Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Judy Christenberry, yo solo hago la adaptación. Pueden encontrar disponible todos los libros de Judy en línea (Amazon principalmente) o librerías. ¡Es autora de historias maravillosas! Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.
Isabella tembló mientras el viento sacudía el coche, haciendo la visibilidad imposible. Se ale graba de que hubieran parado, pero le habría gustado poder continuar el viaje. Le habría gustado tener un abrigo en el maletero del coche. Le habría gustado... un movimiento la sacó de su ensimismamiento.
De repente, la puerta del coche se abrió y Edward entró, acompañado de viento y nieve. Y ella volvió a temblar.
—Bueno, ya está —dijo él sin mirarla—. Tenemos que ir hacia la derecha. Habitación número nueve.
Sin contestar, Isabella siguió las instrucciones de él. La nieve hacía difícil ver los números en las puertas de las habitaciones. Había un espacio libre para aparcar el coche delante de la puerta número nueve e Isabella dejó allí el coche.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Edward solo le había dado un número.
—¿Es esta tu habitación o la mía?
Él no contestó.
—Edward... esta es...
—Nuestra habitación.
Se hizo un espeso silencio.
Por fin, se miraron.
—Solo tenían una habitación libre. No podemos continuar el viaje y no podemos pasar la noche en el coche. No hay alternativa. Te prometo que conmigo estás a salvo.
Isabella lo creyó y sabía que debía estarle agradecida. Y lo estaba, se aseguró a sí misma. Pero le resultaba difícil.
Durante todo el trayecto la presencia de ese hombre le había puesto nerviosa, tensa. Le gustaba, por mucho que se repitiera a sí misma que no le atraía en lo más mínimo.
¿Y ahora iba a compartir una habitación con él?
Edward le había asegurado que no era ningún problema.
¿Qué podía decir? Edward tenía razón. No podía seguir el viaje y tampoco podían pasar la noche en el coche. Edward había hecho lo único que se podía hacer dadas las circunstancias.
Isabella respiró profundamente y dijo:
—Gracias, te agradezco que lo digas.
Edward se la quedó mirando como si hubiera esperado una reacción distinta.
—¿Quieres decir que no vas a oponerte y a decir que prefieres que pasemos la noche en el coche?
—¿Y ser responsable de tu muerte por congelación? Por supuesto que no. No tengo problemas en compartir la habitación contigo.
Además, iban a dormir a un metro de distancia por lo menos. Quizá le costara algo conciliar el sueño, pero estaba muy cansada. Se dormiría enseguida.
—Estupendo. Bueno, en ese caso, será mejor que llevemos a la habitación estas mantas que le he toma do prestadas a mi hermana. Puede que las necesitemos.
Unas palabras normales y prácticas. En ese caso, ¿por qué estaba evitando mirarla a los ojos? ¿Qué pasaba? Algo no era normal, pero no podía imaginar de qué se trataba.
—Bien. ¿Te han dicho en la recepción dónde podemos ir para cenar algo?
—Al lado de la recepción hay una pequeña tienda de comestibles. No creo que tenga mucho para elegir, pero algo encontraré cuando vaya después de dejar nuestras cosas en la habitación. Ah, y también hay un microondas que podemos usar.
—¿En la habitación? —preguntó ella, sorprendida de que fueran tan modernos en aquel motel de los años cincuenta.
Edward sonrió traviesamente.
—No, en la recepción. Aunque supongo que, a pesar de calentar lo que sea en el microondas, se habrá enfriado cuando llegue a la habitación; pero, con un poco de suerte, no se habrá congelado. Sin embargo, tenemos suerte, hay una cafetera en la habitación.
—En cuanto entremos haré café —prometió ella—. ¿Puedes con las mantas y con tu bolsa al mismo tiempo? Yo tengo que agarrar la mía y el abrigo del maletero.
—Sí, claro. ¿Necesitas ayuda?
—No, gracias.
Mientras luchaba contra viento y nieve para sacar sus pertenencias del maletero, Isabella deseó no haberse mostrado tan independiente. En silencio, podía admitir que habría sido estupendo poder correr a la habitación y dejar que su compañero de viaje se en cargara de llevar sus cosas.
Edward la estaba esperando en la puerta, y la cerró en el momento en que ella entró.
Edward le cubrió el rostro con las manos, encantada de sentir aquel calor en sus gélidas mejillas.
—Gracias. —murmuró ella, apoyándose contra la pared.
