Capítulo 4

Kouga tardó dos semanas completas en conseguir que el médico le dejara salir de la habitación. Aunque al fin había podido despertar, las fiebres no cedieron hasta tres días después. En esos tres días, ella pasó cada minuto a su lado dándole sopa para alimentarse, preparando su medicina, bañándolo y ahuecando sus almohadas. Kouga sujetaba sus manos con devoción en esos momentos y la miraba con tanto amor que perfectamente podría haber derretido el Polo Norte.

Quisiera poder decir que la única razón para permanecer encerrada de ese modo era su marido, pero no era así. Inuyasha era una gran razón para evitar salir del dormitorio. Se había acostado con él que no era su marido; con él que, precisamente, estaba deseando echarle en cara que no era más que una cazafortunas. ¿Cómo pudo cometer semejante error imperdonable con esa horrible persona? Inuyasha querría venganza por dejarlo tirado y tenía el arma que estaba buscando para deshacerse de ella. ¿Quién querría una esposa infiel? En cuanto se lo dijera a su marido, la pondría de patitas en la calle. Lo único positivo que podía sacar de aquello era que regresaría a Francia, a su hogar. Y volvería con el corazón hecho pedazos…

Inuyasha no fue a visitar a Kouga ni una sola vez. Tanto Kaede, como Kagura, Rin y ella tenían un acuerdo silencioso por el cual ninguna había delatado ante Kouga la ausencia de Inuyasha durante su prolongado tiempo de inconsciencia. El problema era que ya no podían ocultárselo. Kouga estaba despierto y había notado que su primo, alguien a quien prácticamente había considerado un hermano, no se había dignado a acercarse para preguntar por él. Cuando preguntaba por Inuyasha, Kaede le decía que este pasaba mucho tiempo allí cuando no estaba despierto. Una bonita mentira piadosa. Su justificación para que no volviera en los primeros días fue que, al pasar tanto tiempo a su lado desatendiendo su negocio, se había visto desbordado de trabajo. Kouga se lo creyó hasta el quinto día. Entonces, preguntó en voz alta por qué no se había molestado ni en pasarse por allí dos minutos para verlo despierto. Solo pidió dos minutos de su tiempo…

Sabía que Kaede había estado hablando con Inuyasha. Se lo dijo una tarde cuando Kouga se estaba echando la siesta. La anciana se había hartado del mal comportamiento de su nieto heredero y le había regalado una buena reprimenda. Tembló de puro miedo cuando se lo contó. ¿Y si Inuyasha le contaba a Kaede lo que había sucedido entre los dos? Sintió pánico, y pasó uno de los más angustiosos momentos de su vida transpirando y respirando dificultosamente ante la cama donde reposaba su marido. Para su sorpresa, Kaede rompió a llorar por la impotencia. Abrazó a la anciana y la acunó entre sus brazos mientras escuchaba su relato. Inuyasha había sido muy desagradable, algo impropio de él frente a la mujer que lo crio, y continuaba negándose a aparecer por allí.

El mismo día que el doctor les enseñó unos ejercicios de rehabilitación para la rodilla rota de Kouga, Kagura anunció su partida. Desde el convento exigían su vuelta. Le ayudó a hacer por primera vez los ejercicios con Kouga y, después, se deshizo en lágrimas mientras abrazaba a su sobrino. Kagura se había llevado un rato horrible hasta que Kouga despertó y dio señales de recuperación. Ya podía marchar en paz.

Acompañó a Kagura hasta la puerta, donde se despidieron. Cuando estaba cerrando la puerta, vio a Inuyasha. Salía del comedor y se cruzó de frente con Kagura. No la vio, no sabía que ella estaba en la puerta y, en vista de lo que sucedió a continuación, Kagura debía creer que ya estaba bien resguardada en el dormitorio. Vio como Kagura abofeteaba a su sobrino. Inuyasha recibió la bofetada sin realizar el menor movimiento para esquivarla, tras lo cual le regaló a su tía una de las miradas más violentas que jamás había visto en su semblante. Ni siquiera con ella había llegado a ese extremo pese a su más que tormentosa relación.

