que casi todo nos parece gracioso, sobre todo cuando se trata de la humillación pública de otro.

La chica que lo ha tirado todo al suelo es Isabella Swan, la misma Isabella Swan del campanario. Se pone colorada como un tomate y adivino que querría morirse. No saltando desde una gran altura, sino más bien al estilo de aquello de «tierra, trágame».

Conozco ese sentimiento mejor aún de lo que pueda conocer a mi madre, a mis hermanas o a Emmett McCarty. Este sentimiento y yo llevamos toda la vida juntos.

Como cuando sufrí una contusión durante un partido de kickball justo delante de Suze Haines, o cuando me reí tanto que me salió disparada alguna cosa de la nariz y fue a parar sobre Mike Newton, o durante la totalidad del último curso.

Y por lo tanto, porque estoy acostumbrado a ello y porque la tal Bella está a punto de echarse a llorar, tiro también uno de mis libros al suelo. Las miradas se vuelven hacia mí. Me agacho para recogerlo y, a propósito, envío por los aires todos los demás —que rebotan como boomerangs contra paredes, ventanas y cabezas— y, por si eso no fuera suficiente, inclino la silla hasta acabar cayendo también yo. Hay risillas disimuladas, aplausos y un par de «bicho raro», y el señor Black, con su resuello, dice:

—Si has terminado..., Edward... me gustaría continuar.

Me levanto, saludo inclinando la cabeza, recojo los libros, vuelvo a saludar, me acomodo y sonrió a Bella, que está mirándome con una expresión que solo puede describirse como de sorpresa, alivio y alguna cosa más; preocupación, tal vez. Me gustaría pensar que hay también un pequeño atisbo de deseo sexual, pero creo que sería hacerse ilusiones. La sonrisa que le ofrezco es la mejor de mis sonrisas, la que lleva a mi madre a perdonarme cuando estoy despierto hasta las tantas o, simplemente, por ser raro. En otras ocasiones, veo que me mira —cuando me mira, claro está— como si pensara: «¿De dónde demonios has salido? Debes de haber salido del lado de tu padre».

Bella me devuelve la sonrisa. Al instante me siento mejor porque ella se siente mejor, y por cómo me sonríe, como si yo no fuera alguien a quien evitar. La he salvado dos veces en un solo día.

«Edward, el de corazón sensible —dice siempre mi madre—. Demasiado sensible, para su desgracia.» Lo dice a modo de crítica, y como tal me lo tomo yo.

El señor Black mira a Bella y luego a mí.

—Como estaba diciendo..., el trabajo que quiero que hagáis para esta... clase es sobre al menos dos, a poder ser tres... maravillas de Washington.

Prosigue su discurso hablando de que quiere que elijamos libremente los lugares que despierten nuestra imaginación, independientemente de lo recónditos o alejados que estén. Nuestra misión consiste en ir y visitarlos, hacer fotografías, filmar vídeos, profundizar en su historia y explicar qué tienen esos lugares que nos hacen sentirnos orgullosos de ser un hoosier. Si tenemos la posibilidad de vincularlos entre sí de alguna manera, mucho mejor. Tenemos lo que queda de semestre para realizar el trabajo y debemos tomárnoslo en serio.

—Trabajareis... en equipos de... dos. Y el trabajo supondrá... el treinta y cinco por ciento... de vuestra nota final...

Vuelvo a levantar la mano.

—¿Podemos elegir pareja?

—Sí.

—Elijo a Bella Swan.

—Eso ya lo hablarás... con ella después de clase.

Giro la silla para poder verla, y apoyo el codo sobre el respaldo.

—Isabella Marie Swan, me gustaría que fueras mi pareja en este trabajo.

Se sonroja cuando todo el mundo se vuelve para mirarla. Bella le dice entonces al señor Black:

—He pensado que tal vez podría hacer otra cosa, como investigar y redactar un breve informe—lo dice en voz baja, pero parece un poco cabreada—. No estoy preparada para...

El señor Black la interrumpe.