—Hace un tiempo horrible. Y vas sin el abrigo.
—No quería entretenerme poniéndomelo. —dijo ella alzando el rostro y sonriendo débilmente.
Por encima del hombro de Edward, Isabella paseó la vista por la habitación.
—La decoración está tan pasada de moda como...
Se interrumpió en el momento en que sus ojos se clavaron en la pieza de mobiliario más importante. Después, miró fijamente a Edward.
—No pareces sorprendido —dijo ella en tono acusatorio.
Edward se volvió para mirar la cama de matrimonio.
—No, no lo estoy. El hombre de la recepción ya me había advertido de que solo había una cama. Espe raba que fuera un poco más grande.
—¿Qué vamos a hacer?
De repente, Isabella sintió la boca seca al imaginarse a sí misma con ese enorme y atractivo hombre en la misma cama.
—Vamos a dormir. Te prometo que eso es lo único que vamos a hacer, así que no te pongas a protestar ahora. Conmigo estás completamente a salvo.
Claro que lo estaba. Ese hombre le había dejado muy claro que no estaba interesado en ella. Sin embargo, ¿estaba a salvo de sí misma?
—Podrías dormir en el suelo. —sugirió Isabella, que empezaba a encontrar difícil respirar.
—O tú. Creía que eras feminista, dispuesta a de mostrarle a cualquier hombre lo fuerte que eres. ¿Quieres que lo echemos a suertes?
Edward tenía razón. Siempre había luchado por tener los mismos derechos que sus hermanos; sin embargo, en las situaciones difíciles, ¿quería un tratamiento especial?
—No, no es necesario. No tiene sentido que ninguno de los dos pase mala noche. Compartiremos la cama.
Sí él podía controlarse; ella también. Al menos, eso esperaba. Además, no tenía una libido incontenible; en realidad, nunca había logrado comprender la fascinación de algunas personas con el sexo.
Pero lo que ese hombre le hacía sentir contradecía sus experiencias pasadas.
—El cuarto de baño también es bastante pequeño. —dijo Edward, dispuesto a darle todas las malas noticias al mismo tiempo.
Isabella se acercó a la puerta y se asomó al baño. No era pequeño, era poco más que un armario. Solo tenía una pequeña ducha, un lavabo y un retrete. Adiós a un baño prolongado con agua muy caliente.
Isabella volvió a temblar al darse cuenta de que tampoco hacía calor en la habitación.
—¿Está encendida la calefacción? ¿No podríamos subirla un poco? Aún tengo frío —dijo mirando a su alrededor.
—Hace más calor que ahí fuera, pero no mucho. —contestó Edward, mostrándose de acuerdo con ella.
Edward se acercó al radiador y manipuló los controles. Después, suspiró y dijo:
—Me temo que está al máximo.
Isabella lanzó un gemido de frustración.
¿Cuándo iba a dejar de gemir así?, se preguntó Edward recordando largas noches de apasionado sexo. Cosa que le calentó un poco, a pesar del defectuoso radiador.
Decidió pensar en la comida, cosa menos problemática que el sexo; sobre todo, teniendo en cuenta que le había prometido a Isabella que estaba a salvo con él. Esperaba no haber sido demasiado optimista; al fin y al cabo, esa mujer era una belleza.
Le había sorprendido al aceptar la situación sin quejarse.
—¿Por qué no me dices, más o menos, qué te gustaría comer? —preguntó él, esperando una interminable lista.
Isabella le sonrió traviesamente.
—No como hígado. Tampoco me gustan mucho el pescado y las espinacas. A parte de eso, como de todo. Y no me molestaría algo de chocolate. Siempre que me pongo nerviosa me dan ganas de comer chocolate.
Edward no pudo evitar recorrer el delgado cuerpo de ella con los ojos. Supuso que no debía ponerse nerviosa casi nunca; de lo contrario, estaría mucho más gorda.
—Bueno, veré qué puedo hacer.
—¡Eh, espera! —exclamó Isabella cuando él se volvió hacia la puerta.
Antes de darse cuenta de qué pasaba, Isabella le puso una bufanda roja alrededor del cuello.
—Me he fijado en que no llevas bufanda. —comentó Isabella mientras se la ataba al cuello.
Edward se quedó como petrificado al sentir los brazos de ella sobre sus hombros, alrededor de su cuello... su cuerpo caliente junto al suyo. Y no se movió, lo había prometido.
—Enseguida vuelvo.