− ¿A qué viene esto, tía?

Kagura le contestó con otra bofetada en la otra mejilla. Inuyasha tampoco se opuso, pero, desde su posición, en el ambiente, pudo percibir que su mal humor iba en aumento por segundos.

− ¿Cuándo piensas enfrentarte a tu primo? − le dijo al fin − Eres un cobarde, Inuyasha. No te pareces en nada a tu difunto padre.

− Me alegro bastante de no parecerme a él.

El padre de Inuyasha era un mujeriego y murió presa de una de sus juergas nocturnas.

− Tu padre era muchas cosas, pero no era un cobarde. − lo apuntó con el dedo índice en el pecho − Tú, sí.

Se llevó una mano temblorosa a los labios, impresionada y asustada por el atrevimiento de Kagura.

− Kouga no hace más que preguntar por ti. Al principio, se creía nuestras mentiras; − hizo la señal de la cruz pidiendo perdón por cuanto había dicho para proteger a sus sobrinos − ya no le da crédito a nuestra palabra.

− ¿Tú has mentido? − enarcó una ceja − Pensé que las monjas lo teníais prohibido…

− ¡Te he salvado el culo! − exclamó enfadada; a continuación, repitió la señal de la cruz en una disculpa − Es más de lo que mereces. Enfréntate de una buena vez a tu primo y…

− ¿Y qué? − le espetó, enfadado − No sabes nada…

− No cometas el error de tomarme por estúpida. Los dos sabemos muy bien que no siempre he sido una monja precisamente. − se cruzó de brazos − Aléjate de la esposa de Kouga, ¿entendido?

Inuyasha no se tomó muy bien esa orden y amenazó con golpearla, pero se contuvo en el último momento, volviéndose hacia una pared para descargarse mediante un fuerte puñetazo. Tenía un talante horroroso.

− No es para ti. – repitió su tía a su espalda.

− ¡Cállate!

− Te molesta que te lo digan, ¿verdad? − Kagura se inclinó para recoger su maleta − Está casada. ¿Entiendes lo que es eso? Nunca será tuya.

Después de aquel comentario no quiso ver, ni escuchar nada más. Kagura parecía a punto de marcharse sin decir nada más y temía que Inuyasha la descubriera en la puerta contemplando la escena. ¿Inuyasha la quería para él? Debía admitir que, en lo más hondo de su ser, era una idea que la complacía. Si lo hubiera conocido antes, si fuera con él con quien se hubiera casado… No... Inuyasha nunca le habría pedido su mano en matrimonio. ¿Para qué? Podía tenerla sin necesidad de eso. Odiaba admitir que no se podía resistir a él cuando se ponía tan violento como apasionado al mismo tiempo. Debía estar tan loca como él mismo.

O, tal vez, Kagura estuviera equivocada en sus juicios. No dudaba que ella supiera del tema, pero nunca había sido correspondida en el amor. Inuyasha no la amaba; solo se divertía con ella. Buscaba su cuerpo y ya había dejado bien claro que era su belleza lo único que le gustaba de ella. Tristemente, era lo único real que podía ofrecerle y que él deseara. No había nada más en ella que pudiera llamar la atención de un hombre como Inuyasha.

Desde entonces, su vida se convirtió en una rutina. Dormía en un diván cerca de la cama de Kouga por más que él le insistiera en que durmieran juntos. Su excusa en ese momento era que temía removerse en sueños y hacerle daño en los huesos aún rotos. Kouga la aceptaba por el momento, creyendo que ella estaba terriblemente preocupada por él. La realidad era que temía golpearlo intencionadamente si intentaba tocarla. No se imaginaba en absoluto haciendo con él lo mismo que hizo con Inuyasha. No sería capaz. Así pues, había terminado acostumbrándose al diván; en los últimos tiempos, lo encontraba extrañamente cómodo.

