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Estaban ahí adentro, lo sabía, dos meses de búsqueda habían dado sus frutos. Evan Rosier había logrado vencer y asesinar a tres jóvenes aurores del ministerio y escapar. Fue por eso que el Jefe del Departamento de Seguridad Mágica le encargó a él, Alastor Moody, la tarea de buscarlo y llevarlo con vida al ministerio para poder hacerle el debido juicio y enviarlo a Azkaban. Como bonus, había descubierto que, el también seguidor de Voldemort, Wilkes, se reuniría con él esa misma tarde, y había aprovechado la oportunidad para detener a ambos.

No estaba preocupado. Había encerrado a los mejores. Las celdas de Azkaban estaban llenas gracias a él. Los anteriores escapes del mortífago habían sido por la incapacidad de los novatos a quienes enviaban a arrestarlo y por la confianza de los altos jerarcas del Ministerio quienes pensaban que Rosier era un mago inexperto. Esperó tranquilo el momento oportuno para atacar. Si Rosier hubiera estado solo, podría hacerlo cuando quisiera, pero no podía permitirse un error cuando estaba a momentos de enfrentar a dos magos tenebrosos que no dudarían en asesinar al mejor de los aurores.

Volvió a mirar a través de la ventana y observó que los dos magos se habían sentado a la mesa para cenar. Resolvió que era su mejor oportunidad. Con un movimiento de varita, se apareció al otro lado de la pared y se preparó para el combate. Como lo había planeado, los mortífagos no estaban alertas. Lanzó un hechizo que inmediatamente inmovilizó a Wilkes; Rosier se lanzó hacia un lado mientras le lanzaba un maleficio. Lucharon durante dos minutos mano a mano hasta que el mortífago hizo explotar un enorme estante de vidrio que se encontraba a pocos metros a su derecha. En el momento de desconcentración, Evan logró despetrificar a su colega por lo que ahora Alastor luchaba con dos a la vez.

La lucha se intensificó a tal punto, que ya no se distinguía la procedencia de cada uno de los hechizos y maldiciones que surcaban la habitación. Sus oponentes se veían agotados y francamente él también lo estaba. Recordó que Bartemius Crouch, el director del Departamento de Seguridad Mágica, les había otorgado el permiso para usar la maldición asesina en contra de los mortífagos, y los demás aurores aliviados, no habían dudado en usar ese recurso; pero él era diferente, siempre lo había sido, e iba a llevar a Rosier con vida como siempre hacía con los magos tenebrosos.

En todo momento estaba en una constante alerta, fue por eso que vió el rayo de luz salir de la punta de la varita de Rosier. A pesar de eso, no tuvo tiempo de reaccionar. Poseía una gran habilidad con la varita, pero el maleficio le impactó de lleno en el rostro. El dolor era insoportable, aunque ya había perdido una pierna, sin olvidar las innumerables cicatrices que surcaban su rostro, era algo nuevo cada vez. Sentía como cada tejido de su nariz se desprendía. Estaba furioso, no entendía por qué, pero de pronto quería hacerlo, quería vengarse por lo que había causado el mortífago.

Tenía la autorización para hacerlo, el cansancio, sumado a su sed de venganza, habrían provocado que cualquier otra persona se decidiera por realizar el maleficio. Una parte de su ser le decía que lo hiciera; de todos modos, el mago iría a parar a Azkaban, en donde pasaría el resto de su vida encerrado en una celda. La otra parte, le decía que no era lo correcto: el hombre merecía un juicio donde se le condenara por todo el daño que había causado al mundo mágico.

Las palabras prohibidas brotaron de su boca con la sencillez que significaba realizar cualquier otro hechizo. Lo deseaba, y eso facilitaba aún más la labor. La furia que sentía en su interior le ganaba al sentimiento de culpa que le impregnaba el corazón. El rayo de luz verde salió de la varita de Alastor, chocando de lleno en el corazón del joven mortífago. El cuerpo sin vida de Evan voló por los aires para luego caer con un sonido sordo en el piso de la habitación. Vió la cara de horror de Wilkes cuando observó a su amigo inerte en la esquina de la habitación. También vió como otro maleficio salía de la punta de la varita de su contrincante y como, nuevamente, no pudo hacer nada. Esta vez, el hechizo le impactó en el ojo. El dolor fue más insoportable que cualquiera que hubiera sentido en toda la vida, con la visión reducida, ignoró por un momento el dolor que sentía y dirigió la varita hacia el mortífago. Por segunda vez, no sintió ningún remordimiento por usar la maldición asesina y tras diez segundos, la habitación quedó en completa calma.