Edward salió de la habitación sin casi notar el frío.
Al cabo de unos minutos, regresó con comida, pero nada que pudiera satisfacer un paladar exquisito. Había calentado en el microondas unas hamburguesas ya preparadas, había comprado los dos últimos bocadillos que quedaban de ensalada con huevo, unas bolsas de patatas fritas y varias barras de chocolatinas.
Isabella se merecía la mayor selección posible.
Al entrar en la habitación, le asaltó el exquisito aroma del café recién hecho.
—¡Has preparado café! —exclamó Edward.
—Había dicho que lo haría. —respondió Isabella—. Me parece que va a ser la única forma de calentarse esta noche. Es más, puede que luego meta los pies en un barreño con café caliente. Los tengo como témpanos de hielo.
—¿Quieres ver lo que he traído para cenar?
Edward se sacó las dos hamburguesas del interior del abrigo.
—Todavía están calientes, pero será mejor que nos las comamos cuanto antes. Los sándwiches de huevo son el segundo plato. Y las patatas fritas para acompañar. Y... las chocolatinas de postre.
—Que Dios te bendiga —dijo ella mirando la comida.
Edward había dudado de que se mostrara contenta con la elección de comida. ¿Contenta? En realidad, había pensado que la miraría con desdén.
Y se sorprendió aún más cuando Isabella se acercó a la cafetera para servir dos tazas de café.
Isabella dejó la taza de café de él encima de la mesa y luego se sentó en la cama.
Mientras comieron, ninguno de los dos habló. Cuando Edward acabó su hamburguesa, el café aún estaba caliente. Y el sándwich de huevo lo ayudó a satisfacer el hambre que tenía.
Isabella le ofreció la mitad de su sándwich.
—Tengo que dejar sitio para el chocolate. —le explicó ella.
—Gracias, no lo voy a despreciar. —respondió Edward con una sonrisa traviesa—. Y gracias por ser tan comprensiva, Isabella.
Ella lo miró con expresión de sorpresa.
—¿Por qué dices eso? Nada de lo que ha pasado es culpa tuya. Es más, debería haber parado cuando tú sugeriste que lo hiciéramos la primera vez; de haberlo hecho, quizá habríamos conseguido una habitación para cada uno —Isabella se encogió de hombros—. Eres tú quien tiene motivos de queja, no yo.
En vez de discutir sobre quién era responsable de qué, Edward sonrió y se comió la mitad del sándwich de Isabella.
—¿Crees que la televisión funciona? —preguntó ella mirando el televisor que había pegado a una pared.
—Es posible. En comparación con el resto de la habitación, parece muy moderno.
Edward dejó su taza de café y se acercó al televisor. Cuando lo encendió, Isabella aplaudió al ver imágenes en la pantalla.
—¡Bien! Echan mi programa favorito esta noche. —dijo ella.
Edward cambió los canales, pero al momento descubrió que solo funcionaba un canal.
—En ese caso, espero que sea en este canal.
—Yo también. Si no te importa, voy a entrar primero al baño.
Edward asintió con la cabeza y la vio abrir la maleta y sacar de ella varios artículos. Después, con ellos en el brazo, la vio desaparecer en el interior del cuarto de baño.
Cuando Isabella salió, iba vestida con un chanda! y unos calcetines de lana. Le sonrió.
—No voy precisamente a la última moda, pero es la ropa más caliente que tengo.
—Te sienta muy bien. —le aseguró él. Al verla fruncir el ceño, preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Te estás burlando de mí?
—¿Por qué piensas que me estoy burlando de ti? Además, estar caliente es mucho más importante que ir a la moda.
Ella le sonrió y agarró una de las chocolatinas. Después, volvió a su lado de la cama, el que estaba más cerca del cuarto de baño, y abrió las mantas.
—Voy a meterme en la cama para ver la televisión.
Edward se puso en pie y dejó sus chocolatinas encima de la mesa.
—Buena idea. ¿Quieres otra taza de café? Me parece que queda suficiente para los dos.
—Sí, gracias.
Después de volver a llenar las tazas, Edward agarró su neceser y entró en el cuarto de baño.
Isabella respiró profundamente cuando se quedó sola. Ese hombre, con esa sonrisa tan sensual, era muy difícil de resistir. Ni siquiera podía sugerir que durmiera en la bañera porque no la había.
En definitiva, tendría que compartir la cama con él; al fin y al cabo, le había comprado chocolate. Abrió una de las chocolatines y la mordió. Después, se recostó sobre las almohadas y pegó los ojos a la pantalla del televisor.