Al levantarse, se aseaba en el servicio. Cuando salía del aseo, les habían traído el desayuno. Kouga desayunaba en la cama con una bandeja supletoria y ella había acercado la mesa para estar cerca de él. Después, lo aseaba a él. Resultaba más vergonzoso lavarlo estando despierto, pero se esforzaba por no parecer cohibida incluso cuando tenía que ocuparse de su entrepierna. Él estaba excitado la mayoría de las veces. Kouga la deseaba y ella no sabía ni qué haría si un día intentaba imponerse. Después de ese incómodo momento, venía la rehabilitación. Kouga no quería hacerla porque le causaba mucho dolor, así que se había visto en la obligación de tentarlo con un beso de recompensa que se obligaba a darle posteriormente. Después de aquello, se avecinaba un largo día de aburrimiento.

El día que dieron a Kouga permiso para salir, los dos estuvieron a punto de saltar el sitio. Necesitaba tomar un poco de aire fresco o terminaría explotando allí encerrada. Intentó que no se le notara el ansia cuando cogió una sencilla falda color caqui hasta los tobillos, unos botines negros y una blusa blanca de seda con mangas de bombacho. Se metió en el baño para cambiarse y se recogió el cabello en un bonito moño francés. Al salir, los criados habían traído una silla de ruedas para Kouga. Él se mostró disgustado alegando que preferiría andar con las muletas, pero el médico insistió en que usara la silla al principio para evitar sustos hasta que estuviera más repuesto.

Todo le pareció nuevo al salir de la habitación. Se sintió como si volviera a entrar por primera vez en esa casa; así se lo dijo a Kouga. Él, en respuesta, se rio y confesó sentirse de la misma forma después de tanto tiempo sin andar por los corredores de la casa. Decidieron que irían al jardín. Kagome empujó la silla a pesar de las quejas de Kouga, quien no quería que ella cargara con tanto peso. Decía que era muy frágil y delicada. Quizás años atrás, cuando era una joven con sueños e ilusiones que había viajado a un país extranjero para estudiar, así fuera; en esos momentos, ya no lo era.

Empujó la silla a través de la galería de los cuadros de la familia y salieron al jardín por la puerta de cristal del fondo. Hacía un día estupendo. El sol no era especialmente abrasador y no hacía bochorno. Se movieron sobre un camino de losas amarillas hasta llegar al cenador rodeado de rosas blancas. Kagome puso el freno a la silla una vez que estuvieron en la sombra y se sentó en un banco junto a él para sentir la agradable brisa de verano.

Kouga llevaba consigo un libro de poemas que empezó a recitar para ella. Mientras lo escuchaba, pensó que Kouga sí que sabía recitar un poema. Sabía seguir el ritmo, las pausas y la entonación para dotar al poema del efecto que esperaba crear el autor. Además, las poesías estaban muy bien escogidas. Tenía un gusto exquisito y, a juzgar por su expresión, debía entender muy bien el significado de cada pieza.

Se dejó llevar por sus palabras. Cerró los ojos, se apoyó en la columna de piedra y se relajó en la sombra del cenador con la brisa agitando su flequillo y la voz de Kouga dándole paz. Por un momento, se dejó transportar a otro lugar en el que no existía la guerra, el dolor, la enfermedad o el hambre. No había el apocalipsis que ellos acababan de vivir. Tampoco estaba Kouga, ni Inuyasha. Estaba ella sola disfrutando de una agradable mañana de verano como cuando era una niña y salía a correr por los hermosos jardines franceses.

Su estado de éxtasis se rompió como si se tratara de una burbuja que acababa de ser pinchada por un niño. De repente, se sintió observada. Alguien la estaba mirando y sabía que no era Kouga. Se había acostumbrado a la mirada de Kouga; por eso, sabía exactamente cómo se sentía. Además, Kouga seguía recitando sus poemas. No, esa mirada pertenecía a otra persona. Una persona que la alteraba en todos los sentidos. Esa era la mirada de Inuyasha Taisho.