—Señorita Swan, voy... a hacerle el favor... más grande de su vida... Voy a decirle que... no.

—¿No?

—No. Hemos empezado un nuevo año... Es hora de volver a... subirse al carro.

Algunos ríen al oír la expresión. Bella me mira y veo que sí, que está cabreada, y es entonces cuando recuerdo lo del accidente. Bella y su hermana, la primavera pasada. Bella salió con vida, la hermana murió. Por eso no quiere llamar la atención.

El resto de la clase lo pasamos con el señor Black sugiriéndonos lugares que cree que nos gustarían y que, de todos modos, deberíamos visitar antes de graduarnos —los típicos lugares turísticos y aburridos como Connor Prairie, la Levi Coffin House, el museo Lincoln y la casa donde pasó su infancia James Whitcomb Riley—, aunque sé que la mayoría se quedará en esta ciudad hasta que se muera.

Intento cruzar otra vez la mirada con Bella, pero no levanta la vista. Se hunde en su asiento y mira hacia el frente.

Cuando salgo de clase, Mike Newton me cierra el paso. Como es habitual, no está solo. Rosalie Hale espera justo detrás de él, con la cadera ladeada, Joe Wyatt y Ryan Cross, la estrella del equipo de béisbol, al otro lado. El bueno, cordial, honesto y agradable Ryan, deportista, alumno de sobresalientes, vicepresidente de la clase.

Lo peor de él es que desde que iba a la guardería ya sabía perfectamente quién era.

Dice MikeMike:

—Mejor que no te pille otra vez mirándome.

—No te miraba a ti. Créeme, en esa aula hay al menos un centenar de cosas que miraría antes que mirarte a ti, incluyendo el culo desnudo del señor Black.

—Marica.

MikeMike y yo somos enemigos declarados desde primaria, y por esa razón me tira los libros al suelo de un golpe, y aunque eso forma parte de los «Fundamentos del acoso escolar de quinto curso», siento estallar en el estómago una granada oscura de rabia —que parece un viejo amigo—, su humo espeso y tóxico ascendiendo y extendiéndose por el pecho. Es la misma sensación que tuve el año pasado instantes antes de coger un pupitre y lanzarlo —no contra MikeMike, como a todos les gustaría pensar— contra la pizarra del aula del señor Geary.

—Cógelos, gilipollas. —dice MikeMike al pasar por mi lado y, con el hombro, me da un golpe fuerte en el pecho.

Me entran ganas de agarrarle la cabeza y estampársela contra una taquilla, y luego cogerlo por el cuello y sacarle el corazón por la boca, porque lo de estar despierto te aporta eso, la sensación de que todo dentro de ti está vivo, dolorido y ansioso por recuperar el tiempo perdido.

Pero en vez de esto puedo contar hasta sesenta, con una sonrisa estúpida fija en mi estúpida cara.

«No me castigarán. No me expulsarán. Seré bueno. Seré tranquilo. Me quedaré quieto.»

El señor Black observa desde la puerta e intento saludarlo con despreocupación para demostrarle que todo va estupendamente, que todo está controlado, que todo va bien, que no hay nada que ver, que no me escuecen las palmas de las manos, que no me quema la piel, que la sangre no me bombea con fuerza, que, por favor, se vaya tranquilo. Me he prometido que este año será diferente. Si consigo adelantarme a todo, y en eso me incluyo a mí mismo, tengo que ser capaz de permanecer despierto y aquí, y no solo semi aquí, sino aquí, en el presente, como ahora.

Ya ha dejado de llover y estoy en el aparcamiento con Emmett McCarty, apoyados en su coche bajo el sol descolorido de enero. Él está hablando de lo que más le gusta hablar si no es de sí mismo: sexo. Nuestra amiga Alice nos está escuchando, los libros pegados a su muy generoso pecho, el cabello brillando con reflejos rosa y rojos.

Durante las vacaciones de invierno, Emmett ha estado trabajando en los cines del centro comercial, donde, al parecer, dejaba pasar sin pagar a todas las tías buenas.

