Antes de lavarse las manos a consciencia se mira al espejo. No le gusta lo que ve: ojeras de no haber dormido, un pequeño corte en la quijada por querer apurar demasiado su rasurado y una expresión que mezcla el miedo con la incertidumbre.

Saga ya no es un muchacho. Su vida está circulando con una velocidad pasmosa por la década de los treinta y conseguir un trabajo seguro, en esa edad que se tiende a denominar "mediana", no es fácil.

Suspira resignado y procede con la higiene de sus manos. Cuando el agua del grifo detiene su flujo programado las sacude y toma un buen trozo de papel para acabar de secarlas, aprovechando para echarse un último vistazo. Se ha dejado los dos botones superiores de la camisa abiertos, y se da cuenta que por la abertura asoma una muestra del poco vello que adorna su pecho. Ya que ha desechado la idea de lucir corbata piensa que tal vez es mejor abrocharse uno más, por mucho que le angustie sentirse tan atado.

- Venga Saga, tú puedes hacerlo - se dice para sí mismo, en un vago intento para darse ánimos - Has hecho cosas más difíciles que vender pisos...

No quiere inspeccionarse más. Si lo hace no acabará de dar con detalles que considere poco adecuados para su presentación, entrando en un círculo vicioso que no conduce a ningún buen puerto.

Cuando llega a la barra su café ya está listo. Rechaza el sobrecito de azúcar que halla acompañando el vasito de cartón y busca su billetera en el bolsillo interior de la americana, procediendo al pago con un billete de cinco euros que requiere de cambio. Las monedas que recibe de vuelta van a parar directamente en el bolsillo delantero de los jeans, tintineando con cada paso que gana hacia la calle, lugar que elige para dar un rápido sorbo que le quema todo el esófago.

En el coche se ha dejado el dossier con la información sobre el bloque de pisos en construcción que debe ser capaz de vender, y aunque se la ha leído repetidas veces para no ir a ciegas, necesita darle un último repaso antes de llegar a la hora pactada con los primeros clientes del día. Decide hacerlo sentado dentro del vehículo, resguardado de todas las distracciones de la calle. Sabe que tiene que esperar a los posibles compradores en la entrada del bloque, y conducirlos hacia el piso de muestra que se ha habilitado para ofrecer una imagen más completa del producto ofertado. En medio de todo el papeleo hay la placa que deberá ponerse y en la que se lee su nombre: "Saga Agravanis". No le gusta nada la idea de tener que ir etiquetado, pero es uno de los requisitos que la promotora le obliga a cumplir.

Deja la placa sobre el asiento del copiloto y toma el vaso de café para apurarlo de golpe mientras sus ojos leen y releen todas las características tan fabulosas de esos supuestos pisos de ensueño. Incluso se da cuenta que las va enumerando en voz alta, como si estuviera repasando la lección del colegio que entra en examen, pero el sonido del teléfono móvil le interrumpe ese estado de sublime concentración.

No lo puede creer.

Se cabrea con el mismo cosmos cuando ve que el nombre que titila en la pantalla de su teléfono no es otro que "Mamá", y responde con claros signos de contrariedad.

- ¿Qué quieres, mamá? – el tono de voz que emplea no es agradable, y la evidencia traspasa la distancia-...¿Y cómo quieres que te hable? ¿Acaso no te acuerdas que hoy empiezo un trabajo nuevo?...¡Pues claro que estoy nervioso!...No, no puedo acompañarte a hacer la compra de la semana esta mañana...¿Por la tarde? No lo sé, mamá...no sé cómo narices me irá el día hoy...- la voz de su madre sigue insistiendo, pero Saga se aparta el teléfono del oído al escuchar el pitido que le indica la entrada de una segunda llamada - Oye, tengo que dejarte, me están llamando por otro lado y puede que sea del trabajo. Luego hablamos. Un beso. Adiós.

Al colgar y querer recuperar la otra llamada, ésta se ha cortado, aunque al parecer quien está del otro lado insiste.

Y esta vez con más éxito.

-¿Hola?


By September