Abrió los ojos y lo vio mirándola fijamente. Llevaba uno de esos trajes con levita, y parecía que acabara de llegar de la ciudad. Tarde o temprano tendría que encontrarse con él, así que trató de aparentar toda la normalidad que le era posible.

− ¿Qué te ha parecido, Kagome?

No fue lo bastante rápida en contestar. Estaba tan ensimismada por la repentina llegada de Inuyasha que ni siquiera lo escuchó o, por lo menos, su sistema no le transmitió el mensaje a tiempo. Kouga siguió la dirección de su mirada hasta cruzarse con la de su primo. Frunció el ceño sin poder ocultar su enfado por el comportamiento de Inuyasha en las últimas semanas y le hizo una señal.

Inuyasha dudó en acercarse, lo que empeoró considerablemente el humor de Kouga, pero, finalmente, lo hizo. Ella se puso de los nervios. Se alisó las arrugas de la falsa, se colocó bien el flequillo y los mechones rebeldes y estaba a punto de pellizcarse las mejillas para darles color cuando se dio cuenta de lo que hacía. Intentaba tener buen aspecto para Inuyasha… ¿Cómo pudo ser tan tonta? Esperaba que Kouga no se hubiera dado cuenta de sus intenciones.

− ¡Qué bueno verte! − exclamó Kouga cuando Inuyasha estuvo a dos pasos de su silla − Hace una eternidad que no te veo.

Inuyasha no hizo ni el menor intento de contestar a la evidente pulla.

− ¿Dónde has estado? – insistió − Kaede me ha dicho que estabas muy ocupado, hasta arriba de trabajo.

− Así es.

Tampoco era ninguna mentira. Sabía que Inuyasha trabajaba día y noche y que apenas dormía. Le pidió ayuda porque en verdad necesitaba que alguien le quitara de encima las tareas más sencillas y pesadas, pero no se atrevió a llamarla a su despacho de nuevo después de lo sucedido entre ellos. Estaba claro que había declinado su ayuda.

− ¿Tanto trabajo que no podías pasarte a saludar a tu primo?

Un encogimiento de hombros fue la respuesta de Inuyasha.

− ¿No dices nada? − Kouga estaba haciendo crujir la madera de la silla de lo fuerte que la agarraba − No has venido ni una sola vez.

− No quería molestar…

− No es molestia que mi primo, alguien que siempre ha sido para mí como un hermano, venga a preguntar qué tal estoy.

No recibió respuesta. Entonces, Kagome se dio cuenta de que Inuyasha estaba intentando por todos los medios evitar la pelea entre él y Kouga. Todo aquello, por supuesto, era su culpa por no dignarse a hacerle una visita, pero, aun así, quería evitar el conflicto. ¿Habría algo que ella pudiera hacer al respecto? Eran familia, y no quería ser la responsable de una brecha entre ellos.

− Kouga… − puso su mano sobre la de su marido para intentar que relajara los nudillos − Inuyasha está muy atareado. − le explicó − De hecho, tiene tanto trabajo que me pidió ayuda como secretaria para aligerarle un poco la carga. No le he ayudado hasta ahora porque primero tenía que ocuparme de ti…

Tanto Kouga como Inuyasha la miraron asombrados. Sabía bien que la sorpresa de Inuyasha se refería a que no esperaba en absoluto que lo encubriera. Kouga era otro asunto. No podía descifrar bien su expresión; aún no lo conocía lo suficiente.

− ¿Aceptaste esa oferta?

Sorprendentemente, eso era lo que más parecía preocupar a Kouga.

− Claro que acepté. − le colocó bien los pliegues de la bata − No quiero ser una carga y me habéis acogido tan bien en vuestro hogar que quería aportar algo.