Lo que le ha dado más acción de la que había tenido nunca, en su mayoría en la fila para minusválidos de la parte de atrás, la que no tenía apoyabrazos.

Mueve la cabeza y pregunta:

—¿Y tú qué?

—¿Yo qué de qué?

—¿Dónde has estado?

—Por ahí. No me apetecía volver al instituto, de modo que cogí la interestatal y no volví la vista atrás.

No hay manera de explicar mi estado durmiente a mis amigos, y aunque la hubiera, no tengo necesidad de hacerlo. Una de las cosas que más me gustan de Emmett y Ali es que no tengo que dar explicaciones. Voy, vengo y «Oh, bueno, ya se sabe, es Edward».

Emmett asiente.

—Lo que tenemos que conseguir es que eches un polvo.

Es una referencia indirecta al incidente del campanario. Si echo un polvo, no intentaré suicidarme. Según Emmett, echar un polvo lo soluciona todo. Si los líderes mundiales echaran con regularidad buenos polvos, los problemas del mundo desaparecerían.

Alice lo mira con mala cara.

—Eres un cerdo, Emmett.

—Y tú me quieres.

—Ya te gustaría a ti que te quisiera. ¿Por qué no eres más como Edward? Edward es un caballero.

Poca gente diría eso de mí, pero una de las cosas que me gustan de esta vida es que puedes parecerle alguien distinto a todo el mundo.

—No es necesario que me incluyas en esa categoría —digo.

Alice niega con la cabeza.

—No, lo digo en serio. Hoy en día, los caballeros son una excepción. Son como las vírgenes o los duendes. Si algún día me caso, lo haré con uno.

No puedo resistir la tentación de decir:

—¿Con un chico virgen o con un duende?

Me da un puñetazo en el brazo, allí donde estaría el músculo si lo tuviera.

—Existe cierta diferencia entre un caballero y un tipo que no está rodado —comenta Emmett, moviendo la cabeza hacia mí—. Sin ánimos de ofender, tío.

—Tranquilo.

Es cierto, al fin y al cabo, al menos en comparación con él, y lo que en realidad quiere decir Emmett es que tengo mala suerte con las mujeres. Cualquiera pensaría que mi altura incrementaría mis posibilidades, pero afrontémoslo, mi reputación me precede (al menos en Forks High) y tengo mal aliento. Me van, además, las complicadas, o las que no están disponibles, o las que no podría conseguir ni que pasara un millón de años. Tengo mucha mejor suerte con chicas que no me conocen.

Pero apenas oigo lo que me dice porque, por encima del hombro de Ali, la veo de nuevo:

Bella.

Noto que estoy enamorándome, algo que ya sé lo que es. (Suze Haines, Laila Collman, Olivia Rivers, las tres Brianas: Briana Harley, Briana Bailey, Briana Boudreau...) Y todo porque me ha sonreído. Pero vaya sonrisa. Una sonrisa sincera, algo muy difícil de ver en los tiempos que corren.

Sobre todo cuando eres yo, Edward el Friki, residente en Aberración.

Alice se da la vuelta para ver qué miro. Vuelve a mirarme, su boca esbozando una mueca que me lleva rápidamente a protegerme el brazo.

—Dios mío, todos los tíos sois iguales.

En casa, mi madre está hablando por teléfono y descongelando uno de los guisos que mi hermana Kate prepara a principios de cada semana. Mi madre me mira enarcando las cejas y sigue con lo suyo. Kate baja corriendo la escalera, me arranca las llaves del coche y dice «Hasta luego, perdedor». Tengo dos hermanas en total: Kate, que es solo un año mayor que yo, y Tanya, que tiene ocho años. Es evidente que Tanya fue un fallo, algo que averiguó cuando tenía seis años. Aunque todos sabemos que si alguien es claramente un fallo, ese soy yo.