De haber más mantas podría entrar en calor, incluso podría dormirse. Pero las dos mantas finas que había en la cama no abrigaban mucho.
Cuando la puerta del cuarto de baño se abrió y Edward salió, a Isabella le dio la impresión de que la tempera tura había subido unos grados. Él seguía en pantalones vaqueros, pero se había quitado la camisa de algodón y la había sustituido por una de franela; debajo, llevaba una camiseta blanca.
—¿Vas a dormir con los vaqueros? —preguntó ella frunciendo el ceño. Él arqueó una ceja.
—Solo he traído estos pantalones.
Isabella pensó en lo que él acababa de decirle mientras Edward abría su lado de la cama. Sabía que iba a estar incómodo, pero podría dormirse si estaba cansa do. Ella, cuando había ido de acampada, también había dormido con los vaqueros.
—Probablemente vas a necesitarlos, no hay más que dos mantas.
—Eh, se me había olvidado, tenemos las de Alice.
Edward fue por las mantas, que estaban en un rincón de la habitación, y las extendió encima de la cama. Isabella notó la diferencia inmediatamente.
—Gracias por pensar en ello, nos van a salvar la vida.
La temperatura siguió aumentando cuando él se metió en la cama. El calor de su cuerpo era como el de un radiador, a pesar de que estaban manteniendo una distancia de unos treinta centímetros entre ambos, todo lo que la cama permitía.
Treinta centímetros porque ella estaba justo en el borde. La tentación de pegarse a él y apoyar la cabeza en su hombro era sobrecogedora.
—No vas a caerte de la cama, ¿verdad?
Isabella volvió la cabeza.
—¡No, claro que no! Te estaba dejando espacio.
—Te lo agradezco. —le aseguró él con una sonrisa irresistible.
Isabella se obligó a posar los ojos en el televisor. Acababa de empezar una película; no era el programa que ella quería ver, pero no le quedaba más remedio que conformarse. Al menos, la película la distraería.
La película acabó dos horas más tarde, y Isabella, disimuladamente, se secó las lágrimas. Siempre que veía un drama lloraba. Incluso en los que tenían fina les felices.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él con voz tierna.
—¡Por supuesto! —Isabella retiró las mantas y se levantó de la cama—. Tengo que ir a lavarme los dientes.
Agarró el dentífrico y el cepillo y volvió a encerrarse en el cuarto de baño.
Al instante de que ella se levantara, Edward echó de menos el calor de su cuerpo.
Cuando Isabella regresó, fue él quien se dirigió al cuarto de baño. Pero al volver a la habitación, la vio que aún no se había dormido.
—¿Te ha desvelado el café? —preguntó Edward en voz baja.
—No, he hecho café descafeinado. Debe ser el chocolate, también es un excitante.
Edward volvió a meterse en la cama. Su lado se había quedado trío, pero pudo sentir el calor del cuerpo de Isabella.
—¿Tienes frío? —le preguntó ella al sentirlo estremecer.
—Me calentaré en un minuto. La cama no tarda en enfriarse, ¿verdad?
Sus propias palabras le recordaron su fallido matrimonio. Una vez que Jessica tuvo el anillo en el dedo dejó de sentir el deseo de compartir la cama con él. Pronto le dejó claro que le interesaba más su salario que su cuerpo. En realidad, su cama matrimonial se había enfriado a una velocidad vertiginosa desde su matrimonio.
—¿Tienes suficiente sitio? —le preguntó ella.
—Sí.
Le habría gustado tener menos sitio. Le habría gustado que ninguna distancia los separase. Pero había hecho una promesa y, poco a poco, el calor que ambos generaban lo relajó.
Hasta que se dio media vuelta y se encontró de cara a ella.
—Ah, buenas noches.
—Buenas noches —respondió Isabella con voz suave.
Edward se volvió de espaldas a ella y suspiró. Iba a ser una noche muy larga.
Awwww, quieren abrazarse. Si yo fuera Bella, me hubiera enredado alrededor de él como una mantis y hasta le subo la piernita. Hahahaha, ¿a ustedes les gustan los arrumacos? Como vemos, la tensión entre estos dos sube y sube. Sé que a muchas Bella les parece antipática, gruñona y bastanteeeee grosera, ya lo entenderán cuando su familia haga su aparición. Ella tiene sus razones.
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—Ariam. R.
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