− No… no tienes que hacer nada… − cogió su mano − Eres mi mujer, no una empleada…

− Pero me gusta trabajar.

A eso no pudo responderle nada.

− ¿Y cuándo vas a empezar?

Kagome se volvió hacia Inuyasha con una mirada suplicante ante esa pregunta. Acababa de salvarle, era lo mínimo que le debía.

− ¿Mañana?

Asintió con la cabeza, satisfecha, dando también por terminada la conversación. Sin embargo, Kouga no dejaría escapar a Inuyasha tan fácilmente. Parecía especialmente resentido con él y no podía creer que eso se debiera solo a su ausencia en los últimos días. ¿Sospecharía la terrible verdad?

− ¿Vendrás a verme ahora que vas a tener a Kagome todo el día para hacerte tu trabajo?

La pregunta fue lo más cortante e hiriente que podría haber pronunciado en ese momento.

− Kagome solo se ocupará del papeleo y de pasar algunos documentos importantes a máquina.

− Debería estar con su marido, no contigo.

¡Kouga estaba celoso! Dios, si él supiera que en verdad tenía motivos más que justificados para estar celoso de Inuyasha. En verdad quería decírselo y sacarse de encima esa terrible carga que la estaba torturando por dentro, mas temía la reacción de Kouga. Podría tomarla con ella, con Inuyasha o con los dos. Parecía bastante voluble y demasiado apasionado en algunos aspectos. Tenía toda la pinta de ser capaz de cometer alguna locura si se sentía acorralado.

− Kouga, también estaré contigo. − le aseguró − No debes preocuparte por...

− Te has vuelto muy posesivo, Kouga.

¿Por qué Inuyasha tuvo que abrir la boca? Si se hubiera callado, todo habría sido mucho más sencillo.

− Soy posesivo cuando veo amenazadas mis posesiones…

Intercambiaron una mirada desafiante. Kagome tuvo que contenerse para no gritarles que no era la posesión de nadie. ¿Cómo pudo compararla con una posesión? Era una persona, una mujer, no un maldito objeto que pudiera comprarse y venderse en el mercado. Nunca se había sentido tan humillada como en ese momento, y eso que tenía muchas humillaciones a su espalda.

− ¿Tú tienes posesiones?

Le habría lanzado algo a la cabeza a Inuyasha. ¿Acaso quería empeorar más las cosas? Kouga apretaba los dientes hasta tal punto que podía escuchar la fricción entre ellos. Lo vio hacer amago de levantarse; entonces, adivinó que, si no hacía algo para evitarlo, la pelea sería inminente. ¿Qué podía hacer para evitar que Inuyasha hiciera pedazos a Kouga?

La respuesta llegó de la mano de Hitomi. La criada apareció en el cenador ajena a lo que estaba sucediendo, lo que calmó los humos de los dos hombres de la casa que querían aparentar frente a la servidumbre. ¡Bendita imagen! − pensó Kagome − Si a los ricos no les preocupara tanto lo que los demás pensaban de ellos, ya se estarían golpeando. Kouga e Inuyasha se comportaban como auténticos críos.

− Traigo una carta para Kagome… − se aclaró la garganta para corregirse − Para la señora Wolf.

Hitomi y ella se tuteaban en privado, pero ante la familia intentaban aparentar que no compartían tal familiaridad. Nuevamente, el que hubiera correspondencia para ella llamó la atención de los hombres lo suficiente como para que se olvidaran por completo de su disputa. Las miradas de los dos se concentraron en ella con curiosidad, lo cual le provocó un sonrojo. Se levantó y tomó la carta que Hitomi le estaba ofreciendo. El remitente era francés, así que debía ser la respuesta a su misiva.

− Gracias, Hitomi.

La criada asintió con la cabeza y, tras despedirse de los señores, regresó a la casa para continuar con sus tareas. Inuyasha y Kouga continuaban observándola con evidente curiosidad. Se suponía que nadie sabía dónde estaba ella.