Subo, los zapatos mojados rechinando en el suelo, y cierro la puerta de mi habitación. Saco un vinilo antiguo sin saber cuál es y lo pongo en el tocadiscos que encontré en el sótano. El disco salta y raspa, parece de los años veinte. En estos momentos estoy en fase Split Enz, de ahí mis zapatillas deportivas. Estoy probando con Edward Cullen, chico pijo de los ochenta, a ver qué tal le sienta.

Inspecciono la mesa en busca de un cigarrillo, me lo meto en la boca y, cuando cojo el encendedor, recuerdo que Edward Cullen, chico pijo de los ochenta, no fuma.

Dios, cómo odio a ese gilipollas vigoroso, limpio y aseado. Dejo el cigarrillo sin encender, pero no me lo saco de la boca e intento sorberle la nicotina. Cojo la guitarra, toco, lo dejo correr y me siento al ordenador, haciendo girar la silla hasta dejarla con el respaldo hacia delante, la única postura en la que soy capaz de redactar.

Escribo:

«5 de enero. Método: campanario del instituto. En una escala del uno al diez de la escala de lo cerca que he llegado: cinco. Hechos: los saltos al vacío aumentan en días de luna llena y festividades. Uno de los saltadores más famoso fue Roy Raymond, fundador de Victoria's Secret. Hecho relacionado: en 1912, un hombre llamado Franz Reichelt saltó de la torre Eiffel con un abrigo-paracaídas que él mismo había diseñado. Saltó para poner a prueba su invento —esperaba poder volar—, pero cayó en picado e impactó contra el suelo como un meteorito, dejando un cráter de 14,98 centímetros de profundidad. ¿Tenía intención de matarse? Lo dudo. Creo simplemente que era un engreído, y también un estúpido».

Una búsqueda rápida por internet me informa de que solo entre el cinco y el diez por ciento de todos los suicidios se comete mediante un salto al vacío (o al menos eso dice Johns Hopkins). Por lo visto, el salto como medio de suicidio se elige normalmente por conveniencia, razón por la cual lugares como San Francisco, con el puente del Golden Gate (el principal destino suicida del mundo), son tan populares. Aquí lo único que tenemos es la torre Purina y una colina de 383 metros de altura.

Escribo:

«Motivo para no saltar: demasiado sucio. Demasiado público. Demasiada gente».

Cierro Google y me meto en Facebook. Encuentro la página de Rosalie Hale porque es amiga de todo el mundo, incluso de la gente de la que no es amiga, entro en su lista de amigos y escribo

«Bella».

Y en un abrir y cerrar de ojos, ahí está. Hago clic en la foto y ahí está, más grande aún, con la misma sonrisa que antes me ha regalado. Tienes que ser su amigo para acceder a su perfil y ver el resto de fotografías. Permanezco sentado mirando la pantalla, desesperado de pronto por las ansias de saber más. ¿Quién es Bella Swan? Intento una búsqueda con Google porque tal vez exista una entrada secreta por la puerta de atrás a su página de Facebook que exija una forma de llamar especial o una contraseña de tres dígitos, algo fácil de descifrar.

Pero lo que me sale es algo llamado HerSister, donde aparece Bella Swan como

cofundadora/editora/redactora. Contiene las habituales entradas sobre chicos y belleza de ese tipo de blogs, la más reciente de las cuales lleva fecha de 12 de abril del año pasado. Y encuentro también un artículo publicado en la prensa.

«Esmerald Swan, de dieciocho años de edad, estudiante de último curso en Forks High School y miembro de la junta estudiantil, perdió el control de su coche en Chapel Road hacia la una y cuarto de la mañana del 13 de abril. El hielo de la calzada y la velocidad fueron probablemente las causas del accidente. Esme falleció en el acto. Su hermana Isabella, de dieciséis años de edad, pasajera del vehículo, sufrió solo heridas leves.»

Sigo sentado leyendo y releyendo la noticia, una oscura sensación asentándose en la boca del estómago. Y entonces hago algo que juré no hacer nunca. Me registro en Facebook con la única intención de poder enviarle una solicitud de amistad.