− ¿Podría retirarme? − le preguntó a Kouga, tal y como le había enseñado Kaede − Me gustaría tener un poco de privacidad.

Kouga asintió con la cabeza, y se marchó tan rápido que ni siquiera entendió si alguno de los dos se había despedido de ella. Estaba impaciente por leer la respuesta a su misiva y necesitaba intimidad. Recorrió la galería en silencio, con el corazón a punto de salirse del pecho. Era tal la impaciencia que en vez de dirigirse hacia su propio dormitorio o hacia el salón de té, se quedó en una terraza de cristal.

Se sentó en una de las hamacas dispuestas para tomar el sol y, en su impaciencia por abrir la carta, la rasgó. Poco después de haber llegado a la casa Taisho, envió una carta a París, al registro civil, pidiendo que le confirmaran la supervivencia de sus padres. Esa era por fin su esperadísima respuesta. Estaba muy nerviosa por lo que podía contener la carta. La agarró entre sus manos temblorosas y empezó a leer sin detenerse demasiado a pensar lo que estaba leyendo. Al terminar, decidió volver a leerla, esperando no haberla comprendido. La leyó más despacio y con más atención, comprobando que no había margen de error. Sus padres habían sido fusilados por los nazis.

Estaba tumbada sobre la hamaca, con la carta abrazada a su pecho, cuando Inuyasha la encontró. Al oír entrar a alguien, ni se molestó en moverse, se quedó tumbada de espaldas a la entrada y se frotó los ojos para intentar ocultar las lágrimas.

− Hay que admitir que has estado muy avispada con Kouga. − dijo a su espalda − Aunque tú también tenías que salvarte, ¿no?

Ni se inmutó por sus palabras, apenas las escuchó. En su mente solo retumbaba una y otra vez el eco de una voz anónima confirmando que sus padres estaban muertos.

− ¿No esperarás que te dé las gracias?

Solo esperaba que se marchara y la dejara en paz con su tristeza. ¿Acaso no podía tener unos minutos de intimidad? ¿Era mucho pedir? Ella también era una persona y, a veces, se desmoronaba y necesitaba estar sola para pensar en sus cosas. Desgraciadamente, no esperaba que alguien como Inuyasha Taisho entendiera semejante cosa. El gran e intocable Inuyasha Taisho no tenía capacidad de sentir nada por nadie.

− ¿Vendrás mañana a trabajar? – continuó − Esperaba que ya no quisieras pasar tiempo a mi lado…

En ese instante, al menos, no deseaba pasar ni un solo segundo más a su lado. ¿Por qué no cogía la indirecta y se largaba de una buena vez?

− No creo que a Kouga le hiciera gracia saber lo que ha sucedido entre nosotros…

Notaba en su voz que la falta de respuesta empezaba a cabrear a Inuyasha. Cada vez se estaba volviendo más agresivo y parecía que intentara herirla por todos los medios para que le soltara alguna barbaridad. No eran más que burdas provocaciones.

− ¿Me estás escuchando?

Sí, y se estaba hartando de escucharlo. Cogió la carta, se incorporó y se frotó bien los ojos antes de levantarse. Se aseguró de que el flequillo ocultara sus ojos mientras caminaba con la cabeza gacha y se dispuso a marcharse. Si Inuyasha no se marchaba de allí, lo haría ella. Esperaba que la dejara en paz entonces, pero estaba equivocada. Cuanto más lo ignoraba, más empeñado estaba en captar su atención.

− ¡Háblame!

Cogió su brazo para detenerla en su avance y la obligó a mirarlo. Era imposible ocultar sus mejillas aún húmedas, sus ojos rojos y el brillo de las lágrimas a punto de caer.

− ¿Estás llorando?

No creía que fuera necesario preguntarlo; era más que evidente que estaba llorando.

− ¿Qué te pasa? – preguntó − ¿Crees que vas a conseguir algo con esas lágrimas falsas?

¿Lágrimas falsas? ¿Qué sentido tenía que derramara lágrimas falsas a escondidas? ¿Acaso no pensaba antes de hablar? Sintió ganas de golpearlo hasta hacer que sangrara y que gritara de dolor. Quería hacerle daño, quería que él sufriera y que supiera por lo que ella estaba pasando. Entonces, se dio cuenta de que, en realidad, lo sabía. Inuyasha había perdido a sus dos padres y a su hermano mayor siendo mucho más joven que ella y había tenido que vivir siempre sin ellos. De alguna manera, ese pensamiento redujo considerablemente sus ganas de usar la violencia contra él.

Se las apañó para desasirse de su agarre y salió de la terraza. No sabía hacia dónde ir, así que tomó el camino de la galería. Quizás un poco de aire fresco la ayudara a calmarse.

− ¿Ahora te has vuelto dócil como un corderito?

No iba a contestar a su provocación.

− ¡Maldita sea, reacciona!

La tomó por detrás haciendo que se girara bruscamente. Para entonces, ya tenía otra vez la cara cubierta de lágrimas y estaba a punto de echarse al suelo a llorar. Inuyasha se fijó en la carta que apretaba contra su pecho. Antes de poder prever su movimiento, se la quitó de entre las manos. No podía permitir que la leyera. Era de ella y solo de ella. ¡Era una carta íntima! No tenía ningún derecho a leer su correspondencia privada. Ni él, ni su marido, ni absolutamente nadie.

Se lanzó sobre él para quitársela de entre las manos. Inuyasha se limitó a poner una mano sobre su hombro para detener su avance y alzó la carta con la otra mano para leerla. Con esa facilidad pudo derrotarla. Leyó toda la maldita carta sin su consentimiento y solo pudo arrebatársela cuando hubo terminado. Dejó de hacer fuerza para retenerla y le devolvió la carta. El papel estaba arrugado a cuenta del forcejeo, así que lo alisó contra su pecho. No sabía por qué, pero quería conservarla un tiempo al menos.

− No lo sabía… − dijo al fin − Lo siento…

No le contestó, pero le agradó escuchar cómo se disculpaba. Hasta entonces, no sabía que él fuera capaz de tal gesto.

− No puedes hundirte ahora. Necesitas distraerte…

Lo miró sin comprender. ¿Cómo iba a distraerse en ese momento? Inuyasha sonrió como si hubiera entendido la pregunta.

− Sé una forma rápida de hacerlo…

Agarró su mano, en esa ocasión delicadamente, y le hizo seguirlo. Caminaron por la galería hasta detenerse entre el cuadro del bisabuelo de Inuyasha y el de su abuelo. Inuyasha miró hacia ambos lados, comprobando que nadie los estuviera observando, apoyó la mano en un punto concreto de la pared y empujó. La pared crujió, y se abrió una puerta que conducía hacia un pasadizo oscuro.

Kagome dudó en entrar, pero la mirada de Inuyasha no dejaba lugar a dudas. Lo siguió dentro de ese pasadizo, donde quedaron completamente a oscuras cuando la puerta a su espalda que daba a la galería volvió a cerrarse. Tuvo miedo al instante. Estaba todo muy oscuro y hacía frío ahí adentro. Inuyasha le pasó un brazo alrededor de la cintura y la instó a caminar a su lado. Lo siguió unos metros en línea recta hasta que se tropezó con un escalón. Inuyasha la ayudó a subir las escaleras y volvieron a caminar unos cuantos metros hasta que volvieron a detenerse e Inuyasha empujó la pared. Otra puerta se abrió al final. Esa última daba a un dormitorio mucho más grande que el que ella compartía con Kouga. Una cama de matrimonio enorme recubierta con una preciosa colcha color crema ocupaba la posición central. En el lateral, un escritorio de madera de roble frente a un enorme ventanal que daba a una terraza. Dos puertas que seguramente conducían a un cuarto de baño privado y también a un vestidor. Tenía mesa de comedor, chimenea... Esa era la habitación de Inuyasha, la habitación principal de la casa.