Tener una cuenta me convertirá en un ser más sociable y normal, y tal vez sirva para compensar nuestro encuentro al borde del suicidio y para que se sienta segura y no le dé miedo conocerme. Me hago una foto con el teléfono, decido que salgo demasiado serio, me hago otra —demasiado bobalicón— y me quedo con la tercera, que no es ni lo uno ni lo otro.

Pongo el ordenador en modo suspensión para no tener que mirarlo cada cinco minutos y luego toco la guitarra, leo unas cuantas páginas de Los hermanos Karamazov para el trabajo y ceno con Tanya y mi madre, una tradición que se inició el año pasado, después del divorcio. Aunque lo de comer no me va mucho, la cena es una de las partes de la jornada que más me gusta, puesto que consigo desconectar el cerebro.

—Tanya, cuéntame qué has aprendido hoy. —dice mi madre.

Siempre procura preguntarnos por la escuela; así tiene la sensación de haber cumplido con su deber. Es su manera favorita de empezar.

—He aprendido que Garrett Barry es un cabrón. —replica Tan.

Últimamente dice muchas palabrotas, y lo hace para que mi madre reaccione, para ver si de verdad la escucha.

—Tanya.—la reprende mi madre con tono benevolente, aunque solo está prestándole atención a medias.

Tanya nos cuenta que ese niño llamado Garrett se ha pegado las manos con pegamento al pupitre con la idea de solucionar con ello un acertijo de ciencias y que luego, cuando han intentado separárselas de la madera, el pegamento se le ha llevado la piel. Los ojos de Tanya brillan como los de un animalito rabioso. Es evidente que piensa que el niño se lo merecía, y así lo dice.

De pronto, veo que mi madre está escuchándola.

—Tanya. —dice, moviendo la cabeza en un gesto de preocupación.

Su labor como madre llega hasta ahí. Desde que mi padre se fue, se esfuerza por ser la madre amiga. Me sabe mal por ella porque quiere a mi padre, aunque, en el fondo, él sea un egoísta y un asqueroso, y porque la dejó por una mujer llamada Rosemarie con acento en una de las letras del nombre —nunca recuerdo cuál— y por algo que me dijo el día que él se marchó: «Nunca me imaginé que me quedaría soltera a los cuarenta». Fue la forma en que lo dijo, más que las palabras en sí. Lo dijo como si fuese definitivo.

Desde entonces, hago todo lo que puedo por ser agradable y discreto, por hacerme lo más pequeño e invisible posible —lo que incluye fingir que voy al instituto cuando estoy dormido—, para no sumar más aún a su carga. Aunque no siempre lo consigo.

—¿Y qué tal te ha ido a ti el día, Edward?

—Estupendamente.

Empujo la comida en el plato en un intento de crear un dibujo. Lo que pasa con la comida es que hay cosas muchísimo más interesantes que hacer. Lo mismo me pasa con el dormir. Son una pérdida de tiempo.

«Hecho interesante: un chino murió por falta de sueño después de permanecer despierto once días seguidos cuando intentaba ver todos los partidos del campeonato de Europa (de fútbol, para aquellos que, como yo, no tienen ni idea). La undécima noche vio el partido en que Italia derrotó a Irlanda por dos a cero, se duchó y se durmió a eso de las cinco de la mañana. Y se murió. Sin ánimo de ofender al muerto, pero mantenerse despierto por el fútbol me parece una estupidez.»

Mi madre ha dejado de examinarme la expresión de la cara. Cuando me presta atención, lo cual no es frecuente, se esfuerza por comprender mi «tristeza», del mismo modo que intenta tener paciencia cuando Kate pasa toda la noche fuera y Tanya se pasa el día en el despacho del director. Mi madre echa la culpa de nuestra mala conducta al divorcio y a mi padre. Dice que simplemente necesitamos tiempo para superarlo.

De un modo menos sarcástico, añado:

—Ha ido bien. Sin incidentes. Aburrido. Típico.