− Inuyasha, no sé si es una buena idea…

− Es una muy buena idea.

Inuyasha la besó y la empujó para que terminara de entrar en el dormitorio. La puerta del pasadizo volvió a cerrarse a su espalda, quedando encerrados en su dormitorio. Debiera importarle, pero estaba tan ensimismada en la magnífica distracción que Inuyasha estaba formando para ella que se olvidó de todo lo demás.

Fue empujada hacia el escritorio, donde su de repente tierno atacante la sentó. Inuyasha le abrió la camisa y le levantó el sujetador para acariciarla, a lo que ella contestó arqueando la espalda feliz y entregada a sus caricias. Lo sintió tirar de la falda, gruñir y mascullar alguna maldición hasta que consiguió desabrocharla y tirarla al suelo, dejando sus largas piernas cubiertas únicamente por las medias y las ligas. Ese era el bruto que ella conocía.

− Odio esa falda… − dijo entonces − No vuelvas a ponértela nunca.

Deseó contestarle y desafiarlo, pero sabía muy bien que, si a Inuyasha no le gustaba, no se volvería a poner la falda. Entonces, le quitó los botines y le hizo apoyar el pie en una banqueta. Su entrepierna aún cubierta por la ropa íntima quedó totalmente expuesta para él. Gimió con anticipación cuando su mano le acarició el vientre y casi gritó cuando metió la mano dentro de sus bragas y la acarició. No había sabido cuánto necesitaba que él volviera a hacer aquello hasta ese momento.

No pudo estarse quieta mientras que él la tocaba. Se retorció de placer y sus manos ansiosas lo fueron desnudando hasta que aflojaron la hebilla del cinturón del pantalón. Justo en ese momento, los dos se miraron con deseo y se besaron tan profundamente que se quedaron sin respiración. Kagome desabrochó el pantalón y lo dejó caer. Apenas acarició su miembro durante unos instantes cuando Inuyasha le arrancó las bragas, haciéndolas jirones, y se situó entre sus muslos.

Apoyó las palmas de las manos en el escritorio al sentirlo dentro y arqueó la espalda todo lo que pudo para que entrara más profundamente en ella. Se movió contra ella casi con violencia hasta que los dos alcanzaron el clímax. Después, se dejó caer de espaldas sobre el escritorio y respiró profundamente. Quería pasar el resto de su vida haciendo justamente eso a cada minuto.

− ¿A qué se dedicaban tus padres?

La pregunta de Inuyasha le extrañó, pero contestó.

− Mi padre era pintor y mi madre era bailarina de ballet. Los dos eran grandes artistas.

− ¿Y tú? – curioseó − ¿No has heredado su talento?

− Mis padres intentaron enseñarme, pero me gustaba más hacer multiplicaciones y divisiones que pintar un paisaje y tenía más facilidad para aprender idiomas que para bailar. Sí que me transmitieron su amor por el arte… − suspiró − Ellos vivían por y para el arte.

De repente, se dio cuenta de que Inuyasha había logrado su propósito: distraerla. Estaba más relajada en ese momento que media hora antes y ya no sentía el irrefrenable deseo de tumbarse a llorar en una esquina. Se incorporó percatándose del efecto que había logrado causar en ella y lo miró. Él sonreía, plenamente consciente de lo que había conseguido con ella. ¿Por qué era tan dulce? Inuyasha la confundía. Tan desagradable y tan extremadamente dulce al mismo tiempo…

Le quitó las ligas y las medias mientras ella se quitaba el sujetador y la camisa abierta; después, la levantó en brazos como si no pesara nada. La llevó hasta la cama, la tumbó con las piernas abiertas y la penetró otra vez mientras se tumbaba sobre ella. Clavó las uñas en su espalda y lo recibió gustosamente en su interior sin importarle nada, ni nadie fuera de esa habitación.

Continuará…