Pasamos a temas más fáciles, como la casa que mi madre está intentando vender para sus clientes y el tiempo.

Cuando acabamos de cenar, mi madre me pone la mano en el brazo, las puntas de los dedos rozándome apenas la piel, y dice:

—¿No te parece fantástico lo de tener a tu hermano de vuelta, Tanya?

Lo dice como si yo corriera peligro de volver a desaparecer, aquí mismo, delante de sus narices.

El tono ligeramente culpable de su voz me lleva a encogerme de miedo y siento la necesidad de subir a mi habitación y quedarme de nuevo allí. A pesar de que intenta perdonar mi tristeza, quiere contar conmigo como hombre de la casa, y a pesar de que piensa que he ido a clase durante la mayor parte de ese periodo de casi cinco semanas, la verdad es que me he perdido muchas cenas familiares. Retira la mano y, en cuanto quedamos libres, así es como actuamos los tres, huimos en direcciones distintas.

Hacia las diez, después de que todo el mundo se haya ido a la cama y Kate siga sin aparecer por casa, vuelvo a poner en marcha el ordenador y miro la cuenta de Facebook.

«Bella Swan ha aceptado tu solicitud de amistad», dice.

Y ahora somos amigos.

Deseo gritar y corretear por la casa, tal vez encaramarme al tejado y abrir los brazos, pero no saltar, ni siquiera lo pienso. Pero lo que hago, en cambio, es acercarme a la pantalla y repasar sus fotos: Bella sonriendo con dos personas que deben de ser sus padres, Bella sonriendo con amigos, Bella sonriendo en una reunión de animadoras, Bella sonriendo con la cara pegada a la de otra chica, Bella sonriendo sola.

Recuerdo la fotografía de Bella y la chica que salía en el periódico. Es su hermana, Esme.

Lleva las gafas anticuadas que llevaba hoy Bella.

De pronto, aparece un mensaje en la bandeja de entrada.

Bella: «Me has tendido una emboscada. Delante de todo el mundo».

Yo: «¿Habrías querido hacer el trabajo conmigo de no haberlo hecho?».

Bella: «Me habría librado de hacerlo, para empezar. Y, de todos modos, ¿por qué quieres hacer este trabajo conmigo?».

Yo: «Porque nuestra montaña nos está esperando».

Bella: «¿Qué se supone que quiere decir esto?».

Yo: «Quiere decir que jamás en tu vida se te ha pasado por la cabeza contemplar Washington y que, además del hecho de que tenemos que hacerlo para clase, y de que me he prestado voluntario para ser tu pareja —de acuerdo, lo admito, tendiéndote una emboscada—, lo que pienso es lo siguiente: creo que tengo en el coche un mapa con ganas de ser usado, y creo que hay lugares a los que podemos ir y que merecen ser vistos. Tal vez no los visite nunca nadie, ni los valore, ni dedique el tiempo suficiente a pensar que son importantes, pero es posible que incluso los lugares más pequeños tengan algún significado. Y, de no ser así, quizá lo tengan para nosotros. Como mínimo, cuando nos marchemos, sabremos que los hemos visto. Así que venga. Vamos. Hagamos algo. Larguémonos de esa cornisa».

Viendo que no me responde, escribo:

«Estoy aquí por si quieres hablar».

Silencio.

Imagino a Bella en su casa, delante del ordenador, su boca perfecta con las comisuras perfectas hacia arriba, sonriéndole a la pantalla a pesar de todo, pase lo que pase. Bella sonriendo. Sin separar los ojos del ordenador, cojo la guitarra y empiezo a inventar la letra; la melodía le sigue.

Continúo aquí, y me siento agradecido, porque de lo contrario estaría perdiéndome todo esto. A veces, estar despierto está bien.

—Hoy no —canto—. Porque me ha sonreído.


Edward me recuerda mucho a alguien que una vez conocí. Tal vez algún día les cuente esa historia.

Las leo en los reviews siempre y recuerden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.

Ariam. R.


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